Moscú – Petersburgo

Ievgueni Zamiatin[1]

Traducción: Fulvio Franchi

“Moscú es una palabra de género femenino; Petersburgo, de género masculino”[2], escribió Gógol hace exactamente cien años[3]. Es como una broma lanzada casualmente, un juego de palabras gramatical, pero en él se deja ver algo fundamental en el carácter de cada una de las dos capitales rusas, tan claramente que se lo recuerda hasta ahora, cien años después.

Desde entonces, Petersburgo llegó a convertirse en Leningrado, pero quedó como Petersburgo mucho más que Moscú como Moscú. Moscú se entregó a la revolución de manera más arrebatada, más decidida y más dócil que Petersburgo. Y una cosa más: la revolución triunfante se convirtió en una moda, ¿y qué mujer auténtica no se apresura a vestirse a la moda? Petersburgo aceptaba lo nuevo sin tanta prisa, con masculina sangre fría, con gran circunspección. Avanzaba lentamente, y eso se entiende: tenía que acarrear el enorme peso de las tradiciones culturales, particularmente notables en el dominio del arte. Sin ese engorroso equipaje, sin carga, las musas moscovitas pasaron volando, ganándole la delantera no solo a Petersburgo, sino también a Europa, y a veces al mismo tiempo al sentido común. “Moscú exige que si algo se puso de moda, que la moda esté en todo el uniforme”, por más que hasta Gógol bromease sobre Moscú, él ya conocía su debilidad femenina.

Por otra parte, esa desprevenida persecución de lo nuevo no es solo un rasgo femenino, sale también de la juventud: la nueva Moscú, que vive al lado, encima y a través de la vieja, de la de seis siglos de edad, ha cumplido solo dieciséis años. Por la inesperada y abigarrada combinación de lo nuevo y lo viejo, en Moscú a uno le da vueltas la cabeza: Petersburgo es más sobria; incluso ahora, como en los tiempos de Gógol, “no le agradan las flores coloridas”. Petersburgo seguirá siendo la ventana a Europa, a Occidente; Moscú fue la puerta a través de la que América, a través de Asia, se derramó sobre Rusia desde Oriente.

Esto, por supuesto, no es más que un esquema. En la vida, especialmente en la especular –en el arte– no existe esa exactitud geográfica: allí se puede ver que la cresta batalladora de Moscú aparece en la avenida Nevski, allá la chillona plaza moscovita se aplaca bajo la severa sombra del Jinete de Bronce. Pero a pesar de esa mezcla, a través de todos los cambios, en todos los espejos, uno puede mirar su propio rostro en ambas capitales. Y es posible que esto se vea más claramente que todo en el espejo de piedra de la arquitectura, en el que la revolución dejó su huella en Petersburgo y en Moscú.

Petersburgo creció como una ciudad gubernamental, imperial, fue construida por el fisco, el Estado, el sistema. La mayor parte de las edificaciones que definen su rostro – los  magníficos trabajos de Rastrelli, Quarenghi, Thomon, Voronijin – datan de la época de Catalina, Alejandro I y Nicolás I. Afortunadamente, la falta de gusto de los últimos emperadores no pudo imprimir su sello en la capital del norte: para esa época, la composición arquitectónica fundamental de Petersburgo ya había sido concluida. Así encontró también a la revolución, y esa integridad suya, esa plenitud arquitectónica, son la causa de que, aun después de la revolución, haya conservado su rostro anterior. Ya no había ningún lugar para lo nuevo, a excepción de los límites de Petersburgo: solo allí la revolución dejó sus huellas, alrededor de Petersburgo va creciendo lentamente Leningrado, de cuyos elementos resulta compuesto con éxito, por ejemplo, el barrio de nuevas casas para trabajadores cerca del Arco de Triunfo de Narva, con un enorme teatro excelentemente acondicionado –la Casa de la Cultura– y también las “casas de la cultura” en otros barrios obreros.

En un estilo completamente distinto, oriental, se construyó la Moscú de los zares: de forma caprichosa, ramificada, abigarrada, sin sistema. Su crecimiento no fue dirigido por ninguna voluntad individual. A diferencia de la Petersburgo de los emperadores, Moscú era la capital de los terratenientes y de los comerciantes –de los comerciantes por excelencia—. Las personas enriquecidas provenientes de cualquier lugar apartado de los Urales, de las ermitas de los viejos creyentes de la región del Volga, se instalaban aquí y se construían sus “chalets”, de acuerdo con sus fantasías propias de los Urales y del Volga. Del mismo modo que los palacios en Petersburgo, en Moscú eran típicos estos “chalets”, casas para una sola familia que se emplazaban sin protocolo alguno al lado de las coetáneas  moles de muchas plantas. Y además de los chalets, las iglesias; cantidad de iglesias que se lanzan a los ojos, en su mayor parte muy antiguas, de los siglos XIV y XV, herencia de la época en que Moscú era la capital de los beatos zares.

Apenas volvió a ser la capital después de la revolución, Moscú fue invadida por enormes cantidades de instituciones y funcionarios originados por el nuevo tipo de economía socialista. Una aguda crisis habitacional, que no había experimentado ninguna capital europea, obligó a ocuparse rápidamente de la construcción de nuevas casas. Dejándoles lugar, empezaron a desaparecer de las calles céntricas de Moscú las iglesias (lo que se relacionaba también con la política antirreligiosa del Estado).

El rostro de la ciudad, de sus partes separadas, lo cambia especialmente la demolición de construcciones tan características como las iglesias. Por ejemplo, los que han visto la vieja plaza con la catedral del Salvador, ahora no la reconocen: la cabeza dorada, visible desde lejos, y el cuerpo blanco amarillento del cuerpo de la catedral ya no existen. Esa edificación colosal no representaba un gran valor arquitectónico, pero no se puede dejar de lamentar la destrucción de edificaciones tan antiguas como el monasterio Simónov y el monasterio Chúdov en el Kremlin, como la vieja torre Sújariev, que tanto embellecía la plaza en el extremo de la calle Srieténskaia. En otros casos, la demolición de construcciones tan antiguas se justificaba desde el punto de vista de la composición arquitectónica. Así, la vista a la plaza Roja del Kremlin ganó mucho después de la demolición de la puerta Ibérica y de la capilla Ibérica en el Kremlin; ahora desde Ojotny Riad se ve la magnífica catedral de San Basilio sobre el fondo azul del cielo, antes tapada por la puerta y la capilla.

En las zonas céntricas de Moscú no se ven en absoluto edificios nuevos, que hayan sido recientemente construidos. En realidad “se lanzan a los ojos”: son los Estados Unidos que irrumpieron en la vieja Moscú —más exactamente, una edición berlinesa de los Estados Unidos accesible a todos—, combinaciones “constructivistas” de cubos de piedra, del tipo de las obras de Le Corbusier. Pero el gusto de Moscú exige “que la moda esté en todo el uniforme”: Moscú intentó “re-lecorbusiar” a Le Corbusier, allí hay otros edificios nuevos que son más secos, más astractos, más desnudos. Un ejemplo típico de este estilo es el cubo sombrío del Instituto Lenin, teñido de color oscuro, en pleno centro de Moscú, en la calle Tverskaia. Algunos arquitectos moscovitas de izquierda llamaron “proletario” a ese estilo estadounidense-berlinés (o sea, el más a la moda), pero… el proletariado desconfió y protestó cuando esos cubos sombríos empezaron a crecer en los barrios obreros. Uno de los más reconocidos arquitectos moscovitas, Shúsev[4], reconoció que “el simplificado tipo arquitectónico constructivista no siempre resulta cercano a las masas y comprensible para ellas (…). El exterior del edificio con forma de caja, mal confeccionado, empalagará pronto (…). Se necesitaba conocer las obras de los grandes maestros de épocas pasadas (…). La arquitectura, sin la asimilación de los dos artes padres –la pintura y la escultura– no puede cumplir con su tarea”.

De los dos artes padre de la arquitectura, parece que es la escultura la que debía florecer en la nueva Rusia revolucionaria: la revolución triunfante mostró la clara intención de consolidarse por siglos por medio de la instalación de los monumentos respectivos en calles y plazas de ambas capitales. Estos monumentos se multiplicaron muy rápidamente en los primeros años después de la revolución, pero igual de rápido desaparecieron, porque habían sido elaborados con materiales de lo más perecederos, incluso con yeso. Semejante falta de previsión resultó muy feliz: hechas de prisa, desarmonizando con el entorno arquitectónico, estas figuras, bustos y bustitos de ninguna manera embellecieron las capitales revolucionarias. Algunos de ellos, de acuerdo con la nueva terminología soviética, probablemente serían considerados ahora un sabotaje: ¿de qué otra manera llamar a uno de los primeros monumentos petersburgueses de Marx, un busto (obra de Matviéiev[5]) que representaba al fundador del comunismo… ¡con un monóculo en el ojo!? Como se sabe, Marx en efecto usaba monóculo, pero ese accesorio burgués violaba demasiado ostensiblemente la imagen canonizada.

El período imperial, relativamente poco perceptible en Moscú, dejó en las calles y en las plazas, en los malecones y en los parques de Petersburgo una completa crónica de bronce y piedra que se abre con la obra de Falconet, el “Jinete de Bronce”, magníficamente cantada por Pushkin. Y Petersburgo tuvo el gusto y el temple suficientes de conservar, más allá de excepciones de las más pequeñas, todos esos monumentos.  Y Petersburgo tuvo el sentido del estilo suficiente de colocar a uno de los pocos monumentos revolucionarios “a la figura de Lenin” ya no transitorios, sino perennes, no en medio de edificios de estilo imperio y de monumentos imperiales, sino más cerca de los suburbios obreros, más cerca de Leningrado (en la plaza junto a la estación de Finlandia). Moscú se relaciona con los monumentos antiguos con mayor desenfado; hace dos años, los viejos moscovitas vieron con sorpresa que habían trasladado el monumento de Minin y Pozharski más cerca de la catedral de San Basilio. Para los nuevos monumentos permanentes Moscú prefiere, como en sus nuevas casas, un “estilo geométrico” (el obelisco blanco en los Jardines de Alejandro, el gris en la antigua plaza Skobelévskaia). Desafortunadamente, no hay todavía ni en Moscú ni en Petersburgo, entre los nuevos monumentos, uno solo que se eleve sobre un nivel medio, cuya voz de bronce resuene con una fuerza que se acerque, aunque sea aisladamente, a la fuerza del “Jinete de Bronce” de Petersburgo.

Un típico edificio petersburgués con columnas en uno de los malecones sobre el Neva: la Academia de Artes de Petersburgo, residencia de una musa vecina de la arquitectura, la pintura. Ya en el siglo XVIII, cuando fue fundada la Academia, Petersburgo se convirtió en la capital de la pintura rusa. Un poco antes de la guerra y de la revolución, a través de la “ventana a Europa”, fueron llevadas las semillas del nuevo arte francés, y su entrecruzamiento con la vieja cultura pictórica rusa dio brotes muy ricos en el grupo de los artistas reunidos bajo el nombre de “Mundo del Arte”[6]. En Petersburgo, que ya se había transformado en Leningrado, estos artistas se sentían oprimidos, y la mayor parte de ellos son ahora en artistas de París y Nueva York. Pero las tradiciones creadas por ellos y las obras de los maestros que permanecieron fieles a Petersburgo, resultaron suficientes para que ella conservase en este campo el primer lugar incluso ahora, cuando Moscú se ha convertido en capital oficial. Se entiende que no se debe hablar de escuelas “petersburguesa” y “moscovita” de pintura, en este campo la difusión es aún más natural que en otros, pero a Moscú, por supuesto, se la puede reconocer también aquí.

En la historia de Moscú, en los “tiempos turbios”[7], juntos a los nombres de los zares se inscribieron los nombres de los impostores. Aquí no se prescinde de los impostores siquiera ahora. “El tranvía B.”, “La sota de diamantes”[8], se ocultaban en Moscú bajo esas denominaciones antes de la revolución: eran los miembros de una familia, los futuristas. Después de la revolución, los futuristas tomaron, en lugar de sus lemas anteriores, el lema de Octubre: se declararon los representantes plenipotenciarios de la revolución en el arte, y a su arte como “proletario”. Durante algunos años los obreros cubistas de color frambuesa y azul resplandecieron en los estandartes y en las pancartas revolucionarias, pero luego se repitió la misma historia que con el “estilo proletario” en la arquitectura: los modelos del “arte proletario” adoptados por los snobs no fueron adoptados por el proletariado. Aquí la reacción fue aún más fuerte, y se expresó en el hecho de que el péndulo de la pintura se moviera del punto más a la izquierda al punto más a la derecha (formalmente hablando). La residencia vacante de los “artistas proletarios” fue tomada por los nuevos impostores, los “ajrovtsianos” (de la AJR[9], Asociación de Artistas de la Revolución), que intentaban resucitar un género naturalista primitivista, fuertemente tendencioso. Los resultados artísticos de su actividad resultaron tan pobres que perdieron su posición más rápidamente que los futuristas, quienes, por lo menos, tenían un sincero deseo de renovar la forma, aunque ellos también excedieron el “sentido común izquierdista”. Petersburgo esperaba con gran entereza el fin de la época de los impostores, y al parecer, en el curso del último año esa crisis se resolvió: todos los artistas soviéticos ingresaron en una única sociedad, construida sobre la base no solo de los lemas políticos de moda, sino también sobre el principio de la maestría auténtica. Parece que el rol de liderazgo artístico en esta sociedad quedará a favor de los maestros próximos al “Mundo del Arte”.

Una crisis de otro tipo, ya específicamente soviético pero que también se observa paralelamente entre los artistas europeos, es la crisis de la pintura de caballete. Los artistas “de caballete” todavía trabajan, tanto en Moscú como en Petersburgo, pero trabajan preferentemente para sí mismos, y en el mejor de los casos para exhibir sus pinturas en una exposición y luego decorar las paredes de sus talleres. Con la finalización de la época de la NEP desaparecieron sin dejar huella todos los nuevos ricos, quienes se apresuraban a mostrar su cultura comprando cuadros; en el presupuesto del habitante soviético actual no puede entrar ningún tipo de objeto de lujo, entre ellos el arte. El Estado, que ha dirigido todos los recursos financieros al desarrollo de la industria, tampoco está en condición de invertir demasiado en apoyar a los artistas. La economía puso a los artistas de la pintura de caballete frente a la pregunta sobre la necesidad de buscar una salida en las obras que lleguen al consumidor masivo en la colonización del dominio de las artes aplicadas.

El principio de esta colonización, aun en los años del comunismo de guerra, puso a Petersburgo, que había abierto el gran éxodo de los artistas al campo editorial, a trabajar en la gráfica editorial. Ya entonces había surgido en Petersburgo todo un conjunto de editoriales artísticas que agrupaban a su alrededor a maestros de primera clase y dejando detrás de sí, en las bibliotecas de los bibliófilos, pequeños museos artísticos (las magníficas ediciones de “Aquilón”, “Petrópolis”, “Academia”). Con la finalización de la NEP estas editoriales privadas, en su condición de empresas capitalistas, fueron liquidadas, pero sus tradiciones culturales y su potencial técnico quedaron y en los últimos años se concentraron preferentemente en dos editoriales: la de la cooperativa “Editorial del Escritor” y en la editorial “Academia”, que pasó a manos del Estado. Después de Petersburgo se desperezó también Moscú, un poco más tarde; las editoriales artísticas aparecieron también allí, pero los mejores ejemplos del libro artístico se seguían dando, como antes, en Petersburgo. En todo caso, tanto en Moscú como en Petersburgo se observa por igual este fenómeno característico: el pasaje masivo de artistas del caballete al libro.

Para relativamente pocos artistas se abrió otro campo, ya no medido en los centímetros de los estantes de libros sino en los decámetros de las decoraciones teatrales. Aquí el rol de conductor lo tuvo indiscutiblemente Moscú; quien durante un largo tiempo dictó la “moda auténtica” a Petersburgo y a toda Rusia fue, por supuesto, Meyerhold. Esta nueva moda de los “decorados constructivistas”, que desterraba del teatro todas las huellas de arte figurativo, suprimía los trajes teatrales (sustituidos por “ropa de trabajo”, igual para todos los personajes), y que por su esquematismo y su desnudez era paralela a lo producido en otros campos. Afortunadamente, Meyerhold atravesó la extensa escuela de Petersburgo y, lo principal, era una persona muchísimo más talentosa que sus vecinos de la izquierda en otras artes, y por eso los artistas teatrales que trabajaban siguiendo sus principios ofrecían una serie de obras muy interesantes (las obras de los moscovitas Navinski, Rabinovich, Shlepiánov; las de los petersburgueses Dmítriev, Akímov). Pero de esa moda esquelética y geométrica ya ha renegado su propio autor. Junto con el regreso a los decorados multicolores y a los ricos vestuarios (especialmente en la ópera y el ballet), en su carácter de “última palabra”, avanza hacia el primer plano el método del “realismo concentrado”, que exige la construcción en el escenario de decorados “volumétricos”, “tridimensionales”, y la ambientación del espectáculo con una mínima cantidad de “objetos reales”.

De las siete hermanas, el elemento femenino está más plenamente expresado, por supuesto, en Talía y Terpsícore. El teatro comienza a vivir recién en el momento en que es fecundado por el principio masculino, el dramaturgo; recién entonces el actor se convierte en un artista auténtico, cuando se entrega hasta el final al papel elegido; el director es solo un educador experimentado que forma a su manera en el niño la herencia depositada por el autor. Y si “Moscú es de género femenino y Petersburgo es de género masculino”, ¿dónde, si no en Moscú, se podría encontrar un suelo más gratificante para el teatro? ¿Y podría esperarse otra cosa que el triunfo de los teatros de Moscú? Aquí Petersburgo se entregó a la piedad de la vencedora, reconoció su poder hasta el final. Los auténticos aficionados al teatro petersburgueses ya no van a sus teatros dramáticos, esperan las giras de los teatros de Moscú.

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Vsévolod Meyerhold

Esto no significa que en el campamento de los vencedores todo esté en paz: allí el cansado equilibrio de la vejez está lejos, allí también tiene lugar una lucha entre la Moscú rusa y teatral y la Moscú más nueva, “americana”. Los Estados Unidos, la tendencia a lo extraordinario, a lo sensacional, al truco brillante, el desparpajo puramente americano en la reelaboración de las obras a su manera, efectista, inquieta, siempre a la “ultimísima” moda, todo eso, por supuesto, es Meyerhold. Con su impetuosa arremetida americana el teatro de Arte de Stanislavski fue desplazado a un segundo plano en los primeros años después de la revolución. Meyerhold fue reconocido como el caudillo del teatro revolucionario; era miembro del partido, era un respetable “soldado del ejército rojo”, era el dictador del “Teatro Meyerhold”, y sus vasallos eran el “Teatro de la Revolución”, el “Estudio del Pequeño Teatro”, el “Tram” (Teatro de la juventud obrera); sus espías penetraban hasta en el antiguo Pequeño Teatro “del emperador”[10] y en el “Teatro Vajtángov”, fundado por los alumnos de Stanislavski, donde se representan puestas al estilo de Meyerhold.

Pero la “prosperity” norteamericana, demasiado veloz, llevó a la crisis: paralelamente con la desviación de las posiciones excesivamente izquierdistas en todos los campos del arte, dos años antes los gustos del espectador teatral y (lo que tuvo consecuencias aun más reales) los gustos de las autoridades moscovitas claramente se habían desplazado hacia Stanislavski. Incluso antes de eso Meyerhold había empezado a sufrir una serie de desgracias, como el  fracaso de Los baños, la obra de Maiakovski; ni mucho menos le dieron una revancha completa las puestas de El inspector y La desgracia de tener ingenio[11]; ni siquiera su genial inventiva como director pudo salvar la mala obra Introducción[12], representada en la última temporada. Poco tiempo atrás, a Meyerhold lo había traicionado su vasallo petersburgués, el teatro Alexandrinski: la dirección de este teatro pasó a manos de uno de los más antiguos discípulos de Stanislavski.

Este cambio de posición de una resultante teatral de la extrema izquierda hacia el centro se refleja también en el repertorio, donde de nuevo aparecieron los clásicos,  arrinconando en un segundo plano a las obras soviéticas, frecuentemente de inferior calidad. Del período de los experimentos arriesgados, Moscú está pasando a un trabajo teatral más tranquilo y organizado, a la consolidación de sus triunfos. Los vencidos teatros petersburgueses brillan solo por la luz reflejada de Moscú. El único fuerte que aún no ha izado la bandera blanca es el Teatro de Ópera y Ballet de San Petersburgo ((el antiguo teatro Mariinski), que hasta ahora le disputa el primer lugar al teatro Bolshói de Moscú.

La primera década después de la Revolución no fue bien recibida en el Teatro de Ópera y Ballet, tanto en Petersburgo como en Moscú. Los elencos de estos teatros, con más fuerza que los de los dramáticos, se vieron debilitados por la fuga las fuerzas artísticas de primera clase al extranjero. Estas pérdidas se repararon rápidamente en el teatro Mariinski, heredero de las ricas tradiciones y la mejor escuela, fundamentalmente en ballet, de la época imperial. Fue desafortunado también en el repertorio, que se intentó sovietizar a ritmo forzado. Pero el ligero castillo de la ópera y el ballet resultó no apto para recibir la transferencia de la pesada carga del utilitarismo: una gran parte de puestas en escena “industriales” (el ballet El perno[13] en Petersburgo, la ópera La ruptura[14] en Moscú, etc.). Esto produjo un giro en el repertorio clásico, expresado más  bruscamente en la ópera y el ballet que en el drama. Además de esto, Petersburgo encontró otra salida: abrió su propia “ventana a Europa” y mostró una serie muy exitosa de nuevas óperas europeas muy bien interpretadas (Salto a través de la sombra de Ernst Krenek, Wozzek de Alban Berg, El sonido lejano de Frank Schreker, etc.). “La ópera y el ballet son el zar y la zarina del teatro petersburgués”; así era, cien años atrás, según el testimonio de Gógol, y así siguió siendo hasta nuestros días. ¿No tuvo aquí un rol decisivo la “individualidad”, el carácter de la capital del norte? La ópera y el ballet viven solo a medias en la materia femenina del teatro: a medias respiran con la música, y las raíces de la música rusa están desde hace muchísimo tiempo en Petersburgo.

Si se traza un mapa de los tesoros musicales de la canción rusa, los yacimientos más ricos estarán en el norte: allí, en las aldeas de las regiones de Nóvgorod, Olónets, Arjánguel, Mezenski, aun hasta hoy se conserva la vieja canción rusa ritual, coral y lírica; en la Rusia de los alrededores de Moscú ya ha sido desalojada hace tiempo por la “chástushka”[15] fabril, musicalmente pobre. Sobre esos tesoros surgió en Petersburgo el célebre “Puñado Poderoso” (Rimski-Kórsakov, Músorgski, Borodín)[16]. El primer conservatorio ruso fue creado también en Petersburgo. De Petersburgo salieron a conquistar el mundo con la música rusa Stravinski, Prokófiev, Glazúnov, Rajmáninov, el director Kusevitski. Espléndida, con sus dos hileras de columnas, la sala de la Asamblea de la Nobleza fue llenada por la intelliguentsia petersburguesa. Arriba, desde el coro, se cernía a través de las barandas las cabezas de los estudiantes, hombres y mujeres; sobre el escenario, con su varita mágica, Kusevitski; al piano, Skriabin… ¿Quién, que haya vivido en Petersburgo antes de la guerra y durante ella, podrá dejar de recordar aquellas brillantes festividades musicales?

Mucho ha cambiado desde entonces. La sala de la Asamblea de la Nobleza se convirtió en la sala de la Filarmónica de Leningrado. Skriabin murió. Murió no solo físicamente: su mística delicadamente sensorial dejó de oírse, el lejano ídolo ya fue completamente olvidado. Ya no está Kusevitski y, hay que reconocerlo, no hay nuevos grandes directores rusos (los mejores conciertos tienen lugar con la conducción de artistas extranjeros de gira). Pero la sala de la Filarmónica reúne, como antes, a toda la flor de la intelliguentsia que salió indemne de Petersburgo y creció en Leningrado. En Moscú es diferente: allí se puede encontrar más rápidamente reuniones deslumbrantes en los teatros, pero los petersburgueses siguieron siendo melómanos antes que nada.

La naturaleza complejísima, casi matemática, de la música, se crea para sí misma una coraza que la protege sólidamente de los microbios del diletantismo, para los que era mucho más fácil penetrar en la pintura, la literatura y el teatro. Por eso, en la música se trazumaron menos enfermizamente los procesos que se observaron en otros campos del arte. La organización musical, intentando especular en sus lemas políticos (la RAMP[17]) murió en un estado aun infantil. Casi no hubo intentos de reemplazar la estatura orgánica de nuevo contenido en la música con la fabricación de prematuros homúnculos musicales. En la música las fases de la lucha entre tendencias formales se desarrollan con gran retraso. El ala izquierda, emparentada con los nuevos franceses, con Arnold Schönberg, Paul Hindemith e Ígor Stravinski, está dando hasta ahora el tono fundamental (acaso el más claro y talentoso representante de ello sea el joven compositor petersburgués Dmitri Shostakóvich, autor de la ópera La nariz sobre el argumento de Gógol y una sucesión de obras para ballet, orquesta y piano). Pero  hace poco tiempo surgió en Petersburgo un nuevo grupo (el del compositor Scherbachov) que aspira a reinsertar la melodía extraviada en la persecución de la agudeza y la originalidad de la armonización, típica para la extrema izquierda. En esto, si se echa una mirada al teatro, se puede encontrar las señales de un fenómeno absolutamente paralelo al repliegue del “meyerholdismo” frente al teatro emocional. Y en completa analogía con el teatro después de los últimos años avanza a un primer plano un repertorio clásico, en especial Beethoven, cuya música se trata como “optimista”, que transmite al espectador una “carga de energía”. De los contemporáneos compositores “rusos extranjeros” el que más atrae al público es Stravinski: uno de los eventos más grandiosos en la vida musical soviética fue la primera interpretación de Edipo y de Las bodas de Stravinski por el coro petersburgués de Klímov.

Pero si el asunto ya concierne a ciertas fantasías “americanas” en la música, la primera palabra, por supuesto, la tiene Moscú. Moscú, por ejemplo, inventó la “Persimfans”, primera orquesta sinfónica en derrocar la autoridad del director y dirigirse a sí misma, en forma colectiva. Los edison moscovitas construyen aparatos de música electrónica, la “música del futuro”. Solo en Moscú podía hacerse, y se hizo, el intento de pegar el salto a un futuro aun más alejado y utópico: hace algunos años, durante un festejo de la revolución, la nueva capital escuchó la sinfonía de un joven compositor interpretada con sirenas de fábricas; dirigir esas “voces de la ciudad” resultaba imposible, se produjo un caos disonante. Dicho sea de paso, el timbre de la voz de Moscú cambió abruptamente, se americanizó, desde que, cinco años antes, quitaran todas las campanas de las iglesias. Petersburgo, aun más Leningrado, conservó la música de las campanas hasta ahora.

En mayor medida el material para conclusiones sumarias, para resultados, los da, por supuesto, la literatura. Y es comprensible, porque aquí están reunidos los elementos de todas las artes: en la composición, la arquitectura; en los tipos, el cincel; en el paisaje, el color; en los versos, la música; en el diálogo, el teatro. Los sobretonos “moscovitas” y “petersburgueses” que se escuchan en las voces de otras artes, en la literatura soviética suenan de forma especialmente clara y plena. Aquí, quizás, sea donde se ve mejor que “Moscú es de género femenino y Petersburgo es de género masculino” y que sobre Petersburgo sopla el viento de Europa y sobre Moscú el de América.

La carretera de la literatura rusa antes de la revolución pasaba por Petersburgo. Aquí estuvo la ciudad capital de la literatura rusa, durante muchas décadas Moscú no era más que una provincia rusa. Así es como la miraban, también, los petersburgueses. “A Petersburgo le gusta reírse de Moscú, de su torpeza y su falta de gusto” – esto ya lo señalaba Gógol, agregando que a su vez “Moscú le reprocha a Petersburgo no saber hablar ruso”. Hasta Pushkin recomendaba aprender la lengua rusa actual “de las mujeres que cocinan hostias”[18], y él mismo aprendió, pero, lo mismo que Gógol, seguía siendo un petersburgués, un poeta de la “Palmira del Norte”[19]. El Neva —una mujer hermosa—, y en su orilla el Pedro de bronce haciendo encabritar a su caballo; los canales petersburgueses y los enormes palacios que se miran en su espejo; las nieblas fantasmagóricas y las locas noches blancas; y la gente que lleva en sí algo de la locura de esas noches, de los destructivos alborotos del Neva, que de repente desborda las orillas de granito y barre con todo a su paso: todo eso se ha grabado para siempre en la literatura rusa, empezando por su siglo “de oro”, por Pushkin, Gógol, Dostoievski, Lev Tolstói, hasta terminar en el siglo “de plata” de Blok, Sologub, Bieli, Rémizov. En el ocular de la gran literatura, Moscú aparece raramente y de manera casual, solo Tolstói se dividió en partes iguales entre Moscú y San Petersburgo. Todos los demás, cuando abandonaban en sus páginas a Petersburgo, rara vez se detenían a mitad de camino en Moscú, y preferían el exotismo gogoliano, auténticamente de la provincia rusa, a esa capital provinciana.

Así, todo el siglo XIX creció y se construyó Petersburgo en la literatura rusa. Aquí, salvo pequeñas excepciones, se editaban todos los periódicos rusos influyentes, aquí trabajaban todas las enormes editoriales, aquí nacieron y se construyeron las corrientes literarias. Aquí, ya en nuestra memoria, antes de la guerra, en sustitución de la dinastía de los realistas, que había reinado mucho tiempo y que finalizó con Bunin y Gorki, llegaron los simbolistas, que enviaron a sus lugartenientes también a Moscú. Moscú los reconoció, les rindió, obediente, tributo literario y recién en vísperas de la catástrofe, en vísperas de la guerra, se sublevó. No fue, por su parte, una sublevación seria, más bien fue una salida histérica y disparatada (“Moscú es de género femenino”, bromeaba Gógol); en Moscú se publicó, con el título “Una bofetada al gusto público”, en 1912, el primer manifiesto de los futuristas rusos, que proponía “arrojar a Pushkin, a Dostoievski y a Tolstói por la borda del barco de la contemporaneidad”, sin hablar ya de “todos esos Gorkis, Sologubes, Búnines y demás”. En Petersburgo se burlaban de los jóvenes moscovitas que habían presentado esas humildes exigencias y se olvidaron de ellos. A nadie se le ocurrió que esos jóvenes pronto aparecerían en el puente del barco de la literatura. Nadie (con la excepción del poeta visionario Alexandr Blok) sentía que el arma de la revolución social ya estaba cargada y de un momento a otro resonaría el disparo…

En las novelas de Lev Tolstói una bomba que ha caído queda un largo tiempo dando vueltas alrededor del mismo lugar antes de estallar y frente al héroe, como en un sueño, pasan no los segundos sino los meses, los años, la vida. La bomba de la revolución cayó en febrero de 1917, pero ella está aun dando vueltas, incluso largos meses después de eso todos seguían viviendo como en un sueño, esperando la explosión. Cuando el humo de esa terrible explosión se terminó de disipar todo estaba dado vuelta: la historia, la literatura, la gente, las reputaciones.

Inesperadamente para Petersburgo, y aun más inesperadamente para sí misma, Moscú se convirtió en la capital, en la residencia del nuevo poder[20]. Inesperadamente para muchos, el nuevo poder resultó enormemente interesado en el destino del arte en general y de la literatura en particular. La política literaria se fue haciendo entonces a las apuradas, tomando carrera, y la carrera fue hacia la izquierda, lo más a la izquierda posible, a lo moscovita.

Entonces surgió en la literatura, en seguida, una línea divisoria de aguas entre Moscú y Petersburgo. Moscú, sin volver la cabeza, se deslizó sumisamente a la izquierda; Petersburgo se obstinó, no quería “arrojar por la borda del barco de la contemporaneidad” las riquezas acumuladas. Ni qué decir de los simbolistas: ellos, crecidos en la atmósfera de invernadero de una “torre de marfil”, no podían respirar en ese remolino donde el ozono estaba mezclado con nubarrones de basura sucia. Pero hasta Gorki, en cierta medida, estaba entonces en las filas “petersburguesas”, en la oposición literaria. A los entusiastas que recibían todo, sin la resignación petersburguesa, el nuevo poder los encontraba solo en dos grupos: en los futuristas, abastecidos por Moscú incluso antes de la revolución, y en el nuevo grupo del Proletkult, que reunía principalmente a poetas con pasaportes auténticamente proletarios. Ambos grupos, se entiende, recibieron apoyo del poder. Pero el Proletkult fue solo un criadero, una incubadora, un intento de producir nuevos talentos proletarios en un plazo brevísimo y con recursos de laboratorio. Para sorpresa de los líderes, este laboratorio pronto dejó al descubierto que también los talentos proletarios nacen en el orden natural y están sometidos a las leyes de la naturaleza de del desarrollo lento y complejo, como ocurrió, por ejemplo, con Gorki. Inseguros, encorajinados como gallos jóvenes, las voces del Proletkult fueron sofocadas fácilmente por el poderoso bajo del caudillo de los futuristas, Maiakovski.

Este poeta de un enorme temperamento y la maestría de una versificación peculiar fue capaz de hipnotizar al auditorio durante varios años, incluso al de los trabajadores, supo conquistar para el futurismo incluso a algunos comunistas que se habían acercado a la literatura. La consanguinidad del futurismo ruso con el burgués futurismo italiano fue olvidada, los impertinentes snobs y las blusas amarillas que Maiakovski y sus amigos usaban antes de la revolución también fueron olvidados: los inventores de la “blusa amarilla” fueron los primeros en aquirir el derecho al mandato rojo, a la representación de la revolución en la literatura.

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Vladímir Maiakovski

Sin embargo, hay que decirlo claramente: no en la literatura en general, sino solo en la poesía. En la revista de los futuristas “Lef” una prosa pobre aparecía muy de vez en cuando, en algún lugar del patio trasero. Durante todo el período de su existencia el futurismo no creó ni un solo prosista; incluso Maiakovski más de una vez le confesó en secreto al autor de este artículo que “finalmente se pondría a escribir en prosa”, evidentemente no cumplió con la tarea que se había impuesto. Y eso es algo muy característico del futurismo: una corriente antes que nada emocional, “femenina”. Puede ser que de esas emociones los futuristas en algún momento acumulen odas para exaltar el elemento lógico de la razón, pero por su propia naturaleza el futurismo no era apto para la tarea lógica de la construcción del argumento en una novela o incluso en un cuento.

Es absolutamente natural que en Moscú apareciera un nuevo grupo literario que poco tiempo después empezó a competir con los futuristas. Fueron los imaginistas, que les disputaban a los futuristas el derecho de llamarse los más izquierdistas y, en consecuencia, los más a la moda. Si los futuristas esgrimían el emblema proletario del nuevo escudo ruso, el martillo, los imaginistas tenían todo el fundamento de tomar como su propio símbolo la hoz campesina, que todavía permanecía inutilizada porque para esa época, hacia el comienzo de la NEP, el campesinado ya empezaba a aparecer como una nueva fuerza social. Así nació el más grande lírico campesino, Esenin, que había empezado a escribir antes de la revolución. Con el mismo derecho con el que Maiakovski podía decir: “¡El futurismo soy yo!”, Esenin podía declarar: “¡El imaginismo soy yo!” La construcción de la tarea poética sobre la imagen, aunque fuese algo muy nuevo, en esencia no representaba nada nuevo y se necesitaba el encanto del talento para las canciones de Esenin, se necesitaba la seducción romántica de la biografía de este François Villon moscovita para forzarse a escucharse a uno mismo después de los truenos de hierro de Maiakovski, para ocupar en el Parnaso del Moscú de esos años un lugar al lado de Maiakovski.

Es muy curioso y característico que el futurismo y el imaginismo, como escuelas poéticas, no hayan podido echar raíces en la juventud literaria petersburguesa: aquí había otro espíritu, más “masculino”, más escéptico, más inclinado a construir algo nuevo no sobre un terreno completamente baldío sino sobre un fundamento previo, la cultura occidental, aunque se la llamase con el terrorífico nombre de “burguesa”. Tanto Esenin como Maiakovski eran hostiles a Occidente: el primero, en nombre de su eslavofilismo de forma propia, en nombre de la fe en la Rus’ campesino-bolchevique; el segundo, en nombre de la nueva Rusia comunista, supermaquinista, americano-moscovita. De todos los poetas petersburgueses de esos años solo Blok era anti-occidentalista (son magníficos sus poemas “Los escitas” y “Los doce”). Por otra parte, su rechazo a Occidente alcanzó tal grado que llegó a ser también un rechazo de la revolución, cuando en ella, de debajo de las formas elementales primitivas, empezó a sacarse cada vez con más fuerza la seca carcasa marxista.

Pero Blok era único, él caminaba solo, detrás de él no había nadie. Esto quedó claro particularmente cuando la elección del presidente de la Unión de Poetas de Petersburgo recayó en Gumiliov en lugar de Blok. En el extranjero conocen su nombre principalmente porque fue ejecutado por la Checa, sin embargo en la historia de la nueva literatura rusa debería ocupar un lugar como enorme poeta y como líder de la escuela poética petersburguesa del “acmeísmo”. La brújula del acmeísmo se orientaba claramente hacia Occidente; el timonel del barco acmeísta aspiraba a racionalizar la materia poética y puso a la cabeza el trabajo sobre la tecnología poética. No es por nada que Blok y Gumiliov eran rivales en el campo artístico, y no es por nada que después de los últimos años se observa en la poesía soviética un fenómeno sumamente paradójico a primera vista: la joven generación de poetas proletarios, para aprender a escribir, no estudia la poesía de Esenin ni la de Blok autor de la revolucionaria “Los doce”, sino la poesía del racionalista romántico Gumiliov.

Entonces, la escuela poética de los acmeístas existía en Petersburgo en un sentido no solo figurado, sino también literal: durante aquellos años trabajaba allí el “Taller Literario” (junto a la petersburguesa “Casa de las Artes”), que desempeñó un gran papel en el desarrollo de la literatura soviética. En ese taller Gumiliov dictaba su curso de poética y tenía un seminario de poesía; desarrollaba un trabajo paralelo en la sección de crítica el joven crítico Víktor Shklovski, y en la sección de prosa el autor del presente artículo.

Acaso sea exagerado decir que de los fríos auditorios sin calefacción de ese Taller, donde a menudo tanto los talleristas como los asistentes permanecían con los abrigos puestos, salió el grupo de prosistas soviéticos más interesante en un sentido formal (Zóshenko, Vsiévolod Ivánov, Slonimski, Lunts). El nombre adoptado por este grupo, “Hermanos de Serapio” era conocido para todo aquel que siguiera la evolución de la literatura rusa después de la revolución, y ese nombre ya indicaba una orientación artística definida hacia Occidente. En algunos círculos literarios marxistas ya se manifestaba una tendencia a regresar a la prosa naturalista rusa de la década de 1860, que se atribuía un objetivo no solo artístico sino también propagandístico y acusatorio. Como contrapeso a esa tendencia artísticamente reaccionaria, en su manifiesto del año 1922 los “Hermanos de Serapio” plantearon en primer lugar la cuestión de la técnica y protestaban contra la exigencia compulsiva de actualidad que se le imponía a la tarea de los escritores. Esta posición, y también elementos del romanticismo (elaborados, sin embargo, no sobre abstracciones como en el caso de los simbolistas, sino como si extrapolaran la realidad), acercan a los “Hermanos de Serapio” a la corriente petersburguesa de los acmeístas.

Así en la ciudad de Gógol, Pushkin y Dostoievski aparecieron frescos y resistentes escapes a la nueva prosa rusa. Moscú, después de los años en que Esenin cantaba tan sonoramente y Maiakovski rugía tan grandiosamente, crió un solo prosista nuevo y original, Pilniak, y hay que decir que se trataba de un típico producto del suelo moscovita. Si en la mayoría de los jóvenes prosistas petersburgueses podemos encontrar un argumento masculinamente sólido, construido con una exactitud de ingeniería, en Pilniak el plano argumental siempre es tan poco claro y confuso como el plano de la propia Moscú. Si los “Hermanos de Serapión” tienen un parentesco con los acmeístas, en los bordados coloridos de la prosa de Pilniak reconoceremos los motivos del imaginismo, incluso hasta su peculiar y nueva “eslavofilia” y su fe en la misión mesiánica de la nueva Rusia.

El nacimiento de la nueva prosa en Petersburgo, de la nueva poesía del imaginismo y del futurismo en Moscú, toda esta revivificación en la literatura, empezó mucho tiempo antes de la NEP, ya en los años del pleno desmoronamiento económico de Rusia. La literatura salió del letargo mucho antes que la economía, y por eso el abrupto viraje del comunismo de guerra a la NEP, que abrió un nuevo capítulo en la historia de la revolución rusa, en la historia de la literatura resultó desde el principio solo la continuación del capítulo anterior. El ablandamiento del régimen político y la aparición de una serie de editoriales cooperativas y privadas, solo crearon más condiciones favorables para el desarrollo de fenómenos literarios que empezaron aun antes de la NEP, y esos fenómenos llevan aun más claramente expresados el sello “personal” de Petersburgo o de Moscú.

No fue de casualidad que precisamente en Petersburgo desarrollaba entonces su trabajo la editorial Literatura Universal, fundada por Maxim Gorki. Era como si Petersburgo se acordase de su situación de “ventana a Europa”, abriese de par en par esa ventana y distribuyese por toda Rusia tiradas de cientos de miles de ejemplares de autores europeos, en las traducciones ejemplares de Literatura Universal. No fue de casualidad que con el renacimiento del tipo de mensuarios “gordos” justo Petersburgo se convirtiera en la residencia de dos revistas que no respondían al partido: “Occidente Contemporáneo” y “El Contemporáneo Ruso” (bajo la redacción de Gorki, Tijónov y Zamiatin), al mismo tiempo que en Moscú comenzaban a salir dos revistas literarias y artísticas extraoficiales: “El Erial Rojo” y “Nuevo Mundo” (bajo la redacción de los críticos comunistas Alexandr Voronski y Viacheslav Polonski). “Occidente Contemporáneo” seguía la línea cultural del trabajo de Literatura Universal. “El Contemporáneo Ruso”, que reunía en sus páginas todos los elementos de avanzada de la vieja literatura y sobre todo a la juventud talentosa, era la única revista que en aquellos años tuvo el valor de polemizar violentamente con la crítica parcial y sectaria de algunos grupos literarios comunistas. Esa revista no existió mucho tiempo, a lo sumo dos años, pero quedó como uno de los más típicos monumentos de la “línea literaria petersburguesa en la época de la NEP”.

Ambas capitales, Moscú y Petersburgo, a las que les fue inyectado el suero de la NEP, cambiaron con una rapidez fabulosa hasta su aspecto exterior. Las vidrieras que no hacía mucho tiempo habían sido tapadas con tablas brillaban nuevamente con luces; aun confundiéndose su fisonomía burguesa, cubriéndose con letreros semiestatales, afloraron a la calle los cafés y restaurantes; en lugar del tableteo de las ametralladoras se oían los martillazos de caldereros, albañiles y carpinteros, especialmente en Moscú, donde la agudísima crisis habitacional forzó a apurar a la americana la construcción de casas. Las palabras “construcción”, “plan”, todavía en carácter de novedades exóticas, empezaron a aparecer en la prensa. Para la gente que durante algunos años había visto solo variadas formas de destrucción, en la construcción había verdaderamente un encanto de lo nuevo, casi un milagro. Y este motivo novísimo y constructivo no tardó en dejar su huella en la literatura.

Como todo lo “novísimo” esto ocurrió, se entiende, en Moscú: apareció entonces un nuevo rival para los futuristas y los imaginistas: el constructivismo, una nueva escuela poética, cuyo portavoz fue el poeta Selvinski. Esta última moda fue materialización del americanismo moscovita, y hay que decir que una materialización más plena y lógicamente consecuente que el futurismo. “El constructivismo rechaza el arte como producto de la cultura burguesa”. “La misión del constructivismo es la creación del nuevo hombre constructivo. La invención y la técnica son los dos medios para alcanzar ese objetivo”: esas fueron las tesis del constructivismo. Hay que decir “fueron” porque esa escuela literaria sumamente curiosa, como tantas otras, en el siguiente capítulo dejará de existir como resultado de la batalla campal emprendida por el nuevo grupo literario privilegiado, la RAPP (del que se hablará más adelante).

Pero el plazo cronológico para esa batalla todavía no había llegado, los campos de la literatura soviética todavía florecían en paz y daban una rica cosecha. Hacia esa época maduraron dos nuevos poetas de primera clase: Pasternak en Moscú y Nikolái Tíjonov en Petersburgo. Mientras pasaban rápidamente a través de la fase del cuento, la prosa alcanzó su forma monumental: aparecieron los primeros ejemplos de la nueva novela rusa, donde a través de los más diversos prismas individuales de los autores se refractaba un único material, siempre el mismo: la revolución rusa. Como el primer amor, esas primeras novelas resultaron muchísimo más frescas, francas y llenas de sonoridades que todos los trabajos ulteriores de los mismos autores (Pilniak, Leónov, Olga Forsh, etc.).

En la renovada orquesta de la literatura faltaba todavía un instrumento: los críticos. Es muy característico que en ese campo particularmente responsable y exigente en especial de una gran cultura, la iniciativa la haya tenido, otra vez, Petersburgo, donde en los primeros años de la NEP se estaba organizando la escuela de los críticos “formalistas”. Este fue el primer intento serio de crear un método de crítica científico, objetico, en contrapeso de los generales métodos críticos subjetivos construidos exclusivamente sobre los gustos estéticos o políticos de determinado crítico. Basándose en la definición de la esencia del arte como suma de los recursos de la técnica, los formalistas aplicaron a la tarea de la crítica literaria el análisis objetivo de los recursos utilizados por los escritores. La verdad en esta concepción de la crítica resultaba solo anatomía abstracta, en ella no existía aun un principio de medicina viva (lo que logra darle sentido a la existencia de la crítica) y así y todo, paralelamente, con el formalismo, todos los demás métodos críticos que le prescribían a la literatura las recetas más variopintas no eran más que curandería. El formalismo, que unía bajo su bandera a un grupo de jóvenes eruditos sumamente talentosos (Eichenbaum, Tomashevski, Zhirmunski, Shklovski, Tyniánov), logró dar solo sus primeros pasos. A causa de su anatomía tarde o temprano, por supuesto, habría llegado una terapia científicamente constructiva, muy familiar por espíritu a la tendencia positiva de la literatura soviética. Pero el formalismo no llegó a esa fase: como muchos otros grupos literarios, no aguantó el embate de la RAPP y dejó de existir.

Es hora de revelar ese misterioso pseudónimo: RAPP es la sigla, en ruso, de Asociación Rusa de Escritores Proletarios, organizada en los primeros años de la NEP y que ya en ese entonces empezaba a ametrallar a toda la demás literatura con los artículos de su revista “En Guardia”[21]. Este bombardeo, que se fue fortaleciendo gradualmente hacia el final de la NEP, se hizo “huracanado” entre los años 1927 y 1930, cuando en la política general se realizó un nuevo y brusco viraje de la NEP hacia los planes quinquenales, a la colectivización del campo.

La aspiración de la clase triunfante por tomar en sus manos la producción no solo de bienes materiales, sino también los intelectuales del arte y la literatura promovió lemas que en aquellos años se convirtieron en gritos de guerra de la RAPP: “plan quinquenal en la literatura” y “hegemonía de la literatura proletaria”. El grupo de jóvenes escritores comunistas de Moscú liderados por la RAPP decidió, sin falsa modestia, que podría hacerse cargo del papel de fuerza hegemónica de la literatura rusa y, con el mismo carácter de “urgente” con el que se construía el plan quinquenal económico, reconstruir la psicología de los escritores compañeros de ruta transformándolos, si no en comunistas, en “aliados” ortodoxos. Lamentablemente, en su posición, los candidatos al papel hegemónico no necesitaban de una alta autoridad artística: tanto en la maestría formal como en la variedad inventiva y la cantidad de talentos, la indudable superioridad caía del lado de los “compañeros de ruta”, los “pastoreados” eran superiores a los “pastores”. La hegemonía literaria, como resultado de la libre competencia artística, por lo menos en los tiempos más cercanos, de ninguna manera podía resultar en manos de la RAPP. Una sola cosa les quedaba a los impacientes conquistadores: implantar su autoridad con métodos de la artillería.

Sus métodos partidarios para las acciones de artillería eran muy cómodos: durante un tiempo la crítica literaria resultaba fácticamente un monopolio de la RAPP. En orden planificado comenzó el bombardeo “por cuadrados” de los grandes escritores compañeros de ruta aislados y de grupos literarios enteros. Los proyectiles críticos estaban llenos invariablemente del mismo gas convencional: la acusación de posición política sospechosa, además en este concepto entraban ahora “desviación formalista”, “desviación biológica”, “humanismo”, “apoliticismo”, etc. La franqueza, el talento y los recursos artísticos del escritor quedaban generalmente fuera del campo visual de la crítica. Si este método crítico no hubiese estado cargado de una erudición excesiva, de todos modos habría alcanzado infaliblemente su objetivo: a los ametrallados solo les quedaba huir, como en un blindado, a su mesa de trabajo y no mostrarse en el campo editorial.

Moscú, Petersburgo, las individualidades, las escuelas literarias, todo se niveló, desapareció en el humo de esa batalla campal literaria. El shock causado por los bombardeos críticos fue tal que entre los escritores estalló una epidemia psíquica sin precedente: la epidemia del arrepentimiento. En las páginas de los periódicos salían los procesos enteros de los flagelantes literarios: Pilniak se fustigaba confesándose por su novela criminal (El árbol rojo); Shklovski, fundador y teórico del formalismo, repudió para siempre su herejía formalista; los constructivistas se arrepentían de haber caído en el constructivismo y declararon disuelta su organización; el viejo antropósofo Andréi Bieli confesó en letra impresa que en realidad era un antroposofista marxista… Esta epidemia encontró terreno especialmente en Moscú, que se entrega a las emociones más fácilmente: entre los escritores de Petersburgo los flagelantes fueron una excepción. Pero la dictadura de la RAPP era obedecida lo mismo en Moscú que en Petersburgo.

Este capítulo en la historia de la literatura soviética estuvo marcado por una visible depresión. “La literatura es un servicio, no un empleo… No es ese empleo desalmado y artesanal que pretenden de nosotros algunos camaradas de triste memoria de la RAPP que han transformado su grupo en una oficina de contrastes[22] para la nueva literatura soviética”, escribía después de este período un escritor petersburgués (revista “Estrella”[23] de Leningrado, libro 4, 1933). En la vida de la nación este fue el período de los acontecimientos más importantes. Una revolución agraria radical, la febril industrialización del país, todo esto debía ofrecerle un valioso material al artista; pero, se entiende, no en un sistema de un “empleo”, un equipo, una urgencia contradictorios de la propia esencia del proceso artístico, mucho más complejo que lo presentado por los líderes de la RAPP. Un grupo de importantes escritores que habían entendido (mejor dicho, sentido) el riesgo artístico de ese “empleo” dejaron prácticamente de aparecer en la prensa (Bábel, Seifúlina, Tsenski, etc.). Otros prefirieron huir de este peligro en los siglos pasados: así nació inesperadamente el género de la novela histórica rusa (Alexéi Tolstói, Forsh, Tyniánov), y es muy significativo que de nuevo esto haya tenido lugar en Petersburgo.

Pero en esa misma época tanto los autores petersburgueses como moscovitas ofrecieron una serie de obras sobre los temas más actuales: la industrialización, el “sabotaje”, la defensiva, etc. Acá los éxitos fueron solo raras excepciones, y solo resultaron autores exitosos los escritores comunistas (Shólojov, Afinoguénov), por motivos muy comprensibles: estos autores no fueron puestos en la necesidad permanente de demostrar su lealtad a cuenta de la verdad artística. Las novelas y las obras de teatro de los escritores compañeros de ruta realizadas a modo de “empleo”, sin un auténtico elevamiento creativo, fueron en su mayoría considerablemente inferiores al nivel de sus autores (El Volga de Pilniak, Vanguardia de Katáiev, El río Sot de Leónov, Guerra de Tíjonov, Los hornos de Forsh, Línea de fuego de Nikitin, etc.).

El infortunio resultó del todo evidente. En una literatura que hacía poco tiempo era pletórica se desarrollaron, con alarmante rapidez, señales de anemia artística. Para que el paciente volviera a pararse sobre sus piernas se necesitaba claramente una cura enérgica…

La intervención quirúrgica se produjo de forma inesperada en abril de 1932: por una disposición del Comité Central del Partido Comunista, la organización de la RAPP fue declarada disuelta, su actividad fue reconocida oficialmente como un obstáculo en el desarrollo ulterior de la literatura de ficción. Medidas análogas se tomaron en relación con las organizaciones parentales de la RAPP que operaban en los medios artísticos y musicales.

Se trató de un incuestionable triunfo cultural de la línea “petersburguesa” en el arte, un triunfo especialmente perceptible en la literatura. Suprimir por completo la hegemonía de la RAPP, que no correspondía a una relación verdadera de las fuerzas artísticas no resultó más difícil que dar vuelta la página. La página siguiente abría un capítulo nuevo y mucho más prometedor de la literatura soviética. Tuvo lugar una redistribución de las fuerzas literarias de acuerdo con el peso artístico específico de los escritores; y, naturalmente, la influencia de los compañeros de ruta aumentó en seguida. De nuevo en la literatura resonó más fuerte y segura la voz de Petersburgo: hasta ese momento, a lo largo de todos los últimos años, el clima político en la literatura lo generaba la “Gazeta Literaria” de Moscú; ahora los petersburgueses recibían su “Leningrado Literario”. En su artículo programático, este periódico puso decididamente en primer plano las tareas tradicionales de la línea petersburguesa: “La Gazeta debe ser un laboratorio de la técnica, un laboratorio de la palabra, de la lengua, del argumento”.

La ocupación estéril del “pesaje de la ideología en una balanza de farmacéutico” (definición de “Leningrado Literario”) deja lugar a las auténticas discusiones literarias. Ayer se archivó la receta escolástica del “método dialéctico” en la creación artística, que todavía se consideraba única y obligatoria. La esencia de las recientes discusiones literarias llevarán a la lucha de los dos métodos artísticos: el del romanticismo y el del realismo; por su parte, hay un claro desequilibrio hacia el lado del último. El regreso a la sencillez clásica, monumental (en paralelo con las tendencias europeas del “clarismo”), se constituye la consigna de turno. Es muy sintomático que de los maestros “burgueses” contemporáneos se pueda notar en Moscú un interés incrementado por el urbanista estadounidense izquierdista John Dos Passos.

La intervención quirúrgica de 1932 obtuvo resultados: la literatura soviética sintió la situación de una marea de fuerzas vitales conocida para todos que está saliendo de una seria enfermedad. ¿Pero fue una operación radical? ¿No seguirá una recesión de la enfermedad?

1933

Notas

[1] Publicado por primera vez en alemán en el periódico Slavische Rundschau,  Leipzig, 1933, con el título “Moskau – Leningrad”; en ruso en Nueva Revista (Novy Zhurnal), 1963. № 72. En Rusia fue publicado por primera vez en Nuestra Herencia (Nashe Nasledstvie), 1989, N° 6.

[2] En ruso.

[3] En “Notas petersburguesas del año 1836”, publicado en Eslavia N° 2, traducción de Julián Lescano, se puede consultar en https://eslavia.com.ar/notas-petersburguesas-del-ano-1836/

[4] Alexéi Viktórovich Shúsev (1873-1949), arquitecto y académico soviético, participó en los proyectos de la Estación de Kazán, el Mausoleo de Lenin y el hotel Moscú.

[5] Alexandr Teréntievich Matvéiev (1878-1960).

[6] A veces referido por su nombre en ruso, “Mir Iskusstva”. Asociación de artistas fundada por Alexandr Benois y Serguéi Diáguilev que existió entre 1898 y 1924 y que editaban una revista del mismo nombre. Pregonaban la idea de un arte puro y la posibilidad de transformar la vida por medio del arte.

[7] Período de inestabilidad política y guerras civiles, generada a la muerte de Iván IV por la falta de sucesor a fines del siglo XVI y principios del siglo XVII. De esta serie de hechos traumáticos para la historia de Rusia surgió la familia de los Románov como dinastía reinante con Miguel I en 1613.

[8] “Tranvía B”: nombre de una exposición futurista presentada en Petrogrado en 1915. “Sota de diamantes”: sociedad de artistas moscovitas (1910-1916)  cuyas búsquedas plásticas y artísticas estaban inspiradas por la obra de Paul Cezanne, el cubismo y el fauvismo, y a la vez por los recursos tradicionales del lubok ruso (tipo de pintura popular, de rasgos sencillos, que frecuentemente formaban una narración gráfica) y los juguetes populares, orientados a resolver el problema de la forma por medio de la luz y la revelación de la materialidad de la naturaleza. Representantes: Konchalovski, Kuprín, Mashkov, Lentúlov y David Burliuk.

[9] Sigla en ruso.

[10] Conocido por su nombre en ruso, Teatro Maly.

[11] Obras clásicas de Gógol y Griboiédov, respectivamente.

[12] De Iuri Pávlovich Guerman (1910-1967).

[13] Op. 27, música para ballet compuesta por Dmitri Shostakovich entre 1930 y 1931 para un libreto de Víktor Smírnov. Coreografía de Fiódor Lopújov, estrenada el 8 de abril de 1931 en la Academia Dramática Estatal de Ópera y Ballet de Leningrado.

[14] Del compositor soviético Serguéi Ivánovich Pototski, estrenada en 1930.

[15] Copla popular rusa lírico-humorística en dístico o en cuarteto.

[16] Grupo de compositores reunidos en San Petersburgo entre 1856 y 1870, conocidos en el ámbito castellano como “Grupo de los Cinco”. Completan los nombrados por Zamiatin Balákiriev, líder del grupo, y Cui. Fueron los representantes en Rusia de la corriente de losnacionalismos románticos musicales que se desarrolló en Europa en esa época.

[17] Sigla en ruso de la Asociación Rusa de Músicos Proletarios, que existió entre 1923 y 1932.

[18] “No nos maravilla escuchar a veces prestar atención a las mujeres moscovitas que cocinan hostias, ellas hablan una lengua sorprendentemente pura y correcta”, en “Refutación a la crítica y comentarios a mi propia obra”.

[19] Epíteto con que la prensa solía llamar a la ciudad de San Petersburgo.

[20] En marzo de 1918.

[21] Más conocida por su nombre en ruso, Na Postú.

[22] Organismo oficial donde se determina el valor de los metales preciosos.

[23] Conocida por su nombre en ruso, Zvezdá.

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