Por Federico Pavlovsky
Hace dos años nos encontrábamos con Omar Lobos y otros amigos argentinos y rusos en un bar de Moscú. Todo muy relajado y ameno e incluso vimos ese brillo en la mirada de un hombre al descubrir tiernamente que hablamos el idioma ruso siendo extranjeros. Algunos brillantemente (Omar Lobos, Eugenio López Arriazu) y otros, algunas frases, preguntas simples y conjugaciones propias de un niño de seis años (quien suscribe y Alejandro Brain). El diálogo entre mesas resultó en un inicio de lo más atractivo hasta que el hombre preguntó los oficios de cada uno. –Traductor de ruso y escritor, profesor de literaturas eslavas –creo que dijo Omar en ruso. Creo. La expresión y la gestualidad corporal cambiaron abruptamente en nuestro amigo moscovita y, para ser breve, estuvo quejándose en aumento del hecho de que personas no rusas se metan con su literatura e incluso intenten explicarla. Pasamos de besos y abrazos a tener que irnos de un bar. Esta escena de teatro solo podría ocurrir en la fascinante y misteriosa Moscú. Una discusión sobre literatura puede llegar hasta límites impensados.
Los recientes acontecimientos que tomaron dominio público en base a un artículo de mi autoría (“Rostros familiares”), con una denuncia penal contra el diario Pagina/12 y mi persona, me llevan, en un ejercicio mental, a compartir con el lector estos dos acontecimientos que se relacionan con mi historia personal y con mi pasión por la literatura rusa. Provengo de una familia rusa que vivía en la ciudad de Rostov del Don, y mi bisabuelo a los 15 años tuvo que escaparse de Rusia, víctima de pogromos y un clima de persecución política que reflejan muy bien las novelas de la época. Con un apellido de origen judío que fue catolizado por la descendencia hasta tal punto que nada queda de ese judaísmo. Una negación de la historia y una aniquilación sin campos de exterminio. De manera que algo del judaísmo y de Rusia está en mis genes. Estudio ruso con el gran Blas Villalba desde hace algunos años en un bar de Palermo los jueves a las 8 de la mañana y antes tuve maestras entrañables como Bulgún y Yulia. La razón de mi obstinado estudio del ruso tiene que ver con Omar Lobos y una invitación al idioma, cuando le pedí un espacio de estudio sobre la obra de Dostoievski, que él planificó para cinco encuentros y se desarrolló, sin llegar al final aún, durante tres años de forma semanal. El especialista en Dostoievski Vladímir Nikoláievich Zajárov –en un encuentro en Buenos Aires que organizó Alejandro González en el marco del lanzamiento de la SAD (Sociedad Argentina Dostoievski)– me dijo algo parecido a lo que me había señalado Omar: “Las buenas traducciones permiten conocer los personajes, el contexto, los conflictos centrales, tener una idea general. Pero para entender y sentir a Dostoievski hay que leerlo en ruso”. Quizá el famoso cliché que se observa entre los alumnos de ruso (es también mi caso): “estudio ruso para leer a Dostoievski”, tenga algún fundamento.
Respecto a mi origen, soy un lector febril de los acontecimientos en relación con la Segunda Guerra Mundial y en particular respecto de los acontecimientos conocidos como la Shoá o el Holocausto. Por un lado, en relación con la maquinaria de exterminio sistematizado llevada a su máxima expresión, como jamás la humanidad había llegado a desarrollar. En otro sentido, me vienen interesando aquellos fenómenos civiles que conviven con estas matanzas, lo que alguien llamó “los fenómenos de complicidad civil”. El artículo sobre el pueblo polaco se basó en una versión documentada de la historia, particularmente la que realizo John T. Gross, así como en datos provenientes de otras fuentes (testimonios, documentales y artículos de investigación). En esa versión, el día 10 de julio de 1941 un grupo de civiles participó activamente en el exterminio de sus vecinos judíos, participación negada por el gobierno polaco. Esto ha motivado la mencionada denuncia, que cumple con su objetivo en cierto punto: inhibe a escritores, investigadores y periodistas de escribir sobre el tema. Podrían ser denunciados penalmente… Y en lo personal me impide visitar un país que deseaba conocer este año, Polonia. Todos los abogados coinciden en que no puedo viajar allí, bajo riesgo de ser demorado e incluso detenido. El presunto delito, entonces, es haber difundido una versión de la historia con la que el gobierno polaco no coincide.
Como pocas veces, entendí que las palabras que un escritor deja asentadas tienen consecuencias más allá de las valoraciones abstractas de los expertos, me refiero a marcas corporales, o a la limitación de la libertad de una persona. De manera que he aprendido con estas vivencias dos cosas: en Moscú no se bromea con el tema de la literatura, y los sucesos del Holocausto no son un hecho pálido de la historia. Como dice un personaje de la excelente película israelí “El testamento” (2017): “esto no es historia, está pasando en este momento”.