Mariano E. Rodríguez – Universidad de Buenos Aires
Con más de cincuenta años de distancia entre ambas, dos grandes obras de la literatura rusa de la talla de Los demonios, el demoledor “panfleto” de Fiódor Dostoievski contra el nihilismo político, y Corazón de perro, la concisa alegoría de Mijaíl Bulgákov sobre la recién formada sociedad soviética, resaltan, una y otra, por la solidez de su crítica respecto de los movimientos revolucionarios que tanto uno y otro autor hubieron de atestiguar, desencantados, durante el transcurrir de sus vidas.
Siguiendo a Georg Lukács (2005), para quien “la sátira es una forma de expresión literaria abiertamente combativa” (9), veremos que es a través de un profundo componente satírico que dichas críticas, apuntadas a revelar “el contraste inmediato entre esencia y fenómeno” (11) aparecen expresadas. En este sentido, postulamos, la sátira se ocupará de desenmascarar en Los demonios la intención netamente destructiva y negativa de los nihilistas; mientras que, en el caso de Corazón de perro, tratando la problemática cuestión del nuevo hombre soviético, será ella la encargada de discutir, mediante la apelación a la animalidad, la posibilidad de tal utopía, su teoría y, fundamentalmente, sus resultados.
Dostoievski emprende la escritura de Los demonios, aquella que sería su creación más hondamente política, entre diciembre de 1869 y febrero de 1870, apenas unos meses después de llegado a sus oídos el famoso “caso Necháiev”: el del joven nihilista revolucionario que, liderando un grupo secreto en la Academia Agrícola Petrovsky de Moscú, puso fin a la vida de su antiguo camarada, el estudiante Ivanov. El hecho logra gradualmente apoderarse del exiliado escritor ruso quien, ya desde la escritura de Memorias del subsuelo —pergeñada tras su condena en Siberia y su posterior y revelador viaje por Europa—, hacía gala de una firme posición respecto a la cuestión nihilista, esa radical ideología hija del furor social de los años sesenta. Para entender el origen de este movimiento, tal y como señala Alejandro Ariel González (2016), debemos remontarnos al “fracaso de Rusia en la guerra de Crimea entre los años 1853-1856, [una guerra que] desnudó la corrupción y la impotencia del régimen autocrático y de servidumbre, extremó su crisis y movilizó a las masas populares y los sectores progresistas” (XIV) hacia la búsqueda de la inmediata eliminación del derecho de servidumbre. Respondiendo ante esta situación, el zar Alejandro II hace efectiva la abolición el 19 de febrero de 1861, pero, para decepción de los miles de protestantes, la conquista de este derecho es acompañada de un despojo a las masas campesinas, quienes atestiguan, furiosas, cómo la mayor y la mejor parte de las tierras acaban en manos de sus antiguos amos, los terratenientes. Así, la reforma revelaba un engaño y la posterior represión estatal contra los elementos todavía descontentos desembocan en una “explosión de rabia, de nihilismo, o de bilis, como la llamaba Herzen, ante las esperanzas desilusionadas” (Venturi, 1975: 58): un hecho que, lógicamente, acaba dando forma a un movimiento revolucionario todavía más radical, de carácter anarquista y cimentado, de forma exclusiva, sobre la violencia y el terror. Completa Venturi:“[El escritor y crítico] Písarev encontrará un nombre para esta corriente, al aceptar como un elogio la definición de «nihilistas» que Turguenev había utilizado —con intención polémica— en su novela Padres e hijos” (542). Sin embargo, acaso la palabra estuviera mal elegida: si existía gente con una ciega fe en sus ideas positivistas y materialistas, además que poseedora de una peligrosa y juvenil carencia de espíritu crítico, aquellos eran, sin dudas, los para nada indiferentes “nihilistas”. Es precisamente contra ellos, contra esta generación corroída por lo que Dostoievski intuía una radicalidad netamente negativa, que el novelista alzará su pluma.
Al igual que su admirado Strájov, defensor del póchvennichestvo y asiduo colaborador de La Aurora, Dostoievski encuentra al nihilismo ruso de su época como consecuencia directa de la generación a la que él mismo pertenece, aquella de los llamados “occidentalistas” puros, que no hacen sino negarse a “reconocer a sus retoños en la progenie «impura» que han engendrado” (Frank, 1986: 450). Enarbolando su desprecio hacia ambos movimientos, Dostoievski (1986) confiesa en una carta a su editor que:
«Lo que ahora estoy escribiendo es algo tendencioso; deseo hablar todo lo apasionadamente que pueda. Todos los nihilistas y occidentales me gritarán retrogrado. ¡Al demonio con ellos! […] quiero hablar acerca de varias cosas, aun cuando el arte salga perdiendo. Lo que me atrae es lo que se ha apilado en mi cerebro y en mi corazón; aun cuando solo salga un panfleto, pero yo hablaré» (citado en Frank, 1986: 451).
El fragmento confirma que la intención crítica contenida en Los demonios se halló desde el comienzo puesta en un primer plano por parte de Dostoievski, quien, como sugerimos, decidirá emprender su diatriba fundamentalmente a través de la sátira tanto de la generación de los cuarenta, los padres del liberalismo y el occidentalismo, como de sus hijos, la generación de los sesenta, los más funestos adversarios de sus progenitores. Como mostraremos, tal conflicto generacional e ideológico aparece directamente encarnado en la novela a través de las figuras de Stepán Trofímovich Verjovenski y de su hijo Piotr “Petrusha” Stepánovich Verjovenski.
Es justamente el histriónico Stepán Trofímovich el primer personaje en sernos presentado apenas iniciada Los demonios: en un tono sutilmente irónico, su amigo, el narrador Antón Lavréntievich, lo definirá como un “niño de cincuenta años” (Dostoievski, 1980: 15), egocentrista en grado sumo, cuyo nombre supo aparecer al lado del de “Chaadáiev, del de Bielinski, del de Granovski y del de Herzen” (8), grandes figuras de la intelligentsia rusa. Es precisamente este último, Aleksandr Herzen —quien mejor que nadie había inspirado y propagado por Rusia todas las corrientes de pensamiento radical y socialista—, aquel que se encontraría caricaturizado en la figura de Stepán (Frank, 1986: 511). Al igual que el célebre autor del Doctor Krupov, este personaje dostoievskiano encontrará, confrontado con el pensamiento de la generación de los sesenta, una degradación de sus propios ideales:
«No pueden ustedes imaginarse la tristeza y la ira que invaden el alma cuando de una idea sublime, a la que uno venera religiosamente desde hace tiempo, se apoderan unos individuos torpes para ponerla en manos de otros tan imbéciles como ellos, arrastrándola al arroyo, y uno la ve de pronto […] deformada, hundida en el fango, dispuesta de una manera absurda, esquinada, sin proporciones, sin armonía […] ¡No, en nuestra época no pasaba eso, y no era eso a lo que aspirábamos!» (Dostoievski, 1980: 27).
A despecho de este momento de amplia lucidez, de su discurso en la velada de Yulia Mijáilovna y de —podríamos clasificar— su redención final, es decir, la peregrinación hacia el pueblo ruso con la que se cierra su arco, el aguijón satírico de Dostoievski no dudará en retratar a Stepán Trofímovich como un ser esencialmente hipócrita y de escasas convicciones. En este sentido y a propósito de su estadía en San Petersburgo, visita destinada al mero establecimiento de contacto con la intelligentsia revolucionaria, el narrador no inocentemente señalará que a Stepán “le hicieron firmar dos o tres protestas colectivas sin que él mismo supiera contra qué” (25). Ejemplos de ésta índole, destinados a iluminar el magro compromiso de Stepán frente a toda causa social, no sólo abundan a lo largo de la obra sino que, además, suelen venir acompañados de aquellos otros capaces de poner de relieve su hipocresía. Es justamente ésta última la que encontramos con mayor fulgor luego de celebrada en la novela la fecha del diecinueve de febrero (37), en la que nuestro protagonista pronuncia extasiado ante sus interlocutores, también liberales, que “hemos coronado de laurel cabezas piojosas. En todo un milenio, la aldea rusa no nos ha proporcionado otra cosa que el baile kamárinskaia” (38). La misma falsedad, incluso intensificada, hallamos en Liputin, otro liberal a quien Stravroguin quirúrgicamente caracteriza como una “deplorable figurilla, rayana en la vileza, del chupatintas provinciano, celoso y rudo déspota familiar, avaro y usurero […] que, al mismo tiempo, era un ferviente sectario y adepto de Dios sabe qué «armonía social» futura” (57); un ser que, mientras que con fuerza predica la venida del falansterio, al mismo tiempo azota con una mano a su esposa y con la otra a sus criadas. Más que acertadas resultan entonces las palabras de Shátov —en muchos sentidos, portavoz del propio Dostoievski—, quien, furioso, interpela a estos ambiguos occidentalistas: “ustedes no sólo han perdido de vista al pueblo, sino que le han tratado con repugnante desdén, aunque sólo sea porque en su concepto de pueblo incluían tan sólo al pueblo francés” (41).
Así, mientras que, como vimos, Stepán Trofímovich representaba una sátira del talentoso Herzen, Piotr Stepánovich Verjovenski, por su parte, no resultará sino una caricaturización del más famoso representante del nihilismo ruso: el ya mencionado Necháiev, joven fundador de la Naródnaia rasprava y protegido de Bakunin. Es junto a este último, acaso el más reconocido padre del pensamiento anarquista, que Necháiev escribirá el Catecismo de un revolucionario: “libro único en cuanto a su ascetismo: […] [en el que se predica que] todo debe ser absorbido por un solo interés, una sola idea, una sola pasión: la revolución” (Berdiaev, 1992: 135). La segunda de las máximas de este Catecismo ilustra a la perfección la personalidad del brutal Verjovenski:
«Dentro de lo más profundo de su ser, el revolucionario ha roto —y no sólo de palabra, sino con sus actos— toda relación con el orden social y con el mundo intelectual y todas sus leyes, reglas morales, costumbres y convenciones. Es un enemigo implacable de este mundo, y si continúa viviendo en él, es sólo para destruirlo más eficazmente» (Nechaev, s.f.: 3).
Tal es la figura del revolucionario nihilista que Dostoievski nos presenta: un ser colmado de odio, utilitarista, calculador, mentiroso y sin ningún atisbo de moral. Dedicado tan solo a la “pandestrucción” revolucionaria, Verjovenski deja de lado tanto la postulación de una nueva sociedad como aquellos ideales positivos de libertad e igualdad que la generación del cuarenta sostuvo como estandartes. Como bien señala Frank (1986), en la propaganda de Bakunin-Necháiev y en los actos de Verjovenski “no hay nada más asombroso que su total negativismo, la completa ausencia de toda meta u objetivo específico que justificara los horrores que desea desencadenar” (500). Ilustrando tal afirmación, dice un ebrio Verjovenski: “mataremos el deseo: fomentaremos la embriaguez, la intriga, la delación; organizaremos un libertinaje inaudito; ahogaremos en embrión a cualquier genio” (443). Sus declaraciones, sin embargo, no acaban allí: “el delito no es ya demencia, sino sentido común, punto menos que un deber, o, por lo menos, una noble protesta” (445), propugna, al tiempo que le espeta a su compañero Stravroguin: “sepa que soy un truhan, no un socialista, ¡ja, ja, ja!” (ibíd.). Tal es el objetivo de la sátira dostoievskiana: mostrar que tras el discurso revolucionario e igualitario, de tales “socialistas” no se esconde sino el burdo deseo de desatar un caos carente de metas o propósitos. “Nuestra tarea es la destrucción despiadada, terrible, completa y universal” (Nechaev, s.f.: 6) proclama, en esta línea, la antepenúltima máxima revolucionaria del Catecismo. Por supuesto, la sátira de Dostoievski no perdona tampoco a los demás nihilistas, a pesar de que éstos, en última instancia, acabarán resultando víctimas de la seducción y los engaños de Verjovenski. Si, como sugiere Venturi (1975), el nihilismo “reafirma la función social de la élite «críticamente pensante», contrapuesta a la multitud pasiva e incapaz de revelarse” (531), entonces, las palabras de Liamshin frente a la sociedad revolucionaria no hacen sino parodiar esta posición: “cogería a esas nueve décimas partes de la humanidad con las cuales no se sabe qué hacer, y las volaría con dinamita, dejando tan sólo un sector de personas cultas que iniciarían una nueva vida, basada en la ciencia” (Dostoievski, 1980: 428-429), vocea el joven idealista. El hipócrita y contradictorio dogmatismo de ciertos sectores “socialistas” es también atacado por Dostoievski mediante la figura del intelectual Shigaliov, el único de los nihilistas capaz de proponer un sistema concreto para la sociedad futura; modelo que, por supuesto, acabará por revelarse completamente inhumano. Sin inmutarse, exclama Shigaliov:
«Mi conclusión se contradice directamente con la idea inicial que me sirve de premisa. Partiendo de una libertad ilimitada, llego a propugnar el despotismo ilimitado. Sin embargo, he de añadir que fuera de mi solución de la fórmula social no puede existir ninguna otra» (427).
Son estas las características de “los demonios” diseccionados por Dostoievski. Como vemos, su sátira no solo trata de iluminar las verdaderas intenciones de los brutales nihilistas, sino también señalar los errores de sus padres, aquellos occidentalistas que, según la visión de nuestro autor, plantaron, ignorantes, la semilla del caos futuro en la ortodoxa tierra rusa.
Pero el tiempo no se detiene y acabada ya la época de los populistas, acontecida entonces la Revolución de octubre, encontramos en el siglo siguiente a otro gran escritor profundamente religioso y, de igual manera, maestro de la sátira como Dostoievski: nos referimos, por supuesto, a Mijaíl Bulgákov. Nacido en Kiev hacia 1891 y recibido de médico para 1916, Bulgákov, quien en sus años de practicante supo ver cara a cara a su pueblo, jamás sostuvo una mirada positiva respecto de las conmociones revolucionarias que, desde 1905 hasta 1917, sacudirían Rusia; tal y como escribiera en sus diarios: “i’m a conservative to the… wanted to write “to the core”, but that’s hackneyed… anyway, in a word, i’m a conservative” (Bulgákov, 2013: 25). En este sentido, Perspectivas futuras, el primer folletín de Bulgákov publicado en 1919 en el periódico Grozni, aparece, lisa y llanamente, como una violenta invectiva contra la revolución bolchevique, una llamada a la acción destinada a reforzar las filas de la Guardia Blanca: “we will have to fight a lot, spill a lot of blood, because as long as the sinister figure of Trotsky is able to fool madmen into hovering along behind him […] there will be no life, only deadly battle” (Bulgákov, s.f.: 2). Una vez terminada la cruenta guerra civil, con la ajustada victoria del Ejército Rojo y la puesta en marcha de la construcción del sistema soviético, Bulgákov, establecido en Moscú hacia 1921, continuará su batalla, su crítica contra la revolución, mediante la literatura y, en particular, la sátira. De su profunda relación con esta última Bulgákov (2013) es, desde el primer momento, plenamente consciente: “I am attracted towards the negative aspects of life in the Soviet Union, because I can instinctively see that they contain much material that I am able to use (I am a satirist)” (63). Corazón de perro, la obra que aquí analizaremos, constituye, sin lugar a dudas, una de sus más logradas piezas satíricas, una pequeña novela en la que, como veremos, el concepto utópico del nuevo hombre soviético resulta mordazmente ridiculizado en la figura de Shárik, un perro manipulado genéticamente.
Es de la pluma del propio Trotsky de donde brota, nítido, este ideal del nuevo hombre, aquel sujeto a ser forjado bajo la eugenesia biológica y social del comunismo. Así, profetiza en Literatura y revolución:
«El hombre procurará ser dueño de sus propios sentimientos, elevar sus instintos hasta la cúspide de su conciencia haciéndolos completamente diáfanos, hilos conductores de su voluntad que conduzcan al umbral de su conciencia, para llegar por ellos a un grado sociobiológico más elevado o, si se prefiere, a hacer de él un superhombre» (Trotsky, 1974: 161).
De aquello, deduce que “el término medio del intelecto humano se elevará hasta el nivel de un Aristóteles, de un Goethe y de un Marx. Sobre esas cumbres se elevarán otras nuevas” (ibíd.). Ahora bien, es mediante la introducción del siempre problemático concepto de animalidad como Bulgákov encuentra, en Corazón de perro, una exitosa manera de discutir esta aspiración de corte positivista e, incluso, iluminista, lamentablemente heredada por los bolcheviques. Al interior de la obra, la inserción del punto de vista de Shárik, un perro callejero, produce un efecto de desfamiliarización que, acompañado de la condición externa —respecto de la sociedad— que este personaje presenta, facilita el proceso de revelación de la esencia social, lo que, finalmente, arroja luz sobre determinadas y peligrosas líneas del pensamiento revolucionario. Escribe Agamben (2006): se trata de sugerir “cómo aparecería un segmento del mundo humano visto desde la perspectiva […] del perro. El experimento es útil por el efecto de extrañamiento que produce en el lector, obligado de golpe a mirar con ojos no humanos” (87). De esta forma, Shárik, quien en un comienzo recorre ingenuamente y en cuatro patas las calles de Moscú durante el periodo de la NEP, es capaz de señalar lo apartado que se encuentra de la realidad el ideal del superhombre soviético. Lejos de comenzar a elevarse el obrero a las altas cumbres de la buena conciencia que Trotsky suponía, Shárik se encuentra frente a frente con una crueldad desprovista de sentido: “un canalla de gorro cónico y sucio —el cocinero del comedor comunal de los empleados del Consejo Central de Economía Nacional— me arrojó agua hirviendo y me escaldó el costado izquierdo” (Bulgákov, 2014: 21). Rápidamente Bulgákov, asumiendo la voz del perro, ironiza: “¡qué infame, y además siendo proletario!” (ibíd.). Asimismo, los intelectuales, aquellos destinados a funcionar como “ingenieros del alma” —de acuerdo a lo que Stalin postulara años más tarde—, aparecen teñidos, de igual forma, mediante el color de la violencia inútil: “me debilitaré, y así cualquier intelectual podrá reventarme a palazos hasta matarme” (22-23), se lamenta Shárik. En otra pequeña escena, Bulgákov obliga a su personaje a imaginar, hambriento, el discurso de un alto mando de la revolución, alguien completamente despreocupado por el bienestar de su pueblo: “ahora soy presidente, y todo cuanto robe, todo, todo, lo invertiré en el cuerpo de la mujer, colas de cangrejo y champaña” (24). No obstante, más allá de estos pequeños e incisivos comentarios, la verdadera crítica comienza una vez arribado a escena Filipp Filíppovich, el avaro cirujano que, en muchas de sus declaraciones, revelará las creencias del propio Bulgákov. En este sentido, exclamará furioso respecto de los comunistas:
«Cuando se le vayan de la cabeza la revolución mundial, Engels y Nikolái Románov, los malayos oprimidos y demás alucinaciones por el estilo, se pondrán a limpiar los cobertizos, se ocuparán de sus asuntos inmediatos, y el desbarajuste [social] desaparecerá por sí mismo. ¡No se puede barrer las vías del tranvía y al mismo tiempo preocuparse del destino de unos vagabundos españoles!» (61).
Este internacionalismo que Bulgákov considera fútil y digno de locura, resulta parodiado, por ejemplo, en la actuación de una de las integrantes de la administración del edificio quien, a pesar de reconocer la precaria situación del mismo y su entorno, solicita al doctor que “compre algunas revistas a beneficio de los niños de Francia. A cincuenta kopeikas cada una” (53), a lo cual, por supuesto, el interpelado se niega rotundamente. Paradójicamente, es este recalcitrante disidente, Filipp Filíppovich, quien, motivado por el dinero que con su programa de rejuvenecimiento extrae de los personajes más pudientes de la sociedad, lleva a cabo la genuina creación de un nuevo ser, cumpliendo así la meta bolchevique. El resultado de esta intervención, es decir, del trasplante de la glándula de la hipófisis y de genitales humanos al cuerpo de Shárik, puede, sin miramientos, pensarse en sintonía con la categoría deleuziana del devenir-animal, conceptualización que no busca sino discutir la rigidez de las fronteras identitarias y biológicas de los vivientes. Escribe Deleuze (2002):
«Un devenir no es una correspondencia de relaciones, Pero tampoco es una semejanza, una imitación y, en última instancia, una identificación. […] Lo que es el real es el propio devenir, el bloque de devenir, y no los términos supuestamente fijos en los que se transformaría el que deviene» (244).
En juego en el devenir-animal no se encuentra sino la experiencia límite de la vida; aquella que, abrazando la multiplicidad, supera las categorías clásicas de “hombre” y “animal». Velocidades, grados, nuevas relaciones, circulación de afectos: el movimiento, la inestabilidad componen el camino “hacia el [ser] menos diferenciado” (245), es decir, liberado. Tal consideración respecto a la potencia de la vida se encuentra, claramente, en las antípodas del limitado hombre ideal del socialismo. Bormental, asistente del doctor Filipp Filíppovich, anota perplejo en su diario: “En presencia mía y de Zina, el perro (si desde luego se lo puede llamar así) insultó groseramente” (Bulgákov, 2014: 86). Como vemos, el discurso científico-biológico, expuesto en la lengua de los cirujanos pero presente también en el propio Trotsky, no es capaz de aprehender la no-especificidad del “nuevo hombre” y no puede sino señalar analogías y semejanzas: “se mantenía con firmeza sobre sus (tachado) traseras…sobre sus piernas, y parecía un hombre pequeño y deforme” (88). Satirizando el ideal positivista, que —con una lógica peligrosamente darwiniana— se regía mediante la teoría de la evolución y el progreso de la especie, los doctores en Bulgákov pronuncian emocionados, frente al nuevo cuerpo de Shárik, “¡Oh, maravillosa confirmación de la teoría de la evolución! ¡Oh, sublime cadena desde el perro hasta el químico Mendeléiev!” (92). Sin embargo, para perjuicio tanto del acomodado Filipp Filíppovich como de Shvonder, convencido miembro del Partido Comunista, el ciudadano Shárikov Poligraf Poligráfovich no representa ni la solución al problema de “la eugenesia, del mejoramiento de la naturaleza humana” (137) ni la confirmación del superhombre bajo el socialismo. De hecho, Shárikov, quien en un comienzo recrimina a Filipp Filíppovich sus privilegios de clase, se muestra finalmente ajeno a los supuestos valores bolcheviques: no desea inscribirse en el ejército para disputar una “guerra con los rapaces imperialistas” (106), desestima todo tipo de cultura, miente y violenta a sus camaradas y solo encuentra la felicidad recorriendo, ebrio y sin trabajo, las calles de Moscú.
De esta manera, tanto para un grupo como para el otro, Shárikov no puede sino ocupar el papel del monstruo: “como todos los monstruos, escapa a la clasificación, se nutre de lo híbrido, desestabiliza las categorías de pensamiento naturalizadas y nos recuerda insistentemente que existe, que hay otro” (López Arriazu, 2019: 263). “¿No será usted anarquista-individualista?” (Bulgákov, 2014: 106), pregunta, estupefacto e incapaz de superar la rígida ideología bolchevique, Shvonder a Shárikov. Tal maniqueísmo, tal inflexibilidad biológica y moral en la lógica comunista rusa es lo que Bulgákov busca denunciar a partir de la sátira. En Corazón de perro, el hombre nuevo, Shárikov, acaba revelándose como la antítesis de lo que los profetas materialistas —de izquierdas o no— habían vaticinado, por lo que deshacerse de él pasa a ser una actividad inmediata: finalmente, le son devueltos sus órganos perrunos. La declaración final de Filipp Filíppovich, “la ciencia aún no conoce la forma de convertir a las bestias en hombres” (158), puede leerse como una clara e irónica crítica, por parte de Bulgákov, a los deseos de eugenesia del Partido Comunista ruso. Se trata entonces de poner de manifiesto, mediante la sátira que representa el propio cuerpo de Shárik, el peligroso reduccionismo que los revolucionarios operaron frente a una realidad y una humanidad que siempre amenazaba por escapársele de las manos.
De esta manera, a partir del análisis de Los demonios y Corazón de perro, podemos concluir que tanto el método satírico de Dostoievski como el de Bulgákov no representan sino una avanzada y perfecta forma de realismo, capaz de, según lo teorizara Lukács (1977), “dar forma a las tendencias vivas, pero todavía ocultas, de la realidad objetiva”, lo que haría de ambas obras la “expresión de una comprensión múltiple y rica de la realidad, […] reflejo de las corrientes ocultas bajo la superficie” (31). Consideración, esta última, que nos lleva de regreso hacia la definición de sátira desde la cual partimos: aquella que encuentra en este particular género una forma de evidenciar las esencias de la sociedad, los motores que guían los esfuerzos de sus miembros. Sobre la base de lo recién planteado y mediante la revelación de estas esencias: ¿no previó Dostoievski entonces, en cierto sentido, la aparición de determinados grupos ultra radicales durante la Revolución de octubre de la misma forma en la que Bulgákov captó con anterioridad los horrores que el estalinismo traería aparejado? ¿No se revela allí el verdadero alcance, la profundidad, de tales sátiras? Como conclusión a este análisis, respondemos, convencidos, que sí.
Bibliografía
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— Berdiaev, N., The Russian Idea, trad. de French, R. M., Nueva York: Lindisfane Press, 1992.
— Bulgákov, M., Corazón de perro, trad. de González, A.A., Buenos Aires: Losada, 2014.
— Bulgákov, M., Diaries and selected letters, trad. de Cockrell, R., Londres: Alma Classics, 2013.
— Bulgákov, M., Future prospects, trad. de Sidney, E. D., disponible en http://www.masterandmargarita.eu, s/f.
— Deleuze, G., Mil mesetas, trad. de Vásquez Pérez, J., Valencia: Pre-Textos, 2002
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— Frank, J., Dostoievski. Los años milagrosos 1865-1871, trad. de Utrilla, M., México: Fondo de Cultura Económica, 1986
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— López Arriazu, E., Ensayos eslavos, Buenos Aires: Dedalus, 2019.
— Lukács, G., “Se trata del realismo”, en Materiales sobre el realismo, trad. de Sacristán, M., Barcelona: Grijalbo, 1977.
— Lukács, G, «Sobre la cuestión de la sátira» en Teoría y crítica de la sátira, trad. de Castro, V., Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 2005.
— Trotsky, L., Literatura y revolución, Buenos Aires: El Yunque, 1974.
— Venturi, F, El populismo ruso. Tomo I, trad. de Benítez, E., Madrid: Giulio Einaudi, 1975.