Por Matías Artese
La edición de “La Astilla”, novela corta de Vladimir Zazubrin, se hace en un momento clave: el centenario de aquella epopeya que cambió al mundo definitivamente, como lo fue la Revolución rusa de 1917.
La edición de “RyR”, cuyos responsables tuvieron el buen tino de rescatar este relato olvidado, consta de dos prólogos. El primero a cargo de Eduardo Sartelli, en torno a las desparejas dimensiones sociales y políticas presentes en todo proceso de cambio social profundo, en el que la violencia es una de las principales protagonistas. El segundo abreva en las influencias éticas y estéticas que pesan sobre el autor y su novela, realizada por el mismo traductor de la obra, Alejandro Ariel González. Ambas, introducciones eruditas.

“La Astilla” nos zambulle en un instante en los recodos menos épicos y románticos de la Revolución rusa. La toma del Palacio de Invierno ya ha sucedido, las afiebradas discusiones teórico-políticas también. Estamos en un momento de guerra civil, de la lucha por la imposición del nuevo orden –el poder soviético-. Y a lo largo de once capítulos, como escenas sin solución de continuidad de un drama individual pero al mismo tiempo colectivo, nos introducimos en un espacio–tiempo de pesadas visiones.
En estos capítulos la Revolución se nos presenta con el rojo del fuego y de la sublevación furiosa, pero también con el gris del hambre, la miseria y angustias varias. Es, más bien, gris rojiza; o directamente gris, con una estrella roja, reflexiona Andrei Srúbov, nuestro protagonista y funcionario regional de la Che-Ká o Comisión Extraordinaria. “Que nadie se engañe ni se cree ilusiones”, sentencia.
Pero “La Astilla” no es un manifiesto en contra de la violencia revolucionaria. Por el contrario, la propuesta es internarnos en los episodios de alguien que está convencido de la necesidad de ese camino cruento. Ella, la Revolución, siempre estará acompañada por Ella, la Comisión Extraordinaria, en la que ejerce su labor Srúbov. Y Srúbov es constantemente interpelado por ambas.
Su prosa, tal cual se anuncia en los prólogos, es dinámica y áspera al mismo tiempo, con un uso poético de la metáfora e innumerables imágenes bellas en contraste con crudos pasajes del relato. Es de destacar la labor del traductor, en un trabajo excelente para con una personalísima manera de narrar, muchas veces con juegos de palabras, el uso de modismos y del argot de los personajes provenientes de los sectores populares que acompañan a nuestro protagonista.
Zazubrin, a través de su protagonista Srúbov, nos invita a reflexionar eludiendo cualquier encapsulamiento histórico, y lo hace sobre lugares ya visitados por la literatura y por el pensamiento social: el deber ser, la moral, el peso de los “hechos sociales” que se nos imponen y modifican nuestra cotidianeidad. Por eso en algunos pasajes esas reflexiones parecen estremecedoras lecturas vaticinadoras de hechos posteriores y muy cercanos a nosotros: la racionalidad burocrática en las formas de exterminio, el golpe moral que implica la ejecución sumaria y el ocultamiento de cuerpos, el infinitesimal engranaje que representa el individuo dentro de la máquina social.
Las elipsis pueden ir más allá, y las reflexiones también pueden interpelarnos sobre el carácter de las confrontaciones humanas y los altísimos grados de intensidad que pueden alcanzar hoy y aquí, cuando cobran hegemonía las interpretaciones que ven en las conflictividades una anomalía y en la “armonía social”, una meta que puede ser alcanzada sólo, aparentemente, con buenos deseos. Atendiendo a la realidad, esto último implica más bien sólo una quimera. Algo que se afirma implacablemente en esta novela.