«Hammam Balkania». Vladislav Bajac

Presentación y traducción: Eugenio López Arriazu

Presentamos a continuación, a modo de adelanto, dos capítulos de la novela Hammam Balkania del escritor serbio Vladislav Bajac. Publicada originalmente en 2007, es una novela histórica que alterna sus capítulos con reflexiones, desde una voz autoral, sobre el presente de Serbia y su pasado como integrante de la ex Yugoslavia. Los protagonistas históricos son Mehmed bajá Sokollu (cuyo nombre serbio era Baitsa Sokolović), gran visir de Solimán el Magnífico, y el arquitecto Jusuf Sinan, cuyo nombre cristiano era Josif. La novela, galardonada y ya traducida a muchos idiomas, está siendo traducida por primera vez del serbio al español por Eugenio López Arriazu y será publicada en 2020 por Dedalus Editores

Kapítulo Ћ

Un percance de la herencia cultural es que siempre, por definición, divide a la gente en dos campos: los que ven en ella la conservación de su identidad y los que ven un peligro. Es decir, el eterno a favor y en contra. Por eso cualquier tratamiento o cuestión puramente artística al interior de este tema puede ser manipulado políticamente. Justo de eso me hablaba Stivell[1] cuando nos encontramos en un bodegón de Rennes. En su caso, este tema se había convertido en miedo. En la cima de su carrera, como lo definirían los biógrafos, cuando, digamos, sólo el album grabado en el concierto del “Olympia” de París en 1972 había vendido dos millones de copias, tuvo miedo de la responsabilidad que le había caído encima. La influencia de su música, que se había extendido por Bretaña, Irlanda, Gales, Escocia, Cornwall, la Isla de Man y quién sabe por qué otras partes de Europa y otros continentes (Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos, Latinoamérica) lo asustó de verdad porque se dio cuenta de que muchos comprendían erróneamente su deseo de revivir una antigua cultura muerta. La trasladaban a la política. Se empezaron a fundar diferentes sociedades, círculos y grupos de objetivos muy dudosos que manipulaban sus textos y entrevistas, y a él en tanto fenómeno. Tenían cada vez más publicidad, pero cada vez más agresivamente. Stivell empezó a preguntarse seriamente si no era culpable de algo que no podía identificar. Amar algo, entenderlo y compartirlo con otros no podía automáticamente considerarse política. Se dio cuenta de que su asunto estaba en manos de otros, de que ahora era de ellos, de que había perdido el control, y decidió alejarse del público. Siguió componiendo en silencio, pero no hacía anuncios de ningún tipo. Desapareció.

En la conversación con Stivell de ese invierno de 1991-1992 en una cabaña escondida (quizás virtual) aislada de la civilización occidental, en el corazón de la “rebelde” Bretaña, tuve la sensación esquizoide de mi propia duplicidad porque en ese momento mi país se desintegraba y la gente se mataba entre sí. Estaba apesadumbrado e intenté explicarles tranquilamente a mis amigos, y a Stivell, mi miedo de cualquier nacionalismo, incluido el bretón, que asomaba detrás de cada esquina del país de los francos. Quizás los bretones nunca tomarían las armas para perseguir sus objetivos, como habían hecho los pueblos yugoslavos, pero el peligro acechaba a medida que la idea se expandía a lugares donde antes no tenía influencia y se iba formando un movimiento unido y general. Algo así ya existía y era una buena oportunidad para que asomara la cabeza.

Cuando Stivell se alejó del público, otros intentaron ocupar su lugar. Desde la política. Por otra parte, la historia de una nueva unión de los pueblos y de la cultura celta es muy rica. La idea del panceltismo moderno apareció en el siglo XIX y después tuvo sus características distintivas de organización tales como el Congreso Celta, la Unión Celta, la Liga Celta, etc. Algunos veían la unión sólo en el idioma y la cultura, pero otros con fines políticos querían una unión estatal. Hasta el día de hoy.

Después del pico de éxito a comienzos de los años setenta, Stivell regresó de su exilio voluntario y volvió a estar donde había estado. También entonces, a comienzos de los noventa, mientras charlábamos, había quienes lo aprovechaban para sus fines. Pero las tensiones políticas habían disminuido y de nuevo podía aplicar con comodidad sus puntos de vista también fuera de la música. Ahora, quizás por segunda vez (antes de esto a comienzos de los ochenta) había un revival o regreso (de su fama): algunos de sus discos/compact disks ¡se vendían a un promedio de mil copias por día! Y él seguía deiciendo que Donovan era el precursor y creador del rock celta. Además de usar este sintagma para designar su música, la enriquecía llamándola etnomoderna, New Age e incluso folk. Pero no quería ser el líder del (movimiento) neocelta. Por más desafíos que ofreciera esta posición. Por ejemplo: cuando los partidarios del estado celta consideraban todos los territorios en que habían vivido los celtas en determinado período, podían contar con un estado cuya dimensión compitiera, dicho toscamente, con el nuevo estado en proceso de formación: la Unión Europea. El hecho de que en su momento fueran mercenarios del ejército de Alejandro Magno y participaran en sus conquistas de Asia, hasta la India, por lo que eran, en consecuencia, “dueños” parciales del Medio Oriente de aquel entonces… no debe tenerse en cuenta.

De lo cerca que el movimiento pancelta estuvo del punto de explosión en algunos períodos, como éste del que fui testigo, habla la simpatía que sus partidarios más militantes tenían por la ETA, la organización separatista vasca. En realidad, era comprensible: las causas históricas y étnicas se correspondían muy bien, eran vecinos, por así decirlo, del mismo patio, y por su apoyo mutuo se diría que sus programas políticos también se correspondían. Los gobiernos de uno y otro país cooperaban amistosamente en la represión del ala terrorista de la ETA. Los Pirineos eran frontera, pero también lugar de tránsito al patio trasero del otro: los prófugos españoles usaban el territorio francés como base logística, hospital partisano y campamento temporal para reagruparse y descansar.

Un día (de noche) entendí cuán profundos eran estos lazos. Mi amiga bretona me llevó a un sitio vecino, con una sonrisa enigmática por toda respuesta a mi pregunta de a dónde íbamos. Y sobre todo por dónde íbamos. Anduvimos tanto tiempo y tomamos tantos desvíos para llegar al pueblo vecino que me pareció claro que la cosa iba en serio: ¡estábamos tratando de despistar! Después en un lugar nos esperaba otra amiga, cambiamos de auto y vuelta a comenzar: manejando por rodeos, a cualquier parte, menos directo. Con la ayuda conspirativa de la oscuridad llegamos a la casa de nuestra anfitriona al volante.

La velada transcurría en la atmósfera habitual de una reunión entre tres, agradablemente, pero no del todo distendida. Al poco tiempo supe por qué. Se nos unió un hombre imponente de edad media, pelo negro y piel bronceada que hablaba en excelentes francés e inglés, pero con un leve acento español. Parecía sincero y cordial. No recurrió a los lugares comunes que suele usar la gente cuando se conoce o en los primeros encuentros. Era muy directo, más que amable y sutilmente cortés. Recién al final de la noche, cuando la anfitriona y Raúl T. se fueron del comedor, mi amiga me susurró que Raúl era uno de los cuatro líderes de la ETA y que era responsable de llevar a algunos miembros de la organización de un lado a otro de la frontera a través de los Pirineos. Se me puso la carne de gallina. Creo que en esos tiempos eran las personas más buscadas del continente por el estado, la policía y los servicios secretos de Europa.

Cuando este hombre de una educación extraordinaria supo que yo finalmente sabía quién era, cambió de tema y empezó a hablarme abiertamente de su movimiento, objetivos, y armas a las que recurrían para lograr sus fines. Respondió a todas mis preguntas. Era de vocación fatalista. Hacía de la muerte algo cotidiano sin distinguirla de la vida. Y en determinado momento me asustó. Yo no podía caerle más simpático. Era por un cariño hacia mi nación, expresado en verdad de modo muy extraño.

−¿Y por qué ustedes, los serbios, no empiezan a hacer actos terroristas contra el enemigo? –me preguntó.

No entendí. ¡En ese momento en mi (ex) país se libraba una cruenta guerra civil! Una guerra que en algún momento se pareció al “todos contra todos”. Era una matanza peor y más masiva que cualquier terrorismo. No entendía a qué iba su propuesta. Pero después entendí.

−No digo que esas acciones tengan que hacerse en el territorio de Yugoslavia. Pienso en los países extranjeros que están en contra de Serbia y de los serbios, que apoyan a Croacia y a los bosnios musulmanes.

No lo podía creer.

−¡Pero yo quiero que la guerra termine, no que la exportemos!

Raúl, sin embargo, siguió en la suya. Comparó la situación vasca con la serbia (no lo afectaba en lo más mínimo que los primeros quisieran separarse, mientras que, por el contrario, los segundos quisieran unirse); extraía conclusiones increíbles y ofrecía entrenarnos para los ataques terroristas. Veía en esta colaboración un futuro del todo normal.

−Nosotros podemos entrenarlos en los objetivos civiles y ustedes a nosotros en los militares, que seguro nos van a ser imprescindibles en el futuro.

Raúl estaba seguro de que se venía una guerra.

¿Y podía yo disuadirlo? Él apelaba a los sucesos y a la experiencia de mi país para demostrar que tenía razón. ¿No habíamos, en la búsqueda de nuestras raíces e identidad, finalmente empezado a matarnos en masa unos a otros? Y segundo, hallaba que en este conflicto ¡la verdad estaba del lado de los serbios! Tal vez porque todos los demás declaraban culpables a los serbios. Y confieso que yo, que seguro nunca podría ser un asesino masivo en persona (ni comandante de ningún ejército), sentía en carne propia la maldición que en los últimos años había caído sobre mi propio pueblo. Especialmente fuera de mi país, o de lo que fuera en ese momento. Por desgracia, yo también era algo así como un “maldito serbio” para muchos editores e instituciones literarias.

La defensa acalorada que hacía Raúl del “caso serbio” era aún más extraña porque ambos sabíamos que mi amiga estaba del lado de los musulmanes, tanto los de Bosnia como los de Kosovo. Aunque su posición se justificaba por algunas razones claramente íntimas y privadas, no se justificaba por esto otro: los franceses, debido a la enorme comunidad musulmana en su propio país, herencia de su pasado colonial, estaban comprensiblemente de su lado para preservar la paz en casa. Había también aquí, junto al celo democrático, esa exigencia un poco hipócrita de los franceses de defender teatralmente y en voz alta a las minorías. En esto mi amiga bretona (no lo olvidemos, separatista por definición) era francesa. Pero siguió siendo mi amiga, porque la política no hace a la amistad. O más simple: la amistad no es política.

Tanto su defensa de un lado como el extremismo de Raúl en la defensa del otro eran sólo un aspecto más de la lucha, si no por encontrar, por recuperar temporalmente una identidad perdida. Era un consuelo en este radicalismo el hecho de que evidentemente estaban dispuestos a arriesgar por sus convicciones no sólo la vida ajena, sino la propia.

En cuanto a mi vida, fue una de las raras oportunidades en que no pasé el Año nuevo (1991-1992) ni la Navidad (ni la católica ni la ortodoxa) con mi familia, sino entre niños ajenos con una familia francesa. Viendo que mal disimulaba la tristeza, mis maravillosos anfitriones me “trucaron” la torta (no recuerdo si era una costumbre cristiana o pagana) para que me tocara una moneda de oro, me hicieron regalos y me proporcionaron así una felicidad virtual.

Al mes volví a mí país, que había perdido sus características, cuyo símbolo de la liberación, o de la ocupación (dependiendo del lado del conflicto), era entonces un lugar llamado Vukovar. Una ciudad que según las fronteras actuales pertenecía a Croacia, pero que tenía una población mayoritariamente serbia y que fue tan devastada que se volvió una ciudad fantasma; en vez del original Vukovar/Вуковар ahora recibía el nombre internacional, más apropiado y que todos entendían, de: Vukowar.

Al mes de mi regreso, mi amiga bretona me escribió una carta en la que me daba, por medio de códigos particulares, la noticia triste pero previsible de que nuestra anfitriona de “aquella” noche había sido arrestada y que habían descubierto el refugio de Raúl, que murió cuando intentaban arrestarlo.

Siempre la muerte.
¿Tiene identidad la muerte?
¿Se conserva en la muerte? ¿Como un cuerpo de momia?

Capítulo S

Que Sinan hubiera llegado hace tiempo a la cima de su oficio al convertirse en el principal arquitecto del sultanato no le impedía a Baitsa compararse con él de vez en cuando. Cuando Mehmed, considerando la diferencia de edad, pensaba en lo que podía esperarle al avanzar en su carrera, no se atrevía a pensar nada de esto en voz alta. Pero la misma posibilidad de lo que callaba −alcanzar a su amigo− era suficiente para atravesar toda la muerte en la que reflexionaba.

Sinan había alcanzado la cúspide de los títulos, pero no de los hechos. ¡No todavía! Y justamente esto le daba fuerzas a Baitsa para creer que podía alcanzarlo. Tanto en los títulos, como quizás en los hechos. No tanto por amor a la competencia o a la victoria, como por aliviar esa condición guerrera de la que todavía no se liberaba. Pronto supo lo que le esperaba.

Primero lamentó tener que abandonar Belgrado. Estaba obligado: la sede de su beylerbeyluk[2] estaba en Sofía y para cumplir con su trabajo debía gobernar desde ahí la parte europea del imperio. Pero antes no había tenido que quedarse mucho tiempo en Sofía porque recibía con frecuencia órdenes de emprender nuevas tareas, y así sucedió esta vez. A los pocos días, el gran visir lo llamó de urgencia a Estambul, por órdenes del sultán, para ponerlo al tanto de la campaña de Persia y que se preparara para ella.

Pero no partió de inmediato al campo de batalla. Lo retuvieron en el palacio. Una serie de circunstancias le permitió ver de cerca, pero como desde afuera, por suerte en calidad de visitante temporal, si no de paso, sin involucrarse, las intrigas palaciegas que se habían desatado de súbito. A saber, el sultán había pasado el umbral de la vejez y empezó a portarse raro de vez en cuando; por otro lado, Rokselana, el amor de su vida, que había perdido la belleza, la juventud y sus primeros encantos, en vez de atender a su esposo empezó al mismo tiempo a ejercer una influencia personal en el palacio. El gran visir Rustem bajá partió a la campaña de Persia, sólo a medias exitosa. No lo salvó de caer en desgracia ni ser yerno del sultán y la sultana, el marido de su hija Mihrimah: en un momento, por una decisión irracional, le fue arrebatado su primer lugar en el diván y en su cargo el sultán puso al segundo visir Ahmed bajá, el conquistador de Timisoara y compañero hasta hace poco de Baitsa. Aunque los eventos lo confundieron un poco, a Baitsa lo salvó la sombra en la que estaba. Si no, le hubiera resultado muy difícil elegir un lado: Rustem bajá era su paisano y siempre lo había defendido, pero con Ahmed bajá había estado en las mejores batallas, que habían restablecido su honor entre los soldados. Tras el anuncio de que pronto se uniría a las tropas contra los persas, Baitsa recibió nuevas órdenes y pasó los meses siguientes en misiones entre Sofía y Belgrado. Esto le permitió evitar muchos males. Para la familia del sultán empezaba un período trágico: intrigas diversas le hicieron creer que su hijo mayor Mustafá (no de Rokselana) quería derrocarlo. Un problema adicional era que el joven era muy querido por los soldados y la decisión de Solimán –luego ejecutada− de quitarle no solo su posición, sino la vida, no contaba con la aceptación del ejército.

Baitsa estaba atónito. Aunque sabía de casos parecidos en los períodos otomanos  anteriores, era por primera vez testigo cercano de la crueldad de asesinar a los propios hijos. Cuando empezaban a ocurrir estos fenómenos se los justificaba por la necesidad excepcionalmente importante de preservar el trono y, en general, se los ocultaba o transformaba en una verdad a medias. Nadie, ni el mismo soberano, se atrevía a reconocer o decir abiertamente que el padre había matado al hijo. Pero Solimán hacía ahora pública su confesión sin ningún recelo, e incluso la repetía exageradamente. ¡Como si se enorgulleciera! A pesar de todas las explicaciones, a Baitsa no le entraba en la cabeza. ¡Un padre que mata su creación más querida! Por cierto, también Baitsa tenía una experiencia secreta como padre: dos esclavas ya le habían dado dos hijos, que él ocultaba en parte porque aún no estaba seguro de querer reconocerlos públicamente. Era un secreto positivo: no amenazaba a nadie con un final desastroso, fuere cual fuere.

Lo único que con seguridad logró el sultán, si era lo que quería, fue aterrar a todos a su alrededor y probablemente al pueblo entero. El rumor llegó hasta sus enemigos. Lo volvieron a considerar un bárbaro implacable, pero le tuvieron todavía más miedo.

Como si quisiera fortalecer esta imagen, Solimán de pronto cometió otro asesinato de resonancia pública: al final de una de las sesiones del diván (que espiaba por su ventanita en la sala ministerial de Topkapi) ordenó que ni bien terminara la sesión del diván… ¡mataran al primer visir Ahmed bajá! Y en ese mismo momento, en el centro del patio y ante todos los ministros, lo ahorcaron con el cordón de seda del sultán. También por este asesinato dio una explicación (la ambición personal del visir de saquear Egipto realizada por intermedio del valí[3] de Egipto, por él designado). Pero Baitsa, otra vez testigo, empezó a desenredar la maraña: por todos lados y en cada cuadro reaparecía la sultana Rokselana. Cuando, inmediatamente después, Rustem bajá volvió a ser primer visir, se dio cuenta de que lo habían apartado brevemente para que el asesinato de Mustafá, el hijo del sultán, no repercutiera en su mandato. Así la sultana Hurem lo salvó de cualquier tipo de duda sobre su participación en el asesinato. El yerno de Rokselana debía ayudar a asegurar la herencia: ahora sus hijos serían con seguridad los únicos candidatos al trono.

Cuando le ordenaron que siguiera trabajando en Sofía y Belgrado, Mehmed bajá le agradeció a uno y otro dios[4] haber escapado de ese torbellino de muerte. Le resultaban más fáciles de sobrellevar los asesinatos cometidos en la guerra, fueran víctimas anónimas o no, porque eran más fácil de explicar. Los asesinatos de la capital eran una verdadera ejecución con mensajes morales o por el estilo que se les enviaban a otros. Eran incluso un reemplazo de las amenzas, de otros asesinatos no cometidos, como una pista de lo que seguiría. Y cada uno tenía que entender el mensaje correctamente. Si no lo hacía, le esparaba un castigo o el pago de algún tributo. Si no la muerte.

Cuando ya se había instalado en Sofía, le llegó otra explicación interesante de la causa del último asesinato. Se la comunicó por carta ni más ni menos que el nuevo/antiguo gran visir. La verdad era, presumiblemente, que Ahmed bajá y su protegido Dukađin Mehmed bajá, gobernador de Egipto, eran de origen albano y habían tramado que prevaleciera el poder de los albanos en la cúspide del gobierno expulsando del diván imperial a los visires de origen eslavo, que eran mayoría. La carta terminaba aludiendo a cierta “banda” con las palabras “no podíamos permitirlo”. Quiénes eran nosotros, además de Rustem bajá (serbio) y Rokselana (rusa), no lo sabía. Pero tampoco quería preguntar; eso lo arrastraría a un juego que hasta ahora había evitado con éxito. Además, la última palabra sobre el color, tamaño, tejido y momento para utilizar el cordón de seda siempre la tenía sólo el padishah. Y no era crucial que alguien pudiera influenciarlo antes de la decisión. Lo importante era que nadie lograba hacerlo después de tomada.

Y entonces llegó de visita una gran alegría: ¡Mimar Sinan! Vino por disposición del sultán para erigir algunas mezquitas en Sofía y sus alrededores. La primera por construir ya tenía nombre: Banja Baši.

Baitsa lo sorprendió; en un arrebato de ternura, sin rodeos, le dijo lo orgulloso que estaba de él.

−¡Viste qué lejos llegaste! El sultán te envía con la intención de que dejes huellas de su arte por todo el imperio. ¡Epa, no hay quien se avergüence de envidiarte!

−Bueno, ya serví a muchos, y ahora me están recompensando: le construí un caravasar y una madrasa en Galatá[5] al gran visir Rustem bajá Opuković. Aunque, para ser justos, nos apoyó mucho a los dos ya desde que íbamos con él por Serbia. Seguramente estamos en deuda con él. En Üsküdar le construí a su mujer y a Mihrimah, la hija favorita del sultán, todo lo que quería, desde una mezquita y un palacio hasta un hammam y un hospital. Y como todos nos morimos, también hice muchas tumbas: por cierto, algunas con retraso y otras por adelantado.

Baitsa se rió. Esto no quería decir que Josif se había apurado o demorado con el trabajo, sino que algunos de los “muchos” ya estaban muertos cuando recibió el encargo de construirles una tumba, mientras que algunos de los que se las encargaban en persona, aleccionados por la experiencia de los anteriores, las querían en vida y sin riesgo (o al menos con el menor riesgo) de retraso.

Sinan cambió de tema.

−Pero te recuerdo nuestros antiguos deseos, en especial el tuyo. Por cómo están las cosas, no vas a tener que esperar mucho para poder pagar tu propio encargo. Así que empezá a pensar qué querés y dónde lo querés y cuándo vamos a decidir juntos cómo te van a recompensar los otros.

Mehmed se sorprendió un poco por la seguridad con que Sinan le comunicaba algo en lo que él todavía no pensaba en serio. Siguió con la misma seguridad.

−No puedo no darte una pista. Como yo ya vi muchos lugares y los pensé como arquitecto, puedo mostrarte algo que noté y que me llamó mucho la atención… Comparé en diferentes mapas la ubicación de Belgrado y de Estambul, con más precisión, las partes que se llaman Kalemegdan y el Cuerno de Oro y mirá lo que encontré: Belgrado tiene al Sava de un lado y al Danubio del otro, y Estambul tiene al Mar Negro de un lado y del otro al de Mármora. Para ser más preciso, el canal del Bósforo se divide antes del Cuerno de Oro en un brazo estrecho, el golfo de Haliç, y la parte principal sale al Mar de Mármora. El golfo de Haliç es el Sava de Estambul, y la terminación del estrecho del Bósforo es el Danubio. Belgrado tiene incluso su Üsküdar, el Zemun, junto a Donji Grad, y sus Íslas Príncipe son el conjunto de islotes que cada tanto quedan bajo el agua… Y no importa que una ciudad esté rodeada de ríos y la otra de mares. Eso no cambia nada. El agua es agua. Además, siempre fue más importante la profundidad que la anchura. Por otro lado, si les das vuelta un poco a los mapas y planos de las dos ciudades, vas a encontrar muchos más parecidos. Y si no los encontrás, ¡podés inventarlos!

Baitsa estaba atónito. Josif iba, quizás, demasiado lejos. O en verdad quería darle una pista o se estaba burlando. Nunca había pensado de este modo en la ubicación geográfica de Belgrado: una ciudad que “tiene al Sava de un lado y al Danubio del otro…” Siempre que había que describir la ubicación particular de Belgrado todos, incluso Mehmed, la describían como una “ciudad que yace en la desembocadura del Sava y el Danubio” o “en la desembocadura de dos ríos”. Y era exacto, pero feo, quizás justamente porque tenía que sentirse más romántico, bello y poético. Pero de todos modos era menos exacto. Se lo dijo a Sinan. Y éste le dio una respuesta lacónica:

−Pero esta es la descripción más simple y al mismo tiempo la más exacta de Belgrado. Y no la inventé yo, aunque me gustaría que se me adjudicara, sino que la encontré en un texto de Martin Fumé, de la corte del duque de Anjou[6]. El duque le envió este texto de regalo al sultán, y él me lo dio a mí. ¡Y ahora prestá atención!

Hizo una pausa, miró a Baitsa a los ojos. Y prosiguió:

−¡Nuestro padishah, Solimán el Legislador, me dijo que se lo diera a Mehmed bajá Skollu!¡Y no dijo por qué! ¡Ajá! ¿Qué decís?

Sinan disfrutaba del desconcierto de Baitsa.

¡Y ahora también esto! A Mehmed todavía no le entraba en la cabeza a qué venía el parecido entre Estambul y Belgrado, y encima tenía que romperse la cabeza para entender el mensaje del sultán.

Pero pensó que se salvaba del mensaje (¿secreto?) del sultán:

−Es normal que me lo mandara. Soy el beylerbey de Rumelia. Todos saben que su centro no oficial es Belgrado.

Si bien ésa no debería ser, aunque podría, la causa más importante, ni la menos importante, detrás del envío del mensaje, Baitsa en realidad no se conmovió. Lo afectó mucho más la pista burlona de Josif, dicha casi de paso y como de casualidad, sobre el parecido entre el Kalemegdan (con cuerno) de Belgrado y el Cuerno de Oro de Estambul.

Notas

[1] Alan Stivell, uno de los fundadores de la corriente de rock “celta”.

[2] Provincia administrativa militar bajo el imperio otomano (n. del t.).

[3] Gobernador de una provincia en el imperio turco.

[4] El cristiano y el musulmán (n. del t.).

[5] Antigua ciudadela frente a Constantinopla, hoy un barrio de Estambul (n. del t.).

[6] Publicado en 1526 con el título Historia de los disturbios de Hungría y Edelj.

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