Francisco Tomsich (1981, Uruguay), artista y autor. Vive en Istria.
Guido Herzovich (1980, Buenos Aires), escritor e investigador del Conicet.
Empecemos por el principio para que el lector entienda qué va a leer. Cuando nos conocimos en Belgrado hace algunas semanas, me impresionaron varias cosas que dijiste. Una: me contaste que vivías hace varios años en Eslovenia, y cuando te pregunté cómo habías llegado ahí, dijiste “yo soy esloveno”. A ojo desnudo dabas más visiblemente uruguayo. Al rato, hablando de cine yugoslavo, me hiciste un recorrido en cinco frases por la trayectoria completa, en cine y en política, del gran director Aleksandar Petrović, del que yo no había visto nada. Era evidente que sabías mucho de cine yugoslavo y yo hace varios años que tengo la fantasía de explorarlo. Pensé que mi curiosidad podía resultarte un poco menos cargosa si te exprimía el coco en beneficio no solo mío, sino de los cuatrocientos millones de hispanohablantes. Te dije “¿qué te parece si, en diálogo, nos hacés una guía personal al cine yugoslavo?” Y vos dijiste…
Dije sí, aunque quizá influenciado por el aguardiente serbio que bebía en la ocasión. La expresión “a ojo desnudo” me parece pertinente, en todo caso, en este contexto: tratemos de establecernos en esa desnudez.
A modo de introducción, contanos un poco de tus abuelos eslovenos. ¿Ese origen te generó algún interés cinéfilo antes de conocer la región?
Mis abuelos paternos se fueron de Eslovenia, de una zona entonces ocupada por Italia, entre 1927 y 1930. Primero se fue mi abuelo y luego mi abuela, que se quedó con un hijo de ellos, mi tío mayor, que murió antes de que ella se embarcara a reunirse con su marido. Viajé a Eslovenia por primera vez en 2007, cuando vivía en Berlín, y en ese entonces no había desarrollado un interés particular por la cultura eslovena ni por la historia de Yugoslavia. Mi interés era general. En esa época empecé a estudiar un poco más la historia política y cultural de los países del Este de Europa. En 2011 comencé a tramitar la nacionalidad eslovena. En ese entonces comienza a surgir algo que por pereza podríamos llamar un “proyecto”, esencialmente la idea de vivir en los Balcanes, viajar en los Balcanes, estudiar las culturas de los Balcanes. En 2014, cuando obtuve la ciudadanía eslovena y decidimos mudarnos, eso se convirtió, más que en un proyecto, en una serie de prácticas. El cine yugoslavo es uno de los territorios en el que esas prácticas encuentran ejemplo, modelos, iconografías y temas, sea de índole intelectual-analítico o artístico. Mi primer contacto con el cine yugoslavo fue, como para casi todos en el Cono Sur en mi generación, Emir Kusturica, cuyas películas eran muy apreciadas por la cinemateca uruguaya en los primeros años de la década de 2000. Fuera de eso, no recuerdo haber visto demasiadas películas yugoslavas antes de 2010-2011, si bien tengo un recuerdo difuso de haber visto en la televisión, muy niño, algún blockbuster yugoslavo-hollywoodense.
Kusturica (acá pronunciado “Kusturitsa”) es una figura muy polémica en los Balcanes, así que, si te parece, ocupémonos de él in extenso en un ratito. Antes: cuando decís “cine yugoslavo”, ¿a qué te referís exactamente?, ¿incluís el cine posterior a la disolución de la Federación en 1990?
Me refiero a la producción fílmica, industrial o no, de los países que conformaron las varias yugoslavias que existieron, y que creo que persisten en varios niveles. O sea, desde 1918 hasta ahora: primero en el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos (1918-1929), luego en el Reino de Yugoslavia (1929-1945), después en la República Democrática Federal de Yugoslavia (1945-1991) y, por fin, en los países independientes que hoy existen en ese territorio: Eslovenia, Croacia, Serbia, Bosnia, Montenegro, Macedonia y Kosovo, pasando por la República Federal de Yugoslavia (1992-2003), que pasó a llamarse Serbia y Montenegro hasta 2006, cuando este último país abandonó la unión. Aunque la producción fílmica previa a 1947 es escasa y local-colonial. De paso, una pequeña lección de fonética para el lector: la “c” equivale en los idiomas eslavos en general a “ts”, la “č” o “ć” a “ch”, la “š” a “sh” (como en she, en inglés), la “ž” a un sonido similar al del inglés pleassure. La “j” siempre es “i” (Ljubljana se escribe “Liubliana” en español) y “h” siempre es “j”. Hay variantes y otros sonidos, pero estos son los básicos. La cuestión de las lenguas, de los idiomas del cine yugoslavo, es interesante, especialmente si se observa desde la perspectiva actual, una en la cual ya no existe el serbocroata y el cine de Kosovo se filma en albanés.
Te hago una primera pregunta general. Entremos en materia poniendo reversa: en el cine contemporáneo de los países de la región, ¿qué tan presente está Yugoslavia?, ¿de qué manera?
Es una buena pregunta. Sobre eso puedo sugerir algunos artículos y libros muy interesantes (como Disintegration in Frames, de Pavle Levi, Post-Yugoslav Cinema and Politics: Films, Lies and Video Tape, de Neven Andjelic, In the name of the people: Yugoslav cinema and the fall of the Yugoslav dream, de Zoran Maric y The Genealogy of Dislocated Memory: Yugoslav Cinema after the Break, de Dijana Jelaca). No todo el cine actual habla de Yugoslavia, por supuesto. Hay una producción muy importante en la que Yugoslavia (pero especialmente su agonía y desmembramiento) es una cuestión central. Hay otra en la que Yugoslavia es solo un fantasma. Y otra en la que solo se lee entre líneas, si uno lo quiere, pero en la cual la intención de los autores es tratar de evadir la cuestión yugoslava: pienso en películas como Una eslovena (Slovenka, 2009) y Una película porno (Porno film, 2000) de Damjan Kozole (Eslovenia; Kozole también hizo una película sobre tráfico de órganos de inmigrantes en Europa: Rezervni deli, de 2003) o Una película serbia (Srpski film, Srđan Spasojević, Serbia, 2010), que podríamos poner en incómodo diálogo con la comedia algo más o menos realista La marcha (Parada, Srđan Dragojević, 2011), para entender mejor lo que quiero decir. La marcha trata sobre un tema de actualidad (los derechos de la comunidad LGBT en Serbia, o al menos Belgrado), pero elabora también, en clave cómica y paródica y a modo de road movie, la herencia de las guerras recientes en Yugoslavia. Este modus operandi es, creo, inteligente y se encuentra frecuentemente en películas macedonias, bosnias y serbias. Tomemos dos ejemplos recientes y disímiles de la presencia fantasmática de Yugoslavia: La carga (Teret, 2018), de Ognjen Glavonić, y Fronteras, gotas de lluvia (Granice, kiše, 2018), de Nikola Mijović y Vlastimir Sudar. La primera película es altamente comprometida, denunciante, hombruna, oscura y desesperanzada; la otra es lírica, triste, femenina y optimista (si se me permite utilizar estas categorías). Yugoslavia aparece en ambas, fantasmáticamente, como ruina. En una, a través de narrativas e imágenes (monumentos, consecuencias de las guerras, en este caso en Kosovo, memorabilia); en la otra, en la secuencia final, como horizonte (literalmente, ya que termina en la costa croata, mientras que el resto de la película está filmada en el interior profundo de Bosnia y de Montenegro). Horizonte en ruinas; pero horizonte al fin. Respondiendo más directamente, el cine contemporáneo de los países de la ex Yugoslavia lidia con Yugoslavia incluso en casos altamente reaccionarios o en productos irresponsables como Paisaje Nº 2 (Pokrajina št. 2), del esloveno Vinko Möderndorfer, o la también eslovena El minero (Rudar, Hanna Antonina Wojcik Slak, 2017), que más que irresponsable es un poco simplista y sentimentaloide: está basada en una historia real y cuenta la peripecia de un minero que encuentra en una mina abandonada una fosa común de soldados y civiles colaboracionistas –pero quizá también inocentes, y en todo caso nunca enjuiciados– asesinados por los partisanos luego de la guerra, un capítulo tabú y nada glorioso en la historia de los hombres (y mujeres) de Tito. Otra cosa muy interesante es que el arte y el cine bosnio comenzaron a producir películas sobre la guerra en Bosnia durante la guerra misma y han seguido haciéndolo con un nivel de percepción y análisis tremendo. Aquí se pueden recomendar algunas películas. La serbia Linda aldea, linda hoguera (Lepa sela lepo gore, 1996), de Srđan Dragojević, por ejemplo, fue filmada durante la guerra en Bosnia y Herzegovina, cerca de donde ocurrían aún batallas reales (de hecho, hay secuencias –una villa en llamas– que son reales). Tierra de nadie (Ničija zemlja, Danis Tanović, 2001) y El círculo perfecto (Savršeni krug, Ademir Kenović, 1997) son muy recomendadas por la crítica (con razón), y agregaría aquí la no tan conocida pero premiada en su momento Círculos (Krugovi, Srdan Golubović, 2013, de Serbia), si bien es mucho más posterior a los eventos. Hay un cierto cansancio comprensible en la nueva generación del cine bosnio, he percibido, al menos en el ámbito de la ficción. En el mundo del documental, la producción se multiplica cada año. En el caso esloveno hay una intención mayor de alinear la producción con las industrias europeas. Serbia, por último, es un caso difícil, en el que hay que analizar los entretelones políticos. La ya mencionada La carga, por ejemplo, fue un éxito mundial pero un fracaso absoluto en Serbia porque fue boicoteada por los medios y tratada, incluso antes de su estreno, como un ejemplo de antipatriotismo y del punto de vista occidental en el tratamiento de la historia reciente. En pocas palabras, que son bastante menos que las que harían falta, digamos que el gobierno serbio actual es muy poco tolerante con cualquier lectura que no invierta completamente la explicación del conflicto que los gobiernos y los medios occidentales consagraron en los años 90: si ellos afirmaron la responsabilidad casi exclusiva de los serbios por la violencia, identificando a Milošević como un asesino desalmado, el gobierno serbio actual no acepta otra cosa que la auto-victimización. En cuanto a la evasión, quizá la palabra no sea la mejor, aunque a veces sí creo que hay una intención explícita.
¿Cómo es eso? ¿En qué sentido ves la ausencia como una voluntad de no presentar algo?
Hay casos distintos. Pienso ahora en las películas del esloveno Jan Cvitković. De tumba en tumba (Odgrobadogroba, 2005), por ejemplo, una película que me gusta. En este caso, hay una ausencia, pero no una evasión. La evasión implica una operación que deja huellas, sean de tipo ideológico o estético, o narrativas. Un ejemplo podría ser, como dije antes, Una película serbia, una especie de catarsis, una película de horror psicológico, un tour de force de la oscuridad del alma, un statement masoquista y terrible, y muy sintomático. O, de Eslovenia, Enemigo de clase (Razredni sovražnik, Rok Biček, 2013), una película que podría ser austríaca en términos de producción, casting y neutralidad (hasta cromática), y que tiene su interés: si querés saber cómo funciona el sistema de educación secundaria en Eslovenia, se trata de una película realista. O incluso Cortocircuitos (Kratki stiki, Janez Lapajne, Eslovenia, 2006). Este último caso es interesante, junto con algunos otros, como el dramón bosnio Un episodio en la vida de un recolector de hierro (Epizoda u životu berača željeza, Danis Tanović, 2013), porque no son películas inocentes y tienen un alto contenido crítico, pero ya pertenecen a una esfera totalmente nacionalizada, sin nostalgia ni revisionismo. Quizá ya no se pueda hablar en estos casos de cine yugoslavo. Y quizá sea interesante definir “cine yugoslavo” más ideológicamente, incluso en el cine actual, como una voluntad de representación, o una inercia de la representación.
¿Decís de representación de Yugoslavia como realidad o como imaginario?
Películas de época, que representen Yugoslavia en ese sentido, no he visto. Pienso en la gran Juramento solemne (Besa, Srđan Karanović, 2009), ambientada al comienzo de la Primera Guerra Mundial, o sea, antes de Yugoslavia. Una producción de este tipo, pero enmarcada en la Yugoslavia de Tito, se echa de menos. Aparece mucho material de archivo, eso sí, y recientemente artistas y documentalistas han dirigido su atención al tema del rol de Yugoslavia en el Movimiento de Países No Alineados.
Son caras…
Sí. Está ese documental genial, Cinema Komunisto (2010), de una directora joven, Mila Turajlić. En 2017 Turajlić hizo otro documental, El otro lado de todo (Druga strana svega), acerca de su madre y la memoria de Yugoslavia. También está Yo soy de Veles la de Tito (Jas sum od Titov Veles, 2007), de la macedonia Teona Strugar Mitevska. Es la historia de tres mujeres en la ciudad macedonia Veles, una de las ciudades que, en cada país de la Federación, llevaba como insignia el nombre de Tito, un retrato de la sociedad contemporánea macedonia desde el punto de vista femenino. Excelente a mi gusto (y Oso de Oro en Berlín). O Grbavica (traducida al inglés como La tierra de mis sueños y al alemán como El secreto de Esma, 2006), de la serbia Jasmina Zbanić, sobre una mujer trabajadora y su hija nacida de una violación durante la guerra. Muchas mujeres haciendo buenas películas en ese sentido. Los hombres no lloran (Muškarci ne plaču, 2017), de Alen Drljević, es una película que cuenta la historia de un grupo de hombres que acceden a participar en un retiro de terapia contra traumas de posguerra y les pagan por participar. Son un repertorio de conflictos étnicos: los llevan a un hotel en las afueras de Sarajevo y participan de diversos talleres, casi hasta el límite de lo soportable.
Dejame hacerte una pregunta más general sobre el fenómeno de la persistencia de Yugoslavia en el cine de los países exyugoslavos. No sé si es respondible. ¿Podrías decir en qué medida es recuperable el imaginario yugoslavo, el ideal yugoslavo, más allá de las guerras, es decir, no verlo exclusivamente a través de ese final?
No creo que sea posible todavía, salvo que surja un caso muy excepcional. Primero por una razón práctica: el presupuesto, que está vinculado a los intereses políticos tanto en la región como fuera de ella. Pensá que hacer una película más o menos inocente sobre Karl Marx fue casi imposible en Alemania por muchos años. Imaginate hacer una sobre Tito o Edvard Kardelj (el principal ideólogo yugoslavo y autor de las sucesivas constituciones del país) sin pasar a través del prisma de la guerra. Un buen ejemplo a contracorriente es un ensayo documental de una hora, y muy bueno, hecho por Želimir Žilnik en 1993: Tito por segunda vez entre los serbios (Tito po drugi put medju srbima). El director sale a la calle con un actor disfrazado de Tito, que ha regresado a ver cómo van las cosas en Yugoslavia y quiere hablar con el pueblo. Las personas reales con las que se encuentra les siguen el juego y se dirigen al hombre como si fuera realmente Tito, a quien impugnan, cuentan historias, critican o admiran. Vean la foto:

Luego hay una razón de índole ideológica: la teleología de Yugoslavia. La idea de su final es convincente y útil, por el momento, a todos los gobiernos de los países que la integraron, incluyendo a Eslovenia (el primero en usufructuar el derecho a la secesión que la constitución yugoslava de 1974 garantizaba a todos los miembros de la Federación), incluyendo a Kosovo (el último vástago de Yugoslavia en términos nacionales). Otra razón es que es narrativamente muy convincente, y por otra parte admiro la valentía de todos estos cineastas actuales que lidian con la cuestión del trauma. Es casi irresponsable hacer otra cosa. La perspectiva vendrá con el tiempo. Tendrá que ver también con comprender lo breve que fue el experimento yugoslavo, y entenderlo como proceso dialéctico, no terminado. Por eso en cine podemos hablar de esa persistencia, son huellas de esa dialéctica, inevitable creo yo.
El modo en que lo decís haría pensar que el rol de los gobiernos en la orientación del cine es enorme. ¿Es tan así?
El rol de los gobiernos es enorme por su poder de manipulación de los medios, especialmente en Croacia, donde se otorgan presupuestos oficiales a barbaridades pseudodocumentales nacionalistas (ver por ejemplo este artículo en Balkan Insight sobre El general, de Antun Vrdoljak, y este otro sobre un “documental” de alguien que no quiero nombrar), y en Serbia, donde se silencia la producción no oficialista, cuando no se la ataca directamente.
Condescendamos al reclamo de las masas lectoras: hablemos de cómo es percibido Kusturica, rioplatense honorario, en los Balcanes. ¿Cómo ves su figura?
Me pasa algo extraño, desde que vivo y trabajo en los Balcanes y estudio el cine de Yugoslavia y miro el cine actual de estos países, es como si Kusturica se hubiera ido desvaneciendo de mi horizonte. No es que no me interese, miraré su próxima película, pero no está conmigo. Igualmente, creo que no es este el lugar para recaer en ese gossip tan típico en los Balcanes que afecta solo a personas como él (es decir, famosas fuera de la región). A quien lea esta entrevista y aún no haya visto una película suya, le recomendaría comenzar por Gato negro, gato blanco (Crna mačka, beli mačor, 1998) y Tiempo de gitanos (Dom za vešanje, literalmente “casa para colgar”, de 1988), luego compararlas con Encontré cíngaros felices (Skupljači perja, 1967), de Aleksandar Petrović, un diálogo fascinante entre dos directores serbios fascinados por la cultura romaní, con todas las complejidades, dificultades y consecuencias que ello implica en un territorio de alta tensión étnica y racismo. Y Underground (Podzemlje, 1995), claro, que es una obra maestra del cine europeo. Hay un libro sobre Kusturica en inglés (Notes from the Underground, 2001) que parece interesante, y en español se consiguen sus memorias (¿Dónde estoy en esta historia?, Península, 2012). Esta pregunta me dio ganas de leerlas. El otro día hablaba en Trieste con Suzana Milevska, una investigadora y teórica macedonia especializada en arte contemporáneo romaní, que me contaba que cuando se estrenó la película El libro de los récords de Shutka (Knjiga rekorda Sutke, Aleksandar Manić, 2005) la comunidad gitana de Skopje (supuestamente “retratada” en ella), que es la más grande de Europa reunida en un mismo lugar, se alzó contra lo que consideró un abuso y un ejemplo de simplificación, ridiculización y caricaturización de la vida de la comunidad romaní. Cuando les preguntaron por qué no habían reaccionado del mismo modo ante el estreno de las películas de Kusturica, respondieron “porque las películas de Kusturica no pretenden ser documentales, se nos anuncia de antemano que se trata de una ficción”.
Los hermanos Lumière de los Balcanes
¿Pasamos al cine yugoslavo propiamente dicho, al de la Yugoslavia socialista?
Antes de eso me gustaría decir algo que estuve pensando sobre el cine, digamos, arqueológico. Me refiero a ese cine de interés casi puramente histórico-documental (sea en relación a las técnicas cinematográficas en sí, sea al contexto de producción) al que se llega a través de un interés, digamos, enciclopédico. Por ejemplo, la primera película acreditada como serbia, de 1911, Karadjordje (Život i dela besmrtnog vožda Karađorđa), de Ilija Stanojević, que en todo imita los modelos franceses de la época y los aplica a una narración épica sobre la rebelión de los serbios contra los turcos a principios del siglo XIX. Es decir, un cine teatral rodado con decorados abigarrados y pensado en términos de escenas, que dio lugar también a las primeras series. Más interesante como film pero en la misma línea es, en mi opinión, La ascensión al Triglav (Triglavske strmine, 1932), la primera película de ficción eslovena. Porque, como toda prehistoria cinematográfica nacional, cala hondo en los lugares comunes más explícitos y es un documento antropológico de primera calidad para entender la mentalidad eslovena. Una historia simple en la que el protagonista se debate entre el amor y el deporte de montaña, ambientada en el parque nacional Trigav, la montaña-obsesión nacional. Pero a lo que quería ir es a esto: detrás de todo este cine prehistórico hay una historia más interesante, que es la legendaria y verdaderamente importante presencia de los hermanos Manakis, cuya nacionalidad se disputan tres países balcánicos, y que fueron los primeros en documentar la vida cotidiana en la región, “los hermanos Lumière de los Balcanes”. Me interesa hablar de esto porque una película no yugoslava, La mirada de Ulises (To Vlemma tou Odyssea, 1995), de Theo Angelopoulos, regresa a los hermanos Manakis en el contexto de las guerras yugoslavas de los años 1990. El protagonista, interpretado por Harvey Keitel, erra por los Balcanes, de cinemateca en cinemateca, buscando unos rollos perdidos de los hermanos Manakis mientras Yugoslavia se cae a pedazos. Es una de mis películas favoritas de todos los tiempos. Lo que quiero decir es que Theo Angelopoulos hace en esa película una operación muy interesante, de regreso mítico a los orígenes, para hablar de la destrucción contemporánea y de la migración en los Balcanes. El monólogo final de Keitel es una de las secuencias más estremecedoras del cine mundial. La película termina en Sarajevo, y las mujeres de la película, que en sus apariciones y roles dialogan con los caracteres femeninos de la Odisea, son en realidad una sola mujer; de hecho una misma actriz actúa todos los personajes femeninos. Y en ese sentido, quiero volver, para terminar, a la mirada de mujer en el cine actual de la región, cosa que ya sugerí hablando de Fronteras, gotas de lluvia (dirigida por dos hombres pero con una protagonista femenina de increíble fuerza) y de Grbavica (dirigida por Jasmila Žbanić). Es, creo, aquí, en este territorio tradicionalmente patriarcal, signado por la guerra y la tensión, en donde, sea en un cine de denuncia y trauma o en un cine lírico de corte trágico, donde realmente veo una mirada femenina de una fuerza única.
La gesta yugoslava en technicolor
Ahora sí: hablemos del cine yugoslavo propiamente dicho, el que va de la Segunda Guerra Mundial a las guerras de los años 90. A modo introductorio, te hago dos preguntas. Primero: ¿Conviene hablar un poco de la productora Avala Film? ¿Ocupa un lugar determinante?
No lo sé. Avala Film fue la primera productora de cine en Yugoslavia, pero pronto se fundaron otras en cada capital de la Federación. La mayor parte del tiempo hubo un sistema de coproducción a nivel federal, porque los principales recursos estaban en Belgrado. Una posible aproximación a estos aspectos históricos puede ser Evolution and Crisis: Development of Film Industry in Yugoslavia after World War II, de Oleg Parenta. Hablando de actores y actrices, es interesante notar que en la actualidad también persiste un “federalismo” que presumo tiene que ver con cierta escasez de profesionales del cine: es muy ilustrativo el caso del actor croata Leon Lučev, actor principal de tres películas (La carga, de 2018, serbia; El minero, de 2017, eslovena, y Los hombres no lloran, 2017, bosnia) que tratan de maneras casi antitéticas con el pasado más o menos reciente.
La otra pregunta más general, como para abrir, podría ser si la primera clasificación sería entre un cine más oficial, digamos, y un cine más de autor; uno más movido por las necesidades de la construcción nacional y la taquilla y otro más bien por los festivales europeos, los críticos y acaso por la imagen del país fuera de sus fronteras.
Yo diría que es bastante confuso hacer distinciones. Un cine propiamente propagandístico, oficial en ese sentido, es difícil de aislar. Un ejemplo podría ser Slavica (1947), la primera película de la Yugoslavia socialista. Pero la ruptura con el Cominform llegó muy pronto, en 1948, y con ella también el peso del realismo socialista, por el cual los intelectuales yugoslavos nunca tuvieron mucho aprecio. Con ello llegó también un alto grado de tolerancia, digamos. Por eso lo que podríamos llamar un cine propagandístico de corte soviético nunca cuajó. Sí hubo una producción grande de propaganda pero en forma de newsreels o boletines que se proyectaban antes de las películas. Sobre estos aspectos históricos se puede ver The Dynamics of Socialist Realism in Early Yugoslav Film (1945-1956) in View of Literary and Political Influences, de Silvija Bumbak.
Hay una escena genial en Cinema Komunisto sobre el impacto que tuvo la ruptura con la URSS sobre el cine que se podía ver en Yugoslavia. Hasta 1948 llegaba el cine del bloque soviético, empezando por el de la URSS, y aparentemente no llegaba nada de Occidente; de buenas a primeras, a partir del 48, empezaron a recibir cine occidental (Hollywood incluido) y dejaron de recibir cine comunista (al menos hasta que recomponen relaciones en el 55, calculo). ¿Habría que hablar, como cine oficial, de ese cine no de propaganda pero sí épico, vinculado a los valores con que se fundó la Federación (la lucha de los partisanos, la derrota del fascismo, etc.)?
Sí, a eso iba. Sí se estimula esa producción, más que nada el cine de partisanos, es decir, de la gesta de los grupos armados, coordinados por los comunistas, que lucharon contra los ocupantes nazis y fascistas, y sus aliados locales, durante la Segunda Guerra Mundial. Hay muchas buenas películas en esa línea realizadas por directores nacidos a principios de siglo más que nada: Radoš Novaković, France Stiglić, Branko Brauer, Vladimir Pogačić, Veljko Bulajić (y aquí sigo una lista del recomendable libro Liberated Cinema: The Yugoslav Experience, 1945-2001, de Daniel J. Goulding, 2002). En nuestra tierra (Na svoji zemlji, 1948), de Stiglić, es un buen ejemplo. En Yugoslavia, sin embargo, ocurre en ese sentido un proceso muy curioso. Ya la primera generación de cineastas jóvenes cuestiona el maniqueísmo de esas películas y se dedica a desmontarlo. Aleksandar Petrović (1929-1994), que antes filma Dvoje (1961: se tradujo en inglés como And Love has Vanished), una película lírica y urbana influenciada por la Nouvelle Vague, en 1965 hace Tri (Tres), una película en tres partes dedicada a desmontar la narrativa del cine de partisanos de una manera genial. Mientras tanto, y acá viene lo curioso, Yugoslavia, y el cine de partisanos en particular, se convierte en un subgénero que hasta interesa a Hollywood y que se filma en Yugoslavia a lo Hollywood con actores de Hollywood: películas como La batalla de Neretva (Bitka na Neretvi, 1969), de Veljko Bulajić, o La batalla de Sutjeska (Sutjeska, 1973), de Stipe Delić. En la La Batalla de Neretva actúan Orson Welles y Yul Briner, por ejemplo. ¡En technicolor! Escrita y dirigida por yugoslavos, fue la película más cara hecha en Yugoslavia, pero lo interesante es que el dinero provenía más que nada de empresas autogestionadas locales. En ese entonces Yugoslavia y Tito estaban en el pico de la admiración mundial. En La batalla de Sutjeska, unos años más tarde, ¿sabés quién hace de Tito? ¡Richard Burton! Hay fotos muy graciosas de Tito charlando con Tito-Burton y las actrices del momento. Por ejemplo, esta:

Loco. En Cinema Komunisto se dice que fue el propio Tito el que eligió a Burton.
Pero si lo mirás en contexto tiene sentido. Quiero decir, el lugar que estaba jugando políticamente Yugoslavia en ese entonces hacía del tema una buena combinación de corrección y exotismo. Una manera de actualizar el western, por decirlo de algún modo. Ahora, eastern. Estas dos películas pueden parecer casos aislados, pero la importancia y la difusión que tuvieron las vuelve muy importantes y sintomáticas. Eso sí es cine oficial; raro, quizá, pero oficial, totalmente mainstream.
Encontré unos pósters impresionantes de La batalla de Sutjeska, que aparentemente se distribuyó también con el título más comerciable de La quinta ofensiva. Mirá:
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En otro el tagline es “Un ejército entero combate contra un puñado de hombres”, que parecería un leit motiv del cine partisano en general: la épica de la exitosa guerra de guerrillas que le hizo el pueblo yugoslavo al invasor nazi. A los alemanes les sobra disciplina pero les falta pasión (y astucia). ¿Tuvieron éxito de público estas películas?
En Yugoslavia, enorme, y lo siguen teniendo. También en China. Pero yo recuerdo haber visto en TV algo de esto alguna vez, en Uruguay, cuando era chico. El gran éxito local de cine de partisanos es, sin embargo, Walter defiende Sarajevo (Valter brani Sarajevo, 1972), de Hajrudin Krvavac. Esa película se proyecta hasta hoy, día y noche, todos los días, en las filiales de la cadena de comida típica bosnia Das Ist Walter (el nombre es en alemán, claro está). Y es famosísima en China. Y además es muy buena. Porque es maniquea en forma, pero trata del desdoblamiento, un poco como El hombre no es un pájaro (Ćovek nije tica, 1965), de Dušan Makavejev, o la recomendable El enemigo (Nepriijatelj, 1965, de Živojin Pavlović, que adapta Dostoievski a los comités de obreros), dentro del esquema del cine de partisanos. Me gustan estas películas en las que la forma se tensa hasta que implosiona. Cuando digo “forma” me refiero al género, a las convenciones de un género.
En un minuto pasamos a la cuestión de los “géneros” socialistas y en particular de Makavejev. Antes, una pregunta más general. Esos grandes autores del cine yugoslavo que tuvieron bastante éxito en los festivales europeos de los años 60 o 70, ¿tenés idea donde se formaron?
Praga.
¡La famosa escuela de Praga! Acá me dice la Wikipedia que la Escuela de Cine y TV de Praga (la FAMU) es la quinta escuela de cine más antigua del mundo, fundada en el 46, donde estudiaron muchos directores de la Nueva Ola del cine checo (incluido Miloš Forman). En la lista de “egresados reconocidos” la cuarta parte son yugoslavos.
Goran Paskaljević, Goran Marković, Mirjana Karanović, Rajko Grlić, la segunda generación de cineastas yugoslavos, todos estudiaron en Praga.
Acá estoy viendo que Petrović también. Y Kusturica.
Ahora quizá sea el momento de tratar la cuestión de la censura.
Censurados sin censura
Quizás para hablar de la censura podríamos partir de la cuestión de cómo se financiaban las películas de esos directores. ¿Era todo guita estatal?
Hasta donde yo sé sí, pero dependía del país, y si bien no he estudiado mucho este aspecto, sospecho que en ciertos casos fueron importantes la autogestión, la gestión colectiva o el apoyo de determinadas industrias (por ejemplo) a una producción (sé de una fábrica en Ljubljana que tenía su propia sala de cine, y no debe ser un caso aislado). Recordá que la estructura económica de Yugoslavia era muy caótica (o dicho de un modo más amable, compleja). La Federación funcionaba a trompicones en ese sentido. Pero hablando de cine, hay cierta centralización para las grandes producciones que son apoyadas por el Estado. Censurados sin censura (Zabranjeni bez zabrane, 2007), de Milan Nikodijević y Dinko Tucaković, es una película documental de una hora que estudia la cuestión de la censura a través de entrevistas y fragmentos de películas que fueron cuestionadas, quitadas de circulación o puestas en cuarentena en el llamado “bunker” (si bien no por muchos años). En realidad hubo muy pocos casos en los que el Estado se inmiscuyó en un estreno, y si bien Tito era un cinéfilo e insistía en ver todas las películas que se iban a proyectar en el festival de Pula (Croacia), la censura, tal como es relatada por los cineastas entrevistados para Censurados sin censura, era ejercida de un modo casi burocrático, si bien en algunos casos (y esto vale también para la literatura) fue acompañada por acciones punitivas de peso. Oficialmente, la única película prohibida en la historia de Yugoslavia fue La ciudad (Grad, 1963), de Marko Babac, Živojin Pavlović y Vojislav Rakonjac, que ya habían tenido algunos problemas con su anterior film, Gotas de lluvia, agua y guerreros (Kapi, vode, ratnici, 1962), que, paradójicamente, también ganó un premio en el festival de cine de Pula. Curiosamente, algunos consideran que La ciudad es una de las películas, o la película, que funda la Ola Negra yugoslava. Lo cierto es que la denominación de “negra” proviene precisamente de los críticos, censores y apparatchik, que consideraban a estos jóvenes y talentosos realizadores (y técnicos y actores) con base en Belgrado unos individualistas nihilistas. Los realizadores consideraban a los censores unos estalinistas, y en algunos casos, como el de Želimir Žilnik, autor de la genial Trabajos tempranos (Rani Radovi, 1969, Oso de Oro en Berlín ese año), fueron lo suficientemente valientes como para decirlo con todas las letras. De hecho, Žilnik titula uno de sus cortos Película negra (Crni film, 1971), apropiándose del apelativo difamatorio. Las consecuencias de la censura o la presión de las autoridades, sin embargo, fueron visibles. Žilnik se exilió en Alemania, como Petrović (en Francia) y Makavejev (en Estados Unidos), mientras que los autores de La ciudad sufrieron ostracismo y, especialmente en el caso de Rakonjac, dejaron de hacer cine, o casi, por un buen tiempo. El mejor análisis de la Ola Negra yugoslava en clave política que conozco lo hace Sezgin Boynik en su tesis Towards a Theory of Political Art. Cultural Politics of ‘Black Wave’ Film in Yugoslavia, 1963-1972 (Universidad de Jyväskylä, 2014).
¿Te parece que para discutir el cine de autor en Yugoslavia es en cierta medida imprescindible discutir el problema de la libertad de expresión, es decir, también el de las formas de coerción (sociales, mediáticas, institucionales y/o gubernamentales) que la determinan? Uno diría que en cierta medida el cine de autor en Occidente también reclama constantemente esa discusión, porque la mirada “personal” del director se percibe con preferencia en la transgresión, lo que a menudo supone el escándalo.
No me parece que sea imprescindible esa discusión en el caso del cine de autor yugoslavo. Es imprescindible evaluar las condiciones en las que los directores, los autores, establecieron determinadas necesidades de gestos que podemos asociar a la transgresión. Y para eso hay que considerar también los vaivenes políticos de Yugoslavia, sus procesos internos. Para empezar, la palabra censura es un poco anacrónica. Cuando se aplica retrospectivamente, suele ser funcional a su instrumentación y no actúa como vector de análisis. En mi opinión, en general, la “libertad de expresión” no existe. Yo pensaría más dialécticamente en términos de agendas o programas contrapuestos o que coinciden entre los artistas y el poder. Cuando no coinciden, ocurre algo que llamamos transgresión o censura. Pero que puede llamarse diferente en otro contexto, o que se llamaba diferente en ese contexto.
También depende de la posibilidad, en cada coyuntura, de que los artistas se imaginen como en posición de tener una agenda propia, ¿no? Igual discutiría un poco tu definición, porque parecería que no fueran agendas vinculadas entre sí, sino independientes, y que entraran en conflicto por sus propias características, no por voluntad de entrar en conflicto. No digo que haya siempre voluntad, pero muchas veces me parece que sí.
Eso es interesante. Muchos o algunos de estos artistas eran comunistas, interesados en trabajar en el proyecto yugoslavo e incluso en mostrar sus problemas como modo activo de participar en él. El hombre no es un pájaro, de Makavejev, es un buen ejemplo, otra vez, mientras que Joven y sano como una rosa (Mlad i zdrav kao ruža, 1971), de Jovan Jovanović, es más claramente individualista, si bien, si la ponemos en diálogo con las otras películas de este director ahora casi olvidado (Pejzaži u magli, 1984; Izrazito Ja, 1969; Kolt 15 GAP, 1971), notaremos que Jovanović estaba desarrollando una investigación seria sobre la marginalidad de la juventud, lo que de por sí es muy sintomático, porque en el fracaso de Yugoslavia a partir de 1969 está la incapacidad de los altos mandos para dejar el paso a la siguiente generación. La ya mencionada Trabajos tempranos de Žilnik es una sofisticada elaboración de las consecuencias de 1968 (y es marxista desde el título; Žilnik jamás se consideró un disidente, sino un crítico). Eso se refleja lo mismo en la política, porque Yugoslavia no era un Estado monolítico ni una dictadura todo el tiempo y hubo muchísimos tiras y aflojas de reformismo. De hecho, se puede considerar la historia de Yugoslavia, la historia política, como un largo reformismo, por lo menos hasta 1968, pero incluso luego, ya que hubo mucha gente trabajando en el futuro de Yugoslavia hasta el abrupto final de su presente. A veces olvidamos la historia casi secreta de los artistas que, sin ser oficialistas, trabajaron conscientemente en la reconstrucción simbólica de los regímenes socialistas y comunistas, y que generalmente fracasaron, en Polonia, en Yugoslavia, en Checoslovaquia, especialmente. Esa historia no le interesa a nadie en este momento. A veces los artistas no quieren tener su propia agenda, y en la cosmovisión marxista, que comparto hasta cierto punto, eso es de hecho imposible, teórica y prácticamente. Pero una agenda no es un programa.
Hay una lectura que ve a los artistas disidentes como gente en realidad comprometida que fue obligada por los propios regímenes (por su ceguera e intolerancia) a pasarse a la oposición, en la medida en que representan, en tanto artistas, la forma pura de los valores “positivos” del socialismo. Pienso en la película alemana La vida de los otros, por ejemplo. ¿Te acordás del personaje del director de teatro? Es un tipo totalmente comprometido con el partido, aun a pesar de que muchos amigos suyos fueron censurados. Pero el partido igual desconfía de él, lo persigue, y así termina “obligándolo” a pasarse a la oposición. Tanto Petrović como Makavejev hicieron películas en Yugoslavia durante mucho tiempo y tuvieron situaciones de tensión que determinaron su exilio cinematográfico. ¿Se podría decir así? Petrović se volvió eventualmente una figura de la oposición, pero en los 60 no era tan claro, ¿o sí? La pregunta sería: ¿cómo presentarías la narrativa de esos episodios?, ¿cómo los leés?
Los leo en su contexto pos 1968, cuando la línea dura del partido pierde la oportunidad de renovarse y decide silenciar y aislar las voces que no llamaría disidentes sino críticas, y esto ocurre en todos los ámbitos de la Federación, en Croacia, Serbia y Eslovenia. En este contexto, estos cineastas son ejemplos claros, son síntomas. Si hablamos de ellos dos. Petrović se fue de Yugoslavia en 1973 luego de un escándalo con uno de sus estudiantes, Lazar Stojanović, que decidió no seguir su consejo y mantuvo en la película Jesús de plástico (Plastični Isus, 1971) ciertas escenas e imágenes que ridiculizaban al régimen, más que nada en el sentido del “culto a la personalidad”, que como sabemos “no existía” (pero que sabemos que sí existía). Petrović decidió apoyarlo a pesar de todo y fue expulsado de la Academia de Cine de Belgrado. Fue entonces que se exilió en Francia y no volvió a filmar en Yugoslavia hasta después de su disolución. Stojanović, por su parte, pasó tres años en la cárcel y después anduvo errante por el mundo hasta mediados de los 80. Lo interesante, en su caso, es que en los años 90 continuaba siendo un activista por la paz y la libertad de expresión, y en los 2000 realizó dos documentales sobre criminales de guerra serbios. Makavejev (1932-2019), por su parte, se exilió luego de que su genial película W.R.: Los misterios del organismo (W.R. – Misterije organizma, 1971) fuera prohibida en julio de 1971, a pesar de que un mes antes había habido una proyección pública (en Novi Sad, Voivodina) seguida de un debate y de un visto bueno por parte de la Comisión de Cinematografía. La prohibición se levantó recién en 1986. En ese sentido, también podemos irnos un poco más adelante en el tiempo, a los años 80, cuando la cultura de los cineclubes, ya muy establecida, produce un tipo de cineasta que es “disidente” por naturaleza. Pondría esa historia en diálogo con los testimonios de algunos de los protagonistas de la contracultura eslovena de los 80, que ahora hacen una especie de mea culpa y afirman que en ese entonces no fueron más que instrumentales a la reacción; considerando reacción, claro está, a las fuerzas que pugnaban por la disolución de la Federación y el acceso al capital global. La reacción antisocialista, católica u ortodoxa radical, nacionalista y capitalista, contra la que se había luchado los cincuenta años previos. Es curioso escuchar a Makavejev, por otra parte, decir en una entrevista de 1995 que la prohibición de W.R… se debió en realidad a la influencia de la URSS en la Yugoslavia de entonces. Parece un poco exagerado…
El pueblo es lo siniestro
Conversando con un amigo común, Nenad Vujić, me decía en general algo que yo noté en la película Llueve en mi pueblo (Biće skoro propast sveta, literalmente “se acerca el fin del mundo”, 1968), de Aleksandar Petrović: una atención a la crueldad casi exclusiva. Nenad hablaba más bien de una “fealdad” ubicua, donde rara vez aparece la belleza (“eye candy”, dijo) que sí se ve en el cine checo o polaco de la época. Y nos preguntábamos si era un contradiscurso frente a la idealización típica de los socialismos, esa cosa rousseauniana, digamos, del hombre bueno, del obrero bueno, de la cultura popular como auténtica, etc.
Yo lo veo más aún en el cine reciente, que se regodea en esa fealdad, crueldad y misantropía mucho más. Pan y leche (Kruh in mleko, 2001) y De tumba en tumba (Odgrobadogroba, 2005), del esloveno Cvitkovič, Lindas chicas muertas (Fine mrtve djevojke, Dalibor Matanić, 2002), una croata, o la ya nombrada Una película serbia son películas no bélicas terriblemente misantrópicas y crueles de los 2000-2010. En relación a lo que decía Nenad, no estoy tan seguro de estar de acuerdo, porque siempre se encontrarán contraejemplos y a mi entender el cine yugoslavo tiene un alto esteticismo, un alto grado de erotismo y un culto de la belleza desnuda (literalmente).
¿Y en el caso de Petrovic cómo lo ves?
Si hablamos de Petrović y en particular de esa película, o de la Ola Negra en general, el gesto del no eye candy está relacionado con una actitud crítica hacia los modelos real socialistas y el maniqueísmo de la producción comercial, pero también con la intención de asimilar influencias de cinematografías contemporáneas europeas. Antes de Llueve en mi pueblo, Petrović hizo Dos (Dvoje, conocida en inglés como And Love Has Vanished y en francés como Elle et lui, 1961), Días (Dani, 1963) y Encontré cíngaros felices (1967). Esta última fue la primera película de la historia en idioma romaní. Estas no pueden considerarse misantrópicas, aunque sí sin duda la ya discutida Tri, de 1965, que cuestiona la narrativa típica del cine de partisanos. Luego de su exilio hay un quiebre. El maestro y Margarita (Majstor i Margarita, 1972) y Retrato de grupo con dama (Grupni portret s damom, 1977) están en esa línea; y, curiosamente, el contexto es la Rusia estalinista en la primera y la Alemania nazi en la otra. Mientras tanto, en su última gran película, una épica, regresa a un territorio más contradictorio, más dialéctico, digamos: Migraciones (Seobe, 1989). Se dice que Slobodan Milošević llegó a pensar que esa película, por su carácter épico, podía ser útil a su programa nacionalista, pero después de verla lo descartó, obviamente.
Parece loco, habiendo visto Llueve en mi pueblo, que ese director pueda hacer un giro nacionalista, fuera del hecho de que está fascinado por la vida del pueblo, digamos. En esa peli me daba la impresión de que el pueblo es lo siniestro.
Jaja, ¿sí?
¿No lo ves así?
No, para nada, pero me da un poco de gracia y puedo pensarla así si me obligás.
Te obligo entonces como experimento…
Creo que en el caso de Petrović se trata de una visión del mundo muy fatalista, muy influenciada por la cultura gitana. En todo caso, el pueblo es también lo siniestro. Quizá esa contradicción, si cabe, puede ilustrarse mejor con el cine de Karpo Ačimović-Godina, un director esloveno nacido en Skopje (Macedonia, ahora Macedonia del Norte) en 1946 que empezó haciendo documentales para el Ejército yugoslavo, además de trabajar como fotógrafo y director de fotografía en producciones federales. Sus cortos, que editó con el material que recogió en sus viajes trabajando para el Ejército, son experimentales y van al carozo de lo popular, con un esteticismo muy polaco, si querés: pueblitos, coros, costumbres, trajes típicos, encuadres elaborados, teatralidad. Pero en películas suyas como La Balsa de la Medusa (Splav Meduze, 1980) y Boogie rojo (Rdeči boogie, 1982) hay un cuestionamiento muy interesante de la actitud oficial hacia el pueblo y también hacia el arte, que se entiende desde la perspectiva de los años 80, pero que en su cine se retrotrae a los comienzos del sistema socialista. Incluso, en Boogie rojo, a los intentos de colectivización rural. Estas dos son películas trágicas, sin esperanza. Curiosamente, también Godina llega en los 90 a un giro nacionalista en su Paraíso artificial (Umetni raj, 1990), una peli pretenciosa y fallida sobre la vida en Eslovenia (como soldado en la Primera Guerra Mundial) de Fritz Lang.
¿Qué critica de la actitud oficial Ačimović-Godina?
Según la terminología de la época, Karpo es un revisionista que pone el dedo en la llaga de las consecuencias sociales y culturales de los errores del sistema. Y precisamente en eso que vos decís, en el pueblo como siniestro, y aún más, en la burocracia. Son películas (La Balsa de la Medusa y Boogie rojo) en las que un grupo de artistas trata de llevar adelante un programa revolucionario (artístico) y se enfrentan a la decepción en todas las áreas que los rodean: el pueblo es una multitud de ignorantes sin remedio y los líderes del partido una manga de oportunistas sadistas igualmente ignorantes. Una está ambientada, de hecho, en la primera Yugoslavia, por lo que no se puede hablar ni siquiera de disidencia, pero sí hay un fatalismo, una visión trágica.
Ajá. ¿O sea que en Llueve en mi pueblo leerías ese retrato de lo popular en relación con las políticas del proyecto yugoslavo? Yo lo veía más como su límite, digamos. Aunque hay que decir que la contraparte es el personaje de la maestra, que viene de la ciudad, y tiene desprecio absoluto por el pueblo.
Esa película es muy compleja. No sé si hay una película yugoslava mejor. La figura de la comisaria, sexy y “artística” representa en esa película lo bueno y lo malo, las contradicciones de la política del gobierno yugoslavo hacia las zonas menos desarrolladas del interior de Serbia y hacia la cultura gitana en general. Es un personaje complejo, o, mejor, dialéctico, muy bien logrado, en mi opinión. Aunque puede ser que a vos te haya parecido naíf, ¿verdad?
No sé si naíf. Pero no vi ningún lado positivo en ningún personaje.
No, eso no es verdad. Creo que aquí es donde aparece, en mi opinión, la cuestión de la dialéctica, con sus consecuencias de imposibilidad de totalidad y cierre. Todos los personajes tienen elementos positivos, si querés llamarlos así, y negativos.
Yo no vi mucha dialéctica… a diferencia de Makavejev. ¿Dónde ves lo positivo?
Quizá porque en esa película y en Petrović en general hay un fatalismo evidente.
Claro, ¡ya desde el título! ¡Biće skoro propast sveta nek’ propadne nije šteta! Traducible más o menos por: “Se acerca el fin del mundo y no hay nada que lamentar”.
El padre del campesino tonto, que se redime al final de un modo “laico”, el propio campesino tonto, que cuando parece que ha aprendido algo es sacrificado, los patriarcas, la comisaria de cultura, tienen momentos de grandeza moral, en mi opinión. Es muy curiosa esa escena en la que hacen un mitin en el medio del campo, con Lenin y el Che en efigie, en el contexto de la invasión soviética de Checoslovaquia (unos turistas checoeslovacos andan de vacaciones por ahí). Ahí Petrović se burla de la parafernalia oficial. El mejor contraejemplo es Tierra prometida (Obecana zemlija, Veljko Bulajić, 1986). Resumen: un miembro del Partido a cargo de crear una cooperativa rural luego de que el gobierno comunista decreta el final del breve experimento de colectivización forzada (de ello trata también Boogie rojo, de otro modo) se enfrenta a un patriarca y su familia. En una discusión derivada de una historia de amor entre su hijo y la hija del patriarca, y en defensa propia, él mata al campesino terco. Luego se entrega a la policía. Hay un juicio. La película es el juicio en el que cada testigo cuenta (y entonces hay flashbacks) su versión de toda la historia. Es una película larga y en este caso, sí, dialéctica de escuela. La impresión, como en muchas otras películas que tratan temas similares, es que el pueblo es lo siniestro, y muchas veces no hay esperanza visible. Esto es, se ofrece una perspectiva fatalista-pesimista sobre las posibilidades reales de educar o mejorar las condiciones de vida de los campesinos. En la URSS no fue así. Y esto tiene mucho que ver, creo, con el propio programa del gobierno. En Yugoslavia el campesinado nunca fue muy considerado. El slogan nunca fue “obreros y campesinos”.
La escena de la votación, en Petrović, yo la vi como un fatalismo doble. Por un lado, la elección en sí misma parece una farsa, un simulacro. Por otro, ¡qué va a votar ese pueblo de ignorantes y crueles!
Pero el hecho de que voten es lo importante. El hecho en sí de que se organicen y hagan un mitin imitando pobremente la parafernalia de Belgrado en el medio del campo. Eso es lo importante, no lo que voten en sí. Creo que no hay ironía en ese aspecto. La ironía está en el contexto y en el carácter de los personajes, pero son sinceros. La farsa proviene de la perspectiva antropológica de Petrović.
Mi impresión de toda esa escena es que más bien muestra qué poca diferencia hace que voten o no, que es una cuestión formal, superficial y que no modifica nada, porque lo determinante es esa realidad más profunda del pueblo. Pero quizás podemos hablar de Makavejev para salir de ese fatalismo. El hombre no es un pájaro me pareció mucho más sutil.
Es la primera peli de Makavejev. Yo la veo como un trabajo de estudiante avanzado, en la que, como dije antes, la tensión surge de estar sujeto a una forma genérica o más o menos estándar, que implosiona desde dentro gracias a la fuerza de los personajes y su vitalidad.
El cine como laboratorio político
¿Qué elementos de la peli asociás con ese género?
A ver. No sé si hubo en Argentina períodos similares de direccionamiento de la producción cinematográfica. En todo caso, seguramente nunca los hubo en los términos en que hay que entender los sistemas socialistas, tanto desde el punto de vista político-discursivo como artístico. Por ejemplo, puede ser cuestión casi de vida o muerte (por lo menos de vida o muerte política), en cierto período, defender o no tal propuesta de revisión del sistema de autogestión, por ejemplo, o cuestionar en una asamblea partidaria el peligro de la burocratización, etc. Hay un cine de escuela (y esto se agudiza dada la estructura de producción, que, como sabemos, es estatal en gran medida), en el que se trata de reflejar artísticamente o al menos cinematográficamente esas cuestiones, que son preocupaciones generales, que nos parecen desde la distancia (temporal y espacial) un poco abstrusas. Pero no lo son en realidad: de esas discusiones de hecho dependen procesos económicos complejos. Bueno, El hombre no es un pájaro (desde el título genial, en su autorreferencialidad) trata sobre los peligros de la individualización en los procesos avanzados de autogestión en industrias cuyo capital inicial proviene de préstamos de extranjero, y sobre la especialización en el marco del centralismo, casi siempre considerado un peligro y una fuente de tensión en la historia de Yugoslavia. Es una película que se inscribe en el análisis de las condiciones materiales de producción, la crítica del burocratismo y la búsqueda de respuestas a la cuestión de la autogestión. Es un cine clásicamente dialéctico, marxista, de escuela.
Wow. No percibí esa discusión en absoluto.
No es revulsiva en términos de narrativa ni técnicamente. Pero gracias a la incomodidad evidente del director en el tratamiento de la historia, empiezan a surgir fracturas. El personaje principal sabe que está cometiendo un error al apresurar el proceso (por lo cual es premiado) y nos casi convencemos de que es honesto y sincero. Pero también sabemos que él se irá del pueblo, mientras que los obreros serán los que pagarán el pato si algo sale mal, o se beneficiarán (pero sin recibir premios tan jugosos como el suyo) si algo sale bien. La película es muy precisa en señalar la maquinaria y la ideología de esos procedimientos. Esos elementos son los que asocio a lo “genérico”. Esto es, a un cine narrativamente convencional, de una estructura algo estandarizada. Pero Makavejev era muy sofisticado a nivel formal, siempre lo fue; de hecho hay buenos estudios de su obra en clave formalista y neoformalista.
Lo re veo ahora que lo decís, pero jamás se me ocurrió que nada de eso podía ser el tema “central” de una película de ficción.
Yo tuve una especie de satori cuando comprendí esto, hace unos años. Quiero decir, cuando la política y el cine se conjugaron así en mi cabeza.
Eso es en sí ya algo interesante respecto del cine capitalista, digamos, ¿no? Quiero decir, respecto del tipo de diálogo que las formas artísticas, ficcionales, establecen con la argumentación política. Obviamente esto existe en el cine occidental. Digamos en temas como política inmigratoria, guerra, etc. Los estereotipos y narraciones construyen mundos que juegan en la opinión pública en relación con las políticas efectivas. Pero parecería haber algo acá muy específico, ¿no? Casi diría muy técnico. De algún modo tal vez podría pensarse la ficción como un laboratorio que permite “prever” las consecuencias sin que ocurran.
Bueno, ¿te acordás cuando hablamos de la película argentina El estudiante (Santiago Mitre, 2011)? Me dijiste que una investigadora le adjudicaba a esa película una referencia muy específica: que se trataba de un retrato de una determinada asociación o grupo, ¿verdad?
Sí, Graciela Montaldo, que la asocia con la Franja Morada, la agrupación de juventud del Partido Radical que tuvo gran hegemonía en la UBA desde los 80 hasta principios de 2000 aproximadamente.
Esa lectura nos pone en cierta cercanía con lo que estamos hablando. Recuerdo una conversación con [el escritor argentino] Gabriel Yeannoteguy sobre Bolivia (Adrián Caetano, 2001) y otras películas argentinas que en su época trataban la cuestión del inmigrante. Gabriel señaló que el destino de los personajes en esa película, y en otras similares o coetáneas con cierta relación (en términos de clase de sus protagonistas), es la muerte. En ese comentario de Gabriel leo una crítica a la inocencia ideológica de los autores de los que habla.
Es un buen punto. Ahí está la pregunta sobre cómo se lee la trama ficcional, sobre sus efectos ideológicos, digamos. Porque si por un lado esas películas quieren alertar sobre la consecuencia trágica del racismo, por otro lado “resuelven” el problema al “eliminar” al inmigrante: al terminar de verlas, se trata de convivir con el horror de nuestro propio racismo, pero ya no con el inmigrante. Es una solución narcisista, al final: prefiero vivir con mi horror que con los otros. Y creo que vos también tenés razón en que El estudiante está muy cerca de esto que hablamos, sobre todo si se la lee por fuera de la referencia a Franja Morada, en relación a la formación política en general.
Claro. “El horror es el otro”, la frase de Sartre. No viene mal esa referencia. Hay algo que dice Boris Groys en Arte en flujo (In the Flow, 2016) sobre esa frase. La pone en el contexto de un análisis muy interesante sobre la confusión actual cuando se habla de “estetización de la política” o “politización de la estética”. Groys dice que Sartre dice en esa frase, y de hecho así es, en la perspectiva existencialista, que son los otros los que me permiten comprender o ver el horror y el vacío de la existencia. Groys agrega que eso es un paradigma de la modernidad. Un anticartesianismo que dice: solo la mirada del otro puede decir que estás vivo, porque no eres testigo de tu nacimiento ni de tu muerte. Y en ese paradigma sitúa también el movimiento de las vanguardias hacia la destrucción del pasado. La operación de la Revolución francesa, que creó la noción de museo que persiste hasta ahora, fue la estetización de la política. Convertir todos los productos culturales del Ancien Régime en objetos de museo. Con esa operación, los declara muertos políticamente. El artista de vanguardia como Malevich o Marinetti realiza esa misma operación sobre sus culturas contemporáneas. Lo que dice Groys es que hay un gesto artístico propio de la modernidad que persiste hasta ahora incluso en el arte contemporáneo, que es destructivo-materialista, lo que significa que no cree que todo pueda ser destruido, siempre hay un resto. Cuando decís lo de laboratorio pienso en esa posibilidad, en la posibilidad de entender como “muerto” un proceso determinado, para abrir las exclusas de ese resto que queda después de la destrucción, y como vos decís, “prever” ciertas consecuencias. En ese sentido, lo que decís del “cine capitalista” creo que tiene que ver, en un nivel más profundo, con evitar la consecuencia del materialismo, con esconderla, maquillarla, mientras que una película como la de Makavejev postula la mirada opuesta.
Respecto de la idea del cine como laboratorio, yo la opondría tal vez a la del cine como entretenimiento, que es la idea central en el mundo capitalista. ¿Se podría decir que hay o entretenimiento o laboratorio?
Lo interesante de lo que dice Groys, y que se puede aplicar a este cine, es que hay una teoría, y la teoría crítica impulsa a la acción, dice “¡actúa!”. No es contemplativa, pero sí, hasta cierto punto, pedagógica, porque el artista y la teoría se impulsan mutuamente, y la teoría busca multiplicarse.
Claro, es cierto, en el laboratorio no hay acción.
¿No? Puede ser.
Entendí que señalabas eso, que a esa dicotomía laboratorio/entretenimiento le faltaba una opción para el cine como militancia, como llamado a la acción.
Creo que aquí es donde está el potencial de este cine para hacernos pensar modos de hacer y de interpretar. Pero es imposible sin entrar en contexto.
Ya un poco lo hicimos. Y otro poco se está haciendo tarde, ¿no?
Si querés andá guiándome más para llegar a algún lugar similar al cierre, no sé si tenés un guión.
Se acerca el fin de la entrevista y no hay nada que lamentar
Tenía una idea para el final. Decía así: “Te encargan organizar una semana de cine yugoslavo, siete películas y una “noche especial” de debate sobre un tema y con alguna figura invitada, para realizar en tres ciudades: Montevideo, Berlín y Liubliana. ¿Proyectás las mismas o diferentes películas? ¿Qué elegirías?”
No mostraría las mismas películas en Montevideo, Berlín y Liubliana. Sería un programa completamente diferente en cada lugar. En Berlín seguiría un hilo más temático quizá, enfocado en aspectos más técnico-discursivos en contexto, como veníamos hablando antes; allí serían centrales El hombre no es un pájaro de Makavejev y quizá La tierra prometida en diálogo, y algunas otras más desconocidas fuera de Yugoslavia (ya ha habido en Berlín ciclos exhaustivos de cine de la Ola Negra: ver por ejemplo este enlace, con un buen texto descriptivo de muchas películas). Creo que en Liubliana me enfocaría, paradójicamente, en el cine esloveno, porque me parece que siempre fue muy característico, y quizá este momento sea adecuado para repensar esas películas que retratan tan bien el lugar de Eslovenia en Yugoslavia como nación siempre muy autónoma. En aviones de papel (Na papirnatih avioni, Matjaž Klopčič, 1967) estaría en el ciclo liublianés y no en los otros; pero no lo organizaría solo. En Montevideo sería más pedagógico, más gradual. Te lo puede bocetar ahora: puedo pensar en siete películas imprescindibles para un programa general de no iniciados. Exhibiría: Tres (Tri, 1965) de Aleksandar Petrović, Joven y sano como una rosa (Mlad i zdrav kao ruža, 1971) de Jovan Jovanović, W.R.: Los misterios del organismo (W.R.: Misterije organizma, 1971) de Dušan Makavejev, Expreso balcánico (Balkan ekspres,1983) de Branko Baletić, Boulevard de la revolución (Bulevar revolucije, 1992) de Vladimir Blazevski, Linda aldea, linda hoguera (Lepa selo lepo gore, 1996) de Srđan Dragojević y Fronteras, gotas de lluvia (Granice, kiše, 2018) de Nikola Mijović y Vlastimir Sudar. Esta selección sería una narrativa que dejaría afuera al Petrović más interesante y que no es “yugoslava” estrictamente, sino ya de naciones exyugoslavas. Tri representa el cine de partisanos, ya desde una perspectiva crítica (pero, ojo, respetuosa). La película de Jovanović no es muy conocida, eso es un plus, pero representa la segunda generación de cineastas en un período de extrema efervescencia creativa en Belgrado y en el límite de lo aceptable para el régimen de Tito, y dialoga con lo que viene después desde el lugar del marginal, el delincuente, el rebelde. Representa el lado más salvaje de la Ola Negra. Además, actúa Dragan Nikolić , que es la gran estrella yugoslava. Helo aquí en una escena de la película:
Balkan ekspres no es tan buena película, es una comedia de los 80, pero también le da un giro al cine de partisanos y es muy sintomática: trata sobre la conversión de una pareja de vulgares ladrones en héroes de la resistencia bajo la ocupación alemana. Bulevar revolucije es una película que trata in situ y coetáneamente la disolución (también moral) de Yugoslavia desde el punto de vista de Belgrado. Lepa selo lepo gore es una de las mejores películas de la guerra, y tiene que haber una. Y una tiene que representar el presente: el trauma, la nostalgia, el miedo y la valentía. Ahí, entre elegir la multipremiada y a mi gusto un poco sentimental Antes de la lluvia (Milcho Manchevski, 1994), Los hombres no lloran (masculina, misántropa y desesperanzada) o Fronteras, gotas de luuvia (femenina, telúrica y amorosa-no nostálgica), me quedo con esta última.
La noche especial de debate sobre un tema la haría en torno al binomio política-erotismo en el cine yugoslavo. Proyectaría fragmentos de pelis de varias épocas e incluso algunos videoclips de bandas de punk de los 80 e invitaría a la actriz insignia de la Ola Negra, Milena Dravić (1940-2018), contando con la ayuda de un espiritista, claro.
Acá el presupuesto no da para tanto, así que la convocamos para cerrar vía la máquina de hacer fantasmas:
