Fiódor I. Dmítriev-Mamónov
Introducción y traducción: Alejandro Ariel González
Hacia los orígenes de la ciencia ficción y la distopía en Rusia
Señala Iuri Lotman en el artículo Las vías de desarrollo de la prosa ilustrada rusa del siglo XVIII que, en las letras rusas, Alegoría es una de las obras espiritualmente más afines a Voltaire. La influencia de los relatos filosóficos del escritor francés, junto con la consolidación de la sátira ilustrada occidental, dejaron su huella en los escritores rusos de aquel siglo. La crítica en bloque al orden social existente, considerado injusto y absurdo, halla en el texto de Dmítriev-Mamónov cabal expresión, aunque, por su vuelo imaginativo, puede afirmarse que sus páginas van más allá de lo satírico y alegórico.
Primero digamos una palabras sobre su autor. Fiódor Ivánovich Dmítriev-Mamónov nació en Moscú en 1728. De familia noble y terrateniente, ya desde niño mostró dos características que lo acompañarían a lo largo de su vida: un acusado interés por el conocimiento —la matemática, la historia, la astronomía, la filosofía, la literatura— y una conducta díscola que escandalizaba a quienes lo rodeaban. Al terminar su educación con preceptores fue enviado a la Escuela de Artillería para continuar su formación, pero no tardó en abandonarla sin autorización. Comenzó a servir en el ejército, donde, al cabo de una prolongada carrera, terminaría alcanzando el rango de brigadier. En 1756, junto con Aleksandr Sumarókov, Mijaíl Sherbátov e Iván Boltín (personalidades destacadas de la época de Catalina la Grande) ingresó en una logia masónica, lo que casi lo hizo caer en desgracia. Por lo demás, no duró mucho entre los masones. Cuando aún desempeñaba sus funciones, comenzó a coleccionar objetos curiosos, monedas y antigüedades. En 1769 pidió el retiro y, tras pasar un tiempo en Moscú, se instaló en su hacienda en el campo, donde comenzó a ocuparse de la cronología de hechos históricos, la traducción de poetas romanos, la narración de salmos (liza en la que se midió con Mijaíl Lomonósov y Vasili Tredkiakovski),[1] la realización de cálculos matemáticos y de experimentos químicos; también se dedicó a la filosofía, la historia china y la astronomía (en esta última defendía la doctrina heliocéntrica de Copérnico, si bien en 1779 publicó su propio modelo del sistema solar, que se distanciaba tanto del ptolemaico como del copernicano).
En 1769, bajo el seudónimo de «El noble filósofo», debuta en la arena literaria con una curiosa edición compuesta por dos partes. La primera era la traducción del francés de Los amores de Psique y Cupido, de Jean de la Fontaine; la segunda, el original relato Alegoría, que causó estupor entre sus contemporáneos. En él resaltan los ataques satíricos a la institución eclesiástica y a sus abusos (no daremos ejemplos ni contaremos detalles de la trama: el relato no es extenso y el lector podrá apreciarlo por sí mismo). El modo en que el autor plantea esa diatriba, el procedimiento que emplea, pone de manifiesto sus conocimientos astronómicos (se especula con que él mismo intentó llevar a la práctica el experimento del protagonista de la historia). También es reconocible una intencionalidad ética, aleccionadora, en tanto se promueve una conducta virtuosa que evita los males y las tentaciones del mundo. Sin embargo, en Alegoría aparecen, acaso en forma embrionaria, elementos y motivos en los que abundará la ciencia ficción y la narrativa utópica y distópica de los siglos XIX y XX (lo que la pone en línea con el cuento «Micromegas» de Voltaire y Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift): la existencia de una multiplicidad de mundos, los viajes interplanetarios (aquí de un modo aún convencional, a nivel de «maqueta»), la descripción cuasi-distópica de una sociedad totalitaria, la creación artificial de mundos y planetas, el contacto con civilizaciones más avanzadas, el conflicto entre el individuo y una sociedad masificada. Tan heterodoxos, por no decir heréticos (¡qué pensar del lugar que asigna al hombre en el universo!), eran los escenarios planteados en la obra que, cuando Dmítriev-Mamónov la publicó en una edición aparte en 1796 —Alegoría había tenido éxito, en efecto—, la censura la prohibió y confiscó toda la tirada: los tiempos eran otros, y las ideas ilustradas, en principio promovidas por la realeza, ya habían demostrado en París, en 1789, qué peligros conllevaban. Alegoría desapareció literalmente de la escena literaria por casi doscientos años: su tercera edición data de 1956 (debemos a los historiadores de la ciencia ficción su redescubrimiento). El final de Dmítriev-Mamónov no sorprende a quien conozca la historia rusa de los siglos XVIII y XIX: las múltiples extravagancias y provocaciones que había realizado a lo largo de su vida (y que habían llegado a oídos de Catalina), así como los truculentos rumores que circulaban acerca de su trato a los siervos, más las propias quejas de su esposa, hicieron que una junta médica lo declarara loco. Murió en el olvido en 1805.
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Nombrábamos más arriba los apellidos de Sumarókov y Sherbátov, con quienes nuestro autor tenía trato. No es casualidad: el primero escribió en 1759 el cuento «Sueño. Una sociedad feliz», mientras el segundo publicó en 1784 Viaje del señor S., noble sueco, al país de Ofir, obras que, junto con Viaje reciente escrito en la ciudad de Beliov (1784), de Vasili Liovshin, ofrecen los primeros bosquejos, dieciochescos, de la narrativa utópica y de ciencia ficción en tierras rusas. En los próximos números de «Eslavia» daremos a conocer a los lectores hispanohablantes algunos de estos materiales.
Alegoría
Un noble filósofo, con tiempo y capacidad para especular sobre cuán alto puede llegar la razón del hombre, sintió una vez el deseo de diseñar el plan del universo en su vasta hacienda. Siempre había admirado el sistema de Copérnico, y por ello se propuso imitarlo. Como es de suponer, el lugar que ocupaba su hacienda era un valle grande y extenso, y su casa estaba situada en medio de él. Era una casa redonda, con un diámetro de 29 ½ sázhens[2] 8/55 arshíns;[3] tenía el aspecto de un castillo que se recortaba sobre el horizonte. Entonces el filósofo diseñó su plan del siguiente modo: «Mi casa será el sol, y por eso trazaré alrededor de ella cinco círculos diferentes». Sin embargo, como la proporción del diámetro del castillo exigía que la Tierra tuviera un diámetro de 1 arshín y que Saturno estuviera a una distancia de 59266 2/3 arshíns, es decir, 119 verstas[4] 129 sázhens 2/3 arshíns, ello no se habría ajustado a sus intenciones, puesto que el valle no era tan grande. De todos modos, como aquello lo hacía solo por diversión, ¿qué gracia tendría buscar Saturno a semejante distancia? Por eso ubicó al planeta más lejano de su casa a una distancia de 285 sázhens, mientras que los demás los dispuso según su proporción real, a saber: Mercurio, a 12 sázhens y con un diámetro de 9/52 arshíns; Venus, a 21 sázhens y con el mismo diámetro que la Tierra; esta, a 30 sázhens; Marte, a 90 sázhens y con un diámetro de 12/25 arshíns; Júpiter, a 156 sázhens y con un diámetro de 2 sázhens 2, 367/500 arshíns, y Saturno, a 285 sázhens y con diámetro de 2 sázhens 466/500 arshíns. A cada planeta le dio los satélites que le correspondían; la Luna tenía un diámetro de 4 vershoks;[5] los cuatro satélites o lunas de Júpiter y las cinco lunas de Saturno, tan grandes como la Tierra, también ocuparon su lugar alrededor de sus planetas. Y dado que a 678 sázhens 1 arshín de la órbita de Saturno, en dirección al norte, había en medio de aquel extenso valle una isla redonda cuyo diámetro era de 56 sázhens 2 arshíns y estaba rodeada por un vasto lago, el noble filósofo le dio el nombre de Sirio. Luego trazó alrededor de todos esos planetas unos canales cuyo diámetro equivalía a 4 veces el del planeta correspondiente. Así, el canal que rodeaba a Saturno tenía de ancho 9 sázhens 376/500 arshíns, y el canal de cada uno de sus satélites, 4 arshíns; el canal que rodeaba a Júpiter tenía un ancho de 11 sázhens 468/500 arshíns, y los de sus lunas, el mismo que los de las lunas de Saturno; el canal que rodeaba a Marte tenía de ancho 1, 22/25 arshíns; el de la Tierra, 4 arshíns; el de Venus, también 4 arshíns, y el de Mercurio, 1, 16/25 arshín. No trazó un canal alrededor de su casa, puesto que el sol no puede tener ni agua ni humedad. Para que los planetas no estuvieran alineados en una misma dirección, los dispuso del siguiente modo: Saturno en el sur, Júpiter en el norte, Marte en el este, Venus en el oeste, la Tierra con su satélite en el sudeste y Mercurio en el noroeste. Cuando terminó con su plan, el noble filósofo puso animales en los cinco planetas principales; en Saturno puso cisnes; en Júpiter, grullas; en Marte, insectos de forma redonda, tamaño menor al de un guisante y de color verde brillante, pero con alas robustas; en la Tierra, hormigas; en la Luna, los mismos insectos que en Marte; en Venus, insectos rojos con pequeñas patas negras; en Mercurio, insectos grisáceos. Sin embargo, para poblar la isla de Sirio no tenía animales cuyas proporciones se correspondieran con las de los otros astros.
Cuando todo estuvo listo, el filósofo llamó a sus vecinos para divertirse. Ya era de noche; no había luna, pero brillaban las estrellas, y el firmamento, como envidiando los mundos del filósofo, dijo a todas sus estrellas que su bello resplandor había concitado la atención de todos los inviados. El noble filósofo mandó rodear e iluminar su casa con miles de lamparillas; cuando estas se encendieron, sus innumerables destellos causaron la impresión de que allí era de día. Todos los mundos imaginados por el filósofo resplandecieron gracias al agua de sus canales, mientras que los verdaderos mundos celestiales, hundiendo su luz en las aguas de aquellos planetas imaginados, resaltaban sus contornos y les conferían un aspecto encantador. Todo aquello ofrecía un espectáculo tan agradable a los invitados que muchos no pudieron sino exclamar: «¡Oh, si fuera posible comprender los pensamientos que ahora pueblan esos mundos!».
Y ahí mismo, tras esas palabras, resonó un poderoso trueno, la casa se sacudió y se apagaron de un modo ominoso todas las lamparillas (solo quedaron encendidas las que estaban dentro de la casa); desde el cielo un relámpago sostenido cubrió con su fulgor la casa, pero sin iluminarla. Entonces el espanto se apoderó del corazón y los sentimientos de todos los presentes. En medio del salón surgió un hombre de aspecto grave y vestido de negro, con un ancho cinturón dorado, cubierto por una larga capa negra y con un sombrero de terciopelo de vivo color rojo. Su capa tenía a la derecha un sol dorado y, a la izquierda, una luna plateada. En la parte anterior del sombrero se veía una pequeña paloma con las alas desplegadas. Nadie vio cómo había llegado ni por dónde había entrado, pero, en cuanto apareció en medio del salón, el trueno y el relámpago cesaron y todas las lamparillas que rodeaban la casa volvieron a encenderse solas. «No se sorprendan —dijo del modo más afable— de verme aquí y de que yo también sea filósofo. La magnífica idea del anfitrión filósofo me ha dado ganas de avivar aún más nuestra diversión. Sabrán en verdad qué piensan no solo los animales que ahora pueblan los mundos de su filósofo. Aquí tienen una sortija; quien se la coloque conocerá los pensamientos de todos los seres vivos del mundo; conocerá los pensamientos aun de quienes viven a una inmensa distancia de nosotros. ¡Vamos, oh, sabia compañía que ha elegido la filosofía para divertirse! ¡Vamos, hablen con cualquier animal! Esta sortija tiene tal poder que quedarán satisfechos. Esos animales les transmitirán los pensamientos de los verdaderos habitantes de los planetas cuya imagen pueblan». Tras decir eso, se quitó del dedo la sortija; esta era escarlata como la sangre, pero despedía un brillo tan agradable que enseguida daba lástima cuando desaparecía de la vista. «Reciban este misterio —repitió aquel filósofo terrible— y multipliquen su diversión».
Ustedes pensarán quién tomó la sortija. El anfitrión se negó y dijo: «No es interesante», y todos los invitados de sexo masculino también dijeron que para qué querían conocer los pensamientos de toda suerte de criaturas. «Estamos contentos con nuestra condición; en nuestra vida no necesitaremos hablar con las hormigas ni jamás seremos tales: eso no es incumbencia nuestra, de modo que no vale la pena abandonar nuestros aposentos y caminar por el campo solo para saber qué piensan las hormigas». Pero había mujeres dispuestas a aceptar la sortija. Entre ellas estaba Eva, que había sentido curiosidad por probar de la manzana; también estaba la esposa de Lot, que de curiosa lanzó un vistazo a Sodoma; también estaba Pandora, que de curiosa abrió la caja que le había entregado Minerva. Fue así como esas mujeres aceptaron de manos del filósofo aquella sortija con una piedra rojo fuego y se dirigieron a los mundos creados por el noble filósofo. Pero, antes de viajar, el filósofo invitado dijo a los allí reunidos: «Su estrella Sirio no tiene habitantes. También los ayudaré con eso». De inmediato alzó su bastón, hizo con él una señal y pronunció una palabra terrible e incomprensible. Entonces resonó en el aire un estruendoso batir de alas y un espantoso y confuso grito de aves desconocidas. Se trataba de avestruces que, provenientes del este, pasaron cual impetuoso viento por delante de la casa del filósofo en dirección a la isla de Sirio. Los avestruces, en importante cantidad, se detuvieron en aquella isla y, si bien no pudieron después multiplicarse en Europa, la gran demanda de sus plumas, que los europeos llevan hasta hoy en los sombreros, debe tener su origen en aquellos tiempos, y quién sabe si en rigor no las llevan en honor a esos dos filósofos. «Ahí tienen a los habitantes de Sirio», dijo el filósofo invitado, y en verdad ese gran mundo de proporciones hormiguescas ya no podía contener más habitantes: esos animales se distinguían de todos los demás, su estatura era de 8 pies y tenían pezuñas de camello. Devoraban sílex, cobre y hierro, los cuales se descomponían en su estómago como el más blando de los alimentos. Pero que no se asombre el lector si de repente ve una gran cantidad de avestruces en Europa: Heliogábalo, emperador de la libidinosa Roma que condenaba el sexo femenino, armó un senado solo compuesto por mujeres y designó a su madre para que lo presidiera. Ese libidinoso emperador, en uno de sus célebres festines, sirvió a la mesa 600 cabezas de avestruces para entregarse a la voluptuosa degustación de sus sesos, ¿y quién está en condiciones de negar que, a medida que se proclamaba la gran ley cristiana, en poco tiempo no pudo llegar desde África a Europa una gran cantidad de avestruces? El gran profeta Moisés, con el solo movimiento de su vara, atrajo sobre Egipto piojos y langostas, extrajo agua de las piedras y separó las aguas del mar, además de contar con su espíritu de profecía. ¿Quién le quitará el derecho a ser filósofo, puesto que la filosofía no es un pecado ni se opone a la ley? El gran filósofo, rey y profeta Salomón fue hecho filósofo por la todopoderosa fuerza del Dios único. Cuando recibió esa sabiduría dijo: «Dios me otorgó un conocimiento infalible de los seres para conocer la trama del mundo y las propiedades de los elementos, el comienzo y el fin y el medio de los tiempos, las diversas posiciones del sol y el cambio de las estaciones, los ciclos anuales y la posición de las estrellas, la naturaleza de los animales y la furia de las fieras, el poder de los espíritus y las reflexiones de los hombres, las variedades de plantas y las virtudes de las raíces; todo lo sé, oculto o manifiesto; porque la Sabiduría, artífice del universo, me lo enseñó». Y para demostrar aún con mayor claridad qué es la filosofía o la sabiduría, dijo también lo siguiente: «En ella hay un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, penetrante, inmaculado, transparente, invulnerable, bondadoso, agudo, independiente, benéfico, amigo del hombre, firme, seguro, sereno, que todo lo puede, que todo lo vigila, que en todos los espíritus penetra, en los inteligentes, en los puros, en los sutilísimos. La Sabiduría es más móvil que cualquier movimiento, y, en virtud de su pureza, lo atraviesa y lo penetra todo; porque es exhalación del poder divino». Y no cabe duda de que un gran filósofo tiene que ser muy amado por el todopoderoso Dios. San Antonio de Roma, en septiembre de 1106, llegó a Veliki Nóvgorod desde Roma en un viaje de dos días que, por supuesto, no tuvo nada de fantástico. Pero lo más asombroso es que viajó en una roca. Ya ven qué adecuado es aquí dar el nombre de verdadera piedra filosofal a aquella que se eleva sobre toda filosofía infundada. Ese santo llamado Jesucristo ordenó a los pescadores que arrojaran las redes al agua y sacó tantos peces que las redes por poco se rompen, si bien antes aquellos no habían logrado pescar nada durante el día y la noche. Eso demuestra cuán amado era él por la fuente inagotable de nuestra verdadera ley, y que él era un imitador de ella. Y Ioánn de Nóvgorod, obrador de milagros, tras encerrar en un recipiente, en su lavamanos, a un demonio apelando a la fuerza de la cruz, al cabo de una sola noche viajó sobre ese demonio desde Nóvgorod a Jerusalén y luego de regreso de Jerusalén a Nóvgorod. Pero ¿quién puede decir que con su don especial no conquistó también, en el servicio a Dios, el espíritu de la sabiduría o filosofía? Durante su vida fundó en Nóvgorod siete templos. San Juan el Apóstol, al escribir el Apocalipsis, esa visión llena de sabiduría, nos reveló un libro guardado bajo siete llaves, y Solomón afirmó la sabiduría sobre siete pilares. Corresponde entonces que el filósofo sea también un auténtico servidor de Dios. Ahora bien, dado que toda mi alegoría no pretende sino mostrar diversas opiniones infundadas de personas inconsistentes acerca del mundo, sigue el ejemplo de nuestras Sagradas Escrituras, que están llenas de parábolas edificantes. Mi intención no es otra que demostrar, también mediante una parábola, la falsedad de ciertas opiniones mundanas. Así pues, que no cause asombro eso de que mis avestruces hayan llegado en un instante de Perú a Rusia.
Así pues, las curiosas esposas fueron a ver aquellos mundos y a oír los pensamientos de sus habitantes, y el camino las condujo directamente al planeta Tierra. No diré que entre esas mujeres no había también representantes del sexo masculino, aunque lo cierto es que estaban allí no por los planetas ni por las hormigas, sino por las bellas mujeres, por las que todos los hombres sienten naturalmente una gran atracción. Tan pronto como llegaron a la Tierra, la mujer que llevaba la misteriosa sortija lanzó una exclamación de sorpresa. «¡Oh! ¡Dios mío, qué indescriptible inteligencia veo en las hormigas! ¡Con qué sabiduría trabajan en su nueva morada! ¡Qué tiendas preparan para procurarse la existencia, y con qué calma y maravillosa inteligencia construyen sus viviendas! Las más comunes son de un color grisáceo, pero he aquí que doce de ellas son negras como el carbón. ¡Oh, qué fabulosa y agradable es su lengua! Entiendo cada una de sus palabras». Sus compañeras, siguiendo el consejo del filósofo que les había entregado la sortija, la tomaron de la ropa, y los demás se tomaron de la ropa de estas, de modo que todos empezaron a entender. En efecto, todas las hormigas de color gris se afanaban sin pensar en otra cosa que en construir casas; a menudo se peleaban por una porción muy pequeña de tierra de la que no tenían ninguna necesidad, pero combatían a muerte y quedaban tendidas sobre ella. Las doce hormigas negras, por su aspecto solemne, parecían ser jueces o maestros; y, en verdad, las mujeres no se equivocaban, pues vieron cómo una de ellas se subió a la rama que más sobresalía de la tierra y todas las demás, al verla, se callaron. Las otras once hormigas negras inclinaron con aspecto grave la cabeza hasta que aquella comenzó el siguiente sermón:
—Otra vez he mantenido una larga conversación con aquel que solo vela por nuestro bien, es decir, con aquel que nos ilumina desde tan lejos y que, por supuesto, no es sino una hormiga semejante a nosotras. Me dijo así: «Escucha, amada hormiga mía. Ustedes, las doce hormigas negras, son las únicas criaturas inteligentes en todo el mundo; las demás son animales, por eso deben vigilarlas para que no se extingan. Mi mayor regocijo es vivir en su planeta, por eso no las abandono ni un solo instante. Pero no me hagan enfadar; si lo hacen, comeré toda su carne y chuparé su sangre. El gran fuego que aquí las ilumina no es otra cosa que oro; dentro de él no hay nada; esa luz la creé no para mí ni para mi deleite, sino solo para iluminarlas a ustedes». Pero esa hormiga que hizo todo para que tengamos luz a nuestro alrededor, y que también creó este grandioso mundo, me ordenó imperiosamente que me traigan cada año la décima parte de sus bienes, que yo debo entregarle de inmediato para que ella la lleve a su casa, pues es indispensable para ella. Además, agregó: «Diles a todas las hormigas animales que su dicha consiste en besar tu trasero y el de tus compañeras». Porque esas once hormigas saben que esa es la única manera de ser feliz por siempre. Yo sé que ustedes quieren que les hable de todo lo que brilla a su alrededor y cuál es su finalidad: el gran resplandor es oro, es un cuerpo que arde sin cesar en oro y está hecho solo para las hormigas, para que tengan luz y puedan traerme la décima parte de sus bienes, y también para que puedan besarme el trasero. Tan pronto como quieran corregir ese orden, todo se apagará y ustedes quedarán en una oscuridad eterna; los demás astros son espejos creados también para lo mismo, para que puedan ver, traerme la décima parte de sus bienes y besarme el trasero. Las otras once hormigas que me siguen en orden ven y saben exactamente lo mismo. Pero otra vez oigo la voz de quien me llama. Allí viene hacia mí aquel que ha creado este poderoso resplandor.
Entonces todos los que escuchaban a las hormigas no pudieron evitar decirle a esa embustera:
—¡Oh, tramposa, solo contemplas tu interés y amor propio! Todo lo que has dicho es mentira. Desde aquí vemos, gracias a una sortija, que el dueño de esta hacienda, el que les construyó su vivienda, no solo no ha venido a hablar, sino que ni siquiera piensa en ustedes. Está ocupado en toda clase de entretenimientos, los cuales, como él es mucho más grande que ustedes, no le dan descanso. Ahora mismo procura multiplicar sus mundos. Ahí acaba de ordenar que se disponga otro mundo, y otro más allá, y en cualquier parte donde haya lugar, y eso le parece bien. ¿Para qué perdemos aquí el tiempo con embusteros, mirando estas despreciables criaturas, una parte de las cuales es de lo más ignorante y la otra de lo más tramposa? Dejémoslas y vayamos hacia el norte para ver qué criaturas viven en Júpiter y qué están haciendo.
Pero, cuando iban a ponerse en camino, vieron con asombro que una de las hormigas grises también se subió a una rama semejante a la de la hormiga negra y que también las otras hormigas guardaron silencio. La hormiga gris habló así:
—¡Escuchen, hermanas mías! Todo lo que les ha dicho la hormiga negra es una mentira. Nuestra tierra no fue creada por las hormigas; nadie la ha creado; se creó por sí misma, y todo este grandioso mundo también se creó por sí mismo. Y si bien es cierto que esta grandiosa luz o grandioso resplandor no es otra cosa que oro, no fue creado para que llevemos la décima parte de nuestros bienes a la hormiga negra, sino para que haya luz en todo el mundo. No les lleven el diezmo a las hormigas negras; se trata de un engaño. Y lo que brilla a nuestro alrededor no son espejos; las hormigas negras mienten. Son mundos iguales a los nuestros habitados por hormigas iguales a nosotras. ¿Ven allí a lo lejos el planeta Saturno? En él viven hormigas de 1000 sázhens de largo. ¿Y ven más allá una estrella que brilla como un punto? Ese punto también es un mundo, y allí también viven hormigas, solo que, por las dimensiones de su planeta, cada una debe medir unos 120 mil pies parisinos. De modo que nuestro gran océano, en su parte más profunda, solo les llega hasta las rodillas, y a las hormigas de Sirio apenas si les llega a los talones.
Pero esa sabia tuvo la desgracia de que las hormigas grises siguieron las enseñanzas de las hormigas negras antes que las suyas. Les gustaba lo que les contaban las hormigas negras, eso de que siempre hablaban con aquella hormiga que había creado el gran resplandor y todos los espejos, y por intermedio de ellas anhelaban granjearse su gracia. En cambio, la hormiga sabia las privaba de una vez de todo consuelo, de toda esperanza, y la esperanza era tenida por una gran virtud en su mundo. Así pues, las hormigas negras se valieron de ello para que las hormigas grises atraparan a la hereje. La llevaron atada en medio de una gran multitud y levantaron una gran hoguera hecha de finas ramas; la condenaron a muerte y la ataron a la hoguera. Pero los invitados del noble filósofo, viendo todo lo que sucedía, no pudieron contener las risas. Uno de los que seguían a las mujeres dijo: «Libraré de la muerte a esa sabia, ya que no puede ver espectáculos lamentables, y, como es natural, esa hormiga es presa de una gran aflicción y de un profundo espanto». El invitado extendió en silencio la mano hacia la hoguera y, con gran habilidad, retiró a la hormiga; como llevaba en el bolsillo un estuche con algunos instrumentos matemáticos, la guardó allí. Todas las hormigas tomaron aquel suceso por un milagro: la mano del invitado les pareció una nube y no pudieron sino creer que la hormiga había ascendido viva al cielo. Pero otras hormigas sabias que quedaban consideraron que había sido llevada a un espejo. En tanto, los invitados dijeron entre risas: «Llevemos a esa sabia a la isla de Sirio y mostrémosle si sus habitantes son hormigas semejantes a ella para sacarla del equívoco, y luego mostrémosela a quien creó todo este mundo».
De ese modo, fueron desde la Tierra hacia el norte, atravesaron la órbita de Marte y llegaron a Júpiter. Allí se asombraron de encontrar unos habitantes completamente diferentes de los de la Tierra; su libre vuelo de una isla a la otra provocó un especial asombro en los espectadores. «¡Oh! —dijo una de las mujeres—. Escuchemos qué dicen las grullas sobre su mundo». Primero notaron que entre ellas no había ningún jefe, no trabajaban y contaban con todo lo necesario, ya que se alimentaban con los productos de la tierra y el agua. Su aspecto para nada envidioso y desinteresado asombró a todos los invitados. Entre ellas hablaban así:
—Nos causan gracia las opiniones de las hormigas, esas pequeñas criaturas. Vemos y entendemos lo que piensan, no solo lo que hacen. Creen que son los únicos animales en el universo cuando, en realidad, son los más débiles de todos. Nosotras volamos adonde queremos, incluso a sus casas; volamos hasta la casa de nuestro amo, al que ellas conocen tan poco y nosotras tanto. ¡Oh, si tuvieran alas como nosotras sabrían que nuestras moradas no fueron creadas en vano, que no por nada las nuestras, en comparación con las de ellas, son infinitamente grandes, y que acaso con las hormigas nuestro amo solo quería dar expresión a su magnificencia; cuando él lo desea, colma toda la extensión de estos lugares con nuevos mundos, acto que les da origen y a partir del cual cuentan los años.
—He aquí nuestra morada —dice otra de ellas—. Fue construida hace tanto tiempo que aquí ya hemos tenido descendencia, mientras que la morada de las hormigas apenas fue construida ayer, y la mayoría de ellas no sabe aún qué son. Sin embargo, nosotras no sabemos en qué año se construyó esta luminosa casa; sabemos que no por nada es luminosa, que no por nada está en el centro de todos los mundos, que no por nada todos los planetas y todo el cielo giran alrededor de ella, así como las embarcaciones pasan por delante del palacio del rey en señal de respeto; en ella vive nuestro amo, y está en medio de todos los mundos para que él pueda vernos, iluminarnos, criarnos y vivificarnos. No es cierto que la casa sea oro ardiente, como creen las ignorantes hormigas. Prueba a encender de noche una gran cantidad de oro de tal modo que no se vea el horno con sus llamas, sino que solo se vea el oro ardiendo: entonces verás que ese horno no desprenderá luz alguna. Cabría considerarla materia del fuego, pero el fuego debe tener una materia que lo alimente, y para sostenerlo encendido en el tiempo no habría en el mundo combustible que alcanzara. Por tanto, es evidente que allí hay algo más que el propio poder de nuestro amo, una luz que jamás fulgura. Conocemos a nuestro amo, conocemos su rostro; no se parece en nada a nosotras. Nuestra razón es incapaz de describir cuánto su aspecto se diferencia del nuestro.
Una grulla que escuchó sus palabras le dijo:
—No vuela ni tiene alas.
Pero aquella le respondió:
—¿Adónde quieres que vuele? Si todas estas edificaciones son obra de sus manos y él es más grande que todo; el amo no tiene necesidad de volar; desde su casa todo lo ve y todo lo dirige; además, ¿qué lugar es tan grande para abarcar su vuelo?
Los invitados, asombrados por los nobles razonamientos de los habitantes de Júpiter, dejaron a aquellos gigantes y se dirigieron hacia el sur, siguiendo la órbita de Saturno hasta alcanzar el planeta. Allí se detuvieron a escuchar qué pensaban sobre su condición. La población de cisnes era muy inferior a la de grullas. Pero la naturaleza los había dotado de muchas ventajas en comparación con los habitantes de Júpiter. En primer lugar, su planeta tenía cinco satélites; en segundo lugar, en Saturno no había noche: su propia luz envolvía sin cesar el planeta, proveniente de lo que los astrónomos llaman el anillo de Saturno. En efecto, si ese anillo puede verse desde la Tierra, ¿no ha de ser colosal el resplandor que arroja sobre su planeta? Pero escuchemos lo que dicen los cisnes. Dicen que, por supuesto, tienen muchas más ventajas que Júpiter.
—Porque nuestro amo —dicen ellos— pareciera que creó el planeta Júpiter solo para divertirse, para darle un aspecto distinto al de todos nuestros bellos planetas. Todos somos redondos, pero Júpiter es alargado, y fue creado así solo para que, con su estrechez, no pueda ni girar ni brillar como los demás planetas. Por lo que respecta a nosotros, nuestro planeta fue creado con gusto, como todos los demás planetas decentes, con la ventaja de que nuestra propia luz, que quienes no conocen llaman anillo, no solo ilumina de una vez toda nuestra atmósfera, sino que con ella iluminamos desde fuera una gran parte del universo que nos rodea. ¡Oh, qué graciosas son las hormigas! Miden nuestros sentidos según los de ellas. Miren cuántas de ellas remueven una pajita con el anhelo de vernos; en cambio, nosotros las vemos y oímos sin ninguna ayuda. ¡Y qué ridículos son sus pensamientos! Escuchen lo que piensan de nosotros: creen no solo que no podemos verlas a ellas, sino también que apenas si divisamos al deforme Júpiter, sin pensar que nuestro creador nos ha dotado de 1.849.657.040 más sentidos, y que podemos ver y oír más que ellas esa misma cantidad de veces; una hora de nuestro vuelo cubre una distancia que ellas recorrerían en 21.114 años, 294 días y 8 horas, suponiendo que marcharan a 5 verstas por hora. Además, no pueden salir de su planeta, así como todos sus animales alados no pueden escapar de su atmósfera, puesto que la voluntad del creador fue que el centro los atrajera. En cambio, nosotros volamos adonde queremos, y podemos alcanzar su planeta y todos los otros. Pero lo más asombroso es que todos los demás planetas, incluida la Luna, el satélite de la Tierra, tienen sus seres alados, mientras que la Tierra es la única excepción. Y esas pobres hormigas quieren determinar la composición de todos los demás planetas.
Asombrados por los razonamientos de los cisnes, los invitados emprendieron el lejano camino hacia Sirio, puesto que junto a Saturno ya había una hilera de caballos uncidos. Cuando llegaron al lago, subieron a una bella góndola similar a las de Venecia y navegaron hacia la isla. Los avestruces eran bastante aterradores para la mirada humana. Su estatura superaba en dos o tres pies a la de los hombres. Los invitados se sorprendieron por la infinita nobleza de sus opiniones. Decían así:
—La cantidad de mundos que con tanta comodidad vemos desde aquí cuentan con miles de diferentes especies. En comparación con nosotros, su vida, poder y entendimiento son muy frágiles. A diferencia de muchos animales de otros planetas, nosotros carecemos de un solo sentido: no tenemos oído, por lo que toda nuestra lengua consiste en movimientos del rostro y del cuerpo; pero tampoco necesitamos de él, porque nos entendemos a primera vista. No despreciamos en absoluto a los animales más pequeños que nosotros, sino que los amamos, ya que forman parte por igual del universo.
Al oír esas palabras, los invitados pensaron en soltar a la hormiga en la estrella Sirio, ya que la magnanimidad de los avestruces hacía de aquel un lugar seguro. Cuando los habitantes de Sirio vieron al habitante de la Tierra, se reunieron y lo rodearon, pero con el cuidado de no aplastarlo con sus pezuñas, no sofocarlo en el polvo ni perderlo de vista a causa de sus resoplidos y el movimiento de sus alas. A decir verdad, la hormiga sabia tomó primero a aquellos animales por un bosque, pero, como tenía a su lado una pajita que les llegaba a la mitad de las patas, la miró y comprendió que allí había grandes animales. El poder de la sortija filosofal la ayudó a entender también que estaba en la estrella Sirio. Cuando cayó en la cuenta, se levantó sobre sus patas traseras, por lo visto con la intención de ponerse a la altura de sus habitantes, y adoptó un aspecto tan orgulloso y esbelto que los avestruces se echaron a reír, pero con unos gritos tan terribles y con tanta fuerza que el movimiento de sus picos formó un torbellino tal que arrastró otra vez a la hormiga hacia los invitados, y, para gran asombro de todos, el insignificante insecto cayó sobre la falda de quien llevaba la misteriosa sortija; ella lo atajó con la mano, con sus cinco dedos, y lo volvió a colocar en el estuche con instrumentos matemáticos. Entretanto, los habitantes de Sirio dijeron que el sol o la casa del noble filósofo les daba mucha luz y calor. Uno de ellos agregó entre risas:
—Miren los desvaríos de las hormigas, a quienes vemos tan bien desde aquí que las entendemos con nuestra mirada. Creen que somos un astro semejante a la casa del señor, y que la luz de esta no llega hasta nosotros. En cambio, nuestro mundo tiene una composición tan blanda que esa pequeña luz nos da un calor insoportable.
Y aquello en verdad era cierto, pues transcurrían por entonces los días del perro y Sirio es justamente la estrella más brillante de la constelación del Perro Mayor.
—Es preciso que alguien explique las buenas obras de nuestro señor a quienes no las entienden. Él dispuso de tal modo la luz de su casa y las sensibilidades de nuestros mundos que Mercurio, tan cercano a ella y envuelto en calor, tiene una estructura muy sólida, de manera que no experimenta más calor que el nuestro ni tampoco tiene más luz; si colocáramos nuestro mundo con su composición en la órbita de Mercurio, se derretiría y desaparecería; en cambio, si se colocara a Mercurio donde estamos nosotros, todos sus seres vivos no verían nada, y la luz que para nosotros es tan grande e intensa sería para ellos una noche eterna; y los mundos que nosotros vemos a una inmensa distancia de nosotros deben ser tanto más delicados que el nuestro.
Los invitados regresaron al centro del universo, donde estaba el anfitrión con todos los que lo admiraban, y como balance de su viaje lo que más deseaban era mostrarle la hormiga sabia del planeta Tierra, guardada en el estuche de instrumentos matemáticos, y escuchar sus enseñanzas. Pero esa pobre hormiga, incapaz de soportar un viaje tan grande, murió, y en su memoria el anfitrión no pudo sino ordenar que la enterraran en su jardín, bajo un álamo cuya resina no solo protegía el suelo del paso del tiempo, sino que también lo hacía valioso. De tal modo, la hormiga fue colocada dentro del más puro ámbar.
La más curiosa de las mujeres, la que llevaba la misteriosa sortija, devolvió esta a su dueño, quien se la regaló al noble filósofo con las siguientes palabras:
—Tómala, hombre digno. Conoce el misterio. Con ella llevarás aún más luz a tu creación.
Pero el noble filósofo le preguntó si esa sortija misteriosa le daría la vida eterna.
—No —respondió el filósofo invitado—, ningún hombre escapa a la muerte. Sin embargo, con su poder vivirás diez veces más de lo habitual.
—Pero yo quiero saber quién es más dichoso: aquel que durante mil años recordara a cada momento que debe morir y prepararse para la muerte porque esta es inevitable, o aquel a quien le dices que le queda un día para su fin. Y quién es más feliz, si aquel que ha resuelto su destino o aquel que va detrás de él. Para ello no necesito tu misteriosa sortija.
—Tómala —dijo el filósofo invitado—. Con su ayuda descubrirás todos los tesoros del universo.
—¿De qué me servirá este invalorable tesoro sino para asombrar al mundo? Pero creo que el mundo también se asombrará de que dispongo de esta sortija y no la deseo. ¡Oh, gran filósofo! Tú conoces mi patrimonio, puesto que todo lo sabes —continuó el filósofo anfitrión—. Tengo para vivir en la opulencia el resto de mi vida. ¿Para qué excederme en mis deseos?
—Con una vida tan limitada como la de los hombres, tú serás papa —respondió el filósofo invitado—. Esa dignidad es única entre los cristianos, y todos se echarán a tus pies para besártelos.
—¿Para ser objeto de odio? —respondió el noble filósofo—. Es imposible contentar a todo el catolicismo con el solo papa. ¿Y qué dicha es esa de alcanzar un título por el que la mitad de los hombres me odiará? Porque es imposible que todos los hombres sean justos, y deberé castigar a los culpables; por tanto, yo seré la causa de sus penas, sabiendo además que los culpables también son personas, y que en ellos la sangre corre como en los inocentes. Por su parte, los hombres engreídos, que por pura vanidad desean esa dignidad, atentarán contra mi vida. ¿Qué alegría puede darme que hombres vanidosos me besen los zapatos toda vez que considero el orgullo el más despreciable de los vicios? ¿Qué papa no desea una vida tranquila? Pero se ve a cada momento privado de ella, ya que ve la muerte cada vez que come y bebe.
—Con esta sortija —continuó el filósofo invitado— conocerás a todos tus enemigos y te cuidarás de ellos.
—¡Oh, que penoso será cuando vea entre mis enemigos a aquellos que con todo el corazón quisiera tener por amigos! Y serán aquellos más allegados a mí. Mientras no conozco su maldad, los amo; pero, cuando la conozca, no podré seguir amándolos.
—Por último —dijo el filósofo invitado—, pondrás en acción todos los elementos de la naturaleza. Con solo proponértelo, el trueno y el rayo, la lluvia y el granizo obedecerán tus órdenes.
—Jamás los perturbaré. ¿Por qué habría de alterar el mundo? He nacido con un corazón sereno y viril. ¿Acaso yo infundiré miedo y aflicción?
—¡Oh, santo cielo! —exclamó el filósofo invitado—. No soy yo el filósofo, sino él —dijo señalando al noble anfitrión—. No es necesario enseñarle la sabiduría. Este filósofo es sabio de nacimiento.
Entonces el filósofo invitado se colocó la misteriosa sortija y un trueno y un rayo volvieron a abatirse sobre la casa del filósofo con tanta fuerza que esta se sacudió. Y en ese mismo instante el filósofo invitado se hizo invisible y el trueno y el rayo se extinguieron.
Notas
[1] Para la importancia de la narración de salmos en la poesía rusa moderna, véase en este número el artículo de Iuri Lotman La literatura rusa de la época pospetrina y la tradición cristiana.
[2] Antigua medida rusa equivalente a 2,134 m.
[3] Antigua medida rusa equivalente a 0,71 m.
[4] Antigua medida rusa equivalente a 1067 m.
[5] Antigua medida rusa equivalente a 4,4 cm.