Un marciano en el Kremlin

Alejandro Ariel González

A la memoria de Juan Forn, el primer lector de este texto

En diciembre de 1940 llegó desde Leningrado, a nombre de Stalin, una carta extraña y enigmática:

«¡Querido Iósif Vissariónovich!
Cada gran personalidad es grande a su manera. Una deja tras de sí grandes acciones, otra deja tras de sí divertidas anécdotas. Una es famosa por haber tenido miles de amantes; otra, extraordinarios Bucéfalos; una tercera, admirables bufones. En una palabra, no hay una sola gran personalidad que acuda a nuestra memoria sin que aparezca rodeada de compañeros: personas, animales o cosas.
Sin embargo, hasta ahora no ha habido una sola personalidad histórica que tuviera a su propio escritor. Un escritor que escribiera solo para un gran hombre. Por lo demás, en la historia de la literatura tampoco ha habido escritores que solo tuvieran un único lector…
Tomo la pluma en mis manos para llenar ese vacío.
Voy a escribir solo para usted, sin pedir a cambio órdenes, honorarios, honores o fama.
Quizás mis dotes literarias no sean de su agrado, pero espero al menos que no me juzgue, así como no se juzga a las personas por ser pelirrojas o tener los dientes mellados. Intentaré suplir la falta de talento con el esfuerzo, con el escrupuloso cumplimiento de la obligación que me he impuesto.
Para no abrumarlo y no provocarle una lesión con un exceso de páginas aburridas, he decidido enviarle mi primer relato en partes, en breves capítulos, pues sé a la perfección que, en pequeñas dosis, el tedio, al igual que el veneno, no solo no pone en riesgo la salud, sino que incluso, y por lo general, templa a las personas.
Usted nunca conocerá mi verdadero nombre. Pero quisiera que sepa que en Leningrado existe un extravagante que da un uso peculiar a sus horas de ocio: escribe una obra literaria para una única persona, y ese extravagante, a falta de un pseudónimo apropiado, ha decidido firmar como Kulidzhari. En la soleada Georgia, cuya existencia está justificada por ser el país que nos ha dado a Stalin, la palabra Kulidzhari a lo mejor circula, y es posible que usted conozca su significado».

La carta iba acompañada por las primeras páginas de un relato fantástico-social titulado El visitante del cielo.

***

Las «cartas a Stalin» parecen un subgénero de la literatura soviética, emergente de la compleja y penosa relación de los escritores con el poder central. Como es sabido, en marzo de 1930 Mijaíl Bulgákov escribió una desesperada carta al «gobierno de la URSS» pidiendo que se lo dejara salir del país, ya que sus obras habían sido sometidas a una despiadada crítica en la prensa oficial y su carrera literaria se hallaba virtualmente acabada: sus obras no se publicaban. Bulgákov, en la misma misiva, solicitaba que, en caso de que le denegaran su pedido, le dieran un empleo en el Teatro de Arte de Moscú, que hasta entonces le había cerrado las puertas. El final es conocido: Stalin en persona lo llamó por teléfono y lo instó a dirigir una solicitud a ese teatro, donde, «según creía», lo aceptarían; al otro día, Bulgákov se presentó y fue recibido con los brazos abiertos.

(Para nuestra historia es importante no perder de vista, en ningún momento, el doble sentido de las palabras: Bulgákov envió su carta al «gobierno de la URSS»; Stalin «creía» que lo aceptarían. El escritor y el caudillo —la literatura y el poder— saben que sus relaciones se tejen con implícitos, omisiones, fintas e insinuaciones).

En diciembre del mismo año, el poeta Demián Biedni también se dirigió a Stalin para quejarse por el modo en que la crítica oficial trataba sus obras. Un mes después, en enero de 1931, le escribió Borís Pilniak («Respetabilísimo camarada Stalin […] En mi destino de escritor he cometido muchos errores…») con el fin de solicitarle permiso para abandonar la URSS; por idéntico motivo le escribió Evgueni Zamiatin en junio del mismo año («Estimado Iósif Vissariónovich […] es probable (!) que mi nombre le sea conocido…»); ese mismo mes Andréi Platónov le pidió perdón («con profundo respeto») por su relato En provecho. Mijaíl Shólojov, por su parte, se dirigió a Stalin en reiteradas ocasiones a partir de 1931; su carta más famosa es una fechada el 4 de abril de 1933, en la que pone a Stalin al corriente de las desastrosas consecuencias que las requisas de granos tenían en su región.

***

iEl nombre Ian Leopóldovich Larri difícilmente diga algo a los lectores hispanohablantes. Tampoco dice mucho a los lectores rusos. La información sobre su vida es más bien escasa y equívoca. Según las enciclopedias, nació el 15 de febrero de 1900 en Riga, aunque él, en una nota autobiográfica, señala que nació en las afueras de Moscú. Sí es seguro que tuvo una vida difícil: a los nueve años quedó huérfano, huyó del orfanato adonde lo habían llevado, deambuló, trabajó de empleado en una taberna y como aprendiz de relojero. Vivió en casa de un pedagogo, lo que le permitió prepararse para rendir los exámenes libres de la escuela secundaria. Sobrevino otro período de vagabundeo hasta que llegó a San Petersburgo (ya llamada Petrogrado) después de la revolución. Se enroló en el Ejército Rojo y combatió en la guerra civil, pero el tifus lo sacó de las filas y lo obligó a ganarse la vida como pudo. En 1923 llegó a Járkov, donde empezó a trabajar como periodista, a colaborar con editoriales y a probar suerte con la prosa. Tres años después, en 1926, salieron en Járkov sus primeros libros. Ese mismo año se trasladó a Leningrado (ya no Petrogrado); allí trabajó para un periódico y una revista. Entre 1928 y 1931 se convirtió en un promisorio escritor de literatura infantil, a la vez que chocó de lleno con el ambiente y las prácticas literarias de la época. Tiempo después, en sus notas autobiográficas, describió con mucha elocuencia la situación de un escritor infantil en los tempranos años 30:

«Recuerdo que en una editorial de Leningrado una señora “marxista ortodoxa” “editó” mi libro para niños sobre el primer plan quinquenal. Tachó todo lo que consideraba inútil y me aleccionó con su voz de hojalata: “¡Usted no conoce a los niños! El niño de hoy es un niño práctico. No necesita para nada esas fábulas suyas. El niño soviético necesita cifras, diagramas, tablas. ¿Y qué le da usted? ¿Chistes, cuentitos, trucos ingeniosos? ¡Ya ha pasado esa época! ¡La literatura infantil hoy pide otra cosa!”. Escribí varios libros para niños, pero mis manuscritos eran “editados” de tal modo que no reconocía mis propias obras, puesto que, además de los editores, en la “corrección” tomaba parte activa todo aquel que tuviera tiempo libre, desde el director de la editorial hasta los empleados de la contaduría».

Desilusionado y deprimido, Larri comenzó a explorar un género nuevo: la utopía y la ciencia ficción (tangencialmente presentes en sus obras para niños, como Ventana al futuro, 1930). En 1931 publicó El país de los felices, una de las obras más relevantes del género en la década de 1930 y uno de sus mejores libros.

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«El país de los felices», de próxima aparición por Ediciones RyR.

Detengámonos un momento en él, porque arroja luz sobre varios aspectos. Esta novela utópica («novela propagandística», como la subtitula el autor) describe la sociedad soviética de finales del siglo XX y es muy sugerente en cuanto a su posicionamiento: en primer lugar, puede leerse como una crítica a Nosotros, de Evgueni Zamiatin, pues no presenta un futuro ominoso en el que el Estado ha fagocitado al individuo y se ha paralizado en su desarrollo, sino una sociedad dinámica que sabe armonizar las pasiones y aspiraciones individuales con el conjunto, es decir, una sociedad no libre de conflictos y disputas; en segundo lugar, reivindica y relanza el género fantástico-social, que había sido desterrado de la literatura soviética hacia fines de los años 20; en tercer lugar, se inscribe en la tradición de los viajes espaciales y advierte sobre la posibilidad de cataclismos globales, introduciendo así una nota disonante en la representación del «radiante futuro comunista»; en cuarto lugar, sus personajes tienen una complejidad impensada que los aleja de los acartonados protagonistas de las historias de ciencia ficción forjadas, desde 1934, bajo el sello del realismo socialista; por último, contiene una clara y riesgosa alusión política: uno de los personajes, exponente de la vieja y gloriosa generación que hizo la revolución, hombre receloso, taimado, manipulador y de gran influencia en el «Consejo de los Cien» —donde sostiene opiniones conservadoras— lleva el apellido Molibdeno, un metal brillante de color plateado muy semejante al acero (recordemos que el apodo «Stalin» viene de stal’, que en ruso significa acero). Difícil entender cómo esta novela sorteó la censura (en ella, por ejemplo, encontramos una sutileza como esta: «Sin sangre es imposible llegar a nada. Hay que degollar a Aristóteles y a Hegel, a Pávlov y a Mendeléiev, a Jobson y a Timiriázev. Por desgracia, es imposible hacerlo sin derramamiento de sangre. Mi avidez de sangre no se detiene siquiera ante Marx y Lenin. ¿Stalin? ¡También deberá sufrir! ¡Y todos, todos!»). Como sea, después de su primera edición, el libro fue fustigado y prohibido, y su nombre reapareció tan solo en los años 90.

Ahora volvamos a Larri. Ante tal panorama, toma una decisión drástica: abandona la literatura. Se emplea en el Instituto de Investigación Pesquera, donde hace estudios de posgrado (dónde hizo los de grado, no se sabe: algunas fuentes indican Járkov; otras, Leningrado). De todos modos, sigue colaborando esporádicamente con periódicos y revistas. Aquí el destino da una inesperada cabriola. Por encargo del máximo referente de la literatura infantil de aquellos años, Samuil Marshak, quien deseaba publicar un libro de divulgación científica para niños dedicado a los insectos, Larri escribe en 1937 la que sería su obra más famosa, Las extraordinarias aventuras de Kárik y Valia, libro infaltable en la biblioteca de todo niño soviético hasta 1990 y aún famoso en la Rusia de nuestros días (en 1987 fue llevado al cine y en 2005 a los dibujos animados). Larri supo combinar los más rigurosos datos científicos con una trama entretenida (el profesor de biología Iván Ienótov inventa un aparato que permite reducir el tamaño de los objetos y de las personas y, en compañía de los niños Kárik y Valia, emprende un viaje apasionante y peligroso por el mundo de las plantas y los insectos). La historia, de gran factura artística, volvió a tropezar, sin embargo, con los dogmas políticos y estéticos de entonces. Para que se aprecie el clima en que creaba un escritor soviético, transcribamos una de las objeciones que le planteaban al libro:

«No es correcto rebajar al hombre al nivel de un pequeño insecto. De ese modo, voluntaria o involuntariamente, estamos mostrando al hombre no como señor de la naturaleza, sino como un ser desamparado […] Cuando hablamos de la naturaleza con los alumnos más pequeños, debemos inculcarles la idea de que podemos intervenir en ella en la dirección que nosotros deseamos».

Si no hubiera sido por la intercesión de Marshak, autoridad absoluta, el libro no habría salido jamás, porque Ian Larri, harto de las intromisiones editoriales, se negaba a modificarlo. Desde su segunda edición, en 1940, el libro se convirtió, decíamos, en un clásico.

Es entonces cuando Larri comienza a escribir su nueva novela.

***

Por las ventanas asoma un día frío y oscuro de diciembre. Stalin, en su despacho, recibe la correspondencia, abre un sobre y lee una carta anónima (lo más seguro es que nada llegara a sus manos sin pasar antes por las de sus colaboradores, pero aquí interesa captar el momento psicológico del episodio). Imaginemos su sorpresa, su desconcierto («¿quién es este demente?»), su contrariedad, sus ojos paseando una y otra vez por la hoja, su sonrisa sarcástica ante las palabras «usted nunca conocerá mi verdadero nombre», su aprensiva curiosidad por leer el relato, su ceño fruncido al ver aquel título: El visitante del cielo.

Bulgákov y otros habían escrito al Kremlin diez años antes, cuando la maquinaria stalinista comenzaba a afianzarse, pero aún no había mostrado su peor cara. Como hemos visto, eran unas cartas formales, respetuosas de la verticalidad y de la jerarquía; los remitentes pedían a la persona indicada que intercediera en sus destinos. Una caricia a la vanidad del dictador.

Pero ahora estamos en 1940, han pasado las purgas, las hambrunas, las deportaciones en masa; el terror flota en el aire, penetra las mentes y las prácticas; el homo sovieticus es una realidad concreta. Y he aquí una carta anónima, temerariamente desenvuelta e irónica, proponiendo una complicidad literaria a uno de los hombres más poderosos del planeta, ubicándolo sin más en el lugar de lector.

Señalan los críticos rusos, y en principio uno se inclina a seguirlos, que la intención de Ian Larri era advertir a Stalin de los excesos, incongruencias e injusticias de la vida cotidiana en la Unión Soviética. Adhiriendo a una «tradición» que hunde sus raíces en la historia profunda de Rusia —la del «buen zar»—, Larri, que efectivamente no era antibolchevique, creía que Stalin no estaba al corriente de lo que sucedía a diario en la vida del hombre de a pie, que su entorno no le refería toda la verdad, que eran sus colaboradores, los «mandos medios», los responsables de la catastrófica penuria económica y social. Por tanto, había que llegar en forma directa al líder y abrirle los ojos.

Esta interpretación es muy plausible; no obstante, y como ya veremos, encuentra una objeción de peso: la reacción del propio Stalin.

Primero la carta. ¿Qué podía leer en ella un paranoico como Iósif Vissariónovich sino una descarada afrenta? La familiaridad del trato («¡querido!»), los ejemplos que da como atributos de una «gran personalidad» (amantes, caballos, bufones), la actitud servil e impostada («voy a escribir solo para usted, sin pedir a cambio órdenes, honorarios, honores o fama»), las frases que caminan por una cornisa («no provocarle una lesión con un exceso de páginas aburridas»), el tono irónicamente laudatorio («en la soleada Georgia, cuya existencia está justificada por ser el país que nos ha dado a Stalin»). Sobre el mensaje cifrado solo queda hacer especulaciones: kulidzhar era una palabra georgiana que designaba tropas persas formadas por cristianos convertidos al islam y que mostraban una singular lealtad al sha. ¿A qué aludía Larri? ¿A su condición de «renegado» de la «fe comunista», a la de «súbdito fiel»? La carta entera es un arriesgado coqueteo.

Después el relato. Un marciano llega a la Unión Soviética con el fin de investigar la vida en la Tierra; guiado por el narrador, va conociendo las particularidades del sistema socialista a través de distintos interlocutores: un ingeniero, un periodista, un campesino, un escritor, un científico. Sus conversaciones son incendiarias:

«—Es medio aburridona su vida en la Tierra. He leído y leído, pero no he entendido nada. ¿De qué viven? ¿Qué problemas los inquietan? A juzgar por sus periódicos, solo se dedican a pronunciar discursos vibrantes y enjundiosos en las asambleas, a conmemorar distintas fechas históricas y a celebrar aniversarios. ¿Acaso su presente es tan abominable que no escriben nada sobre él? ¿Y por qué ninguno de ustedes mira al futuro? ¿Acaso es tan sombrío que temen echarle un vistazo?
—En nuestro país no solemos mirar al futuro.
—¿Puede que no tengan ni futuro ni presente?
[…]
—Todo está organizado con mucha sensatez en nuestro país. A los jóvenes los educan los miembros de la Juventud Comunista.
—Serán pedagogos, quiero creer.
—Se equivoca. No solo no tienen la menor idea sobre esa ciencia, sino que algunos de ellos no saben muy bien leer y escribir.
[…]
—Pero ¿viven mejor que en los países capitalistas?
—La nuestra es la vida verdadera y plena de sentido del hombre-creador. Y, si no fuera por la pobreza, viviríamos como dioses.
[…]
La causa de la pobreza reside también en la hipertrofiada centralización de todo nuestro aparato, centralización que ata de pies y manos la iniciativa en los puestos de trabajo».

La inutilidad y absurdo de las leyes, la arbitrariedad de las autoridades, la paupérrima situación del campesinado, el odio a los intelectuales, la creación de enemigos imaginarios, la censura sobre la prensa, la destrucción de la cultura: nada escapa a Larri en esas páginas. Incluso hay en ellas frases dignas de Bulgákov («su inimitable maestría para ladrar como un perro había sido reconocida en su tiempo por una importante condecoración del Estado: la Orden de la Estrella Roja») o de Andréi Platónov («salió corriendo hacia mí, perdiendo en el camino los sacos, los costales, las bolsas, los talegos y las carteras, es decir, los pertrechos indispensables de un ciudadano soviético normal, consumidor de mercaderías sueltas que solo en las tiendas colocan en los recipientes de los compradores»).

Desde que en 1877 el astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli descubrió los «canales» de Marte, atribuidos a seres inteligentes, la imaginación y la literatura universal se poblaron de marcianos. En Rusia, la primera utopía socialista, escrita por Aleksandr Bogdánov, quien había sido el segundo de Lenin entre los bolcheviques, se llamaba precisamente Estrella roja (1908): un terrícola es elegido por los marcianos para visitar Marte y conocer el funcionamiento de una sociedad socialista. Los lectores de utopías y de ciencia ficción de aquellos años ya estaban familiarizados con los habitantes de ese planeta. Cabe creer que Stalin también. En El visitante del cielo el procedimiento se invierte: es un marciano el que viene a ver cómo funciona el socialismo real, y su mirada extrañada tiene un efecto perturbador.

¿Qué llevó a Larri a dar ese paso? ¿Preveía las consecuencias? ¿Creería que Stalin vería en él a un inofensivo «loco en Cristo», esos vagabundos que desafiaban las convenciones sociales y se permitían todo tipo de irreverencias en pos de un objetivo religioso?

Stalin no dudó.

***

4 meses. Ese es el tiempo que le llevó a la NKVD, predecesora de la KGB, hallar al extravagante remitente. Para entonces, Ian Larri había despachado siete capítulos de su novela. En la orden de arresto (11 de abril de 1941) leemos:

«Larri I. L. es el autor anónimo de la novela contrarrevolucionaria titulada El visitante del cielo, que envió por capítulos a la dirección del Comité Central del Partido Comunista a nombre del camarada Stalin. […] Desde el 17 de diciembre de 1940 hasta la fecha ha enviado a dicha dirección 7 capítulos de su novela contrarrevolucionaria aún inconclusa, en la cual, desde posiciones contrarrevolucionarias trotskistas, critica las medidas del Partido Comunista y del Gobierno Soviético».

Y el veredicto acusatorio (10 de junio de 1941) dice (con notable dificultad estilística):

«Los capítulos de esa novela enviados por Larri a la dirección del Partido Comunista están escritos desde posiciones antisoviéticas en las que tergiversa la realidad soviética en la URSS y expone una serie de invenciones difamatorias y antisoviéticas sobre la situación de los trabajadores de la URSS. […] Además, en esa novela Larri también intenta desacreditar la organización de la Unión de Juventudes Comunistas, la literatura soviética, la prensa y otras medidas adoptadas por el Poder Soviético».

Finalmente, el 5 de julio de 1941, Ian Larri es condenado a 10 años de prisión más 5 años de interdicción de derechos civiles.

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Parece triste, y en efecto lo es, pero eso le salvó la vida: el 22 de junio de 1941, trece días antes de ser condenado, la Unión Soviética recibió visitas no del cielo, sino del oeste, a bordo de Panzers y Stukas.

***

Nuestra historia va terminando y nos lleva primero a agosto de 1956, tres años después de la muerte de Stalin. La condena que pesaba sobre el escritor es anulada. Larri, que ha sobrevivido al Gulag, es rehabilitado y regresa a la actividad literaria. Hasta su muerte, en marzo de 1977, trabajará para revistas infantiles y seguirá publicando libros, sin asumir, como tampoco antes, posiciones antisoviéticas.

1990 Aquí otra vez las circunstancias son antojadizas. Habitualmente, los documentos que se reunían durante la instrucción de una causa y no constituían pruebas materiales (manuscritos, borradores, diarios personales, fotos tomadas al momento del arresto) eran destruidos o, en función de su valor, entregados a los archivos correspondientes. Sin embargo, cuando el comité de memoria de una organización de escritores recurrió a la KGB de Leningrado para solicitar información sobre Ian Larri, el manuscrito de El visitante del cielo fue hallado en calidad de prueba material del delito. Un caso excepcional. Así, meses antes de que desapareciera la Unión Soviética, se publicaban en la revista «El Literato» la carta a Stalin que aquí reproducimos y fragmentos de los primeros cuatro capítulos de la novela, que pueden leerse en el presente número de Eslavia.

Señala Evgueni Jaritónov, especialista en la obra de Larri, que en los repertorios biográficos de literatura infantil de los años 90 no hay ninguna mención a Ian Leopóldovich. Tampoco ninguna revista literaria rusa recordó en el año 2000 el centenario de su nacimiento. Según Jaritónov, hay motivos para temer que el nombre de Ian Larri pase a formar parte de la lista de autores injustamente olvidados.

Que la historia que aquí contamos sirva para impedirlo.

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