Ian Larri
Traducción: Alejandro Ariel González
Capítulo I
En una hermosa mañana, poco antes de que saliera el sol, sobre Párgolovo[1] apareció, muy alto en la atmósfera, una estela de fuego que se descendió rápido, muy rápido sobre la tierra. Cientos de veraneantes la vieron y la tomaron por una estrella fugaz.
Muchos vieron la caída del meteorito, pero nadie mostró un interés particular en él, excepto mi vecino, Puliakin, que había vuelto célebre su nombre y apellido por sus asombrosas dotes de imitador. Su inimitable maestría para ladrar como un perro había sido reconocida en su tiempo por una importante condecoración del Estado: la Orden de la Estrella Roja.
En cuanto el sol asomó en el horizonte, Puliakin fue a buscar el meteorito, seguro de que había caído cerca de la estación de Párgolovo.
Su seguridad se vio corroborada: el meteorito, en efecto, fue hallado cerca de la estación, no lejos de unas hondonadas de arena. Tras clavar su profundo embudo en el suelo, había arrojado al aire montañas enteras de grava y arena, que formaron en torno a él un terraplén tan alto que se veía a dos kilómetros. Además, había quemado la brecina en el descampado de los alrededores: la brecina ardía débilmente y despedía un humo ligero que también se veía desde lejos en el cielo despejado.
Puliakin se acercó al profundo foso y, con asombro, vio que el meteorito tenía la forma de un cilindro de unos cinco metros de diámetro.
La mañana era clara, templada, apacible. Una suave brisa apenas balanceaba las copas de los pinos. Los pájaros aún dormían o habían sido exterminados. Como sea, nada le impidió a Puliakin examinar con atención y en detalle aquella nave esférica y llegar a la conclusión con la que salió corriendo hacia mí, perdiendo en el camino los sacos, los costales, las bolsas, los talegos y las carteras, es decir, los pertrechos indispensables de un ciudadano soviético normal, consumidor de mercaderías sueltas que solo en las tiendas colocan en los recipientes de los compradores.
Puliakin irrumpió en mi casa como un huracán. Derribando las sillas, disparó de una sola tirada:
—¡En el descampado de atrás de la estación hay un ciudadano del cielo! Acaba de caer. ¡Vamos ya mismo! Lleve el revólver por las dudas. Quizás haya venido con malas intenciones. Ya sabe que la precaución nunca está de más.
Cinco minutos después Puliakin y yo corríamos con la velocidad de quien huye de una casa de descanso a causa de la rigurosa dieta, y pronto llegamos al lugar donde había aterrizado el tranvía interplanetario.
Junto al foso ya se había reunido una veintena de curiosos. Un ciudadano bien educado instaba a los demás a hacer cola y a esperar en forma organizada el ulterior desarrollo de los acontecimientos. Pero sus conciudadanos no eran muy avispados, por eso hizo un gesto de resignación con la mano y también se condujo de modo poco organizado.
De pronto, alguien gritó: «¡Están vendiendo col!». Los curiosos se echaron a volar como arrastrados por el viento. Empujándose, sacaban a la carrera viejos periódicos para envolver esa exquisitez tropical.
Puliakin y no nos quedamos a solas. Mi vecino suspiró y dijo:
—Cuando era niño, en Rusia había tanta col, fresca y agria, que la gente no sabía siquiera qué hacer con ella.
—Usted, Puliakin —le respondí—, no tiene en cuenta la creciente demanda de col agria. Ahora todos llevamos una existencia desahogada y por eso podemos comprarla; antes era un artículo suntuario. Sin embargo, mire lo que sucede con ese proyectil.
La parte superior del cilindro empezó a girar. Se dejaron ver las roscas brillantes de un tornillo. Se oyó un ruido apagado, como si el aire entrara o saliera con un silbido bastante fuerte. Por último, el cono superior del cilindro se balanceó y cayó con estrépito al suelo. Desde adentro, unas manos humanas se agarraron de los bordes del cilindro y sobre este surgió, vacilante, la cabeza de un hombre. Una palidez mortal le cubría el rostro. Respiraba pesadamente. Tenía los ojos cerrados. Puliakin y yo nos arrojamos hacia el desconocido y, pisándonos los callos uno a otro, lo ayudamos a salir.
Así fue como se me apareció un marciano, sobre cuya estadía en la tierra he escrito un libro entero.
Resulta que en Marte todos hablan ruso a la perfección, por eso, una hora después, ya hablábamos alegremente de cualquier tontería.
Por supuesto, le conté toda la historia de la humanidad, lo puse al corriente de la lucha de clases y le describí en detalle el régimen estatal de nuestro país. Por su parte, el marciano me contó la historia de Marte, que resultó similar a la de la Tierra, y terminó su relato diciéndome que en Marte el Estado soviético existe hace 117 años, lo cual me alegró por demás, ya que el marciano, entonces, podía compartir con nosotros su riquísima experiencia. Le mostré al visitante del cielo los periódicos y, para mi asombro, los empezó a leer con viveza, directamente en ruso. Los leía con entusiasmo, pero pronto esa animación desapareció. Un bostezo le abrió la boca en dos mitades. Yo no había tenido en cuenta que él no era un habitante del país de los sóviets y, por eso, al parecer leía todo de corrido.
Tapándose la boca con la mano, el marciano bostezó y dijo:
—Es medio aburridona su vida en la Tierra. He leído y leído, pero no he entendido nada. ¿De qué viven? ¿Qué problemas los inquietan? A juzgar por sus periódicos, solo se dedican a pronunciar discursos vibrantes y enjundiosos en las asambleas, a conmemorar distintas fechas históricas y a celebrar aniversarios. ¿Acaso su presente es tan abominable que no escriben nada sobre él? ¿Y por qué ninguno de ustedes mira al futuro? ¿Acaso es tan sombrío que temen echarle un vistazo?
—En nuestro país no solemos mirar al futuro.
—¿Puede que no tengan ni futuro ni presente?
—¡Qué está diciendo! Mañana lo llevaré a ver la película «Un día del mundo nuevo» y podrá apreciar qué interesante y rica de contenido es nuestra vida. No es vida, sino un poema.
—En ese caso, no entiendo por qué todo eso no se ve reflejado en los periódicos.
—Usted no es el único —dije yo—. Nosotros tampoco lo entendemos.
El marciano se disponía a hacerme un sinfín de preguntas enojosas, pero, por suerte para mí, en ese momento entró volando por la ventana una alpargata sucia y cayó directamente sobre un plato de fragantes frutillas.
—¿Qué es eso? —preguntó asustado y dando un salto el marciano.
—Siéntese —dije con calma—, no tiene la menor importancia. Simplemente unos jóvenes han decidido gastarnos una broma. En general, nuestros jóvenes se divierten de un modo muy curioso.
—Disculpe —dijo confuso el marciano—, pero no comprendo la gracia de esas diversiones. ¿Quién se ocupa de educar a los jóvenes?
—Aquí tenemos un lema: «La salvación de quienes se ahogan es asunto de ellos mismos». El mismo principio sigue la educación de los adolescentes. Ellos mismos se educan.
—¿Está bromeando?
—Nos lamentamos, pero ¿qué le vamos a hacer?… Todo está organizado con mucha sensatez en nuestro país. A los jóvenes los educan los miembros del Komsomol.[2]
—Serán pedagogos, quiero creer.
—Se equivoca. No solo no tienen la menor idea sobre esa ciencia, sino que algunos de ellos no saben muy bien leer y escribir. […]
—Pero ¿qué organización es esa?
—Es algo así como un órgano rudimentario del poder soviético. Un recuerdo de aquellos tiempos lejanos en los que había comités de pobreza, departamentos de mujeres trabajadoras y campesinas y no había en absoluto un sistema estatal de educación de los niños. Así que bueno, toda vez que se ha conservado esa antigua organización, alguna tarea hay que encomendarle. […]
—¿Y ese Komsomol no se encargará de la educación política de los niños?
—¡Eso es, eso es! —exclamé con alegría—, precisamente de la educación política. Reúnen a los niños de entre diez y doce años y «desmenuzan» con ellos las intervenciones de los líderes, los «introducen» en la obra de Marx, «abordan» cuestiones relativas al desarrollo dialéctico de la sociedad. […]
—¿Y los del Komsomol no se ofenderían si suprimieran su organización?
Yo hasta lancé una carcajada.
—Usted en verdad ha caído de Marte —le dije—. ¿Por qué habrían de ofenderse? Al contrario, salvo los miembros del aparato, todos se alegrarían mucho de ello. […]
El marciano suspiró y dijo:
—Psé. Por lo visto, todavía tienen mucho por corregir.
—Por supuesto —acordé—. Porque estamos construyendo una nueva sociedad, y sería muy extraño que las cosas marcharan como sobre rieles. Así como no se puede hacer el más sencillo mango de una pala sin que queden desperdicios, viruta, tampoco se puede hacer nada nuevo sin que haya costos de producción.
—Pero ¿viven mejor que en los países capitalistas?
—La nuestra es la vida verdadera y plena de sentido del hombre-creador. Y, si no fuera por la pobreza, viviríamos como dioses. […]
Capítulo II
Al otro día le dije al marciano:
—¿Usted quería conocer las causas de nuestra pobreza? ¡Lea!
Y le pasé el periódico.
El marciano leyó en voz alta:
«En la isla Vasílievski se encuentra la cooperativa “El químico unido”. Dispone apenas de un taller de triturado de pinturas que emplea a tan solo 18 trabajadores. […] Para esos 18 trabajadores con un fondo salarial de 4.500 rublos, la cooperativa tiene 33 empleados cuyos sueldos suman 20.800 rublos, 22 de personal de servicio y 10 de personal de seguridad y contra incendios. […]».
—Esto es un clásico, por supuesto —dije—. Pero no se trata del único ejemplo, y lo más enojoso de todo es que, no importa quién y cómo escriba, nada cambiará hasta que no se decida desde arriba acabar con ese tipo de desaguisados. […] Si mañana Iósif Vissariónovich Stalin dijera: «A ver, muchachos, les pido que busquen mejor, vean si no hay en nuestro país instituciones innecesarias», si el líder dijera eso, estoy seguro de que dentro de una semana el 90% de nuestras instituciones, departamentos, oficinas y demás fantochadas resultarían completamente innecesarios». […] La causa de la pobreza reside también en la hipertrofiada centralización de todo nuestro aparato, centralización que ata de pies y manos la iniciativa en los puestos de trabajo. […] Pero eso no es todo. Lo peor es que esa monstruosa tutela empobrece nuestra vida. Las cosas se han dado de tal modo que Moscú es la única ciudad donde la gente vive, mientras que las restantes ciudades se han convertido en una provincia perdida donde la gente solo existe para cumplir las órdenes de Moscú. Por eso no es extraño que la provincia grite con histeria, como las hermanas de Chéjov: «¡A Moscú! ¡A Moscú!». El sueño supremo del hombre soviético es vivir en Moscú. […]
Capítulo III
Vinieron a mi casa a tomar el té un pintor, un ingeniero, un periodista, un director y un compositor. Se los presenté al marciano. Este dijo:
—Soy un hombre nuevo en la Tierra, por eso mis preguntas pueden parecerles extrañas. Sin embargo, camaradas, les pediría de corazón que me ayuden a entender su vida. […]
—Por favor —dijo con mucha cortesía el viejo profesor—, usted pregunte que nosotros le responderemos con toda franqueza, tal como hoy en nuestro país la gente hace solo cuando está a solas consigo misma y responde las preguntas de su conciencia.
—¿Cómo es eso? —se asombró el marciano—. ¿Quiere decir que en su país las personas se mienten?
—¡Oh, no! —intervino en la conversación el ingeniero—. Quizás el profesor no ha expresado con toda precisión su pensamiento. Por lo visto, lo que ha querido decir es que en nuestro país a la gente no le gusta hablar con franqueza.
—Pero, si no habla con franqueza, quiere decir que miente, ¿no?
—No —sonrió indulgente el profesor—, no miente, sino que, sencillamente, calla. […] El astuto enemigo ha elegido ahora otra táctica. Habla. Hace lo imposible para demostrar que los asuntos en nuestro país marchan bien y que no hay razón alguna para inquietarse. El enemigo recurre ahora a una nueva forma de propaganda. Y hay que reconocer que los enemigos del poder soviético son más ágiles e ingeniosos que nuestros agitadores. Cuando hacen cola, gritan con un falsete provocador que debemos estar agradecidos al partido porque este ha propiciado una vida alegre y feliz. […] Recuerdo una mañana lluviosa. Yo estaba en una cola. Tenía las manos y los pies entumecidos. De pronto, por delante de la cola, pasan dos ciudadanos desaliñados. Cuando llegan hasta nosotros, entonan unas coplas famosas que dicen: «¡Gracias al gran Stalin por nuestra vida feliz!». Ya se imagina qué éxito tuvo eso entre quienes estábamos muertos de frío. No, querido marciano; los enemigos ahora no callan, sino que gritan, y gritan más fuerte que los demás. Los enemigos del poder soviético saben a la perfección que hablar de sacrificios equivale a tranquilizar al pueblo, mientras que gritar sobre la necesidad de agradecer al partido equivale a burlarse del pueblo, a menospreciarlo, a escupir sobre los sacrificios que realiza.
—¿Hay muchos enemigos en su país? —preguntó el marciano.
—No creo —respondió el ingeniero—; más bien me inclino a pensar que el profesor exagera. En mi opinión, no tenemos auténticos enemigos, pero sí hay muchos descontentos. Eso es cierto. También es cierto que su cantidad aumenta, crece como una bola de nieve. Descontentos están todos los que ganan trescientos o cuatrocientos rublos por mes, porque con esa suma no se puede vivir. Descontentos están los que ganan mucho, porque no pueden comprar lo que quisieran. Aunque, por supuesto, no me equivoco si digo que cualquier persona que gana menos de trescientos rublos ya no es muy amiga del poder soviético. Pregúntenle a alguien cuánto gana y, si responde «doscientos», en presencia de él pueden decir lo que sea sobre el poder soviético.
—Pero, a lo mejor —dijo el marciano—, el trabajo de esas personas no vale más que ese dinero.
—¿Que no vale más? —dijo el ingeniero con sonrisa irónica—. El trabajo de muchas personas que ganan incluso quinientos rublos no vale dos kópeks. No solo no se merecen ese dinero, sino que tendrían que pagar por estar sentados en habitaciones calefaccionadas.
—¡Pero entonces no pueden ofenderse con nadie! —dijo el marciano.
—Usted no comprende la psicología de los habitantes de la Tierra —dijo el ingeniero—. Cada uno de nosotros, cuando cumple siquiera con la tarea más nimia, se persuade de la importancia del asunto que le han encargado y por eso pretende una buena remuneración. […]
—Tiene razón —dijo el profesor—. Yo gano quinientos rublos, es decir, más o menos lo mismo que un conductor de tranvía. Desde luego, es un sueldo humillante. […] No olviden, camaradas, que soy profesor y, por tanto, debo comprar libros, revistas, suscribirme a periódicos. Porque mi nivel cultural no puede ser inferior al de mis alumnos. Pero he aquí que debo trabajar con toda mi familia para mantener mi prestigio de profesor. No soy un mal tornero; a través de testaferros acepto encargos de las cooperativas. Mi esposa enseña a los niños música y lenguas extranjeras, convirtiendo nuestro departamento en una escuela. Mi hija se ocupa de los quehaceres domésticos y pinta jarrones. Entre todos ganamos unos seis mil rublos al mes, pero nadie está contento con esa suma. […]
—¿Por qué? —preguntó el marciano.
—Por la sencilla razón —dijo el profesor— de que los bolcheviques odian a la intelliguentsia. La odian con un odio singularmente feroz.
—Bueno —intervine yo—, eso ya está de más, querido profesor. Es cierto que, hasta no hace mucho, las cosas eran así. Pero después se llevó adelante una verdadera campaña. Recuerdo los discursos de varios camaradas que explicaban que está mal odiar a la intelliguentsia.
—¿Y qué? —dijo con sonrisa maliciosa el profesor—. ¿Qué ha cambiado desde entonces? Se tomó la decisión de considerar a la intelliguentsia un estamento social útil. Y eso es todo. […] La mayoría de los institutos, universidades y organizaciones científicas las encabezan personas que no tienen la menor idea acerca de la ciencia.
—Pues vea —se echó a reír el ingeniero—, la desconfianza y el odio a la intelliguentsia los inculcan precisamente esas personas. Piense qué será de ellas, profesor, cuando el partido decida que puede arreglárselas sin intermediarios en su trato con los trabajadores de la ciencia. Por eso están profundamente interesadas en mantener ese odio y desconfianza hacia la intelliguentsia.
—Puede que tenga razón —dijo pensativo el profesor—, pero no es eso a lo que me refería. […] Lo peor es otra cosa. Lo peor es que nuestro trabajo no encuentra aprobación entre los bolcheviques, y como son ellos los que dirigen la prensa y la opinión pública, en nuestro país nadie conoce a sus científicos, nadie sabe sobre qué están trabajando, sobre qué se disponen a trabajar. Y eso ocurre en un país que se enorgullece de su propensión por la cultura. […] La intelliguentsia soviética, desde luego, tiene inquietudes, un afán natural y propio de toda la intelliguentsia del mundo por el saber, la observación, el conocimiento del mundo circundante. ¿Y qué hace o ha hecho el partido para satisfacer esas inquietudes? Absolutamente nada. Ni siquiera contamos con periódicos. Porque no se puede considerar un periódico lo que se publica en Leningrado. Eso son más bien hojas para el primer año de formación política, un listado de opiniones de diferentes camaradas de Leningrado acerca de tales o cuales eventos. Los propios eventos están cubiertos por el velo del misterio. […] Los bolcheviques han suprimido la literatura y el arte, los han sustituido por memorias y por el llamado «reflejo». Creo que, desde que existen el arte y la literatura, no se puede encontrar nada más carente de ideas. Ni en el teatro ni en la literatura hallarán un pensamiento nuevo, una palabra nueva. […] Creo que en tiempos de Iván Fiódorov salían más libros que ahora. No me refiero a la literatura partidaria, de la que se publican millones de ejemplares por día. Pero es que no se puede obligar a leer a la fuerza, así que todo eso son tiros de fogueo.
—Pues mire —dije yo—, en nuestro país se publican pocos libros y revistas porque falta papel.
—No diga tonterías —dijo irritado el profesor—. ¿Cómo que falta papel? Si hasta la vajilla y los baldes los hacen aquí de papel. Simplemente no saben dónde meterlo. Si hasta han llegado a imprimir y colgar por todas partes carteles con sabias reglas: «Cuando sales, apaga la luz», «Lávate las manos antes de comer», «Suénate la nariz», «Abróchate el pantalón», «Ve al baño»». ¡Qué demonios es eso! […]
—¡Perdón! —gritó una voz.
Nos volvimos hacia la ventana.
Nos miraba un hombre alto, bien afeitado y sin gorra. Sobre el hombro llevaba un ataharre y un bridón.
—Soy de un koljós —dijo el desconocido—. Acabo de escuchar las quejas del estimado camarada científico, cuyo apellido desconozco, y también quiero unir mi voz de protesta contra distintos desarreglos. […]
Capítulo IV
—Les diré esto, camaradas —comenzó su discurso el miembro del koljós—: cuando se mira desde arriba no se notan muchos detalles, por eso todo parece tan encantador que el alma simplemente baila de alegría. Recuerdo que una vez yo miré desde una montaña hacia abajo, hacia nuestro valle. La vista desde arriba es asombrosamente agradable. Nuestro riachuelo, llamado entre la gente «Apestoso», serpentea como en un cuadro. La aldea del koljós pide a gritos ser retratada en el lienzo de un pintor. Y ni la mugre, ni el polvo, ni la basura ni el ripio: nada de eso se nota desde lejos a simple vista. Lo mismo pasa en nuestros koljoses. Desde arriba en verdad se parecen a un valle paradisíaco, pero desde abajo siguen despidiendo un hedor insoportable. […] Ahora hay un desacuerdo absoluto de ideas en la aldea. Sería bueno tener con quien consultar. Pero ¿cómo hacerlo? ¡Te arrestan! ¡Te deportan! Te acusan de kulak o algo por el estilo. ¡Lo que nosotros hemos visto no se lo deseo ni a un malvado tártaro! Pero bueno, decía, uno quisiera averiguar muchas cosas, pero da miedo preguntar. Así que en las aldeas deliberamos sobre nuestros asuntos en voz baja. […] Lo principal es que nos gustaría que hubiera alguna ley sobre nosotros. Pero, así como estamos, trata de responderles.
—Sin embargo —dijo el periodista—, tenemos leyes, y son más que suficientes.
El campesino frunció el ceño y lanzó un hondo suspiro:
—¡Ay, camaradas! —dijo—. ¿Qué leyes son esas que, antes de que termines de leerlas, ya han llegado otras en su reemplazo? ¿Por qué en nuestras aldeas a los que menos respetan es a los bolcheviques? Porque cambian de opinión como de camisa. […]
—Pues sí —dijo el ingeniero—, puede que también nosotros, que vivimos en la ciudad, necesitemos leyes estables y firmes. También aquí surgen malentendidos por el cambio demasiado frecuente de leyes, ordenanzas, disposiciones, estatutos y demás hierbas. El camarada tiene razón. La ley debe calcularse para un tiempo prolongado. Cambiar las leyes como si fueran guantes no sirve, sin ir más lejos, porque socava la autoridad de los órganos legislativos.
—Y otra vez —dijo el campesino—, si has promulgado una ley, sé bueno y respétala tú mismo. Si no, tenemos muchas leyes (que son buenas, no lo niego), pero ¿qué sentido tiene eso? Sería mejor que no promulgaran buenas leyes.
—¡Tiene razón! ¡Tiene razón! —exclamó el profesor—. Eso mismo es lo que dicen en nuestro entorno. Tomemos, por caso, el código de leyes más notable y humano, nuestra nueva constitución. A ver, ¿para qué la promulgaron? Si mucho de lo que hay en ella es ahora fuente de malestar y suscita el tormento de Tántalo. Por triste que sea, la constitución se ha convertido en ese manto rojo con el que el matador azuza al toro.
—Lo más gracioso —dijo el escritor, que hasta entonces había guardado silencio— es que todos los artículos de la nueva constitución, incluso los más peligrosos, dicho sea entre comillas, pueden convertirse fácilmente en artículos con validez legal. Por ejemplo, la libertad de prensa. En nuestro país, esta libertad se ejerce mediante la censura previa. Es decir que, en el fondo, no gozamos de ella. […]
—Sin embargo —dijo el campesino—, a mí, por así decir, me tienen sin cuidado esas libertades de prensa. Como llevo prisa, les pido que me escuchen. Voy a redondear mi idea y no pediré más su atención. Pues bien, sobre la ley ya he dicho lo mío. Ahora quiero hablar de otra cosa: del interés por el trabajo. Ya he dicho que todos están descontentos. Sin embargo, no vayan a pensar que soñamos con volver a la vieja hacienda privada. No. No es eso lo que queremos. Sin embargo, piensen en esto. ¿Qué somos nosotros? ¡Somos propietarios! ¡Acumuladores de bienes! Esa es nuestra quintaesencia. Y trabajes solo o en familia, siempre tomas la hacienda como propia. Por más que trabajemos en forma cooperativa, quisiéramos considerar la hacienda como propia.
—Pues háganlo así —dijo el profesor—. ¿Quién se lo impide?
—¡Ay, camarada, hombre sabio! —dijo el campesino, haciendo un gesto de resignación con la mano—. ¿Cómo se puede mirar la hacienda con ojos de propietario cuando diez veces por día te zurran como si fueses un peón? Si vivieras un añito en la aldea ya verías cuántos jefes nos han salido. Te juro que no haces a tiempo a girar y poner la nuca; uno no termina de golpearte que ya otro se está acercando: «A ver, déjame probar a mí». […]
El profesor frunció el ceño y dijo:
—Bueno, pero si se les quitara esa mezquina tutela, ¿no dejarían de cumplir los planes y harían cualquier cosa?
—Hace mal en pensar así —se ofendió el campesino—. Que nos desaten las manos aunque más no sea por un año. Que nos den la posibilidad de desarrollarnos: para el Estado sería beneficioso y nosotros dejaríamos de vivir en el polvo. […]
Notas
[1] Pueblo situado al norte de San Petersburgo. [N. del T.]
[2] Unión de Juventudes Comunistas. [N. del T.]