Kliment A. Timiriázev[1]
Traducción: Florencia García Brunelli – María Teresa D’Meza
Al saludar a la Nueva vida[2] por su nuevo hogar, involuntariamente se suscita una larga serie de pensamientos relacionados con la combinación de dos palabras, Petersburgo-Moscú, sobre las que tanto se ha escrito y hablado, y que todavía darán mucho que pensar, escribir y hablar.
Empiezo por el hecho de que escribo “Petersburgo” y no “Petrogrado”, porque en cuatro años ni una vez me he confundido usando esta vergonzosa palabra. Desde los tiempos en que Jerjes ordenó azotar, presa de un frenesí, al mar que arrastraba sus barcos, creo que ningún sátrapa había descargado su maldad impotente de una forma tan irracional sobre un objeto sin posibilidades de expresarse como lo hizo Nicolás II con “Petersburgo”.[3] ¿Acaso no es hora hace tiempo de borrar esta degradante huella del despotismo zarista, que no obstante en su momento se acogió, sobre todo en Moscú, con una satisfacción mal disimulada y a veces directamente abierta? Me parece que esto no es una discusión vacía sobre las palabras; debajo se esconde un sentimiento más profundo, sobre el cual, además, la gente tiene las ideas más contradictorias. Hace unos treinta años estuve en calidad de visitante de Moscú en una reunión numerosa, en la que se juntaron personas de todos los confines de Rusia,[4] y tuve la ocasión de dar un discurso en son de broma sobre el tema del “patriotismo”. Lo empecé con esta paradoja: “Si yo intentara demostrarles a ustedes que el patriotismo es un vicio, nadie, por supuesto, estaría de acuerdo conmigo, e incluso se indignarían para sus adentros por mi cinismo. Pero si yo empezara a sostener que es una virtud, la mayoría de los presentes llegaría abiertamente o en lo profundo de su alma a la conclusión de que es un vicio. Y he aquí mi sencilla argumentación: yo mismo soy un patriota; amo a mi patria con pasión, instintiva y conscientemente. Pero mi patria es Petersburgo”.
Al decir esto, en todos los rostros toma forma algo así como una especie de mueca, puesto que se puede ser cualquier clase de patriota –moscovita o aleutiano–, pero no petersburgués; esta posibilidad está descartada, y la conclusión se reconoce casi como un axioma. La moral aquí puede ser una sola: el patriotismo es una virtud tan peculiar que valoramos mucho e incluso exaltamos en nosotros mismos, pero que odiamos y contra la cual luchamos por todos los medios cuando se trata de los demás. ¡Cuántas veces y con cuánta fuerza estas ideas han vuelto a mí en los últimos años al leer obras de patrioteros de todos los países y en todas las lenguas!
Y, aun así, soy un patriota petersburgués. Sí, nací literalmente a dos pasos de aquel peñasco sobre el que levanta su vuelo el “gigante del caballo de bronce”,[5] en el mismísimo comienzo de aquella calle Galérnaia que menos de dos décadas antes el vencedor del 14 de diciembre había cubierto con la sangre provocada por su metralla, esa misma que masacró las filas sacudidas de los sublevados: de las tropas y del pueblo.[6] Petersburgo, desde el mismísimo comienzo del siglo pasado, es para mí o un sufrimiento propio o una leyenda viva. Y, sin embargo, me atrevo a pensar que mi patriotismo petersburgués no es de origen exclusivamente personal y subjetivo, sino que se origina en hechos objetivos, sobre los que no puede haber dos opiniones.
En primer lugar, como un antiguo habitante que vivió durante más de un cuarto de siglo en Petersburgo y ya por poco medio siglo en Moscú, tuve tiempo libre para evaluarlas a una y otra tanto directa como comparativamente; además, toda la vida intenté no sentirme extranjero, no sólo en el Neva y en el Moscova, en el Vóljov y en el Volga, sino también en el Neckar y en el Ródano, en el Sena, el Támesis, el Isis y el Cam.[7] Pero, desde un punto de vista objetivo, ¿quién podrá negar que ya hace tres siglos Petersburgo viene cumpliendo con firmeza su papel de “ventana a Europa”; que jugó un rol completamente excepcional en nuestro “Renacimiento”, sobre todo científico, de los así llamados “años sesenta”?;[8] y, finalmente, ¿qué puede objetarse a la serie de fechas elocuentes que determinan su rol en el destino histórico de todo el país? Estas fechas son: 14 de diciembre, 19 de febrero, 9 de enero, 17 de octubre, 27 de febrero y, por último, 25 de octubre. ¿Qué otra ciudad podría contar tantos y tan destacados días como esta a lo largo de tan sólo un siglo?
El éxodo de Petersburgo a Moscú claramente no fue provocado por la denegación de su importancia; este éxodo no puede considerarse como algo del orden de un movimiento de repliegue “hacia atrás, hacia casa” –como en otro tiempo Iván Aksákov invitó a Moscú a Alejandro III– de ese último poderoso bogatyr que había imaginado que si podía torcer herraduras (de lo que se enorgullecía), podría también quebrar a Rusia y hacer girar la rueda de la historia.[9] No, el círculo de gente que va al encuentro de una nueva vida viene hacia acá no para ampliar el coro de las “personas que piensan en términos estatales”, fieles a los preceptos de sus pensadores, los Kátkov, los Pobedonóstsev y los Miliukov, y que tan rápidamente completaron el ciclo de su orientación: desde Nicolás (o el gran duque Miguel) y la guerra hasta el final, con el sacrificio de Guillermo –pasando por Kornílov–, hasta el hetman-traidor y su superior el teniente guillermino. Y, por supuesto, no para ovacionar la “entronización” del patriarca con la esperanza de que el zar no dude en unirse a él, sin lo cual sería imposible la restauración сoncebida del triunfo simbólico de la antigua Moscú, de la que tan a tiempo Pedro liberó a Rusia, poniendo fin al doble gobierno de los dos zares. En este triunfo, como se sabe, figuran el patriarca, el burro y el zar: el zar de la violencia, que domó al burro para que pudiera montarlo el zar de las tinieblas. Y quién es el burro, lo respondió hace mucho tiempo la conocida revista socialista italiana L’Asino: l’asino è il popolo utile, paziente, laborioso e… bastonato.[10]
No, no es “hacia atrás, hacia casa”, hacia la antigua Moscú, adonde vienen los petersburgueses.
¡La antigua Moscú! Cuántas veces, en las tinieblas del estancamiento, estuve en la Plaza Roja y me dije a mí mismo: he aquí, a la derecha, al otro lado de la muralla almenada, la Moscú de los grandes príncipes y los zares; la de Kalitá, quien no reunió, sino que despojó a toda la Rus bajo la defensa de los baskaks del kan. Y he allí, a la izquierda, detrás de las simbólicas filas de comercios, que construyeron su nido los ricos mercaderes, los kalitás de un nuevo orden, que despojaban a Rusia bajo la “protección” de los funcionarios imperiales de Petersburgo. Y sólo al cabo de la vejez he tenido la suerte de ver en esta Plaza Roja ya a la tercera Moscú: no la de la codicia, sino la del trabajo bajo la sombra de sus rojos estandartes. Bienvenida sea esta joven Moscú; bienvenida –si no la vieja, sí la mayor, en la lucha por ella emprendida– la Petersburgo trabajadora y roja. Esa que permaneció leal al ejemplo de su fundador Pedro. Memoria eterna al “eterno trabajador en el trono”, pero ¡abajo el trono, y hágase más amplio el camino al trabajador![11] Que ambas capitales destronadas olviden sus querellas de siglos sobre su afán por ser entre las dos la mejor y la de origen más antiguo; y que, dejando atrás a la Rus imperial, de los zares y los grandes príncipes, se sumen inmediatamente en calidad de las primeras ciudades libres (pero no libres de pecado) a sus antecesoras, las democracias del norte; y emprendan amistosamente el vasto trabajo de creación de una nueva vida sobre los escombros que les dejó como legado la guerra irracional y criminal.
Dicen que el sol naciente se refleja en la gota más pequeña del rocío matinal; pues que también este, si bien en sí mismo un ejemplo insignificante de cooperación entre Petersburgo y Moscú, refleje el alba de una nueva vida, la vida de un mundo y de un trabajo libre y, con más razón aún, tenaz, productivo e ilustrado.
Es hora de terminar esta carta demasiado larga a la Redacción; quise decir dos palabras de saludo, y aprovechando mis derechos de viejo habitante, me enredé en una disquisición senil sobre la vieja Petersburgo y la joven Moscú.
1920
Notas
[1] Artículo incluido en el primer número de la edición moscovita Nóvaya Zhizn.
[2] Nueva vida es la traducción del título de la publicación Новая жизнь (periódico moscovita de Alexéi Maxímovich Gorki que salió entre abril de 1917 y junio de 1918), a la que Timiriázev dirige este saludo en forma de carta a la Redacción.
[3] Además, como oportunamente comunicaron los diarios, a instancias del alemán Sabler,** quien del susto renunció él mismo al apellido que le habían dado sus padres. [Vladímir Kárlovich Sabler (1845-1929) fue compañero del procurador jefe del Santísimo Sínodo Gobernante Konstantín Petróvich Pobedonóstsev, y más tarde ocupó su cargo, del cual fue retirado en julio de 1915.]
[4] En el congreso petersburgués de naturalistas y médicos de 1890, en un almuerzo común y corriente (o, esa vez, en una cena).
[5] Ahora, al producirse la revalorización de nuestros monumentos públicos, quizá no esté de más interceder por uno de ellos. Hace poco un poeta moscovita metió en una misma bolsa a los tres jinetes petersburgueses,* como no teniendo en cuenta que uno de ellos era el genio más grande de su pueblo, que el monumento también lo era, y seguiría siendo la obra más genial de su tipo en todo el mundo, incluso más que el Colleoni de Verocchio. Siempre me ha sorprendido que en la colección de obras de Falconet del Louvre no haya siquiera una réplica en miniatura o una fotografía de su obra maestra. Y he aquí la “reseña” que sobre este escuché, no de un pintor o de un poeta, sino de un ingenuo hombre del pueblo, al que tuve la ocasión de escuchar. Unos días después de la inauguración del monumento a Nicolás I, pasé por la plaza Maryínskaia. Un viejito arriero se quedó mirándolo atentamente durante mucho tiempo y al final emitió su juicio, claramente irónico. Deseando poner a prueba su gusto estético, le pregunté: “Bueno, ¿y ese otro, allí en San Isaac?”, a lo que recibí la siguiente respuesta: “Ah, no, ese es otra cosa: por la noche incluso te da hasta miedo, está como vivo”.
* Meter “en una misma bolsa a los tres jinetes petersburgueses” es un estereotipo de la recepción de los monumentos ecuestres de la ciudad (cfr. aquí los ensayos de D. Merezhkovski y de E. Ivánov). Véase, además, Mints, Zara Grigórievna, “Tri vsádnika”, en M.V. Lomonósov i rússkaia kultura (Actas de la conferencia científica dedicada al 275º natalicio de M.V. Lomonósov, 28 y 19 de noviembre), Tartu, Universidad Estatal de Tartu, 1986, pp. 62-65.
[6] Por lo común suele considerarse que la revuelta del 14 de diciembre fue puramente militar, en la que el pueblo se había quedado a un lado, pero mi padre, testigo presencial de los hechos, contaba cómo desde la cerca alrededor de la catedral de San Isaac, que estaba construyéndose, el pueblo arrojaba piedras a las tropas zaristas. Y de mi madre, quien en esa época era una jovencita que vivía con sus padres en Kolomna, lejos del centro, oí el relato de cómo durante el almuerzo un lacayo apareció de golpe como un huracán, puso de prisa un plato en la mesa y gritó: “¡Bueno, ahora ocúpense ustedes mismos, porque todo el pueblo está corriendo hacia la Plaza de San Isaac, Nicolás se amotina, pero nosotros no se lo permitiremos!”. Y acerca de qué ánimos había bajo los techos, es cierto, de unas pocas casas petersburguesas durante todo el tiempo en que reinaron los principios de “autocracia, ortodoxia y nacionalismo” [N. de T.: principales postulados del exministro de Educación del Imperio ruso durante 1833-1849, Serguéi Semiónovich Uvárov], se puede juzgar a partir del siguiente relato familiar. En 1848, alguien que conversaba con mi padre le insistía con la pregunta: “¿Qué carrera tiene prevista para sus cuatro hijos?”. Mi padre le respondía en broma, pero ante la insistencia del otro, contestó: “¿Qué carrera? He aquí cuál. Voy a coser cinco camisas azules, como las de los trabajadores franceses, compraré cinco fusiles e iremos con los demás al Palacio de Invierno”.
[7] Los [dos últimos son] ríos de Oxford y Cambridge, respectivamente.
[8] Cfr. mi artículo “Vozrozhdeniie naúk v tretiei chétverti vieka” (XIX) en la Historia de Rusia del siglo XIX editada por los hermanos Granat.
[9] Tal vez me equivoque, pero siempre me ha parecido que el “Terrible” de Repin había sido una respuesta a esa invitación de “hacia atrás, hacia casa”; era como si él dijese: vayan, vayan, que ya verán hasta dónde llegan.
[10] El burro es el pueblo útil, paciente, laborioso y, en consecuencia, apaleado.
[11] Estoy seguro de que desde los más diversos lados me imputarán el delito de volver constantemente a Pedro, motivado por mi patriotismo petersburgués. Sé que siguiendo el ejemplo de Miliukov, muchos suelen referirse a Pedro con cierta irreverencia, pero puedo remitirme a un partidario de mayor consideración. Cuando Vasili Ósipovich Kliuchevski comenzó a aproximarse a la época de Pedro, conociendo su ánimo general, durante una reunión, yo le repetía: “V.O., no ofenda a Pedro”, y él, inmutable, riendo, respondía: “No lo ofenderé, quédese tranquilo, que no lo ofenderé”. Y cuando me envió, ya encontrándome enfermo, su cuarto tomo, leí esta deducción final: con Pedro es posible hacer las paces como “con una impetuosa tormenta primaveral que, al derribar árboles de siglos, refresca el aire y, con su diluvio, ayuda a los brotes de una nueva siembra”. Si recordáramos que otro historiador, no sin éxito, compara a Pedro con un revolucionario francés, ¿no llegaríamos a la conclusión de que necesitamos justamente ese tipo de revolucionarios que pueden no sólo derribar lo viejo, sino ayudar a que nazca lo nuevo, y, lo principal, que saben y quieren trabajar, y no sabotear?