Vladímir G. Lidin
Traducción: Marina Berri
Cinco años de tormentas terrestres, cinco años de profecías, de disgregación, de crisis del arte, de la conciencia, de la forma… Un material inconmensurable, una fuente trágicamente inagotable que espera una encarnación artística. Y para la literatura rusa esta tarea se alza con una fuerza particular en los días de las grandes exequias, en los días de Dostoievski. Con todo su sorprendente don profético, con todos los hitos de nuestro propio destino ruso y personal, Dostoievski en nuestros días constituye un legado grandioso.
Las noches blancas de Petersburgo alimentaron toda la convicción mística y sorprendente de su obra. Solo en esta ciudad, en la que la niebla venenosa y las noches blancuzcas se parecen a los días de otoño y a una fantasía delirante, pudieron surgir tan extrañas, enfermizas y geniales alucinaciones y profecías que resuenan por décadas. Hace poco esta misma ciudad acompañó a su última morada al más dulce de sus cantores, Aleksandr Blok, que personifica dos décadas de la vida rusa, desde su primera revolución, pasando por la reacción contra ella y la guerra, hasta la tercera gran revolución.
Pero ¿fue Petersburgo en verdad una ciudad viva, creativa, o fue en verdad solo la ciudad de la desestabilización, que acogió desde las alucinaciones y delirios de Mishkin en el Lado de Petersburgo hasta el magnífico esteticismo de “El mundo del arte”[1]? No en vano Dostoievski eligió precisamente esta ciudad como fondo fatídico del trágico desgarro y delirio de sus héroes, y no por nada escribió Aleksandr Blok:
De repente veo, en la noche neblinosa,
Que, tambaleándose, se me acerca
Un joven que envejece (es extraño, ¿acaso
Habrá sido un sueño?).
Surge en la noche neblinosa,
Y se me acerca directamente,
Y susurra: “Estoy cansado de tambalear por la vida,
De respirar la niebla penetrante,
De en espejos ajenos reflejarme,
¡Y de besar mujeres ajenas!..
Pero ¿vale la pena volver a esta antigua disputa entre los eslavos? ¿Además, a quién le hace falta esta disputa? A pesar de todo, puede que al historiador del arte ruso también le resulte curioso el extraño destino de estas dos ciudades:
Petersburgo, la esteta, Petersburgo, la europea, Petersburgo, la despectiva. Y esta “madrecita Moscú”, que todavía arma discusiones, que bulle, que reflexiona desgarradoramente mientras Petersburgo está confiadamente tranquila y ha entendido todo desde hace mucho.
En realidad, ¿dónde ha estado la literatura durante los últimos tres años? En Petersburgo. Petersburgo ha publicado decenas de libros, mientras Moscú se ha agitado en sus madrigueras, ha lanzado ayes de asombro al ver que Petersburgo logra hacer todo. Moscú no ha logrado hacer nada en tres años, mientras que Petersburgo ha publicado libros en encuadernaciones de lujo. Y, de tanto en tanto, los distinguidos visitantes de Petersburgo han ido a ver la miserable vida moscovita.
En Petersburgo todos son notables. En Petersburgo se encuentra Castalia, la fuente de la poesía. Sobre Petersburgo se extiende la sombra de Pushkin. En Petersburgo hay investigaciones acerca de la teoría de la obra artística y de la lengua poética. En Petersburgo está el brillante y clásico acmeísmo. Y en Moscú está la provincial madriguera de poetas, ciertos “establos de Pegasos”[2], la sombra de la literatura perimida. En Moscú ni siquiera hay “crónica literaria”. Las publicaciones literarias petersburguesas no incluyen una crónica moscovita o dedican dos o tres párrafos de noticias de Moscú junto con noticias de Nizhni Nóvgorod o Kostromá.
Es decir que la profecía de que Petersburgo sería vacua no se ha cumplido[3]. El jinete de bronce hizo sonar en vano los cascos de su caballo. “Vacua’” resultó Moscú, para eterna intranquilidad de los eslavófilos. Petersburgo vive, Petersburgo publica, en Petersburgo fluye la auténtica literatura.
Pero precisamente en esto consiste el eterno pecado de Petersburgo, precisamente en esto radica su trágica vacuidad originaria. Petersburgo siempre se imaginó viva y nunca estuvo viva artísticamente. Sobre Petersburgo siempre hubo un sombrero de copa, pero Dostoievski vio bajo este sombrero la cara aterradora de un doble, y Aleksandr Blok acompañó a la niebla y a la oscuridad petersburguesas al dandi ruso, a quien “no le interesa nada, excepto los versos”.
No conocemos qué se ha acumulado en estos años de tenso crecimiento intelectual, de terrible profundización y de revelaciones cósmicas en la auténtica literatura rusa. Blok calló luego de “Los Doce”, y Andréi Bieli, que, con genialidad, ha hecho saltar en pedazos la forma artística, aún no ha empezado a reunirla. Y, por más tolerancia religiosa que se tenga, es imposible tomar como conciencia artística ese naródnichestvo[4] escita, que tanto prometía predecir y nada ha predicho, y que en todo se ha equivocado. Petersburgo ha hablado durante tres años. Petersburgo ha publicado libros. ¿Y qué ha dado, además de Blok y Bieli? Un estantecito de libros publicados con refinamiento. Un pequeño renacimiento del esteticismo ruso. Una decena de libros eróticos.
Y ese esteticismo no es casual, no es producto de circunstancias ajenas a su voluntad. No, en él se encuentra precisamente el alma de Petersburgo, porque, a despecho de todo el fango ruso, Petersburgo es ante todo europea, esteta e incentiva el erotismo; porque, además de los versos, el dandi también acepta este. Petersburgo es demasiado refinada como para publicar libros de mala manera, y los publica magníficamente.
Miro esos libros, quiero con toda mi provincial avaricia percibir en ellos la auténtica luz de la espiritualidad; no importa que sean solo versos o una decena de libritos de poesía: toda la época dorada de la literatura rusa se encuentra precisamente en esa espuma chipriota, precisamente en ese sonido puro del divino fluir de Castalia. Leo esos libros de poesía y me sorprendo ante la sofisticación de la técnica, la pureza de la lengua, la maestría en la versificación, la facilidad en el manejo de nuevas formas, el auténtico brillo de la literariedad, pero toda la literariedad estaba también en el estético “Apolo”. ¿Y acaso no eran deliciosamente encantadoras y no estaban hechas con maestría las estilizadas falsificaciones del siglo XVIII, que, con su clara tipografía académica, con la magnífica gráfica de nuestros maestros, alegraron nuestros ojos durante todo el decenio comprendido entre las dos revoluciones?
El simbolismo sonó con toda su fuerza en Moscú, pero en Petersburgo tintineó con el suave sonido de las pequeñas moneditas. Ahora Petersburgo nos asegura que suena con toda su fuerza y que nosotros, en nuestro empobrecimiento, ni siquiera le hacemos eco. Cultivamos el imaginismo provincial, ante el cual Petersburgo experimenta un horror europeo, como si estuviera ante un atavismo asiático.
Pero la gran sombra de Dostoievski vaga de nuevo en algún lugar del Lado de Petersburgo y describirá aún un último encuentro con ese gran Esteta que, incluso muerto, brillará con un sombrero de copa en la noche blanca, para parecer vivo todavía.
Pero ¿no reside acaso la fuente de esa sombra en que necesitamos aún cierta “espiritualidad” que no puede ser sustituida ni por la cultura europea ni por el brillo de la maestría consumada?
Amo esta ciudad con la precisión gráfica de las perspectivas de sus calles, con la sensación de su alarmante cercanía al mar, con su auténtica fe en la cultura. Pero, por otro lado, no es un sentimiento de apego al terruño y a la patria el que me obliga a amar más a Moscú y a inclinarme hacia ella con sus callejuelas al estilo de la Piatisobachi, con su vida de madriguera y su auténtica y silenciosa espiritualidad.
Notas
[1] Revista sobre arte fundada en 1899 en San Petersburgo. (N. de la T)
[2] El Establo de Pegaso fue un café literario de Moscú que funcionó desde 1919 hasta 1922. (N. de la T.)
[3] Alusión a una profecía sobre Petersburgo que habría pronunciado la zarina Evdokía Lopujiná. (N. de la T.)
[4] Ideología que surgió en Rusia entre los años 1860 y 1910 que consideraba que la inteliguentsia debía unirse al pueblo para buscar sus raíces y su lugar en el país y el mundo. (N. de la T.)