Julián Lescano
Como recordarán los lectores, en el número anterior de Eslavia inauguramos la sección “Panorama de la literatura rusa contemporánea” hablando de Pável Sanáiev y su novela autobiográfica Entiérrenme detrás del zócalo. En esta ocasión nos propusimos continuar la serie con uno de los nombres más importantes de las letras rusas postsoviéticas, a la vez que una de sus figuras más elusivas: Víktor Pelevin.
Nacido en 1962 de padres que formaban parte de la nomenklatura soviética, Pelevin no vivió, a diferencia de muchos escritores de su generación, su infancia sumergido en el ambiente clandestino de la intelectualidad disidente. Luego de la escuela secundaria entró en el Instituto Energético de Moscú y en 1985 se graduó con honores en ingeniería electromecánica. Llegó a escribir una tesis de doctorado, pero nunca la defendió. En los años subsiguientes —la cronología es confusa, cosa recurrente al intentar reconstruir los hechos de su vida— sirvió brevemente en la Fuerza Aérea Soviética, estudió en el Instituto de Literatura Maxim Gorki (de donde fue expulsado por el formulaico motivo de haberse “distanciado del instituto”) y, finalmente, en un hecho que marcaría el rumbo de su vida, empezó a trabajar en la editorial de sus amigos Albert Egazárov y Víktor Kuplé, donde preparó una antología de los escritos místico-espirituales de Carlos Castaneda. A partir de allí fue editor y colaborador de varias revistas moscovitas como Face to Face y Nauka i religuiia (Ciencia y religión), donde, en 1989, publicó su primer relato “El brujo Ignat y la gente”. Luego vino la colección de cuentos El farol azul, en 1991, pero no consiguió mayor repercusión en los círculos literarios.
El reconocimiento le llegaría recién al año siguiente, con su primera novela, Omon Ra. Esta parodia de bildungsroman, que presenta la gesta de la cosmonáutica soviética como una grotesca y sangrienta farsa, hizo que Pelevin saltara a la fama de la noche a la mañana. El prestigio de Omon Ra se proyectó retroactivamente a El farol azul, que ganó el Premio Booker de Rusia de 1992 como mejor libro de cuentos. Los triunfos se fueron sucediendo: sus siguientes novelas, La vida de los insectos (1993), Chapáiev y el Vacío (1996) y Generation “P” (1999), fueron todas éxitos de ventas y recibieron múltiples premios tanto en Rusia como en el extranjero. Desde entonces Pelevin ha seguido publicando casi sin solución de continuidad, y títulos como Empire V (2006), t (2009), S.N.U.F.F. (2011) y iPhuck 10 (2017) obtuvieron el favor del público así como numerosos premios. Su último trabajo hasta el momento es El arte de los toques de luz, que se editó en agosto de 2019. Además de las novelas y cuentos por los que es más conocido, Pelevin ha escrito ensayos que tratan temáticas que van desde sus experiencias con mescalina hasta las leyendas que rodean al Metro de Moscú.
Y sin embargo, a pesar de todo su éxito, o precisamente debido a él, Pelevin es un escritor que divide aguas. Por un lado, muchos lo ven como el cronista de la nueva Rusia o como un agudo observador de las problemáticas que aquejan a la sociedad contemporánea. Su obra es estudiada en muchos departamentos de filología en Rusia y en el extranjero, e incluso fue elegido como el intelectual más influyente de Rusia en 2009. En un sentido, se ha transformado en un escritor “serio” que es a la vez “popular”. Entre los jóvenes en particular, muchos de sus libros han ganado una especie de estatus de culto, y Pelevin mismo se ha erigido para ellos en ícono de una generación. Su enigmática imagen pública (poco se sabe de su vida privada: casi no da entrevistas en su país y pasa gran parte de su tiempo viajando por países del Lejano Oriente o recluido en monasterios) eleva aún más su estatura mítica. Incluso llegó a decirse que no existe un escritor llamado Víktor Pelevin, sino que se trata del seudónimo que adoptan un grupo de autores, o que sus obras son el producto de la creación de una inteligencia artificial (idea, por cierto, sumamente peleviniana).
En el otro extremo, no faltan quienes lo consideran un charlatán y sostienen que el lenguaje obsceno que emplea y los temas controversiales y de actualidad que trata en sus obras (desde las drogas y el sexo hasta el misticismo oriental, pasando por los videojuegos y el impacto de las nuevas tecnologías) son tan solo recursos efectistas para aumentar las ventas. Cuando el jurado del Premio Booker de Rusia no incluyó Chapáiev y el Vacío entre las mejores novelas del año 1996, el presidente, Ígor Shaitánov, justificó la decisión afirmando que “Pelevin no es un escritor sino un rejuntador de textos” y lo comparó con un virus informático que devora la memoria cultural de Rusia[1].
En realidad Shaitánov alude, si bien de modo peyorativo, a características que son centrales en la narrativa de Pelevin. En efecto, su prosa toma muchas veces la forma de un pastiche en el que conviven slogans publicitarios, citas de grandes obras de la literatura rusa, el slang de la juventud moscovita de los ‘80 y ‘90, referencias a la cultura popular estadounidense, palabras en inglés transliteradas al alfabeto cirílico y palabras en ruso transliteradas al latino… Todos estos elementos disonantes aparecen yuxtapuestos y en apariencia igualados por la mirada ferozmente idiosincrática y por la actitud irreverente e irónica con que manipula algunos de los motivos, temáticas y valores que son considerados tradicionales de la literatura rusa. Semejante iconoclasia hacia algunos de los tópicos más sacrosantos de la cultura de su país le ha granjeado la indiferencia o el desprecio de parte del establishment literario, que lo considera un advenedizo, un mero recopilador de citas de otros, cuando no un profanador del patrimonio literario patrio.
Estos rasgos de la obra de Pelevin lo acercan a la corriente literaria que en Rusia se ha dado en llamar posmodernismo. Según Svetlana Maliavina, el posmodernismo, que aparece con una serie de atributos más o menos reconocibles hacia 1991 (año de la disolución de la URSS), se caracteriza, entre otras cosas, por “la ironía general; el remake: el uso de citas, la estética de palabra ajena, la relectura de la literatura clásica rusa con el fin de la destrucción de los estereotipos; el juego, su principio interactivo y virtual, que tiene una relación directa con el problema esencial que se plantea por la época — el problema de la realidad[2]” (el énfasis es de la autora). Al calor de la participación cada vez mayor de Internet y los medios de comunicación en la vida cotidiana, cobra fuerza la idea de una realidad artificial más auténtica que el “mundo real”, que desaparece detrás de una red de textos, citas, discursos, de los que ya no se puede decir que unos sean verdaderos y otros falsos. De ahí nace la actitud de escepticismo e ironía que es característica de toda una generación de escritores, para quienes ya no hay realidad “objetiva”: tan solo hay relatos, más o menos convincentes, pero todos con el mismo grado de verdad o falsedad.
Esta estética, que tuvo sus antecedentes en escritores de la generación previa, como Sasha Sokolov y Venedikt Eroféiev, tuvo especial actualidad luego de la caída de la Unión Soviética y de la disgregación de un relato estatal que había sido hegemónico por setenta años. Es, efectivamente, la literatura en la que se ve plasmado de modo más acabado el clima intelectual del breve “fin de la historia” de la década de 1990.
Las novelas más importantes de Pelevin son hijas de esta cosmovisión. En ellas, las fronteras entre realidad y ficción se desvanecen: toda realidad es una ficción, de la ficción nace la realidad. La realidad es lo que uno cree que es, o lo que nos hacen creer que es, parecen decir las obras de Pelevin. Y lo único que queda, tras esta serie de develamientos y desmitificaciones, es el vacío sin significado del momento actual. “Para vivir en la verdad”, asegura en una de las pocas entrevistas que ha concedido, “basta con encontrarse en el momento presente. Él es la verdad. No hay otra[3]”.
Tal vez la novela más emblemática de la poética de Pelevin sea Generation “P”, publicada en español con el título Homo Zapiens en 2003[4]. Ya su título original, Generation “П” es indicativo del estilo de Pelevin, en su combinación de una palabra en inglés y una letra del alfabeto cirílico, así como en su reminiscencia a la llamada Generación X y su transformación en la Generación… Pepsi.
El protagonista de la novela, Vavilén Tatarski, cuyo nombre es un compuesto de elementos del escritor Vasili Aksiónov y de Vladímir Ilich Lenin, se hace llamar simplemente Vova: elige renunciar, así, al pasado soviético que su nombre representa. Esta renuncia al nombre se ve acompañada por otra igual de simbólica, que es el abandono de su vocación literaria en favor de una carrera en el ámbito publicitario: al descubrir su talento para adaptar los slogans publicitarios occidentales a la la mentalidad rusa, pasa de ser un artista a un copywriter, un “creativo”. Tal parece ser el destino de los intelectuales y literatos en la economía de mercado de la nueva Rusia. El uso de unos célebres versos del poeta Fiódor Tiútchev como slogan del vodka Smirnoff (que aparece en el fragmento de la novela presentado al final de este artículo) es un ejemplo acabado de la poética de la cita irreverente que mentáramos más arriba.
Nada escapa a esta voluntad desacralizadora: el mismo tratamiento que la literatura decimonónica reciben la ideología socialista del pasado y la liberal del presente. De hecho, es constante blanco de críticas la vacuidad de la vida en la Rusia postcomunista, sobre la que se cierne la sombra omnipresente de la televisión como creadora de una realidad virtual que lleva al Homo sapiens a (in)volucionar en el Homo zapiens (recuerden los lectores el ya perimido zapping).
Así, la humanidad contemporánea no solo es trivial: ha desaparecido bajo el peso de los medios masivos y la publicidad, que se han vuelto la nueva realidad. La única posibilidad que queda para tener algún tipo de experiencia auténtica es refugiarse en las drogas alucinógenas, el budismo zen o la fantástica mitología de la Antigua Babilonia: todas realidades ilusorias, sí, pero más bellas y satisfactorias que la azarosa banalidad de la Rusia de la década de los ‘90. En definitiva, si una novela como Generation “P” es urgente e invitante aún hoy, veinte años después, en latitudes tan lejanas a las que la vieron nacer, es porque el mundo que traza es también el nuestro.
Para finalizar, como botón de muestra del particular universo de este escritor, les dejamos a los lectores de Eslavia un fragmento del capítulo “Gente pobre” de Generation “P”, en traducción propia. En él, Tatarski se encuentra en la barra de un bar, entumeciendo su sensación de vacío con cocaína y alcohol. Al volver a su asiento, sin embargo, descubre que alguien ya estaba allí…
***
En ese tiempo había ganado un compañero de mesa, un tipo de unos cuarenta años, de pelo y barba grasientos, vestido con una estrambótica campera con bordados — por su aspecto un típico ex-hippie, uno de esos que no podían insertarse ni en el pasado ni en el presente. De su cuello colgaba una gran cruz de bronce.
—Disculpe —dijo Tatarski—, yo estaba sentado acá.
—Y sentate, hombre —dijo su compañero—. ¿O necesitás toda la mesa?
Tatarski se encogió de hombros y se sentó frente a él.
—Me llamo Grigori —dijo amablemente su compañero. Tatarski levantó sus ojos cansados hacia él.
—Vova —dijo. Al encontrarse con su mirada, Grigori frunció el ceño y movió la cabeza con compasión.
—Qué temblorcito —dijo—. ¿Andás aspirando?
—Ahá —dijo Tatarski—. De vez en cuando toca.
—Imbécil —dijo Grigori—. Pensalo: la membrana mucosa de la nariz es como decir el cerebro mismo… De dónde salió este polvo y quién se lo pasó por qué lugares, ¿pensaste en eso alguna vez?
—Recién pensaba en eso —admitió Tatarski—. ¿Qué querés decir con eso de por qué lugares? ¿Por qué otros lugares puede pasar, además de la nariz?
Grigori miró a los costados, sacó de debajo de la mesa una botella de vodka y le dio un gran trago del pico.
—¿Conocés quizás a un escritor estadounidense, Harold Robbins? —preguntó, escondiendo la botella.
—No —respondió Tatarski.
—Es un pelotudo. Pero lo leen todas las profesoras de inglés. Por eso en Moscú hay tantos de sus libritos, y los pibes tienen un inglés tan malo. En una de sus novelas aparecía un negro, un cogedor profesional, que se movía a minas blancas ricas. Pues bueno, antes del procedimiento este negro se espolvoreaba la…
—Basta, ya entendí —pronunció Tatarski—. Me dieron ganas de vomitar.
—…la cabeza de su enorme miembro con cocaína pura —terminó de decir Grigori con visible placer—. Me preguntarás: ¿qué tiene que ver este negro acá? Te contesto. Hace poco estaba releyendo La rosa del mundo, la parte que habla del alma del pueblo. Ahí Andréiev dice que es una mujer y se llama Navna. Bueno, después de eso tuve una visión — ella está recostada sobre una roca blanca, como durmiendo, y se inclina sobre ella una vaga figura negra de alas cortas, no se le ve la cara, que se la está…
Grigori se llevó con las manos un timón invisible hacia el abdomen.
—¿Querés saber qué es lo que consumen todos ustedes? —susurró, acercando a Tatarski su cara descompuesta—. Exacto. Eso que él se espolvorea. Y en el momento en que la mete, ustedes se ponen a picar y aspirar. Y cuando la saca, se van corriendo a buscar de dónde sacar más… Y él la sigue metiendo y sacando, metiendo y sacando…
Tatarski se inclinó sobre el espacio que había entre la mesa y el banco, y vomitó. Con cuidado levantó los ojos hacia el barman: estaba ocupado en una conversación con uno de los clientes y por lo visto no había notado nada. Mirando a los costados, vio en la pared un cartel publicitario. En él aparecía representado el poeta Tiútchev con unos quevedos, un vaso en la mano y una manta sobre las rodillas. Su triste y penetrante mirada estaba dirigida a una ventana y con su mano libre acariciaba un perro sentado a su lado. Lo que resultaba extraño, sin embargo, era que el sillón de Tiútchev no se apoyaba en el piso, sino en el techo. Tatarski bajó la mirada un poco más y leyó el slogan:
UMOM RUSSIJU NYE PONYAT,
V RUSSIJU MOJNO TOLKO VYERIT.
«SMIRNOFF» [5]
Todo estaba tranquilo. Tatarski se enderezó. Se sentía significativamente mejor. Grigori se echó hacia atrás y le dio otro trago a la botella.
—Repugnante —constató—. Hay que vivir limpios.
—¿Sí? ¿Y cómo sería eso? —preguntó Tatarski, limpiándose la boca con una servilleta.
—Solo LSD. Solo por el intestino y solo con una oración.
Tatarski meneó la cabeza como un perro que acaba de salir del agua.
—¿De dónde se saca?
—¿Cómo de dónde? —se ofendió Grigori—. A ver, pasate para este lado.
Tatarski, obediente, se levantó de su lugar, rodeó la mesa y se sentó junto a él.
—Hace ya siete años que los colecciono —dijo Grigori, sacando de su campera un pequeño álbum de estampillas—. Mirate esto.
Tatarski abrió el álbum.
—No lo puedo creer—dijo—. Cuántos diferentes que hay.
—Esto no es nada —dijo Grigori—. Acá tengo solo los que son para intercambio y para la venta. En casa tengo dos estantes de estos albumcitos.
—¿Y qué, todos tienen efectos diferentes?
Grigori asintió.
—¿Y por qué?
—En primer lugar, la composición química es diferente. Yo mismo no profundicé demasiado, pero al ácido siempre le agregan algo más. Un poco de anfeta, barbitúricos, cosas así. Y cuando actúa todo junto, el efecto se vuelve acumulativo. Pero igual lo más importante es el dibujo. Hagas lo que hagas no te podés olvidar del hecho de que te estás tragando un Mel Gibson o un clavel rojo, ¿entendés? Tu mente lo recuerda. Y cuando el ácido llega hasta ella, todo sigue su cauce prefijado. Difícil de explicar… ¿Lo probaste una vez al menos?
—No —dijo Tatarski—. Soy más de los hongos.
Grigori se estremeció y se persignó.
—Entonces qué te tengo que explicar —dijo, levantando hacia Tatarski una mirada desconfiada—. Vos mismo debés entender de qué hablo.
—Entiendo, entiendo —dijo Tatarski con desenfado—. ¿Y estos de acá, con la calavera y los huesos, hay alguien que se los lleve? ¿Gente que les guste?
—De todo tipo se llevan. La gente también es de todo tipo, ¿sabés?.
Tatarski dio vuelta la página.
—Uy, qué lindo que es este —dijo—. ¿Es Alicia en el País de las Maravillas?
—Ahá. Pero es una bomba. Veinticinco dosis. Caro. Este es bueno, el de la crucifixión. Pero no sé cómo irá con tus hongos. El de Hitler no te lo recomiendo. Al principio está bueno, pero después no podés evitar tener unos segundos de tormento eterno en el infierno.
—¿Cómo es eso de unos segundos de tormento eterno? Si son solo unos segundos, ¿por qué es eterno?
—Eso lo tenés que vivir vos mismo. Mmsí. Y puede que no lo sobrevivas.
—Entiendo —dijo Tatarski, dando vuelta la página—. Y tu alucinación de La rosa del mundo, ¿con cuál la tuviste? ¿Lo tenés acá?
—No alucinación, sino visión —corrigió Grigori—. No está acá. Era un cartoncito raro, con el dragón derrotando a San Jorge. De la serie alemana “Bad trip de Juan el Apóstol”. Tampoco te lo recomiendo. Son cartones un poco más largos de lo habitual y más finitos, y duros además. Se parecen menos a un cartón que a una pastilla con etiqueta. Mucha sustancia. Sabés, yo te recomendaría este de acá, el que tiene un Rajneesh azul. Suave, buenito. Y va bárbaro con el escabio…
Tres cuadraditos iguales de color lila, entre un cartón con el “Titanic” y una cartón con una risueña divinidad oriental, llamaron la atención de Tatarski.
—Y estos tres iguales, ¿qué son? —preguntó—. ¿Quién es el que está dibujado? ¿El de barba y gorra? No se entiende si es Lenin o el tío Sam.
Grigori emitió un sonido de aprobación.
—Eso es lo que se llama instinto —dijo—. Quién es el que está dibujado, no sé. Pero esta cosa está muy buena. Se distingue porque acá el ácido está mezclado con un metabólico. Por eso empieza a actuar muy rápido y muy de golpe, a los veinte minutos. Y la dosis es como para un pelotón de soldados. No te daría algo así, pero si ya probaste hongos…
Tatarski notó que el guardia de seguridad los estaba mirando atentamente.
—Me lo llevo —dijo—, ¿cuánto?
—Veinticinco dólares —dijo Grisha.
—Solo me quedan cien rublos.
Grisha pensó un segundo e hizo un gesto con la mano.
—Dale —convino.
Tatarski le tendió un billete enrollado como un tubo, tomó el cartoncito y se lo escondió en el bolsillo del pecho.
—Eso es —dijo Grisha, guardando el álbum—. Y no aspires más esa basura. Nunca le dio nada bueno a nadie. Solo cansancio, vergüenza de lo que pasó ayer y sangre por la nariz.
—¿Sabés lo que es el posicionamiento comparativo? —preguntó Tatarski.
—No —respondió Grigori—. ¿Qué es eso?
—Es una técnica publicitaria en la que alcanzaste un grado de maestría envidiable.
Grigori se disponía a decir algo en respuesta, pero no llegó a hacerlo — sobre la mesa se cernía la pesada mole del guardia.
—Muchachos —dijo—, por qué no se van a un antro más oscuro. Tienen cuarenta segundos[6].
Notas
[1] Citado en Чапай, его команда и простодушный ученик / Кафедра (traducción propia del original en ruso).
[2] Maliavina, Svetlana, “Víktor Pelevin. El postmodernismo en la prosa rusa de los 90” en Eslavística complutense, n° 8, 2008, pp. 15-25. Disponible en línea: https://revistas.ucm.es/index.php/ESLC/article/viewFile/ESLC0808110015A/30212
[3] Entrevista a Pelevin para la revista Vogue (1999), disponible en:: Карина Добротворская «Браток по разуму (интервью для Vogue)» / Интервью (en ruso).
[4] Otras obras que han llegado al español son La vida de los insectos (2001), Omon Ra (traducida del inglés) (2003), El meñique de Buda (título en ruso: Chapáiev y el Vacío) (2006) y El yelmo del horror (2006).
[5] Los versos originales de Tiútchev, convertidos en verdadero aforismo en el imaginario popular ruso, rezan: “No se comprende a Rusia con la mente,/En Rusia solamente creer se puede”. Lo peculiar de su uso en la novela, además de con su explotación publicitaria, tiene que ver con que aparecen tal como están reproducidos aquí, transliterados al alfabeto latino.
[6] Пелевин, Виктор, Generation «П». Санкт-Петербург: Азбука, 2015 [Pelevin, Víktor, Generation “P”. San Petersburgo: Ázbuka, 2015].