Iákov Petróvich Butkov
Traducción: Alejandro Ariel González
De todas las capitales del Viejo y del Nuevo Mundo, quizá solo Petersburgo posea la singular comodidad de estar emplazada sobre unos fundamentos vacilantes y anfibios, al nivel del mar. Sus islas, compuestas por pantanos cenagosos, se alzan como una terrible miríada de pilotes, como un gigantesco terraplén sobre el horizonte del Nevá y del terreno salvaje y virgen, semejantes a las colinas de Roma y Constantinopla. Sobre las islas comprendidas entre el Ligovka y el Nievka, crecen a lo alto y a lo ancho edificios que, cuando Petersburgo fue concebida, no eran más que unas pequeñas casitas a la holandesa dignas de una Shliushin[1], pero después, siglo y medio más tarde, incorporaron alas, se ampliaron y, conformando apretadas hileras, asaltaron con sus numerosos pisos el vasto espacio celestial, y todo este espacio, dominado por jaulas sofocantes o frías que reciben el humano nombre de habitaciones, cercado por innumerables recovecos que reciben el alemán nombre de kvartira y el ruso de jvatiera[2] –en especial las líneas más cercana al cielo, la más cercana al pantano y la directamente hundida en el pantano-, está abarrotado de gente diversa que constituye la particular humanidad petersburguesa y se expresa en el particular dialecto petersburgués. En el medio, entre la primera y la última de las líneas mencionadas, habita ya no con estrecheces, sino con espacio, confort y comodidad la parte dichosa de esa misma humanidad, llamada propiamente Petersburgo.
Y a pesar de la insignificancia numérica de esa parte dichosa, es ella exclusivamente la que pasa por Petersburgo, por todo Petersburgo, como si el restante medio millón de habitantes nacido en sus sótanos, en sus buhardillas, que respira aire pantanoso y se cura con vapores pantanosos, no significara nada y ni siquiera existiera; cuando se habla del movimiento unánime de Petersburgo, del pensamiento, de la opinión, de la alegría, de la aflicción, de los placeres y ocupaciones de Petersburgo, se entiende el movimiento, el pensamiento, la alegría, la aflicción, los placeres y las ocupaciones de esa única línea del medio, y cuando escriben libros, los escriben para esa línea del medio, y si en los libros se describen personas y acciones, dichas personas, sin falta, “bajo riesgo de una multa considerable”, deben pertenecer a la línea del medio, y las acciones tener lugar en la línea del medio, pues de otro modo el libro será insensato, sucio, y el autor del libro un campesino que no conoce el gran mundo y los modales galantes.
¡Pero que sean por siempre sagradas e indestructibles las ideas, las enseñanzas y las condiciones relativas a la dichosa línea de toda Petersburgo! ¡Que esta crezca en anchura, profundidad y altitud, que se afirme más y más en sus pantanos e ideas fundadas sobre sus islas y pilotes! Aquí no hay contradicción ni idea de contradicción, y si se ha dicho una palabra sobre un objeto tan elevado como la línea del medio, ha sido en el sentido de expresar conformidad con todas las exclusividades que le conciernen.
Las personas que ocupan la línea más cercana al cielo antes mencionada, o las Cumbres de Petersburgo, tienen en la vida mucho en común con los habitantes de los sótanos y de las plantas bajas, con el Bajo Petersburgo; sin embargo, entre ellos son más las diferencias, y por eso si el hombre de arriba se traslada a los del medio o a los de abajo, su traslado será involuntario, ocasionado por circunstancias incidentales o que no dependen de él. El hombre de arriba sigue siendo en todo sitio hombre de arriba, a todas partes lleva sus ideas y sus pasiones. En general, el descenso del hombre de arriba es producto de dos causas principales: o bien se enriquece y ocupa el piano nobile, llenándolo con su ambiente, en el que reina el antiguo orden hasta que, poco a poco, la influencia de otro ambiente, el ambiente de los habitantes autóctonos del piano nobile lo atrae hacia su órbita, o bien, tras entregarse a algún oficio útil –como por ejemplo la composición de proyectos para la transformación radical del Universo, o simplemente la composición de denuncias y delaciones, o, más sencillamente, el reparto del pequeño capital acumulado tras irreprochable servicio al Estado, en partes, entre manos leales, bajo una garantía segura e incombustible, al diez por ciento mensual-, pasa al hábitat de las gentes de abajo, artesanas, a quienes puede ser más útil, y se instala en un piso bajo o en un sótano. Hay también otras causas por las cuales un hombre de arriba se convierte en habitante del Bajo, pero esas causas son eventuales, secundarias, y no guardan relación alguna con las particularidades y originalidad de los pobladores de las Cumbres de Petersburgo; además, “a cada Senka según su gorro”, dicen en esas Cumbres, y “a Senka se lo reconoce por el gorro”[3], decían los antiguos moscovitas que inventaron ese proverbio; por lo tanto, vaya a donde vaya el hombre de arriba, nunca pasará desapercibido, aunque ya no sea por el gorro; hoy todas las cabezas están cubiertas por gorros idénticos, pero de todos modos será reconocido.
El ascenso del hombre de abajo hacia las Cumbres de Petersburgo, como todo ascenso, es incomparablemente más dificultoso que el descenso desde allí al Bajo Petersburgo. Las gentes de abajo, cual plantas de pantano, se aferran con fuerza a su terreno, y este las retiene. Sus asuntos, opiniones, esperanzas, pasiones y anhelos tienen como liza exclusiva y constante la tierra; entre ellas no hay poetas que se remonten con el pensamiento a las nubes, ni ambiciosos que fantaseen con los pisos superiores; se trata, en una palabra, del rural género masculino, de gente apegada a la tierra.
Pero hay entre ellos seres que demuestran a las claras que no son plantas palustres ni están apegados a la tierra: es el liviano y etéreo género femenino, cuyos rasgos son idénticos en todas las líneas –la de encima del pantano, la próxima al pantano, la que está en el pantano y la de debajo del pantano-; a diferencia de los hombres, no se distinguen por sus ideas, provecho o anhelos; todas tienen por doquier una única idea –el amor-, un único provecho –en el amor- y un único anhelo –el amor-, y este, el amor, extraño sentimiento que la razón y el egoísmo masculinos ya hace mucho han desdeñado y desechado como ocupación inconducente, saca a menudo a la mujer de las entrañas de esa existencia anfibia y, elevándola a las Cumbres de Petersburgo, la obliga a amar en el primer piso, a maldecir el amor en el segundo, a sufrir por el amor en el tercero, a negociar el amor en el cuarto, a arrepentirse y morir por las consecuencias del amor más arriba aún, bajo el mismísimo tejado, en un sitio que no lleva siquiera el nombre de piso, sino otro sencillo: el tabuco de arriba.
Estos extraños habitantes de las celestiales cumbres de Petersburgo ocupan el puesto más destacado en los siguientes bosquejos, bosquejos que adrede no han recibido el nombre de “Bosquejos de Petersburgo” o algún otro relacionado con Petersburgo en general. Aquí actúan personas singulares a las que, acaso, Petersburgo ni siquiera conozca, personas que componen no la sociedad, sino la masa; pero, por más que sea una masa, se trata de una masa genuina, no de una impasible o absurda que se mueve por el olfato, sino que sabe dominar pasiones y deseos mediante el positivo principio de la sabiduría, la experiencia y la dependencia cotidiana de los habitantes del medio y de abajo, de las pasiones ajenas y de las circunstancias ajenas. En esa masa hay personas cuyas aflicciones y alegrías vienen definidas por el precio de la carne, cuyos sueños vuelan por los patios con leña, cuyas esperanzas se concentran en el primero de mes, cuya ambición aspira a un apartamento a cuenta del Estado, cuyo amor propio, a estrechar la mano del administrador o del jefe de sección, cuya voluptuosidad, a la confitería; hay personas, muchas personas, que se enorgullecen de trabar conocimiento con una corista, que se jactan de gastar en el almuerzo dos rublos de su sueldo, que caen en éxtasis por los paseos en Ekaterinhof[4], que se desaniman por el súbito renacimiento de sí mismas en la figura de un pequeño niño.
Y allí, en las tinieblas de una existencia que Petersburgo desconoce, reluce en ocasiones, cual penetrante rayo, una idea que, expresada no con nuestras palabras, descendida al ámbito de esa sociedad que habita cerca de la tierra y se apega a los intereses mundanos, quizás podría tener un efecto benéfico sobre dicha sociedad; pero allí está condenada a entumecerse y a desaparecer en las mismas tinieblas. Y si de vez en cuando se desliza en alguna obra literaria, no lo hace sino como contrabando, revestida en extrañas imágenes, y en esas imágenes, ora fantásticas e inverosímiles, ora aburridas de tanto repetirse, es irreconocible no solo por el lector indiferente, el cual, sin dar por sentadas circunstancias especiales, exige al libro ideas y claridad conceptual, sino también por el juez severo que recorre presuroso el libro con la obligación de descubrir en él un sinsentido, e incluso por aquel que, con la atención siempre despierta, observa que en él no haya más que sinsentidos.
Notas
[1] Nombre familiar de la ciudad de Shlisselburg, sobre el lago Ládoga.
[2] Se trata de la palabra ‘apartamento’, que llegó a Rusia con la construcción de San Petersburgo. Hasta entonces, en Rusia no existía ese tipo de vivienda, por lo que se tomó la palabra holandesa kwartier. La dificultad de los rusos para pronunciar esa palabra queda reflejada en el “nombre ruso”.
[3] ‘A cada Senka según su gorro’, proverbio ruso que, aproximadamente, significa ‘a cada cual según sus merecimientos’. ‘A Senka se lo reconoce por el gorro’, proverbio que denota la presencia de rasgos característicos que permiten identificar a una persona. Hemos tomado la decisión de traducirlos literalmente para que no se pierda el juego del autor con ambos proverbios.
[4] En el Parque de Ekaterinhof se organizaba cada 1º de mayo una gran fiesta popular. Asistir a ella era señal de buen tono.