Negación del luto

Serguéi Shargunov

Traducción: Julián Lescano

(Publicado con la autorización del autor)

La pobreza no es un epílogo. El pueblo ya no necesita literatura seria. No es difícil darse cuenta: en el metro, una de cada tres personas está perdidamente sumergida en un tomito reluciente. La cultura de masas se cobra lo suyo. Con un grito infernal despedazan al consumidor la televisión, Internet, la nueva novela de Dashkova[1]… Las razones son conocidas por todos. «No importa cuánto alimentes al lobo, no deja de mirar el bosque». En cuanto el abanico de lecturas pasatistas se amplió, las masas, a las que se les imponía la literatura, le dieron la espalda.

Pero la cuestión es que todo lo que sucede tiene una relación condicional con un genuino, profundo sentimiento artístico. Sí, el «lobo» (el hombre medio) prefirió lo obvio, al instante captando con su olfato la llamada del bosque salvaje. Pero como tipo, aullando y sacando los dientes a través de los siglos, el «lobo» sigue siendo más significativo e interesante que cualquier texto, por más incomparable que sea.

El arte realmente pertenece al pueblo, más de lo que pueda uno imaginarse. El pueblo no pierde sus deslumbrantes talentos y fuerzas naturales. No pierde sus bellezas interiores. Y los chiquillos que bajo mi ventana, moldeando una blanquísima bola de nieve de enero, a voz en cuello dicen figuradamente de la nieve: «¡Gérych!» (heroína), están imbuidos del vivo lirismo innato de las tatarabuelas cuentacuentos…

Los escritores postsoviéticos deberían sentir vergüenza de referirse a su falta de demanda por parte de las masas. Y en la Rusia prerrevolucionaria, ¿la aldea analfabeta (la mayoría) leía acaso en los clásicos rusos algo sobre sí misma, sobre la aldea? ¿Y no es evidente que el pequeño burgués urbano se apresuraba a comprar no Petersburgo de Bieli, sino Las aventuras de Nat Pinkerton[2]?… Al igual que antes, no es la demanda de las masas lo que define la importancia de un texto, sino el talento del escritor. ¡Cuántos solo después de su muerte obtuvieron reconocimiento! Y toda la literatura mundial, la que llevamos a cuestas, desde que ―verán ustedes― las masas dejaron de leerla, ¿qué, pierde valor, desaparece? Como siempre, ocupan su pedestal todos, Oléinikov[3] y el antiguo Catulo, y no se desvanecen, sea cual sea el porcentaje de sus lectores actuales.

Lo más doloroso para las «plañideras de la literatura» es su situación económica… Sí, en una sociedad desideologizada la literatura no es rentable. Mientras que, en la ideologizada, se escribía sobre el escritorio… y de ahí directo a un cajón. ¿Y es necesario recordar que Mozart fue arrojado a una fosa común, que innumerables escritores, incluidos los emigrantes, vivieron una existencia miserable (el compasivo Bunin repartió su Premio Nobel entre sus colegas y él mismo murió en la pobreza)?

Un clima familiar para las artes. Selección de talentos por vocación, no por afán de lucro. El talento es único, evidente, el talento no se pierde. Bertrand Russell era aún más radical al afirmar que, si se aprobara una ley por la que a todo autor que escribiera su primer libro se lo metiera en la cárcel por seis meses, solo los buenos escritores tomarían la pluma. ¿Y entonces qué? «Es una época poco creativa», lloriquean los literatos de la nomenklatura, tras pasar de príncipes al fango y revolcándose sin alegría en él…

Hablando en general, la pobreza es poética. Bendita pobreza. La claridad de un friolento amanecer, la cercanía con la naturaleza, con las inocentes huellas de cabras y perros sobre la arcilla, llenas de agua y de cielo, la delgadez, casi la disolución… «Huir» de la prosperidad desbordante de delirio, de las «preocupaciones del mundo espectral»[4], de los problemas de las fiestas virtuales es algo encantador y saludable para el escritor. Puede uno, por otro lado, quedarse donde está. No huir a ninguna parte. Recuerdo que en Hambre, de Knut Hamsun[5], el héroe, hambriento y agotado, escribe febrilmente en el ambiente insoportable de una ruidosa casa ajena, en precarísima situación, y, a solas consigo mismo, en tranquila soledad, se pierde. Su soledad se agudiza aún más en medio del alboroto, es una soledad combativa, no está relajado, inmerso por completo en la lucha.

El ricachón es, por definición, un mediocre. ¿Qué es el lujo? Estúpida saciedad, obesa vulgaridad, náusea. La literatura son los hambrientos y sedientos. Un fino pincel de vetas azules sobre la tosquedad de madera del escritorio, en lugar de una gruesa manota sobre un muslo que se desparrama obscenamente… En un polo: el hilito desgastado del crucifijo querido o sencillamente «ay, ay, sin la cruz»[6], ahumados cuellos de patíbulo. En el otro: una vomitiva cadena de oro, una piedra de molino infernal… Imágenes elementales.

Pero de ningún modo quiero decir que el lugar de un escritor esté en un rincón polvoriento y miserable. En lo personal estoy convencido: idealmente, es un escritor quien tiene derecho a dirigir el Estado. El escritor posee lo principal: poder de descripción. Por sí solo, el «especialista encargado» es un gusano ciego. Él es quien es intrínsecamente peligroso. Es la matrioshka de la oficialidad, cuando no hay hombre, sino que hay una percha y campera debajo de campera. No sabe de la vida y la muerte, no conoce la fuerza de la palabra ni podrá comprender el sentido fundamental de la belleza que quita el aliento. En Jlébnikov «al corazón arroja flores» la libertad desnuda, el enloquecido «pueblo autocrático» camina a su paso[7]. Briúsov creía que todos debían hacer latir sus corazones al ritmo de la poesía. Gorki, que se podía enseñar a todo el mundo a ser escritor. Habrá a quien estos juicios le parezcan románticos, poco razonables. Sin embargo, tras ellos se esconde un reclamo. Los escritores, sin decirlo abiertamente, de a poquito, confiesan: «Podríamos. Nosotros lo haríamos». La verdad es que el papel alcanza a la pluma, no solo «la pluma al papel»[8]: este es el sentido del verdadero poder. El pueblo —víctima y amante de la poesía— es irracionalmente sabio, dispuesto a reconocer en el otro a un igual. El pueblo le pertenece al arte. Esta es la solución al enigma de Rusia.

¿Cuál es la conclusión? ¿Cuál es el papel del escritor? Antón Chéjov, en las memorias de Iván Bunin, proclama: «El escritor debe ser un mendigo… ¡Ah, qué agradecido estoy al destino por haber sido en mi juventud tan pobre!». Y el mismo Chéjov: «El escritor debe ser fabulosamente rico, tan rico que podría… comprarse todo el Cáucaso o el Himalaya…». Y aquí no hay contradicción alguna, sino una «dialéctica sublime». Reclamarlo todo y conformarse con poco.

Agonía del posmodernismo. Está muy extendida también la opinión de que para la literatura es fatal el «experimento posmodernista». El posmodernismo pareciera ser incompatible con la existencia misma de la literatura. Convengamos en que el objeto de nuestros razonamientos no es la elucidación del nivel de talento (en ocasiones indudable) de uno u otro autor. Lo que nos importa es la esencia del posmodernismo, su lógica interna.

A una persona de la nueva generación rusa no se le ocurriría parodiar la realidad circundante que le es propia, menos aún a través de las muecas de un período soviético que no le es propio. En esto consiste la prerrogativa exclusiva de los posmodernistas. En esto reside la razón de su aparición, y su papel es el de abrirle el paso y cacarear un nuevo tiempo histórico. Los posmodernos son un reloj que ríe. Riendo, se separan del pasado. Riendo, recelan del presente naciente. Con los mismos nervios grazna Mowgli, que creció en la espesura de la selva, cuando sale de sus límites. Pelevin tituló un capítulo de La vida de los insectos[9] «Bosque ruso» (una novela de L. Leónov[10]). Sorokin[11], escritor del ambiente bohemio de los años soviéticos, es casi tan contemporáneo como A. Voznesenski con su poema sobre Internet[12]

El proceso posmodernista es global, no se limita al antiguo espacio socialista. En todo el mundo, con la desaparición de la bipolaridad posterior a la Guerra Fría, se vienen abajo y desmoronan irónicamente los bastiones antaño tan agresivos. El omnipresente posmodernismo es una distensión cultural, resultado de la apertura, del cambio de escenario. Pero en lo que hace a la realidad contemporánea, es una risa desde fuera, una reacción de los «inadaptados».

En cuanto a las proverbiales masas, en el mejor de los casos han oído hablar de Pelevin y Sorokin. Los leen los estudiantes de Humanidades. «¿Y bien?», les preguntaba yo. Y siempre en las respuestas se deslizaba la indiferencia. Sorokin casi no hace daño a la literatura, se habla de él con una sonrisa desdeñosa. Tanto él con sus heces remanidas, como Pelevin con sus «artes marciales orientales» pueden lograr el éxito personal, pero no una revolución en la literatura. Las obras posmodernistas son un número de circo, un truco. Estás atento, esperando con la cabeza en alto: ¿qué más se le ocurrirá, con qué más nos sorprenderá? El posmodernismo como tendencia está manifiestamente agotado, no le queda más que desecarse.

Un joven está incrustado en su entorno y en su época, mira el mundo con frescura, sea lo que fuera que haya pasado antes en el mundo… Los dos hermanos mayores (Pelevin y Sorokin) se ríen a carcajadas del indefenso padre Noé (la literatura tradicional), pero el más pequeñito no quiere reír. Se avecina un cambio en la risa. Se avecina un nuevo realismo.

Me podrán objetar, con sepulcral sensatez: ¿tiene sentido siquiera discutir perspectivas literarias? De acuerdo, la preferencia del lector por la lectura barata está en el orden de las cosas, pero la actitud misma hacia el escritor en Rusia, antes casi reverente, está siendo sustituida casi por el desprecio… La literatura ha quedado pulverizada como fenómeno. La cultura de masas recorre triunfal el mundo, dejando huellas monstruosas. Y este es el destino de la humanidad. ¿Qué responder a esto? Yo estoy en contra de ese camino, estoy a favor de poner palos en las relucientes ruedas de la civilización. ¡A favor de la imposición de la literatura! Pero, ¡ay!, imposible no admitirlo: en la sociedad moderna, la literatura está condenada al localismo. La literatura ha perdido su antigua influencia, se desarrolla en condiciones como de reserva indígena…

Y entonces uno se pregunta: ¿sobrevivirá la literatura? ¿No la desechará la realidad como una serpiente su piel?

La respuesta es sencilla: sigue existiendo un conjunto vivo de personajes. Mientras haya personajes, no le pasará nada a la literatura. El realismo no se agota. El realismo, renovándose sin cesar junto con la realidad misma, sigue siendo mágicamente más joven que el posmodernismo. El tipo conserva rasgos familiares (ya sea a la manera de Fonvizin, ya a la de Thackeray), el tipo está vivo, es fascinante observar los cambios que se producen en él a la luz de las nuevas circunstancias. ¡He aquí los verdaderos innumerables trucos!

Constantemente oímos hablar de la amenaza de que la juventud olvide la literatura: los jóvenes ya no conocen ni leen a los clásicos, para ellos los clásicos rusos son anticuados, aburridos… Está claro que quienes gritan más fuerte sobre la irrelevancia de la literatura del pasado son los mismos posmodernistas, y son ellos quienes la arrojan de su «vapor de parodias[13]»… Sorokin prorrumpe en parodias de la prosa de Tolstói y Dostoievski, hace muecas con los pareados de Pasternak y Ajmátova… Pero surge la pregunta: ¿para qué lector son tales empeños? Si seguimos seriamente la lógica de los posmodernistas (barbarie generalizada, literatura arcaica), entonces, por el contrario, solo llaman la atención del lector sobre lo «arcaico», le infunden interés. ¿Quizás seguirán parodias de Iazýkov? ¿De Trediakovski[14]?

Los posmodernos, cuanto más avanzan, más se revelan no como una fuerza purificadora, sino como un círculo de crítica literaria que lanza risitas inofensivas. En términos de intereses, este círculo es superarcaico. ¿Pero cómo puede ser? Si lo que parodiás está obsoleto, entonces tu parodia es doblemente arcaica. El posmodernista es una serpiente que se muerde su propia cola.

El problema del posmodernismo tiene aun otro aspecto. Es el nivel de la metafísica de la literatura o, mejor dicho, de su fisiología. La risa pop es ajena al organismo de la literatura: la literatura empieza a sacudirse con náuseas, y se puede ver en los propios posmodernistas que se están forzando a sí mismos al ajustarse a una cierta norma de estilo. Escribir en serio sería también para ellos más fácil.

¿Cuál es la diferencia entre un escritor y un filisteo, entre la literatura y el folletín? Si sos el rey, viví solo. No es una cuestión de evasión, ni de una reclusión literal (podés mezclarte con la multitud), sino de visión. Un escritor auténtico es a los ojos del folletinista un «idiota», un defectuoso. No se limita a coquetear con la realidad, sino que propone la suya propia. El folletín es la mirada mudablemente ociosa del público… El escritor, en cambio, ve su objeto ya en relieve, ya de manera difusa, pero como algo personal, es decir, seriamente.

El escritor es siempre serio. Esto no significa que esté ceñudo, obstinadamente concentrado, moralmente calibrado. Su seriedad se diferencia incluso de la seriedad gris, de la superficial adecuación cotidiana. Pero «como creador te sobrevivís a vos mismo; dejás de ser tu propio contemporáneo» (Nietzsche[15]). La auténtica literatura no es adecuada para el lugar común, mientras que el folletín sí. El folletín solo se beneficia de las palabritas corrientes. El folletín debe ser adecuado al público, incluso a la vulgaridad…

Las palabras del folletín son serviles, mientras que una obra verdadera se define por la independencia del autor, la frescura del estilo, y el éxito aquí se consigue precisamente en la ruptura con el lugar común. (Al mismo tiempo, un texto genial puede consistir enteramente en clichés conscientes, y esta será la mejor manera de deshacerse de ellos, la victoria sobre ellos. Zóschenko[16] se subía al lugar común; en su obra el lugar común, en esencia, se parodia a sí mismo).

El procedimiento de la alusión irónica no es nuevo. Baste recordar el Evgueni Oneguin con sus parodias directas de otros poetas. O —la mayor concentración de esta técnica— los inquietantes Cantos de Maldoror de Lautréamont, en los que este de tanto en tanto parodia con elegancia textos de Baudelaire, Byron, Lamartine, de modo que la personalidad del autor (Isidore Ducasse) se disuelve en citas. Pero, como resultado, la posmodernidad se supera a sí misma. Lautréamont pasa a la máxima seriedad. Rechazando una jocosidad superficial, se afirma en una venenosa amargura: «Doy testimonio: en nuestro mundo no hay nada de qué reírse». «Las habituales maneras escépticamente burlonas» son lo que hay que superar. De ahí la conclusión: «La poesía se halla en todo lugar donde no esté la estúpida y burlona sonrisa del hombre con su cara de pato» (Los cantos de Maldoror[17]).

El realismo —el «posmodernismo del posmodernismo»— es ineludible. A través de las capas de parodias, el hombre nuevo (incluso el bárbaro: tanto mejor) descubre un firme principio fundamental, redescubre la tradición literaria. El objeto de la parodia resulta ser valioso en sí mismo, y lo demás irrita como un malentendido.

La observación atenta lleva a una conclusión: en los textos de la generación de veinteañeros predomina el espíritu de lo serio, que se diferencia absolutamente no solo del posmodernismo, sino también de los experimentos con el «stiob»[18] de la generación tardosoviética, tan solo una década mayor. La literatura puesta patas arriba está condenada. La terminarán volviendo bruscamente a su sitio.

Se puede profetizar: quedará en nada también la abundancia de textos psicodélicos y fantásticos. La literatura estará libre de factores distractivos (la «opacidad» habrá pasado de moda…). Habrá ficción creíble. Ya hoy en día resultan inútiles los densos sinsentidos psicodélicos. Son repugnantes los textos pretenciosos en los que bestias mutantes devoran los interminables cabellos de algún Mao… Es irrelevante la retirada al aburrido «cosmismo»… La realidad se supera a través de la gravedad terrestre.

¿Un nuevo «Renacimiento ruso»? No podemos dejar de recordar el tema del «compromiso social»… Los escritores se dispersan como dos rebaños en dos estepas áridas y mediocres. No se juzgan uno al otro desde posiciones artísticas. Es evidente un primitivismo en los enfoques. Se trata, por supuesto, de una herencia histérica: la escritura organizada, o incluso dos facciones, dos escrituras, pero no el propio escritor como individuo contradictorio.

Pero aquí surge un giro repentino. En el marco del régimen soviético, lo natural era precisamente el carácter alocado, perverso del enfrentamiento literario. Los bandos estaban lejos de la separación estándar «conservadurismo-progresismo», y su enemistad hasta el día de hoy se ha mantenido, aunque burda, caótica, viva… La división en la literatura nacional no parece completa e irreversible, no se han formado los sectores despiadados de la «corrección política» y la «marginalidad».

Para justificarse, para confirmar la legitimidad de su escaramuza, los literatos a menudo se refieren a la tradición. Siempre ha habido dos polos cívicos antagónicos —señalan, apuntando a la enrevesada querella entre «eslavófilos» y «occidentalistas». Es aquí donde empieza lo más interesante. En efecto, ciertas circunstancias emparentan a los adversarios literarios de los tiempos soviéticos con los «eslavófilos»/«occidentalistas». No se trata solo del trasfondo totalizante del Estado, sino también de la misma rústica originalidad de los «antepasados», la misma extravagancia, el mismo desarrollo del duelo muy distante de la clásica batalla occidental. Aun con toda la dolorosa virulencia de las críticas, se producía una interpenetración ideológica: el petrashevo se convertía en buscador de Dios, se unían la rebelión anarquista y la idealización de la Rus prepetrina[19].

Nuestra atención se centra no tanto en el duelo en sí como en su desenlace. Los investigadores (en particular, el historiador Mijaíl Agurski) llaman criatura de los «eslavófilos»/«occidentalistas» a la «Edad de Plata», el momento en que las dos tendencias ideológicas se fundieron con un chapoteo en un solo caudal libre. La antigua ridícula especificidad salva la literatura rusa. Alexandr Étkind reflexiona con detalle y fundamento acerca de la paradójica síntesis de los rasgos de los dos campos opuestos. Así pues, conviene trazar una analogía. Una analogía mezclada con esperanza, tanto más apropiada cuanto que la generación artística venidera (tomo nota de ello) es indeciblemente más ecléctica y desinhibida que la anterior. Como se sabe, la flor del «Renacimiento ruso» fueron los nacidos a fines del siglo XIX, en los años 80 y 90. Y he aquí la generación que apareció un siglo después, en vísperas y en la cresta de la perestroika…

Ha surgido un nuevo contexto, en el que el escritor está lejos de sesgos y de corazas ideológicas. La propia confrontación geopolítica ha cedido ante otras opciones. Y no se trata de unipolaridad. El «triunfo de EE. UU.» es una victoria pírrica. Se ha quebrado el cuerno soviético, en el que se apoyaba el cuerno estadounidense; se ha roto el equilibrio; el mundo se vuelve indisciplinado, políticamente incorrecto, colorido en todos los sentidos. La literatura rusa, a consecuencia de sus insondables trayectorias, corre el riesgo de encontrarse a la vanguardia de este nuevo proceso. Para la literatura, es una oportunidad de auténtica libertad no aplastada por la tendenciosidad.

Enfoco mi atención en Rusia, donde el desarrollo de la tendencia promete ser especialmente revelador. Este proceso tiene en cierto modo un carácter derivado (nos llegan olas de casi medio siglo de antigüedad, en particular, el boom existencialista), pero, como se sabe, los rusos imitan a los franceses, y estos examinan asombrados el resultado.

La sociedad ideológica compuso diversas historias distractivas, dirigidas sobre todo a los jóvenes. Ahora la misma juventud resulta estar completamente desnuda ante la muerte, sin nada que la proteja. Se ha reducido la antigua distancia entre una persona y su desaparición personal. Cuanto más nítida es la muerte, más imprecisos son tanto el hombre mismo como su «entorno». En condiciones en las que todo esquema social se convierte de hecho en una pesadilla y los padres solo pueden justificarse impotentes, los hijos reciben una lección: el fiasco de las concepciones ideológicas como balance del siglo XX en Rusia.

Sin embargo, es en las nuevas condiciones ideológicas donde la prosa no tiene otro camino que el realismo (de la futura poesía debemos esperar tintes acmeístas y un incremento de la narratividad). Así como la comprensión de la «vanidad» confiere a la personalidad una fuerza salvaje y promueve un vigor despreocupado, la extinción de ideologías y esquemas sociales estetiza la realidad liberada. La realidad vuelve a ser exteriormente atractiva y sus escamas destellan con brillo solar…

El hombre es incapaz de superar la desbordante, mortífera realidad. Pero es posible distinguir dos intentos de «vengarse», muy similares a nivel subconsciente. O bien realizarse, adquirir cierto «status», llegar a dar el salto por encima del pozo negro. O bien duplicar la realidad, clonándola en el arte (el mundo de lo ideal). Aquí es donde se revela el sentido especial del método realista. El realista atrapa y «teje» el tiempo en la escena del crimen.

El estilo. Pero si tanto el posmodernismo como los grilletes ideológicos son problemas temporales, discierno una amenaza más sutil por parte del Estilo. Hace poco, un miembro del jurado de uno de los principales premios «de calidad» confesó que le había costado emprender la lectura de las novelas incluidas en la short-list. Pero se obligó a hacerlo, para luego exhalar cansado: claro, estamos acostumbrados a la claridad de Chéjov, pero todo cambia, ahora se imitan los modelos occidentales, hay que tenerlo en cuenta… ¿Es apropiada esta cansada resignación? Después de todo, no es esta la primera repercusión. No sin razón muchas almas sensibles (amantes y defensores de la literatura) se me han quejado de que son incapaces de atravesar textos presuntuosamente denominados de calidad…

No nos referiremos a nombres ni cosas individuales. Pero mientras Pelevin y Sorokin entretienen como pueden, sus «oponentes» son acartonadamente insulsos. «¿Qué, están matados?», podría gritar uno en el lenguaje de eslogan de un teenager. Comprendo lo complejo y contradictorio de la esfera literaria, y aun así: en la verdadera prosa siempre hay vida y vuelo. Chéjov, Bunin, Gorki, Kuprín. Personajes, trama, colores, imaginería… La prosa «de calidad» de hoy en día está casi desprovista de arte. Un amontonamiento de frases complejas y descoloridas, vulgaridad, mezquindad, grasienta antipoesía… Inarticulada «cotidianidad», albóndigas rancias… Y se alarga y se alarga, frase tras frase —¿sobre quién?, ¿sobre qué?— la fangosa prosa…

En las tontas novelitas de folletín (ese arte rupestre) ¡cuánta más frescura! También Akunin se perdería —sí, tiene un estilo elegante e inteligente— si no fuera por la forma detectivesca, que refresca sus textos e incluso, de alguna manera… los ennoblece.

Mientras tanto, nuestros «verdaderos» literatos pasan día y noche escupiendo sobre Pelevin y Sorokin. Estos dos han sido elegidos como símbolos de la degradación. Sus recursos literarios, dicen, no son representativos sino nominativos. Pero, ¿existe realmente un trigo que pueda separarse de la «paja de Pelevin» y de la «basura de Sorokin» (o lo que sea que escriba S.)? ¿Dónde está, en qué graneros? Al parecer, se da por hecho que, en respuesta a los posmodernistas (que son considerados populares, baratos), se han creado algunas obras que han escapado a la atención del público. Pero finalmente el problema no está en la ceguera del lector, seducido por el posmodernismo, sino en la falta de una alternativa realmente de calidad. Y esto en absoluto es culpa de las revistas, que fomentan cualquier atisbo de talento, esforzándose al máximo por salvaguardar la literatura…

Personalmente, me queda claro de dónde proviene la difusa opacidad de algunos prosistas tardosoviéticos. De los complejos pre-perestroika, de sus intereses y experiencias «reprimidos» y despectivos para con lo cotidiano.

Conocemos variantes extremadamente diversas del arte. El arte es un arbusto que florece desbocado y salvaje, donde están tanto la espina del mal como la flor brillante y la hoja pálida. Quien gusta de esta variante lucha por la eliminación de cualquier obstáculo al arte. Conocemos otro arbusto que brilla con la poda ideológica: un arte truncado, condenado a las tijeras sibilantes del jardinero. El jardinero fija las coordenadas para el arte y quita todo lo que las sobrepasa.

Pero en realidad, tanto si el arte es pleno como si está sujeto a torturas, e incluso con una indiferencia declarada hacia el lector-espectador, a fin de cuentas, tanto las raíces como el suelo permanecen los mismos. El suelo es la realidad. Las raíces son las personas.

Miremos de cerca. Entre la exuberante variedad de colores está el capullo del realismo. El realismo es la rosa en el jardín del arte.

Repito el conjuro: ¡nuevo realismo!

A la prosa de los jóvenes regresan el ritmo, la claridad, la concisión. Una alternativa al posmodernismo. La realidad se develará, la langosta perecerá, de nuevo respirará el espíritu de la vieja literatura tradicional.

Hay que decirlo claro: la literatura es inevitable.

Notas

[1]      Polina Dashkova (1960), exitosa escritora rusa de novelas policiales. (N. del T. esta y todas las subsiguientes).

[2]      Petersburgo (1913, revisada en 1922) es una novela del escritor Andréi Bieli, célebre por su elaborada prosa simbolista, que ha sido comparada con el Ulysses de James Joyce. Las aventuras de Nat Pinkerton es una serie de novelas policiales escritas por diversos autores, en ocasiones de manera anónima, publicadas a comienzos del XX. Evaluadas negativamente por la crítica, gozaban de gran popularidad entre los lectores.

[3]      Iliá Lvóvich Oléinikov (1947-2012) fue un popular actor cómico ruso, conocido por su trabajo en el programa de televisión Gorodok.

[4]      Cita levemente modificada de «El poeta» de Alexandr Pushkin. El verso original menta «las preocupaciones del mundo terrenal».

[5]      Knut Hamsun (1859-1952), escritor noruego, premio Nobel de Literatura en 1920. Su novela Hambre es considerada la primera novela moderna escandinava.

[6]      Cita del poema «Los doce» de Alexandr Blok, escrito en 1918.

[7]      Cita inexacta de un poema de Velímir Jlébnikov, compuesto en 1917, que habla de un «самосвободный народ», es decir, un «pueblo autolibre».

[8]      Cita del poema de Alexandr Pushkin «Otoño», escrito en 1833.

[9]      Víktor Pelevin (n. 1962) es un escritor ruso contemporáneo, considerado uno de los máximos representantes del «posmodernismo» en la literatura rusa. Sus obras combinan ironía, misticismo y cultura pop, explorando temas como las drogas, el consumismo y la fragilidad del concepto de realidad. La vida de los insectos, publicada en 1993, es una de sus primeras novelas. En un número previo de Eslavia puede leerse un fragmento de una de sus novelas así como una breve semblanza de su figura.

[10]    Leoníd Leónov (1899-1994) fue un destacado escritor ruso, cuya obra abarcó desde el realismo socialista hasta la exploración psicológica y filosófica en la tradición de Dostoievski. El bosque ruso, novela publicada en 1953, es una de las primeras en la literatura rusa en abordar problemáticas ecológicas.

[11]    Vladímir Sorokin (n. 1955), otro de los principales representantes de la literatura rusa posmodernista, es conocido por sus obras provocadoras que abordan temas tabú y por sus críticas al autoritarismo, a la sociedad contemporánea y a las tradiciones culturales y políticas de Rusia, como Tocino azul (1999) y El día del opríchnik (2006).

[12]    Andréi Voznesenski (1933-2010) fue un poeta, letrista, periodista, pintor y arquitecto soviético y ruso, uno de los principales exponentes de la poesía contemporánea en su país, identificado especialmente con los shestidesiátniki («hombres de los sesenta»). En el año 2000 publicó en el sitio web de la tienda online Ozon el «Poema ru», dedicado a la internet rusa.

[13]    Alusión al manifiesto futurista «Bofetada al gusto del público» (1912), redactado por V. Maiakovski, D. Burliuk, V. Jlébnikov y A. Kruchónij, que llamaba a «arrojar a Pushkin, Dostoievski, Tolstói, etc., etc., del Vapor de la Modernidad».

[14]    Nikolái Iazýkov (1803-1847) fue un poeta ruso del Romanticismo, uno de los más brillantes representantes de la Edad de Oro de la poesía rusa, célebre por su lirismo vibrante y exaltado. Vasili Trediakovski (1703-1769) fue poeta, traductor y teórico literario, considerado un pionero de la poesía rusa moderna. Introdujo reformas métricas y tradujo obras clásicas, sentando las bases del desarrollo de la literatura rusa en el siglo XVIII.

[15]    La cita pertenece a los Fragmentos póstumos de Friedrich Nietzsche. Específicamente, se la puede encontrar en el fragmento 4 [37] (agradezco a Diego Singer por la referencia).

[16]    Mijaíl Zóschenko (1894-1958) fue un escritor ruso, reconocido por el estilo humorístico e irónico con el que sus relatos cortos y novelas exploran las contradicciones y dificultades de la vida soviética.

[17]    Las citas pertenecen al Canto Sexto de los Cantos de Maldoror.

[18]    El término стёб [stiob] refiere a un tipo de humor irónico y sarcástico utilizado para parodiar o criticar normas sociales y culturales, a menudo con un componente de absurdo, exageración o teatralidad. Este recurso estilístico, asociado con el posmodernismo por su elemento de “deconstrucción” de las convenciones establecidas, es común en la cultura tardosoviética y postsoviética, especialmente entre las generaciones más jóvenes.

[19]    El pasaje alude a casos como los de Fiódor Dostoievski (1821-1881) y Mijaíl Bakunin (1814-1876). En su juventud, Dostoievski perteneció al Círculo de Petrashevski (grupo clandestino dedicado al debate y propagación de las ideas del socialismo utópico) pero más tarde, luego de su exilio en Siberia, se acercó a posiciones más eslavófilas y conservadoras. Bakunin, por su parte, fue un célebre revolucionario anarquista que sostenía que la revolución en Rusia se asentaría en el modo de vida campesino tradicional, ligado a la comuna.

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