Moscú y Petersburgo

Aleksandr I. Herzen

Traducción: Alejandro Ariel González

Publico por primera vez un pequeño articulito sobre Moscú y Petersburgo que escribí durante mi segundo destierro, es decir, hace quince años; cumplo así el deseo de mis amigos, entre ellos el de quien me lo envió desde Rusia. Este artículo gustó a muchos y recorrió toda Rusia en copias manuscritas. Posteriormente (en 1846) publiqué fragmentos de él en el pequeño cuento “La estación Iédrovo”, aunque, desde luego, no había posibilidad de que la censura permitiera sus pasajes más acerbos, y son estos los que constituyen su principal valor. Ahora no coincido en muchos aspectos, pero he dejado el artículo tal como estaba, por cierto sentimiento de respeto al pasado.

***

Y ustedes también, queridos amigos, se enojan porque yo, a orillas del Vóljov, no hablo sino del pasado, como si no tuviéramos presente, como si nos hubieran impuesto un límite secreto en la historia -no realizar investigaciones desde el surgimiento de la ‘Rus-, como si el hecho y el acontecimiento más importante de nuestra historia fuera la partida de nacimiento, tras el cual lleváramos una vida tan discreta que ni decir tiene… Aquí los detengo. Me he puesto a hablar del pasado precisamente porque me parece que en él no hemos vivido, sino a duras penas existido. Pero, mejor, ¡dejemos el pasado!

Hablar de la Rusia actual significa hablar de Petersburgo, de esa ciudad sin historia ni rumbo, de una ciudad del presente, de una ciudad que solo vive y actúa en función de las necesidades actuales y nacionales de esa enorme parte del planeta llamada Rusia. Moscú, por el contrario, reivindica el modo de vida pasado, el ilusorio vínculo con él; conserva los recuerdos de cierta gloria pasada, siempre mira hacia atrás; arrastrada por el movimiento de Petersburgo, avanza de espaldas y no ve los principios europeos porque los toca con la nuca. La vida de Petersburgo solo está en el presente; la ciudad no tiene nada que recordar, excepto Pedro el Grande; su pasado se reduce a un siglo; no tiene historia ni tampoco futuro; en cualquier otoño puede esperar la tormenta que la inunde. Petersburgo es moneda corriente, sin la cual es imposible arreglárselas; Moscú es una moneda rara y, pongamos, admirable para el coleccionista, pero sin curso legal. Así pues, hablemos de la ciudad del presente, de Petersburgo.

Petersburgo es una cosa asombrosa. La he examinado, la he observado con atención en las academias, en las oficinas, en los cuarteles, en los salones… y ha sido poco lo que he entendido. Sin ocupaciones, ajeno al torbellino de los asuntos civiles, a los frentes y a los ejercicios militares, he tenido tiempo para estudiar Petersburgo asumiendo cierta distancia, por así decir. He visto sus diferentes categorías de personas; aquellas que, con un movimiento olímpico de pluma, pueden conceder o quitar la orden de san Stanislav; aquellas que sin cesar escriben, es decir, funcionarios; aquellas que casi nunca escriben, es decir, escritores rusos; aquellas que no solo nunca escriben, sino que tampoco nunca leen, es decir, los oficiales superiores de la guardia imperial; he visto leones y leonas, tigres y tigresas; he visto personas tales que no se parecen a ningún animal, ni siquiera a un humano, y que se sienten en Petersburgo como pez en el agua; por último, he visto a poetas en la Tercera Sección[1], y la Tercera Sección ocupándose de poetas; pero Petersburgo ha permanecido como un enigma. Y ahora, cuando ante mis ojos ha comenzado a desaparecer en la niebla con la que Dios la cubre durante todo el año para que no se vea qué sucede allí, no encuentro modo de dilucidar la enigmática existencia de esa ciudad fundada en toda suerte de contradicciones y contraste físicos y morales… Eso, por lo demás, es otra prueba de su carácter actual: todo el período de nuestra historia que comienza con Pedro el Grande es un enigma; nuestro actual modo de vida es un enigma… un caos plurigenesíaco de fuerzas que se devoran mutuamente, de corrientes contrapuestas en el que a veces emerge algo europeo, se cuela algo amplio y humano para luego hundirse o bien en el pantano del retrógrado e inerte carácter eslavo que todo lo acoge con apatía -el látigo y los libros, la obtención y la privación de derechos, a los tártaros y a Pedro- y, por tanto, en el fondo no acoge nada, o bien en las olas de los absurdos conceptos acerca de la índole exclusiva de nuestro pueblo, conceptos que han salido hace poco de la tumba y no han ganado en sensatez bajo la húmeda tierra.

PetersburgoHerzen

Desde el día en que Pedro vio que la única salvación para Rusia era dejar de ser rusa, desde el día en que se decidió a introducirnos en la historia universal, la necesidad de Petersburgo y la inutilidad de Moscú quedó definida. El primer e inevitable paso de Pedro fue sacarle la capitalidad a Moscú. Desde la fundación de Petersburgo, Moscú se volvió secundaria, perdió para Rusia su sentido anterior y vegetó en la insignificancia y el vacío hasta el año 1812. Puede que en una época futura… Muchas cosas pueden pasar, y seguramente las habrá buenas en una época futura, pero aquí hablamos del pasado y del presente. Moscú no significaba nada para la humanidad, y para Rusia tenía el significado de un remolino que absorbía sus mejores fuerzas y no sabía hacer nada con ellas. Después de Pedro, Moscú fue olvidada y rodeada de ese respeto, de esas muestras de benevolencia con que se rodea a una anciana abuelita, quitándole toda participación en la administración de la hacienda. Moscú servía de estación entre Petersburgo y el otro mundo para la nobleza que había cumplido con su servicio al Estado; era como una anticipación de la paz del cementerio. No estaba indignada con Petersburgo; al contrario, siempre la seguía, adoptando y deformando sus modas y costumbres. Toda la joven generación servía entonces en la guardia; todos los talentos que surgían en Moscú se dirigían a Petersburgo a escribir, servir, actuar. Y de pronto esa Moscú, cuya existencia había sido olvidada, irrumpió con su Kremlin en la historia europea; oportunamente ardió y oportunamente fue reconstruida; su nombre apareció en el parte de la Grande Armée, Napoleón caminó por sus calles. Europa se acordó de ella. Fabulosas historias acerca de su reconstrucción dieron la vuelta al mundo. ¿A quién no le llenaron la cabeza hablando de la magnificencia con la que ese fénix había renacido de las llamas? Sin embargo, hay que confesar que la reconstrucción de Moscú no fue buena; la arquitectura de sus casas es fea y de horribles pretensiones; sus casas o, mejor dicho, caseríos, son pequeños, están cubiertos de columnas, aplastados por frontones, rodeadas de cercas… ¿Y cómo luciría antes, si era bastante peor? Apareció gente de bien que pensó que ese fuerte impulso reavivaría Moscú; pensaron que en ella se desarrollaría una idiosincrasia popular autóctona y cultivada, pero ella, palomita mía, se estiró cuarenta kilómetros entre Troitse-Goleníshevo y Butírki y otra vez duerme. ¡Y no hay otro Napoleón a la vista!

En Petersburgo todas las personas en general y cada una en particular son de lo más detestables. Es imposible amar Petersburgo, y, sin embargo, siento que no viviría en ninguna otra ciudad de Rusia. En Moscú, por el contrario, todas las personas son buenísimas, solo que con ellas uno se aburre mortalmente; Moscú tiene un modo de vida señorial propio, semibárbaro, semieducado, que se diluye en la estrechez petersburguesa; es bueno contemplarlo como singularidad, pero enseguida causa hartazgo. La nobleza moscovita no conoce el confort; es rica, pero sucia; es provinciana y afectada, de ahí que esté siempre en ascuas, propenda y aspire a los usos de Petersburgo; esta última, por su parte, no tiene costumbre alguna. En Petersburgo no hay nada de original ni de genuino, a diferencia de Moscú, donde todo es original, desde la absurda arquitectura de la Catedral de san Basilio hasta el sabor de los bollos. Petersburgo es la encarnación del concepto general y abstracto de ciudad capital; Petersburgo se distingue de todas las ciudades europeas en que se parece a todas ellas; Moscú, en que no se parece en absoluto a ninguna y que representa el gigantesco desarrollo de una rica aldea. Petersburgo es una parvenue,[2] carece de siglos de sagrados recuerdos, de un vínculo íntimo con el país al que fue llamado a representar desde los pantanos; cuenta con policía, oficinas públicas, mercaderes, río, corte, edificios de seis pisos, veredas por las que se puede caminar, faroles a gas, calles verdaderamente iluminadas, y está satisfecha con su confortable modo de vida sin raíces y sostenido, como ella misma, sobre pilotes cuya instalación se cobró la vida de cientos de miles de trabajadores.

En Moscú reina un silencio de muerte; la gente no hace sistemáticamente nada, solo vive y descansa antes de trabajar; en Moscú, después de las diez de la noche, no se encuentra un cochero, no se ve peatones por las calles; el modo de vida retirado de los eslavos orientales emerge a cada paso. En Petersburgo reina el eterno rumor de la vanidad de vanidades, y todos están hasta tal punto ocupados que ni siquiera viven. La actividad de Petersburgo es absurda, pero acostumbrarse a la actividad es una gran cosa. El sueño letárgico de Moscú confiere a los moscovitas ese carácter estancado propio de chinos y mongoles, rasgo que abatiría al propio padre Iakinf.[3] El petersburgués persigue fines limitados o viles, pero los alcanza, no está satisfecho con el presente y trabaja. El moscovita, nobilísimo de alma, no persigue ningún fin; en su mayor parte está satisfecho consigo mismo y, cuando no lo está, no sabe indicar, debido a sus pensamientos generales, indefinidos e imprecisos, el punto débil. En Petersburgo todos los escritores son mercachifles; no hay allí ni un solo círculo literario que no esté nucleado alrededor de una persona o del beneficio, no de una idea. Los escritores petersburgueses son dos veces menos educados que los moscovitas; cuando viajan a Moscú, se asombran de las inteligentes veladas y conversaciones que tienen en ella. Sin embargo, toda la actividad editorial se concentra únicamente en Petersburgo. Allí se publican revistas, allí la censura es más sagaz, allí escribieron y vivieron Pushkin, Karamzín; hasta Gógol pertenecía más a Petersburgo que a Moscú. En Moscú hay personas de profundas convicciones, pero se quedan de brazos cruzados; en Moscú hay círculos literarios que pasan desinteresadamente el tiempo demostrándose uno a otro algún pensamiento útil, por ejemplo, que Occidente se pudre y ‘Rus prospera. En Moscú se publica una sola revista, y encima es “El moscovita”.

El moscovita gusta de las cruces y las ceremonias; el petersburgués, de los puestos y el dinero. El moscovita gusta de los vínculos aristocráticos; el petersburgués, de los vínculos con funcionarios. Al moscovita le colocan la orden de san Stanislav en el cuello y él la lleva en la barriga; el petersburgués se pone la de san Vladímir como un collar de perro con candadito o como la soga de un ahorcado. En Petersburgo se puede vivir dos años sin adivinar a qué religión adhiere; en ella incluso las iglesias rusas han adquirido algo católico. En Moscú, al otro día de llegar uno reconoce y oye lo ortodoxo y su cobriza voz. En Moscú muchas personas van a la misa matinal cada domingo y cada feriado; las hay incluso que van a la misa de maitines; en Petersburgo ningún representante del sexo masculino va a los maitines, y a la misa matinal solo asisten los alemanes en sus iglesias luteranas y los campesinos que llegan a la ciudad. En Petersburgo hay una sola reliquia: la casita de Pedro; en Moscú descansan las reliquias de todos los santos rusos que no encontraron sitio en Kíev, incluso las de aquellos cuya muerte se sigue discutiendo hasta el día de hoy, por ejemplo, la del zarévich Dimitri. Todo ese santuario es protegido por las murallas del Kremlin; las murallas de la fortaleza de Pedro y Pablo protegen calabozos y la casa de la moneda.

Moscú Herzen

Alejada del movimiento político, alimentándose de viejas noticias, sin acceso a las acciones de gobierno y sin instinto para adivinarlas, Moscú filosofa, está descontenta con muchas cosas, se explaya con libertad sobre muchos asuntos… De pronto aparece un Iván Aleksándrovich Jlestakov[4] de gran tamaño y Moscú hace una profunda reverencia, se muestra alegre de la visita, ofrece bailes y almuerzos y repite bons mots.[5] Petersburgo, en cuyo centro todo se realiza, no se alegra de nada, no se alegra de nadie, no se asombra de nada; si volaran con pólvora toda la isla Vasílievski, eso causaría menos agitación que la llegada de Jozrev-Mirzá[6] a Moscú. Iván Aleksándrovich en Petersburgo no significa nada; allí no se engaña a nadie, ni mediante la fuerza ni mediante el poder; allí saben dónde y en quién reside la fuerza. En Moscú hasta el día de hoy reciben a cualquier extranjero como a un gran hombre; en Petersburgo, a cada gran hombre como a un extranjero. Solo una vez en su vida se alegró Petersburgo; tenía mucho temor al francés, y cuando Wittgenstein la salvó, salió corriendo a recibirlo. En la bondadosa Moscú es posible anunciar a la ciudad, a través de los diarios, que cierto día debe enternecerse y otro alegrarse; al gobernador le basta con disponerlo de ese modo y poner música de regimiento u organizar una procesión. Los moscovitas, al menos, lloran porque en Riazán hay hambre; los petersburgueses no lloran por eso porque ni siquiera sospechan la existencia de Riazán, y si tienen una vaga idea sobre las provincias del interior, con seguridad no saben que allí se come pan.

El joven moscovita no se somete a las formas, se muestra liberal, y precisamente en esas salidas liberales se ve a un escita consumado. Ese liberalismo se les pasa a los moscovitas tan pronto como visitan la policía secreta. El joven petersburgués es formal como un documento, a los dieciséis años se las da de diplomático y hasta un poquito de espía, y permanece firme en ese papel por el resto de su vida. En Petersburgo todo se hace a una velocidad pasmosa. Polevói[7] se convirtió en un súbdito fiel al quinto día de arribar a Petersburgo; en Moscú le habría dado vergüenza y habría seguido otros cinco años ejerciendo el librepensamiento. En general, los debiluchos liberales moscovitas comienzan en Petersburgo a buscar puestos, a maldecir la ilustración y a bendecir las revistas militares. Petersburgo, como un horno egipcio, solo quita más rápido la cáscara; qué pollito saldrá del huevo no es asunto suyo. Bielinski, que predicaba en Moscú la identidad nacional y la autocracia, un mes después de llegar a Petersburgo dejó chiquito al propio Anacharsis Cloots. Petersburgo, como todas las personas positivas, no presta atención al palabrerío y exige actos; de ahí que, a menudo, los nobles charlatanes moscovitas se conviertan en los más viles hacedores. En Petersburgo no hay en general liberales, y si aparece alguno, no va a parar a Moscú: marcha directo a los trabajos forzados o al Cáucaso.

En el destino de Petersburgo hay algo trágico, sombrío y majestuoso. Es el hijo predilecto de un gigante, de un titán del norte, en el que estaba concentrada la energía y la crueldad de la Convención del ’93 y su fuerza revolucionaria; el hijo predilecto de un zar que abjuró de su país en beneficio de este y que lo oprimió en nombre del europeísmo y la civilización. El cielo de Petersburgo es eternamente gris; el sol que sale sobre justos e injustos ilumina todo excepto Petersburgo; el terreno pantanoso exuda humedad, el viento húmedo que viene del mar silba por las calles. Repito, en cada otoño puede esperar la tormenta que la inunde. En el destino de Moscú hay algo mezquino, vulgar; el clima no es malo, aunque tampoco es bueno; las casas no son bajas, aunque tampoco son altas. Observen a los moscovitas en el bulevar Novínski o en Sokólniki un primero de mayo: no tienen ni frío ni calor, se sienten muy bien y están contentos con los teatros de feria, los coches y consigo mismos. Y observen luego Petersburgo en un buen día. Sus desdichados habitantes salen corriendo de sus madrigueras y se arrojan sobre los coches, vuelan hacia las dachas y las islas; se embriagan de hierba y de sol como los prisioneros de la ópera “Fidelio”, pero el hábito de estar ocupados no los abandona: saben que dentro de una hora lloverá, que mañana, trabajadores de oficina, jornaleros de la burocracia, deberán estar en sus puestos. Un hombre que tiembla de frío y de humedad, un hombre que vive en la eterna niebla y escarcha mira de otra manera el mundo; prueba de ello es un gobierno concentrado en esa escarcha y que toma de ella su desagradable y lúgubre carácter. Un pintor que ha hecho su carrera en Petersburgo escogió para su pincel la terrible imagen de esa fuerza salvaje e irracional que acabó con los habitantes de Pompeya.[8] ¡Eso es lo que inspira Petersburgo! En Moscú hay una vista formidable a cada kilómetro; la llana Petersburgo puede ser recorrida de punta a punta y no se encontrará en ella ni siquiera una vista aceptable, pero, tras recorrerla, hay que regresar al malecón del Nevá y decir que todas las vistas de Moscú no son nada en comparación con esta. En Petersburgo gustan del lujo, pero no de lo superfluo; en Moscú precisamente solo lo superfluo es tenido por lujo, de ahí que cada casa moscovita cuente con columnas, mientras que en Petersburgo no las hay; cada habitante de Moscú tiene varios lacayos que visten mal y no hacen nada; el petersburgués tiene uno, limpio y diestro.

Hay que reconocer que es imposible ser educado de manera más contrapuesta que Moscú y Petersburgo. Petersburgo en toda su vida no ha visto sino revueltas palaciegas, derrocamientos y celebraciones, y no conoce nuestro antiguo modo de vida. Moscú, que creció bajo el yugo tártaro y se adueñó de la ‘Rus no por mérito propio, sino por los defectos de las otras partes, se detuvo en la última página de los tiempos de Kotoshijin[9] y solo de oídas sabe sobre las revueltas posteriores. A su debido tiempo llega el correo, trae una misiva y Moscú cree en su contenido, quién es zar y quién no lo es, que Biron es buena persona y que luego no lo es, que el propio Dios ha bajado a la tierra para entronar a Ana de Rusia, luego a Ana Leopóldovna, luego a Iván VI, luego a Isabel I, luego a Pedro III, luego a Catalina II en lugar de Pedro III. Petersburgo sabe muy bien que Dios no interviene en estos oscuros asuntos; ha visto las orgías del Jardín de Verano, a la duquesa Biron revolcada en la nieve, a Anna Leopóldovna primero durmiendo con su amante en un balcón del Palacio de Invierno y luego desterrada; ha visto el funeral de Pedro III y el de Pablo I.[10] Ha visto mucho y mucho sabe. En ningún otro sitio me he entregado tan a menudo a pensamientos tan lúgubres como en Petersburgo. Abrumado por penosas dudas, solía deambular por su granito y me hallaba cerca de la desesperación. Esos momentos se los debo a Petersburgo, y por ellos la amé, así como desamé Moscú porque ni siquiera sabe torturar y atormentar. Petersburgo obliga mil veces a cualquier hombre honrado a maldecir esa Babilonia; en Moscú se puede vivir años y no oír maldiciones en ninguna parte, salvo en la Catedral de la Dormición. En eso es precisamente peor que Petersburgo. Petersburgo mantiene física y moralmente un estado febril. En Moscú la salud se fortalece hasta tal punto que la plasticidad orgánica sustituye todas las acciones vitales. En Petersburgo, con excepción del comandante Zajarzhevski, no hay un solo hombre obeso, y este lo es solo a causa de las contusiones. De ahí es claro que quien quiera vivir de cuerpo y alma no elegirá ni Moscú ni Petersburgo. En Petersburgo morirá a mitad de camino, y en Moscú acabará chocheando.

«Pero ¡demonios! -dirán ustedes-, ha hablado y hablado y ni siquiera he entendido a quién le da preferencia». Pueden estar seguros de que yo tampoco lo he entendido. En primer lugar, para vivir no se puede escoger de inmediato ni Petersburgo ni Moscú; pero, como existe un sino que elige por nosotros el lugar de residencia, el asunto queda resuelto; en segundo lugar, todo lo vivo tiene tal cantidad de aspectos tan asombrosamente entretejidos que cualquier juicio temerario constituye un reduccionismo extremo. Hay aspectos de la vida moscovita que pueden gustar, como también los hay en Petersburgo; pero son más los que hacen no amar Moscú y odiar Petersburgo. Por lo demás, buenos aspectos se encuentran en todos los sitios, incluso en Pekín y Viena; son esos tres justos por los cuales Dios perdonó varias veces los pecados de Sodoma y Gomorra, pero no más que ello. No hay que entusiasmarse con eso: allí donde viven muchas personas, donde hace mucho que viven, siempre se encuentra algo humano, algo solemne y poético. Solemne es el tañido de las campanas moscovitas y de la procesión al Kremlin; solemnes son los grandes desfiles en Petersburgo; solemnes las reuniones de los budistas en el Oriente, a la luz de las ciento doce antorchas de quienes leen sus libros sagrados. Nos parece poco ese aspecto poético, nosotros queremos… Quién sabe lo que queremos. Ahora predicen el ferrocarril entre Moscú y Petersburgo. ¡Que así sea! Ese canal pondrá a Moscú y Petersburgo en un mismo nivel, y seguramente en Petersburgo el caviar será más barato y en Moscú se enterarán dos días antes qué números de las revistas extranjeras están prohibidos. ¡Y está bien!

Veliki Nóvgorod, 1842

Notas

[1] Nombre del departamento de policía política entre 1826 y 1880. [N. del T.]

[2] Advenediza. [N. del T.]

[3] Nombre monástico de Nikita Iákovlevich Bichurin (1777-1853), uno de los fundadores de la sinología. [N. del T.]

[4] Protagonistas de la obra El inspector, de Nikolái Gógol. [N. del T.]

[5] Ocurrencias, agudezas. [N. del T.]

[6] Príncipe persa que viajó a Rusia con la carta de perdón por el asesinato de Aleksandr Griboiédov en Teherán en 1829. [N. del T.]

[7] Referencia al fundador de la revista “El telégrafo de Moscú”, Nikolái A. Polevói, quien, tras el cierre de esta por disposición del gobierno, en 1834, viajó a Petersburgo y rápidamente abandonó sus ideas progresistas. [N. del T.]

[8] Referencia al pintor Karl Pávlovich Briullov (1799-1852). [N. del T.]

[9] Grigori Kárlovich Kotoshijin (1630-1667), diplomático y escritor ruso. Dejó una obra de referencia sobre Rusia durante el reinado de Alejo I de Rusia. [N. del T.]

[10] Alusión a las revueltas palaciegas en las que estos zares fueron asesinados. [N. del T.]

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