Ivo Andrić[1]
Traducción: Eugenio López Arriazu
Los puentes
De todo lo que el hombre erige y construye en su instinto vital, nada es a mis ojos mejor ni más valioso que los puentes. Son más importantes que las casas, son más sagrados, incluso más universales, que los templos. Iguales para todos y con todo el mundo, útiles, construidos siempre con sensatez, en un lugar en el que se cruza la mayor cantidad de necesidades humanas, son más duraderos que otros edificios y no sirven a nada secreto ni malvado.
Los grandes puentes de piedra, testigos de épocas pasadas en las que se vivía, pensaba y construía de otra manera, grises u oxidados por el viento y la lluvia, rodeados a menudo de piedras cortadas agudamente, pero en cuyas junturas y grietas imperceptibles crecen hierbitas o anidan los pájaros. Los delgados puentes de hierro, tensos de una costa a la otra como cuerdas, que tiemblan y suenan con cada tren que pasa… como esperando aún su forma última y acabada, cuyas líneas revelarán por completo su belleza a los ojos de nuestros nietos. Los puentes de madera a la entrada de las aldeas bosnias cuyas vigas roídas tocan y repiquetean bajo los cascos de los caballos del pueblo como tablas de xilofón. Y, por último, los puentes tan pequeños de las montañas, en realidad, un árbol grande o dos tablones clavados uno al otro, atravesados sobre algún arroyo de montaña que no se podría cruzar sin ellos. Dos veces al año, el torrente de la montaña se lleva, al crecer, esos tablones, y los campesinos, con la ciega persistencia de las hormigas, cortan, se consuelan y colocan otros nuevos. Por eso, junto a los arroyos de montaña, en los claros entre las piedras, se ven con frecuencia esos ex puentes; yacen y se pudren como toda la madera hecha para el caso, pero esos leños dentados, condenados al fuego o a la podredumbre, se destacan de los otros deshechos y nos recuerdan aún hoy el fin al que sirvieron.
Todos ellos son en esencia igual y singularmente dignos de nuestra atención, porque muestran el lugar en el que el hombre se encontró con un obstáculo y no se detuvo ante él, sino que lo superó y salvó como pudo, según su entendimiento, su gusto y según las circunstancias que lo rodeaban.
Y cuando pienso en los puentes, vienen a mi memoria no los que crucé más veces, sino aquellos que más retuvieron y capturaron mi atención y mi espíritu.
Ante todo, los puentes de Sarajevo. Sobre el Miljacki, cuyo cauce es la columna vertebral de Sarajevo, son como vértebras de piedra. Los veo con claridad y los cuento en orden. Conozco sus arcos, recuerdo sus vallas. Hay uno entre ellos que lleva el nombre fatal de un joven, pequeño pero constante, metido en sí mismo como una fortaleza sensible y silenciosa que no conoce la rendición ni la traición. Luego, los puentes que veo durante los viajes, de noche desde los trenes, sutiles y blancos como visiones. Los puentes de piedra de España, crecidos de hiedra y que concibo sobre su propia imagen en el agua oscura. Los puentes de madera en Suiza, cubiertos por un techo debido a las grandes nevadas, parecen graneros largos y están decorados por dentro como capillas, con imágenes de santos o de sucesos milagrosos. Los fantásticos puentes de Turquía, protegidos y conservados por el destino. Los puentes romanos del sur de Italia, de piedra blanca, de los que el tiempo se ha llevado todo lo que podía llevarse, y junto a los cuales ya hace unos cien años pasa algún puente nuevo, que de todos modos aún perdura, como un esqueleto en guardia.
Así, en todas partes del mundo, por donde sea que vaya o se detenga, mi pensamiento encuentra puentes fieles y silenciosos como un deseo humano eterno y eternamente instaurado de conectar, reconciliar y unir todo lo que surge ante nuestro espíritu, ojos y pies, para que no haya divisiones, oposiciones ni despedidas.
Lo mismo en los sueños y en los juegos arbitrarios de la imaginación. Al escuchar la música más amarga y más hermosa que jamás haya escuchado, de pronto se me aparece un puente de piedra, cortado en dos, con los lados rotos del arco derruido tendiendo dolorosamente el uno hacia el otro, y que con el último esfuerzo muestran la única línea posible del arco que ya no está. Es la fiel y sublime intransigencia de la belleza, que sólo permite junto a sí una única posibilidad: la inexistencia.
Después de todo, todo aquello con lo que se expresa la vida ˗pensamientos, esfuerzos, visiones, palabras, suspiros˗ todo tiende a otra orilla, que se instituye como meta, y en la cual recién adquiere su verdadero sentido. Todo tiene algo que salvar y superar: el caos, la muerte o el sinsentido. Porque todo es un cruce, un puente cuyos extremos se pierden en la infinitud, y con respecto al cual todos los puentes terrenales son sólo juguetes infantiles, pálidos símbolos. Y toda nuestra esperanza está del otro lado.
El puente sobre el Žepa
Por un tropezón en el cuarto año de su gobierno, el gran visir Jusuf cayó de pronto en desgracia víctima de una peligrosa intriga. La lucha duró todo el invierno y la primavera. (Era una primavera mala y fría que le cortaba alas al verano). Pero en el mes de mayo Jusuf salió victorioso de la prisión. Y también prosiguió la vida, brillante, tranquila y monótona. Aunque esos meses de invierno, cuando entre la vida y la muerte y entre la gloria y la ruina no había más espacio que el filo de un cuchillo, le dejaron al victorioso visir un algo callado y pensativo. Eso inefable que la gente experimentada y sufrida guarda para sí como un tesoro, y que, sólo a veces, aparece inconscientemente en la mirada, los gestos y las palabras.
Mientras estaba en prisión, solo y en desgracia, el visir recordó más vivamente a su familia y a su tierra. Porque el desencanto y el dolor llevan los pensamientos al pasado. Recordó a su padre y a su madre. (Ambos habían muerto cuando él era todavía el modesto ayudante del jefe de establos del sultán, y había dispuesto que sus tumbas fueran labradas en piedra y que se les erigieran monumentos funerarios). Recordó Bosnia y la aldea del Žepa, de dónde lo habían traído cuando tenía nueve años.
Era agradable, así en la desgracia, pensar en su tierra lejana y en la aldea dispersa sobre el Žepa, donde en cada casa se hablaba de su gloria y de sus éxitos en Estambul, y donde nadie conoce ni sospecha el revés de la gloria ni el precio al que se paga el éxito.
Todavía durante ese mismo verano tuvo la oportunidad de hablar con gente que venía de Bosnia. Los interrogó, y le respondieron. Tras los motines y las guerras, habían llegado el desorden, la escasez, el hambre y toda clase de enfermedades. Envió una ayuda considerable para todos los suyos, para quienes estuvieran aún en Žepa, y ordenó al mismo tiempo que se averiguara qué construcción necesitaban más. Le comunicaron que todavía había cuatro casas de los Šetkić, las más poderosas del pueblo, pero que el pueblo y toda la región se había empobrecido, que la mezquita estaba derruida y se había incendiado, se había secado la fuente; y lo peor era que no tenían un puente sobre el Žepa. El pueblo está en una colina cerca de la misma desembocadura del Žepa en el Drina, y el único camino a Visegrado va cruzando el Žepa, a cincuenta pasos de la desembocadura. A todos los puentes de madera se los llevaba el agua. Porque o se hinchaba el Žepa, abrupta y repentinamente como todos los arroyos de montaña, y socavaba y arrastraba las vigas; o subía el Drina cerrándole el paso en la desembocadura y el Žepa crecía y se llevaba el puente como si nunca hubiera existido. Y en invierno los leños se cubrían de hielo y la gente y el ganado se quebraban. Quien les erigiera un puente, les haría el mayor bien.
El visir donó seis alfombras para la mezquita y todo el dinero necesario para hacer frente a ella una fuente con tres grifos. Y al mismo tiempo decidió erigirles un puente.
Vivía entonces en Estambul un italiano, un arquitecto, que había construido algunos puentes en los alrededores de Estambul, con lo que se había hecho famoso. El tesorero del visir lo contrató y lo envió a Bosnia con dos personas de la corte.
Aún había nieve cuando llegaron a Visegrado. Durante algunos días consecutivos los asombrados habitantes vieron que el arquitecto, canoso y encorvado, pero rubicundo y de rostro juvenil, recorría el gran puente de piedra, golpeaba, desmenuzaba entre los dedos y probaba con la lengua la argamasa de las rendijas, y medía con los pasos los tramos entre los arcos. Luego se fue unos días a Banja, donde estaba la cantera de toba de la cual se había extraído la piedra para el puente de Visegrado. Llevó trabajadores y excavó el campo que estaba completamente cubierto de tierra crecida de arbustos y maleza. Cavaron hasta que encontraron una vena ancha y profunda de piedra aún más fuerte y blanca que aquella con la que se había construido el puente de Visegrado. Después bajó por el Drina directo hasta Žepa y eligió el lugar en el que se haría el muelle para acarrear la piedra. Entonces uno de los dos empleados del visir regresó a Estambul con los cálculos y los planos.
El arquitecto se quedó a esperar, pero no quiso permanecer ni en Visegrado ni en ninguna de las casas cristianas sobre el río Žepa. Se construyó una cabaña sobre una colina, en ese rincón que forman el Drina y el Žepa –el hombre del visir y un escriba de Visegrado le sirvieron de intérpretes– y allí se instaló. Él mismo se cocinaba. Le compraba a los campesinos huevos, nata, cebolla y frutas secas. Pero, según dicen, nunca compraba carne. Se pasaba el día cortando algo, dibujando, probando diferentes piedras calizas o examinando la corriente y trayectoria del Žepa.
En eso llegó de Estambul un funcionario con la aprobación del visir y con la primera tercera parte del dinero necesario.
Comenzó la obra. La gente no cabía en su asombro ante un trabajo tan inusual. Lo que hacían no se parecía a un puente. Primero, empujaron grandes troncos de pino en diagonal a través del río y, entre ellos, dos hileras de estacas entrelazadas con ramas y llenas de arcilla, como una trinchera. Así desviaron el río y la mitad del cauce quedó seco. Justo tras haber terminado este trabajo, rompió a llover un día en la montaña y de repente el Žepa se enturbió y creció. El terraplén, casi listo, se partió esa misma noche por el medio. Y cuando amaneció al día siguiente, el agua ya se había calmado, pero el entramado se había roto, las estacas estaban partidas y las vigas torcidas. Entre los trabajadores y la gente surgió el rumor de que el Žepa rechazaba el puente. Pero ya para el tercer día el arquitecto había ordenado que se clavaran nuevas estacas, más profundo, y que se enderezaran las vigas que quedaban. Y otra vez resonó desde las profundidades el lecho pedregoso del río con los martillos y los gritos de los trabajadores y el ritmo de los golpes.
Recién cuando estuvo todo aprobado, pronto y ya se había traído la piedra de Banja, llegaron los canteros y los albañiles de Herzegovina y de Dalmacia. Les construyeros unas chozas frente a las que labraban la piedra, blancos como molineros, por el polvo de las piedras. Y el arquitecto se paseaba entre ellos, se inclinaba y medía de hora en hora el trabajo con un triángulo de hojalata amarillo y con una plomada que colgaba de un hilo verde. Ya habían cortado de uno y otro lado la orilla rocosa y escarpada cuando se acabó el dinero. Cundió el descontento entre los trabajadores y la gente murmuraba que no habría puente. Unos que llegaron de Estambul contaron que se decía que habían cambiado al visir. Nadie sabía la causa, si por enfermedad o por alguna preocupación, sólo que había estado cada vez más inaccesible y que olvidaba y abandonaba las obras ya comenzadas incluso en Estambul. Pero a los pocos días llegó un hombre del visir con el dinero restante y se reanudó la construcción.
Quince días antes del día de Demetrio de Sirmio, la gente que cruzaba el Žepa por el puente de madera un poco más arriba de la construcción notó por primera vez cómo surgía desde ambas orillas, de la pizarra gris oscura, una pequeña pared blanca y lisa de piedra labrada, rodeada por una telaraña de andamios. Desde entonces creció día a día. Pero de pronto cayeron las primeras heladas y se detuvieron las obras. Los albañiles se fueron a sus casas a pasar el invierno, y el arquitecto lo pasó en su cabaña, de la que prácticamente no salía a ninguna parte, siempre inclinado sobre sus planos y sus cálculos. Sólo le echaba con frecuencia un vistazo a la construcción. Cuando en la primavera empezó a quebrarse el hielo, recorría constantemente con preocupación los andamios y terraplenes. A veces incluso de noche, con un farol en la mano.
Ya antes del día de San Jorge volvieron los albañiles y reanudaron el trabajo. Y justo a mitad del verano se completó la obra. Los trabajadores desarmaron alegremente los andamios y tras la trenza de vigas y tablas apareció el puente, esbelto y blanco, tendido sobre un arco de roca a roca.
Cualquier cosa era pensable antes que un edificio tan maravilloso en un rincón devastado y solitario. Era como si ambas orillas se hubieran arrojado una a la otra un chorro de agua espumosa y que los chorros, al chocar, hubieran formado un puente y quedado así por un momento, flotando sobre el abismo. Bajo el arco se veía, en la parte inferior de la vista, un trozo azul del Drina y, bien abajo, gorgoteaba el Žepa, espumoso y domesticado. Los ojos tardaban mucho en acostumbrarse a ese arco de sutiles líneas inventadas que parecían haber sido atrapadas al vuelo sobre esos escombros oscuros y afilados, lleno de cuervos y pavos reales que, a la primera oportunidad, continuarían el vuelo para desaparecer.
Mucha gente de los pueblos vecinos venía a ver el puente. Llegaron los habitantes de Visegrado y Rogatica y se asombraron, lamentando que estuviera en esos acantilados y desiertos y no en su aldea.
—¡Viva el visir! —les respondían los de Žepa y golpeaban con las palmas el parapeto de piedra, que era recta y afilada como si hubiera sido cortada en queso en vez de en piedra.
Todavía estaban los primeros viajeros, parándose del asombro, cruzando el puente, cuando el arquitecto pagó a los obreros, armó los baúles y los cargó con las herramientas y los papeles, y junto con la gente del visir se dirigió a Estambul.
Recién entonces empezaron a hablar de él en los poblados y las aldeas. Selim, el gitano, que le había traído en su caballo las cosas de Visegrado y era el único que había entrado en su cabaña, andaba por las tiendas contando, por enésima vez, todo lo que sabía del extranjero.
—No e’ en verdad un hombre como los demá. Ese invierno que no trabajaba, no lo fui a ve como por quince día. Y cuando llego, todo estaba intacto como lo había dejao. Estaba sentao en la cabaña helada con un gorro de oso en la cabeza, arropao hasta la coronilla, sólo le sobresalían las mano, azulao del frío, y él igual raspa esas piedra y escribe algo; y raspa, y escribe. Siempre igual. Abro y él me mira con esos ojos verdes, y se le fruncieron las ceja, que ni que te fuera a devora. Y no decía esta boca es mía. Nunca vi algo así. Y, queridos míos, así como padeció este año y medio, ni bien estuvo todo listo, parte pa’ Estambul y lo cruzamos con un andamio, resopla sobre el caballo: ¡y no se da vuelta ni una vez para vernos ni a nosotros ni al puente! Pues no.
Y los tenderos lo interrogan a cuál más sobre el arquitecto y su vida, y todos se asombran y no pueden lamentarse lo suficiente de no haberlo observado mejor y con más atención mientras todavía se paseaba por las calles de Visegrado.
Y el arquitecto siguió su viaje, pero a dos paradas de Estambul se contagió una peste. Llegó a la ciudad con fiebre, apenas sosteniéndose sobre el caballo. De inmediato se fue al hospital italiano de los franciscanos. Y a las veinticuatro horas expiró en brazos de un fraile.
Al día siguiente por la mañana, le comunicaron al visir la muerte del arquitecto y le entregaron los cálculos y esbozos que había dejado del puente. El arquitecto había recibido sólo la cuarta parte de su paga. No dejó tras de sí ni deudas ni efectivo, ni testamento, ni ninguna herencia. Después de mucho pensarlo, el visir ordenó que de las tres partes que quedaban una se pagara al hospital y las otras dos se donaran a una fundación que daba pan y sopa a los pobres.
Justo cuando estaba dando estas órdenes –en una tranquila mañana de fines de verano–, le trajeron la petición de un joven maestro de religión, de origen bosnio, que había escrito unos versos muy armoniosos y a quién el visir ayudaba de vez en cuando haciéndole donaciones. Había oído, al parecer, sobre el puente que el visir había erigido en Bosnia y esperaba que también se grabara en él, como en todos los edificios famosos, una inscripción para que se supiera cuándo había sido construido y quién lo había erigido. Como siempre, también ahora le ofrecía al visir sus servicios y le rogaba que aceptara un cronograma[2] que le enviaba y que había compuesto con gran trabajo. En el papel rígido adjunto estaba finamente escrito el cronograma con iniciales rojas y doradas:
Cuando el Buen Gobierno y el Noble Arte
Extendieron uno al otro la mano,
Surgió este bello puente,
Dicha de los súbditos y alegría de Jusuf
Por los siglos de los siglos.
Abajo estaba el sello del visir en un óvalo, dividido en dos campos desiguales; en el mayor estaba escrito: Jusuf Ibrahim, auténtico esclavo de Dios, y en el menor el lema del visir: En el silencio, la seguridad.
El visir permaneció largo tiempo inclinado sobre el pedido, con los brazos extendidos, tocando con una palma la inscripción en versos y con la otra los cálculos y los planos del puente del arquitecto.
Ya habían pasado volando dos años desde su caída y encierro. Al principio, tras su retorno al poder, no notó ningún cambio en sí mismo. Estaba en la edad más linda, cuando se conoce y siente todo el valor de la vida; había vencido a todos sus oponentes y era más poderoso que nunca antes; con la profundidad de su reciente caída podía medir la altura de su poder. Pero a medida que pasaba el tiempo, se le aparecía –en vez de olvidarlo– cada vez con mayor frecuencia en la memoria la idea de la mazmorra. Si a veces lograba ahuyentar esos pensamientos, no tenía fuerza para evitar los sueños. La mazmorra empezó a aparecérsele en sueños, y de los sueños nocturnos, como de un horror indefinido, ésta pasaba a la vigilia, y le envenenaba los días.
Se volvió más sensible hacia las cosas a su alrededor. Lo ofendían ciertos objetos que antes no notaba. Ordenó levantar todo el terciopelo del palacio y reemplazarlo por un paño ligero, suave y mullido que no crujía bajo el brazo. Odió el nácar, porque en su pensamiento lo asociaba con algo frío, vacuo y solitario. Si lo tocaba, y de sólo verlo, le castañeteaban los dientes y le corrían escalofríos por la piel. Entonces, hizo sacar de su aposento todos las cosas y armas decoradas con nácar.
Comenzó a ver todo con una desconfianza encubierta, pero profunda. De algún lugar, surgió en él este pensamiento: todas las acciones humanas y todas las palabras pueden hacer mal. Y esa posibilidad empezó a soplar de todo lo que oía, veía, decía o pensaba. El victorioso visir tuvo miedo de la vida. Así entró sin darse cuenta en el estado que constituye la primera fase de la muerte, cuando el hombre empieza a mirar con más interés la sombra que arrojan las cosas que las cosas mismas.
Este mal lo penetraba y desgarraba, pero no podía ni pensar en confesarlo o confiárselo a alguien; y cuando el mal completara su trabajo y subiera a la superficie, nadie lo reconocería; simplemente dirían: la muerte. Porque la gente no sabe cuántas personas eminentes y poderosas hay que mueren así en sí mismas, tan invisible y silenciosamente.
Y esa mañana el visir estaba cansado y sin dormir, pero tranquilo y sereno; tenía los párpados pesados, pero el rostro como congelado en el frescor de la mañana. Pensó en el arquitecto extranjero que había muerto, y en los pobres que comerían gracias a él. Pensó en la lejana, montañosa y sombría tierra de Bosnia (¡siempre había algo sombrío cuando pensaba en Bosnia!), a la que ni la misma luminosidad del Islam podía iluminar sino parcialmente, y en donde la vida era, sin la menor cortesía y mansedumbre, pobre, mezquina y obstinada. ¿Y cuántas provincias así no habría en el mundo? ¿Y cuántos ríos salvajes sin vado ni puente? ¿Cuántos lugares sin agua potable ni mezquita, sin decorados ni belleza?
El mundo se abría a sus pensamientos, lleno de todo tipo de necesidades y miedos bajo diferentes formas.
El sol brilló en una pequeña teja verde en el quiosco del jardín. El visir dejó caer la vista sobre la inscripción en versos del maestro, levantó despacio la mano y tachó dos veces toda la inscripción. Tras una pequeña pausa, tachó la primera parte del sello con su nombre. Solo quedó el lema: En el silencio, la seguridad. Hizo una pausa… y levantó otra vez la mano y la borró de un solo golpe.
Así quedó el puente sin nombre ni señas.
Brillaba al sol allá en Bosnia y relucía bajo la luna transportando sobre sí a la gente y al ganado. Poco a poco, desapareció por completo el círculo de tierra suelta y objetos dispersos que siempre rodean un edificio nuevo; la gente y el agua se llevaron las estacas rotas, los trozos de andamio y el material restante, y las lluvias barrieron las huellas del trabajo de los albañiles. Pero el paisaje no pudo integrarse al puente, ni el puente al paisaje. Visto desde un costado, el arco blanco y audazmente curvo siempre parecía estar solo y aislado, sorprendiendo al viajero como un pensamiento inusual y errante que hubiera sido atrapado entre las rocas y el desierto.
Quien esto cuenta fue el primero a quien se le ocurrió examinarlo y averiguar su origen. Fue al anochecer de regreso de la montaña y, cansado, se sentó junto al parapeto de piedra del puente. Los días eran calurosos, pero las noches frescas. Cuando se apoyó de espaldas contra la piedra, sintió que todavía estaba tibia del calor diurno. El hombre estaba sudado, pero del Drina venía un viento frío; el contacto con la cálida piedra labrada era agradable y maravilloso. Se entendieron al instante. Entonces decidió escribirle una historia.
Notas
NOTA DEL EDITOR: hemos hecho nuestros mejores esfuerzos para localizar a los derechohabientes de estos cuentos, que se publican bajo la regla del Artículo 6 de la Ley 11723.
[1] Ivo Andrić (Travnik, Bosnia, Austria-Hungría, 9 de octubre de 1892 – Belgrado, RFS de Yugoslavia, 13 de marzo de 1975) fue un escritor yugoslavo que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1961. Sus escritos tratan principalmente de la vida en su Bosnia natal bajo el dominio otomano. “El puente sobre el Žepa” se considera el germen de lo que luego sería una de sus novelas más famosas, El puente sobre el Drina.
[2] Los tarihi o cronogramas son un género específico de poesía de diván que contiene relatos sobre hechos famosos (n. del t.).