Pablo Arraigada
“No deseábamos pertenecer a aquellos nuestros de allá ni a estos nuestros de aquí. Tan pronto nos identificábamos con esa turbia identidad colectiva como la rechazábamos con asco. He oído cien veces la frase << ¡Esta no es mi guerra!>> Y no era nuestra guerra. Pero, por otro lado, sí era nuestra guerra. Porque si no lo hubiera sido, no estaríamos aquí. Porque si lo hubiera sido, tampoco estaríamos aquí”
El ministerio del dolor, D. Ugrešić
Iniciada la década de los 90 en la región de los Balcanes, tuvo lugar una guerra en ese territorio que fue el punto de partida para que se termine la antigua Yugoslavia. La guerra de Bosnia fue el puntapié inicial e implicó una división en toda la zona, una exacerbación de los sentimientos nacionalistas y un hecho criminal que enfrentó a pueblos hermanos. Los motivos mediatos e inmediatos para esta situación son demasiados. Los intereses en juego fueron tanto internos como externos, las consecuencias siguen vigentes en gran medida aún al día de hoy.
Una de las realidades que se vio afectada con el conflicto fue la literatura. ¿Cómo afectó la guerra de Bosnia a los aspectos culturales? Resulta posible pensar esta cuestión desde la figura del exiliado, de aquel que debe dejar atrás su país y, con este acto, su lengua. Por lo tanto, se abordará cómo se construye la experiencia de la guerra desde el exilio. En otra tierra, la lengua es ajena, es lejana como la patria, la voz misma se desvanece, los silencios pasan a ser una nueva forma de expresarse en un mundo reconfigurado, un mundo otro. Para poder comprender esto, se hará foco en obras de autores bosnios (Aleksandar Hemon y Velibor Čolić) y también croatas (Dubravka Ugrešić) para, asía poder analizar la relación de la lengua y la tierra de pertenencia, la posibilidad de trasmitir lo vivido durante el conflicto y el clima de yugonostalgia frente a la pérdida de una lengua común y la adquisición de una nueva.
Antes de iniciar con el análisis sobre las respectivas novelas, me voy a detener en la figura del exilio –exiliado– y la lengua. El exilio, desde la perspectiva de Barthes, cuando lo piensa en fases: el viaje, la estadía y la naturalización (Barthes, 2003, p. 240). La estadía es su residencia, es su forma de asimilación del nuevo espacio, que no es de manera alguna turística. El turista carece, volviendo a Barthes, de responsabilidad ética. Pero también se presta a confusión porque no es un ciudadano en este nuevo espacio. En el cuento a analizar de Hemon (2000) no se encuentra esa disquisición por ser parte del nuevo espacio. En todo momento se deja en claro que no busca ser uno más. No está ni con uno ni con los otros, vive esta constante estadía, se acerca a la figura de refugiado que plantea Judith Butler:
Cuando un refugiado es expulsado de un estado o despojado de algún otro modo por la fuerza, aunque llegue a algún lugar, a menudo no tiene adonde ir, sólo se encuentra en tránsito. Puede que se encuentre dentro de los límites de un estado, pero, precisamente, no como ciudadano; entonces es recibido, por así decirlo, bajo la condición de no estar incluido en el conjunto de los derechos y obligaciones jurídicos que definen la ciudadanía, aunque sólo sea diferencial y selectivamente. (Butler, 2009, p. 46)
Por lo tanto, este exilio que se plantea en la vida de los tres escritores a analizar hace foco en la instancia de la estadía, es ese espacio donde se delinea la voz que narra. La estadía
…posee una sustancia propia: hace del país residencial […]espacio heteróclito donde se condensa la sustancia de varias grandes ciudades, un elemento en el cual el sujeto puede <<sumergirse>>: es decir esconderse, ocultarse, deslizarse, intoxicarse, desvanecerse, desaparecer, ausentarse, morir para todo aquello que no sea su deseo. (Barthes, 2003, p. 241).

Es el caso de Pronek, protagonista del relato de Aleksandar Hemon, que es un extraño, alguien que debe aclarar en varios momentos que no sabe, que acaba de llegar, que no maneja el idioma. Distintos son los casos de Velibor Čolić (2013) y Dubravka Ugrešić (2006). El primero es a alguien que huye, que escapa de los horrores de la guerra, pero los recupera, les da un lugar en su narrativa. Es un testigo que no está, testimonia porque se salva y ya no es parte. Su voz está en el exilio. Esta postura, así como los diversos puntos de vista a lo largo de Los bosnios, no va con la idea que tiene Renata Salecl y el grupo que sirve de apoyo y estabilidad psíquica para quien combate. No existe la idea de identificación con una causa más grande, se muestra un odio fratricida, por lo que quien narra debe alejarse, debe testimoniar sin estar ahí, no pasa por la conciencia ni la familia y lo que piense sobre él ni la idea de fallarle a su organización (Salecl, 2018, pp. 48-49). Por otro lado, está la figura de Ugrešić, quien se exilia y comienza una nueva vida en el extranjero –Países Bajos– desde donde construye su visión nostálgica, idílica del pasado. Pero es en esa distancia que sufre la traición, el abandono de sus coterráneos, es por eso que queda al margen de su nueva vida, pero tampoco puede reingresar a la anterior. La guerra la exilia y le impide poder disfrutar de la futura residencia, de esa instancia final de todo viaje.
Una vez establecida la figura del exilio, hay que anteponerle el rol de la voz, de la lengua. Pero una cosa es la mera voz, la animalidad del hombre, frente al habla, la posibilidad de poner algo de manifiesto. Desde esta anfibología voz-habla (logos) se llega a la cuestión de nuda vida (zoe) y la vida en comunidad (bios). Este parafraseo de la teoría que se propone en Una voz y nada más (Dólar, 2007, p. 130) permite un punto de partida, una forma de indagar la voz en cada uno de los autores. La voz y sus respectivos silencios, esta imposibilidad de pensarse en comunidad o, mejor dicho, el fracaso para esto.
Con el horizonte claro para pensar en exilio y lengua, se puede pasar a ver cada autor. Aleksandar Hemon construye en su cuento “Blind Jozef Pronek & Dead Soul” un exiliado de tono paródico en EE. UU. Uno se encuentra ante un mundo donde el protagonista queda afuera, donde se vuelve una mueca ridícula. Lo arrastran las circunstancias de un lado a otro. No puede dejar de ser extranjero, es ahí donde se reconoce. No puede él ni se lo permiten los estadounidenses. Ya su nombre no puede tener un lugar ahí (Pronak, Pronjak, etc.). Es el constante recién llegado, en varios puntos del cuento se recalca esto. No puede tener una conversación directa con americanos, sus relaciones se construyen con otros en su condición, en su extranjeridad. Es en su figura de extranjero que se dan diálogos, que puede comprender este mundo que no le permite entrar, que lo expele. No es con una persona con quien puede entenderse, sino con los carteles. El episodio en que anda por las calles viendo las indicaciones y los carteles particulares que se dejan en distintos sitios (Hemon, 2000, pp. 188-189). El alcohol, el sexo, el amor, todos los puntos de contactos se dan con otros extranjeros, ya sea su pareja ucraniana y los padres de ella, los trabajadores polacos en su departamento o el amplio mundo laboral del mercado estadounidense donde Pronek intenta e intenta insertarse. La guerra llega a él de manera lejana, no busca saber, intenta no saber porque así no debe pensar en lo que dejó atrás. Hay un doble ejercicio de ignorancia con respecto a la guerra: Pronek decide no enterarse para no sufrir por sus conocidos, por quienes dejó allá (Hemon, 2000, pp. 200-201), y, por otro lado, los que viven en EE. UU., que se enteran de los hechos a medias, que opinan sin comprender el mundo de los Balcanes. En este ejercicio de la voz, de lo idiomático, es por sus congéneres extranjeros –los albañiles polacos– que le llega la información sobre Bosnia. El relato, además, realza su rol de extranjero, el viaje que marca al protagonista. Los aeropuertos y la llegada a distintos lugares. Un viaje que muestra el recorrido Bosnia-EE. UU.-Bosnia-Austria. Está enmarcado en su condición de alteridad, en su vida por distintos aeropuertos y las dificultades para reconocerse, para poder residir en algún punto. Su vuelta a Bosnia para ver a los padres, que están bien, lo llenan de comidas y lo envían a saludar conocidos. Bosnia le permite recuperar la voz, pero ya no es su lugar, sólo es un turista. Se vuelve a lo que ha dicho Barthes, no tiene responsabilidad ética. No debe preocuparse por eso, está de paso. Pero al irse, entra de nuevo en la alteridad y se deja devorar por ese mundo comiendo chocolates y aceptando el absurdo.
En la literatura, el exilio en general muestra su cara romántica. En la realidad, el exiliado vive su reverso traumático. El estado de exilio conlleva un desgarro rebelde, pero también una sumisión servil en el proceso de asunción del nuevo hogar. La única manera que tiene el exiliado de dominar los traumas del exilio es precisamente no dominarlos, sino vivirlos como un estado permanente, convertir la sala de espera en una alegre ideología de vida, experimentar la esquizofrenia del exilio como la norma de la normalidad y respetar sólo a un Dios: la maleta. (Ugrešić, 2009, p. 18)
Es así que el hombre con su maleta parodia una realidad distante y terrible como la de la guerra en Bosnia.
Ante esto, el libro Los bosnios es descarnado. A través de las distintas culturas, los distintos pueblos, Čolić construye desde su exilio el mundo desgarrador que se vive. No hay diferencias, ya sea musulmán, croata o serbio uno se convierte en víctima de la guerra. Es una esperanza vana ver los pocos personajes que no terminan de manera trágica a lo largo de las páginas. La guerra es el libro, lo atraviesa, da voz a los distintos participantes. El enemigo está frente a ellos,[1] es reconocible, se lo mata mirándolo a los ojos, como Renata Salecl plantea en su libro Angustia cuando trata sobre la guerra. Pero con voces que no siempre se comprenden, voces de pueblos hermanos que ahora están divididos. Voces como la de Uta el lobo, quien conoce al territorio y no debe temer de los serbios, que vienen desde fuera; o el caso del gran anciano de los gitanos, que sabe huir a tiempo y es respetado, su gente lo escucha y así evitan al enemigo. Frente a esto, un episodio es el de Ado, un joven cuya muerte es recibida por el silencio (Čolić, 2013, p. 25). El silencio es un hecho especial en la guerra, siempre hay explosiones, gritos, furia, explosiones. El lenguaje es el de la violencia. Como se puede leer en uno de estos pequeños episodios que componen el libro:
SOLDADO DESCONOCIDO
Durante uno de los violentos bombardeos que cayeron sobre los pueblos croatas de la Posavina bosnia, los soldados del HVO (Consejo Nacional de Defensa Croata) descubrieron un obús que no había estallado. Sobre la bomba, alguien había escrito en cirílico, con una letra torpe y visiblemente apresurada: <<NO TODOS LOS SERBIOS SOMOS IGUALES>> (Čolić, 2013, p. 44)
El valor de la escritura que los demás comprenden. Aquí la lengua no los separa, es común a pesar de sus diferencias. Es en la escritura que vemos la voz, por contradictorio que suene. Son los ejércitos y el nacionalismo que se ve de distintos personajes los que delinean este territorio, en contraposición al espacio americano de Hemon. Y, justamente, este conflicto lo lleva a un exilio al autor –quien se pone como protagonista, desdibujando su nombre, en uno de los episodios (Čolić, 2013, p. 29)–. El intelectual atacado que huye, que pierde todo y consigue un lugar en el extranjero. Esta idea de transmitir y de la escritura se presenta también desde la esfera del periodismo o el elemento religioso con sus rezos. Las voces aquí llevan al odio. Imposibilidad de silencios salvo la muerte, que se pasea de voz en voz.

El último caso es el de Dubravka Ugrešić. En su novela El ministerio del dolor está la particularidad de encontrar una comunidad de “exyugos” en los Países Bajos. Los exiliados construyen su espacio, su propia tierra. Se da una comunidad dentro de una más grande. Es más, hay casos donde se tornan miembros que oscilan en ambos grupos –ya sea esta profesora universitaria que narra los hechos o su amiga, que se casa con el rector y muestra el punto de unión, con cierto patetismo, entre lo holandés y lo yugoslavo–. La lengua los mancomuna, la narradora va por la calle y puede reconocer a los suyos, por expresiones o modismos. Los estereotipos, las formas en que se refieren a otros, el peso del yo, todo eso los hace cercanos, les da fuerzas ante el temor de ser ridiculizados (Ugrešić, 2006, pp. 28-29). La lengua común le da un status particular al exilio que viven, pero en esa condición de exiliarse es que sufren una regresión, en palabras de la autora, no tienen la edad mental que deberían. “El estado de exilio había sacado a la superficie los miedos infantiles profundamente reprimidos”, o, más duro aún, “En la emigración se envejece muy deprisa y se es joven mucho tiempo” (Ugrešić, 2006, p. 36). Los que llegan desde la Yugoslavia en guerra, que se está dividiendo, son niños aquí. Buscan mostrar otra cosa, mostrarse de otra manera, pero terminan juntándose, emborrachándose, leyendo poemas de sus tierras o cantando sus canciones. La esposa del rector tiene cuadros de pintores de los Balcanes, intenta mostrar cierta clase para “no parecer pobretones”. No pueden separarse de su tierra, la yugonostalgia –concepto de gran peso para la figura de Dubravka Ugrešić, quien es una de las primeras en emplearlo– está presente hasta en el mercado donde buscan productos de su tierra, donde van con las bolsas que usan en su tierra. No es la intención del presente trabajo recorrer por completo cada libro, pero tras un episodio en que denuncian a la profesora por dar clases malas, o no explicar cosas sino simplemente conversar, ella ve con odio a sus alumnos, antes amigos. Piensan en ellos como lo que son, eslavos, gente difícil de confiar. La novela recorre el estereotipo, pero no por eso se vulgariza o se usa de manera negativa, sólo refleja una realidad propia de los Balcanes. La guerra vuelve –todas las guerras en el territorio– desde la tradición, la nostalgia, lo nacional y ese pasado idílico ya perdido. La guerra se ve, se palpa, ella vuelve a Sarajevo, debe hablar con sus parientes, sus conocidos –un episodio similar al planteado por Hemon, pero más terrible, más personal–. La lengua irrumpe en todo el entorno, atraviesa esta novela. Lo serbocroata, los idiomas, todo está presente una y otra vez. Y en Holanda, en su condición de exiliada, se busca “dominar el idioma de la soledad humana” (Ugrešić, 2006, p. 42). El espacio de lo universitario también es un microcosmos dentro de este espacio yugo y común.
El maestro es el transmisor del Conocimiento almacenado en los libros, pero sólo puede hacerse efectivo cuando se lo delega a la voz. Todo puede estar muy bien escrito en el libro de texto, pero nada de esto bastará a menos que el maestro o la maestra asuma su representación mediante su propia voz, aunque sólo se limite a leer en voz alta el libro de texto. Todo el conocimiento es accesible a cualquiera a través del libro de texto, pero la escuela como institución funciona mediante la voz (Dólar, 2007, p. 135).
Esta frase pone de manifiesto el peso político de la voz y su función en lo educativo, en la formación. De ahí el peso de este espacio, donde los emigrados –los refugiados– de distintos países de la ex-Yugoslavia toman lengua y cultura serbo-croata. En sí, es un simple curso por puntos extra, pero se vuelve el lugar de reunión. Desde la figura de la docente protagonista, todos pasan a tener su voz, su lugar. Así reconstituyen su espacio personal, pero también el que tienen como comunidad. La voz “es usada como palanca de performatividad social, como sello de la comunidad y reconocimiento de su eficacia simbólica” (ob. cit.).
Para no hartar con el apartado de la política de la voz que Dólar desarrolla en su libro, pienso en una voz que se quedó en Bosnia y sufrió en primera persona los horrores que va a plasmar a posteriori en sus poemas. Me refiero a Izet Sarajlić. En un poema que dedica a Bora Spasojević, dice “Antes de la guerra / te prometí un poema / sobre Sarajevo. //Aquel último día que te vi / lo escribiste tú mismo, / mientras llorabas delante de las cámaras de televisión / por la ciudad destruida. //A mí sólo me queda firmarlo” (Sarajlić, 2013, p. 56).

¿Por qué traer la figura de Sarajlić? Un elemento que acerca a todos los autores que se han presentado en este trabajo es que tuvieron una instancia de regreso a su patria, ya sea Sarajevo o Zagreb. La vuelta a su lugar de origen, con lo que eso implica para la lengua y demás. Pero su lengua, en ese regreso, es otra. Ellos son otros, no estuvieron ahí. Su testimonio es sobre una guerra que los lleva a exiliarse, que no atestiguaron. Sabían la situación, sufrían por los suyos, pero ellos no estaban ahí. La espacialidad de la guerra es ajena a su persona, pero es por la guerra que deben redefinir su espacio. Todos experimentan la estadía de su viaje,[2] pero ninguno llega a residir ni en el extranjero ni en Bosnia, el territorio en conflicto. Salvo Sarajlić, que no se pensó para el análisis porque no cumple con la condición de exiliado ni tampoco debe modificar su lengua. Pero sí es un ejemplo perfecto para la experiencia de la guerra y su posibilidad de transmisión. Dentro de esta perspectiva, cada uno de los tres autores aparecen dentro de sus textos. Hemon da su propio nombre a un personaje dominicano en el restaurante donde trabaja Pronek (Hemon, 2000, p. 193); Čolić da a conocer al lector lo que le pasa, el por qué de su exilio a través de un episodio en el que refiere al profesor šefkija Aganović el bombardeo de su casa (Čolić, 2013, p. 29); por último, Ugrešić no apela a la autorreferencialidad, pero se puede comprender que esa docente universitaria refleja muchos aspectos de su vida, es su doble para esa instancia. La voz de los tres autores irrumpe en su propia narrativa, a pesar de que no siempre esa voz va de la mano con su lengua. En los países que los refugiaron –EE. UU. y Francia, respectivamente–, Hemon escribe su obra en inglés y Čolić va a hacerlo en francés. Ugrešić mantiene la lengua croata, esta ¿nueva? lengua que es el resultado del fin del serbocroata, aunque no puedan encontrarse tantas diferencias entre ambas. Claro que es la lengua común a la comunidad de refugiados, es su forma de evitar la otredad en los Países Bajos. Ugrešić reflexiona en numerosos pasajes sobre la lengua común de los exyugos, una de las cosas que los mantenían unidos. El peso de la lengua y los silencios que la acompañan, de la lengua y la voz, lo que dice en voz alta, lo que la voz hace políticamente hablando. Todo esto puede pensarse de la mano de la reflexión que hace Avrom Sutzkever[3] cuando refiere “Devoro la lengua que va desapareciendo / devoro, y despierto a todas las generaciones con mi rugir”.
Para cerrar, entonces, con esta lectura del exilio en la literatura y la voz que encuentran los escritores, otra vez son útiles las palabras de Dubravka Ugrešić:
El exilio es un fenómeno interesante por varias razones. El hombre huye de un régimen, con frecuencia por motivos políticos. Al cabo de un tiempo, cuando se olvida de las razones, descubre que el régimen de la vida cotidiana es más o menos igual en todas partes, y que los Estados están más o menos organizados, de modo que fuerzan a cada individuo a ser una ruedecita capaz y útil en el sistema. Las vacaciones, los viajes turísticos, no son más que formas rituales, organizadas y aprobadas socialmente de huir de lo cotidiano. Pero ni siquiera las vacaciones están privadas de ideología (sólo el que trabaja tiene derecho a descansar), y son un pobre consuelo. El régimen de la vida cotidiana no puede sortearse a medias, sino de manera radical” (Ugrešić, 2009, pp. 20-21).
No es posible huir de la alteridad, de ser devorados y borrados ante el viaje. Las palabras de Barthes son trágicas en este punto, la imposibilidad de asimilar o ser asimilados para aquellos que huyen de la guerra. Su voz suena a la distancia, ya sea distancia espacial o la distancia de su escritura. Pero la guerra los espera, no es posible huir de ella. Quizá por eso el poema que escribe Sarajlić, “Perro vagabundo”[4] (Sarajlić, 2013, p. 50), sea una marca de esta imposibilidad de huir, quizá sí de salvarse, pero jamás huir de la guerra. La ley, los sistemas políticos, la lengua y las costumbres, todo se articula para no permitir que la tierra de pertenencia los suelte por completo. Las maletas y el viaje, como ya se ha nombrado anteriormente. Seres que recorren las distintas instancias de un viaje, que se alejan de una guerra que, dicen, no es de ellos, pero es justamente esa guerra la que los lleva a huir, a buscar refugio en otra parte. Sólo la lengua los acompaña, aunque no siempre les permite ser. Su testimonio es el último registro que les queda, acompañado de los silencios en que se sumen por ser exiliados, por no ser parte.
Bibliografía
Barthes, R. (2003). El grado cero de la escritura: seguido de Nuevos ensayos críticos (trad. de Nicolás Rosa). Buenos Aires: Siglo XXI.
Butler, J. y Gayatri Chakravorty Spivak (2009). ¿Quién le canta al estado-nación? Lenguaje, poética, pertenencia (trad. de Fermín Rodríguez). Buenos Aires: Paidós.
Dólar, M. (2007). Una voz y nada más (trad. de Daniela Gutiérrez y Beatriz Vignoli). Buenos Aires: Manantial.
čolić, V. (2013). Los bosnios (trad. de Laura Salas Rodríguez). Madrid: Periférica.
Grubačić, A. (2010). Don’t mourn, balkanize. Essays after Yugoslavia. Oakland: PM Press.
Hemon, A. (2000). La cuestión de Bruno (trad. de Benito Gómez Ibáñez). Barcelona: Anagrama.
Salecl, R. (2018). Angustia (trad. de Márgara Averbach). Buenos Aires: Godot.
Sarajlić, Izet (2013). Sarajevo (trad. de Fernando Valverde). Granada: Valparaíso.
Ugrešić, D. (2006). El ministerio del dolor (trad. de Luis Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pištelek). Barcelona: Anagrama.
——— (2009). No hay nadie en casa (trad. de Luis Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pištelek). Barcelona: Anagrama.
Notas
[1] Andrej Grubačić plantea en su libro Don’t mourn, balkanize! de qué forma la gente en Serbia sirvió de prueba para el concepto de culpa colectiva, cómo se procedió a probar el concepto sobre ellos y ejercitar el debido castigo. La gente tuvo responsabilidad moral por los caminos en que fueron gobernados, por lo que los serbios debían compartir la responsabilidad y aceptar los ataques, bombardeos, bloqueos económicos y demás. El crimen cometido por la población serbia, de acuerdo a la opinión occidental, fue votar a Milošević primero, y no haberlo derrocado por la fuerza después (Grubačić, 2010, p. 87).
[2] En el libro Los bosnios hay mínimas referencias sobre la estadía, es el caso más particular y que debería analizarse aparte, pero no nos lo permite el espacio del presente trabajo.
[3] A. Sutzkever (1913-2010), poeta lituano que combatió el nazismo con el bando partisano y desarrolló gran parte de su obra en lengua yiddish.
[4] Sarajlić refiere en este poema, como epígrafe, la situación de los perros y la circular que sacan desde la circunscripción de Kosevo 2 para denunciar perros en la calle. El peso de esto, la denuncia, la reconstrucción del sistema jurídico, las condiciones en que se vive, todo está presente en ese epígrafe, para mostrar la eterna sensación de partir posteriormente en el poema (¿Debo denunciarme a mí mismo? // ¿No soy quizá un perro /y sobre todo vagabundo? // Ni sé ni siquiera / en qué maleta / ni en la cantina de quién / están mis documentos).