Belén González Johansen – Universidad de Buenos Aires
“¡Despertad y cantad, oh moradores del polvo! Porque tu rocío
es como rocío de luces y la tierra dará a luz a sus fallecidos.”
Isaías 26, 19.
Atesoramos con pesar un ancestral y muy íntimo miedo a nuestra muerte y lo que después de ella seguirá. Excede el pánico al cese de nuestra existencia, esa que, por lo que sabemos, es lo único que verdaderamente tenemos. Se trata de un más profundo aún terror al no-ser en todas sus aristas: la pérdida, la ausencia, el vacío. Acaso peor que la muerte se nos presenta la no-muerte: un estadío liminar entre la vida y el deceso, el monstruoso híbrido de no-ser siendo, la carne como carcasa hueca templo de una ausencia irremplazable. La pérdida de la identidad, la razón, la personalidad y los lazos sociales, el abandono de todos esos elementos que consideramos constitutivos de la humanidad, el tornarse un mero despojo de nosotros: la figura del zombie. La definición de zombie va más allá de la idea de un cuerpo resucitado. Tiene que ver, en realidad, con una privación irrevocable que se recuerda con la sola contemplación de su cuerpo desgajado. Articulado sobre el platónico dualismo entre cuerpo y alma, el zombie es la amenaza latente de la posibilidad de una humanidad cercenada y mutilada de su parte más esencial, el espíritu. Es a la luz de este ser de pesadillas, ícono de la cultura popular de la segunda mitad del siglo XX y de nuestro presente siglo XXI, que voy a abordar el relato de Andréi Platónov, “Dzhan” (2018. Original 1935). Valiéndome de esta herramienta teórica que es el concepto de zombie y sus implicancias, procederé a reflexionar respecto de los particulares habitantes del pueblo de Dzhan que son objeto de la utópica misión de Nazar Chagatayev.
“Dzhan” fue escrito después de que Platónov realizara un viaje en calidad de integrante del Comité de la Organización de Escritores Socialistas de la URSS a Turkmenistán. Narra la historia del joven Nazar Chagatayev, un muchacho nacido en el pueblo de Dzhan, región turcomana, y educado en Moscú, que es enviado por el Estado Soviético para llevar felicidad a su pueblo natal perdido entre la arena y el sol. En conflicto a raíz de su condición de mestizo, hijo tanto del desierto y como de la ciudad, el héroe se embarca en la utópica misión de devolverles el alma a los habitantes de Dzhan, que se encuentran en un apático estado de ausencia y desesperanza. Esta condición de muerte en vida del pueblo tiene que ver con la esclavitud a la que fueron sometidos: las condiciones inhumanas de trabajos forzados y el sufrimiento constante de la opresión drenaron el alma de cada uno de los individuos de Dzhan hasta convertirlos en vidas despojadas y desnudas. “El trabajo de esclavos, el agotamiento, la explotación, nunca absorben sólo la fuerza física, sólo los brazos, no, también es la mente y el corazón, y lo primero que se destruye es el alma” (Platónov, 2018: p. 166).
Esta condición liminar de los cuerpos oprimidos se relaciona con la primera figura del zombie en darse a conocer a la sociedad occidental: el zombie haitiano. Se trata de un ser humano que ha sido traído desde la muerte por un bokor, es decir, un sacerdote vudú. La concepción del regreso desde la tumba se vincula íntimamente con la esclavitud ya que los cuerpos resucitados pero vaciados de alma quedaban al servicio de un amo. Hay incluso hipótesis de historiadores y antropólogos que sostienen que en varios casos se envenenó a individuos con toxina de pez globo, se los enterró y luego se los liberó de la tierra, haciéndoles creer que eran muertos resucitados sólo útiles para el trabajo. Es importante señalar que para la población de Haití, especialmente aquella insurrecta posterior a la revolución de 1804, la vida no tenía valor alguno sin libertad. La muerte se presentaba, en este sentido, como una posibilidad de liberación del yugo bajo el que vivían. Es por eso que la noción de zombie se contemplaba con espanto: significaba la continuidad de la esclavitud incluso después de la muerte.
Para el pueblo de Dzhan, la zombificación también se produce a causa de la esclavitud y la opresión, pero, sin embargo, guarda una distancia. La cualidad zombie, el despojo del alma, se hereda a los hijos y se carga como un gen atrofiado en el cuerpo. Parece, más que fruto de una suerte de ritual o hechizo, una mutilación de la esencia de toda una población que se intuye irreversible y constitutiva. Como si se tratara de una situación biológica, la ausencia de energía vital y el estado vegetativo que caracterizan a la población la convierte en seres un tanto menos humanos: humanos mutilados. Incluso Chagatayev, mestizo al ser hijo del desierto y Moscú, al entrar al territorio turcomano comienza a sentir la pulsión del alma atrofiada en sí mismo. De esta forma, la vida se limita a la existencia corporal, a la autopreservación en simbiosis total con el entorno. La zombificación se entiende, bajo esta línea, como un fenómeno de fisura de la humanidad, de mutilación del espíritu y ahuecamiento del cuerpo, que de nuestra especie arranca una suerte de reflejo deformado y siniestro.
La mutilación de la humanidad por la pérdida del alma de los personajes que habitan Dzhan es resaltada por el contexto. Los objetos y los animales que rodean a los habitantes del pueblo en el relato se representan personificados, dotados de una cierta humanidad: el camello agonizante, por ejemplo, y las águilas/cisnes vengativas y adoloridas por la muerte de su pariente. Esta personificación contrasta fuertemente con las personas del pueblo que paulatinamente se desgajan, se desarman, se diluyen en la tierra. Tagan, uno de los habitantes, se despoja de sus ropas para fundirse en la arena, para unificarse con el desierto. Pierden, así, la consciencia de su propio cuerpo y de su propia muerte con la ausencia del alma: “¿Qué gente? Sus almas se han disipado hace tiempo, les da lo mismo vivir o no” (Platónov, 2018: p. 166).
La dualidad hiperbólica entre cuerpo y alma que presupone la noción de zombie (llevándola al extremo de fisurarla) atraviesa diametralmente el relato de Platónov. El cuerpo, es decir, el elemento humano que sostiene a estos seres agujereados del alma, se relaciona con el desierto y la aridez, con la feminidad, con lo telúrico, con lo circular, con lo animal, con la materialidad y, principalmente, con la maternidad. El linaje de Chagatayev es significativo en este sentido: su madre es una habitante de Dzhan mientras que su padre es un soldado ruso. La cadena alrededor del alma se configura en un rumbo similar: lo elevado, la ciudad moscovita, los estudios, el tiempo lineal, el progreso, lo masculino y lo paterno. En Chagatayev confluyen estas dos herencias, cuerpo y alma; no obstante, se presenta como figura masculina, representación del alma, cuya misión es poner orden sobre el caos terrenal del desierto. Nazar intenta erigirse en su misión utópica como la cabeza de un cuerpo desmembrado y muerto en vida que es el pueblo entero de Dzhan.
Asimismo, se cuela también una lectura de la fisura de la zombificación en términos del binomio civilización y barbarie, entendiendo el alma como el primero de los elementos y el cuerpo como el segundo. Hay en el pueblo de Dzhan una fuerte desintegración social fruto de esta pérdida espiritual, de la zombificación. Separados, en abandono, el pueblo se compone de muchos individuos que como una masa amorfa no se distinguen pero tampoco se conectan: hombres animalizados, asociales, bárbaros. Su peregrinaje por el desierto se nos aparece similar al de las ovejas, incluso más errático y caótico. El intento de Chagatayev hacia el final del texto (el primer final, no aquel segundo final en donde el protagonista vuelve a Moscú) de construir las casas es, al mismo tiempo, el esfuerzo de montar la felicidad del pueblo mediante el forjar los vínculos interpersonales entre los habitantes. Y ese final justamente exhibe lo constitutivo del agujero espiritual del pueblo de Dzhan, lo hondo que ha calado el proceso de zombificación en sus cuerpos, tanto así que implica una disgregación social definitiva.
Yuriko Ikeda (2015), en su tesis doctoral sobre la narrativa zombie, encuentra tres características principales en la figura del zombie que podemos fácilmente relacionar con los habitantes de Dzhan. En primer lugar, la pérdida de identidad: la ausencia del alma significa la mutilación de la parte esencial y más definitoria de la persona, aquello que nos configura como seres únicos y nos diferencia de los demás a pesar de lo común. La población de Dzhan, con excepción quizás de la niña Aidim, no tiene personalidades definidas y se mueven todos prácticamente indistinguibles unos de otros como si de un conglomerado de ovejas se tratara. En segundo lugar, la ausencia de empatía: los personajes del pueblo enferman o mueren y el resto no siente dolor por la pérdida de los parientes. Atraviesan las desgracias con resignación y apatía, sin sentimientos, sin dolor. Por último, la falta de autoconciencia es transparente en el desapego a la vida y en los cuerpos fundidos paso a paso entre los granos de arena. Una cuarta característica que podría agregarse a estas tres mencionadas es la falta de emociones. Esto se hace muy evidente en lo que compete a la relación de Chagatayev con su madre. Gulchatai, la madre, olvida rápidamente al hijo perdido, un Nazar pequeño, después de su partida, así como no se detiene tampoco en sufrimiento por sus hijos mayores muertos.
Es interesante apreciar el transcurso del tiempo repetitivo y casi en espiral del desierto, en donde los días se suceden exhibiendo ciclos constantes de noche y día, o donde la marcha de las ovejas del desierto evidencia el bucle temporal de nacimiento y muerte de la naturaleza y, por consiguiente, el cuerpo. Parte del ciclo, los habitantes de Dzhan se acoplan al tiempo del cuerpo y de la materialidad. Animalizados, no tienen capacidad de mensurar el tiempo y se rigen por los impulsos de la carne, como los zombies. De esta forma, son asimismo ajenos al valor de la vida: “Llevamos mucho tiempo acostumbrándonos a la muerte; ya nos hemos acostumbrado y venimos todos juntos; danos la muerte cuanto antes, mientras hemos perdido la costumbre” (Platónov, 2018: p. 144).
No puedo dejar de pensar en que el espacio en donde transcurre la fisura cuerpo/alma de la humanidad, en donde se fractura la especie en individuos zombificados y disolutos, errantes y vegetativos, energías latentes y pasivas, coincide con el territorio en donde, menos de cuatro décadas más tarde, sucedería el accidente que daría origen al pozo de Darvaza. Popularmente conocido como “la puerta del infierno”, se trata de un cráter de enorme magnitud que desde 1971 se encuentra en llamas. Su origen tiene que ver con la colisión de una industria minera sobre unos yacimientos gasíferos. La felicidad soviética que pretendía llevar Chagatayev a los habitantes del pueblo de Dzhan, la utopía de progreso, abrió una estremecedora grieta ardiente, acaso terminó de consumirlos, y los devoró el fuego infernal.
Bibliografía
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