Ignacio E. Hutin
La Guerra del Donbass ha sobrepasado los cuatro años de duración y ya se constituye como el conflicto bélico más extenso en Europa desde 1945. En abril de 2014 cientos de personas tomaron la sede del gobierno de la provincia de Donetsk, al este de Ucrania, y las oficinas del Servicio de Seguridad Ucraniano (SBU), poco antes de declarar la creación de la República Popular de Donetsk y la República Popular de Lugansk (DNR y LNR respectivamente, por sus siglas en ruso). Los separatistas conformaron estructuras cuasi estatales, con gobierno e instituciones políticas y sociales de todo tipo. La organización llevó a que lo que había empezado como un conjunto heterogéneo de milicias armadas derivara en un ejército regular asalariado, con soldados locales y extranjeros.
A menos de un mes de iniciado el conflicto, el primer fiscal general adjunto de Ucrania Mykola Holomsha confirmó oficialmente que, para el Estado ucraniano, las autoproclamadas repúblicas populares eran organizaciones terroristas “con una jerarquía rígida, canales de financiación y suministro de armas” (Kyiv Post, 2014). Holomsha dijo entonces:
«[Los] llamados gobernadores populares afirman que están actuando en interés de las personas en esas regiones, protegiéndolas. Sin embargo, sus acciones cuentan una historia muy diferente. Se han registrado hechos de persecución de civiles en el este de Ucrania. El propósito de la creación de estas organizaciones es propagar deliberadamente la violencia, tomar rehenes, llevar a cabo actividades subversivas, asesinar e intimidar a los ciudadanos”. (Kyiv Post, 2014)
En la actualidad ningún otro país incluye a la DNR y a la LNR en su listado de agrupaciones terroristas. A modo de ejemplo, el secretario de Estado de los Estados Unidos incluye en su listado de organizaciones terroristas internacionales (FTOs) a 67 grupos, en su mayoría de Oriente Medio, Asia Central y África, el Estado australiano, a 26 agrupaciones, casi todas ellas vinculadas al islam, y la Unión Europea considera terroristas a 21 organizaciones de orígenes étnicos y geográficos variados. Respecto al conflicto en el oriente ucraniano, el gobierno del Reino Unido habla de “enfrentamientos constantes entre las fuerzas armadas ucranianas y los separatistas armados apoyados por Rusia”; no utiliza la palabra “terrorismo”.
En febrero de 2015, a casi un año de iniciado el conflicto, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACDH) destacaba que “un porcentaje importante de los procesos penales relacionados con las violaciones de los derechos humanos en el este (de Ucrania) se iniciaron bajo la acusación de actos terroristas” (OACDH, 2015). Pero el mismo informe narra:
«…el Gobierno informó de un solo caso en el que una persona fue declarada culpable de ese acto (de terrorismo). El 13 de enero, el tribunal de distrito de Sloviansk dictó el primer fallo contra un miembro de los grupos armados de la autoproclamada “República Popular de Donetsk”, reconociendo a esta última como una “organización terrorista”, y sentenciándolo a ocho años de prisión por pertenecer a dicho grupo en virtud del artículo 258-3 del Código Penal (pertenencia a una organización terrorista) y cargos conexos» (OACDH, 2015).
El texto concluye que esta sentencia puede sentar un precedente a la hora de juzgar a los sospechosos de ser partidarios de la República Popular de Donetsk, identificándolos como terroristas.
El mismo mes de febrero de 2015 fue promulgado el Decreto Presidencial “Sobre medidas de emergencia para contrarrestar la amenaza rusa y las manifestaciones del terrorismo”. Un informe presentado por el gobierno ucraniano ante la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) en 2016 justifica que esta disposición se tomó “para evitar la pérdida de vidas civiles, militares y de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley de Ucrania, así como para evitar la propagación de la crisis a otras zonas de Ucrania” (Permanent Mission of Ukraine to the International Organizations in Vienna, 2016). Se detallan a continuación numerosas medidas relativas a limitar y castigar las “actividades terroristas”, particularmente en la región oriental del país, y finalmente el texto explica que “actualmente, el aumento significativo del nivel de amenaza terrorista para Ucrania” () se debe a la apertura de las fronteras entre las provincias de Donetsk y Lugansk y la Federación Rusa, y a la aparición de grandes cantidades de armas, explosivos y municiones a través de estas regiones, “así como a la actividad de los separatistas armados DNR / LNR y sus partidarios en las regiones del sur y este de Ucrania” (ob. cit.). En abril de 2018, Ucrania envió su última respuesta a la fecha al cuestionario de la OSCE respecto al Código de conducta sobre aspectos político-militares de la seguridad. Allí el gobierno insiste en denominar “organizaciones terroristas” a la República Popular de Donetsk y a la República Popular de Lugansk y acusa a la Federación Rusa de apoyar a estas agrupaciones y de violar “el derecho a la vida de los ucranianos que viven en el este de Ucrania como resultado de las acciones ilegales de las organizaciones terroristas”. El documento repite textualmente el párrafo publicado dos años antes que refiere al aumento significativo “actual” del nivel de actividades terroristas debido a una supuesta apertura de fronteras (Permanent Mission of Ukraine to the International Organizations in Vienna, 2018).
A pesar de la insistencia ucraniana, la Unión Europea (UE), la OSCE y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) descartan la denominación “terrorista” para referirse a la LNR y DNR. Tras cada Reunión Plenaria del Foro para la Cooperación en materia de Seguridad de la OSCE, se ha publicado una Declaración de la UE sobre la situación de seguridad en Ucrania y sus alrededores. A septiembre, se han publicado trece declaraciones tan sólo en 2018: once durante la presidencia búlgara del Consejo de la UE (enero-junio) y dos durante la presidencia de Austria (julio-diciembre). Ninguno de estos trece documentos utiliza la palabra “terrorista” y, en cambio, optan por la expresión “separatistas” o la más ambigua “formaciones armadas”. En algunos casos también se suma la aclaración “respaldadas por Rusia”.
El Consejo Europeo especifica los criterios para que individuos o agrupaciones sean catalogados como terroristas: que hayan sido identificadas por el Consejo de Seguridad de la ONU como relacionadas con el terrorismo, o que una autoridad judicial haya juzgado a la persona, grupo o entidad de que se trate por un acto terrorista o un intento de llevarlo a cabo. Las propuestas para incluir individuos o grupos en el listado pueden ser de miembros del Consejo u otros países (Wählisch, 2010). Según este criterio, debería haber bastado con el sólo antecedente que menciona la OACDH respecto al tribunal de distrito de Sloviansk para considerar a la DNR como agrupación terrorista, y sin embargo no fue así.
Desde la OTAN se asegura apoyar firme y completamente a Ucrania, su soberanía e integridad territorial en el marco del “conflicto ruso-ucraniano” y se condena la “desestabilización deliberada de Rusia en el este de Ucrania causada por su intervención militar y apoyo a los militantes” (NATO, 2018). El completo apoyo de la alianza atlántica no alcanza para hablar de terrorismo en el Donbass, tal como promueve Ucrania, sino de militantes.
El terrorismo indefinido
Al indagar sobre la categorización que hace el gobierno ucraniano de la DNR y la LNR como grupos terroristas, corresponde preguntarse entonces qué es el terrorismo, qué elementos toma Ucrania para arribar a esta conclusión. No hay una definición única y consensuada sobre el terrorismo, pero entre los rasgos comunes que suelen aparecer en diversas definiciones figura el carácter ubicuo: el terrorismo está en todos lados y es por esto que resulta difícil encontrar e identificar al terrorista (Cuadro, 2016). Esta caracterización se vincula particularmente al llamado “nuevo terrorismo” surgido a principios de la década de 1990 con la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. El nuevo terrorista fue descrito como “extraordinariamente irracional tanto en sus objetivos como en sus acciones, y dispuesto a llevar a cabo niveles sin precedentes de violencia” (Stampnitzky, 2014, p. 140); su discurso está vinculado con lo religioso más que con lo político, y el islam se convierte en su sujeto predilecto. Este actor se impone desde septiembre de 2001 con el inicio de la llamada Guerra Global contra el Terror, a partir de la cual el “terrorista” será cada vez más deshumanizado desde el discurso y sus objetivos serán descritos como irracionales, no políticos ni materiales.
Tanto la LNR como la DNR están afianzadas en un territorio muy concreto, sus miembros no están ocultos y no tienen un discurso ligado a lo religioso sino más bien a lo político y étnico: afirman defender a una población concreta como lo es la étnicamente rusa al este de Ucrania. En cuanto a los niveles de violencia, en principio no parecen ser extraordinariamente altos ni sin precedentes, sino normales en el marco de un conflicto ya de por sí violento como lo es una guerra. Si estas dos agrupaciones son consideradas terroristas, resultará sumamente dificultoso vincularlas al llamado “nuevo terrorismo”, predominante a lo largo del siglo XXI.
Beliakova, Berger y Moghadam (2014) citan a Schmid, Hoffman y Phillips, entre otros, para establecer que los grupos terroristas tienen un deseo de instilar miedo en la población, a la que apuntan e intentar influir en una audiencia mayor, más allá de las víctimas inmediatas de los ataques. Una vez más, destacan que los terroristas hacen uso de extraordinarios niveles de violencia y agregan que suelen funcionar en forma conspiracionista y que, debido a su tendencia al secretismo y a comprender grupos pequeños, su posibilidad de controlar territorio está sumamente limitada. Por último, establecen que estos grupos limitan sus ataques a objetivos civiles desarmados. Según Schmid y Jongman (1988), las víctimas del terrorismo no suelen ser miembros de fuerzas armadas.
Si consideramos estas definiciones, ni DNR ni LNR tienen una tendencia al secretismo, más bien todo lo contrario: utilizan los símbolos considerados “nacionales” en forma muy visible, tanto en regiones civiles como en zonas de enfrentamiento. Por otro lado, mantienen un control concreto sobre un territorio que equivale aproximadamente a la mitad de las provincias de Donetsk y Lugansk, y las 40.000 personas armadas con las que, según el ministro de Seguridad ucraniano, contaban las fuerzas separatistas a mediados de 2015 descartan la posibilidad de considerar a estos grupos como pequeños.
Respecto a las víctimas de su accionar, ha habido numerosos casos concretos de agresiones y detenciones arbitrarias sistemáticas de población civil, especialmente de ucranianoparlantes, gitanos, personas LGBT y periodistas. El último informe de Human Rights Watch destaca que en 2017 las autoridades de DNR y LNR continuaron “llevando a cabo detenciones arbitrarias y desapariciones forzadas, deteniendo a civiles durante semanas sin contacto con abogados, familias o el mundo exterior” y que “la ausencia general del estado de derecho en las zonas controladas por separatistas deja a los detenidos extremadamente vulnerables al abuso” (HRW, 2018). Aún así, sería erróneo afirmar que las principales víctimas de estas organizaciones son civiles. De las aproximadamente 10.500 víctimas fatales que el conflicto del Donbass ha causado entre 2014 y 2018, 3023 son civiles, según la OACDH (2018). Que prácticamente dos tercios de las víctimas formen parte de fuerzas armadas, ya sean separatistas o ucranianas, significa que el accionar separatista no se enfoca ni exclusiva ni predominantemente en afectar a la población civil.
La ausencia de una definición consensuada de terrorismo y terrorista implica que cada actor político puede utilizar la que resulte más conveniente a sus objetivos. En principio, el terrorismo se plantea como algo sumamente peligroso: la Resolución 2249 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas del año 2015 afirma que éste constituye la mayor amenaza que enfrenta la humanidad. Si el principal consenso a la hora de definir al terrorismo es que es algo malo y nocivo, la misma descripción puede aplicarse a quien sea catalogado de terrorista. Alex Schmid caracteriza al terrorismo como un “término político peyorativo de estigmatización” (Schmid, 2011, p. 40) y Mariela Cuadro aporta que “el terrorismo conlleva en su seno una condena moral, lo que produce que la sola utilización del término genere un efecto de rechazo inmediato y dificulte su comprensión” (Cuadro, 2016, p. 64). Ya desde mediados de la década de 1970 el discurso sobre terrorismo caracteriza a los terroristas como malvados, patológicos, irracionales y fundamentalmente diferentes de nosotros. Lisa Stampnitzky (2014) señala que a la hora de hablar de insurgencia no existe necesariamente una evaluación moral del carácter, como sí existe en el análisis del terrorismo. Al ser descriptos como amorales e irracionales, los denominados terroristas pasan a ser considerados, no sólo contendientes poco honorables, sino también personas despojadas de su humanidad. Si el terrorista es enemigo de la humanidad, se convierte en un no-humano y, como tal, es legítimo exterminarlo: “sólo se puede matar en nombre de la humanidad, si el otro es expulsado de ella” (Cuadro, 2016, p. 64). Según Carl Schmitt, la emergencia de guerras combatidas en nombre de la humanidad fue la condición para el surgimiento de guerras de exterminio contra un enemigo absoluto, no político (Schmitt, 2006). En otras palabras, con un enemigo de la humanidad no se puede razonar ni negociar, sólo puede ser exterminado.
Las consecuencias políticas de la categorización
Categorizar a un grupo como terrorista tiene consecuencias tanto psicológicas como instrumentales. Desde el punto de vista psicológico, el término provoca en la población civil repugnancia, miedo y rechazo tanto a los medios del terrorismo como a sus agentes. Eso explicaría por qué los gobiernos y sociedades se aferran a esta etiqueta en lugar de analizar al grupo en cuestión en el marco de un conflicto violento más amplio. En cuanto al factor instrumental, la estrategia de “nombrar y avergonzar” (naming and shaming) a determinados grupos socava su posibilidad de obtener apoyo popular, al mismo tiempo que puede ayudar a potenciar los esfuerzos internacionales para oponerse a ellos, ya sea en forma legal, política, económica o militar (Beliakova, Berger y Moghadam, 2014). Catalogar a un grupo de terrorista puede ser, en muchos contextos, una sobresimplificación de un conflicto complejo a fin de ganar apoyo local e internacional en contra de un enemigo en concreto. En ese sentido, resulta muy conveniente carecer de una definición única y consensuada del concepto de terrorismo de forma tal que diversos actores puedan utilizar la que más se ajuste a sus necesidades actuales. Esta lógica de etiquetar rápidamente a un grupo particular se vincula al racismo en el sentido de ser un mecanismo de construcción de amenazas. Si, tal como afirma Campbell, “el peligro no es una condición objetiva, sino un efecto de interpretación” (Campbell, 1998, p. 1), las amenazas son, en términos de Buzan y Hansen (2009), constructos discursivos. El miedo se impone y la identidad del enemigo se fabrica desde el discurso.
Desde la Escuela de Copenhague se define la “securitización” como el proceso de transformar ciertas entidades o cuestiones en amenazas, una construcción a través del discurso. El establecer algo como amenaza existencial hacia un objeto referente valioso permite tomar medidas urgentes y excepcionales para lidiar con dicha amenaza, que de otra forma serían consideradas ilegítimas (Buzan y Waever, 2003, p. 491). Es claro, entonces, que al gobierno ucraniano le resulta útil securitizar a la DNR y LNR, imponer la concepción de ambos grupos como amenazas existenciales hacia la población civil, difundir a través de los medios de comunicación y ante los organismos internacionales que se está lidiando con peligrosas agrupaciones terroristas. De esta forma, se puede lograr no sólo un mayor apoyo popular, sino también aplicar medidas extraordinarias. A modo de ejemplo, el último informe de Human Rights Watch (2018) destaca que el gobierno tomó medidas diversas para restringir la libertad de expresión y prensa, justificandóse en la necesidad de “contrarrestar la agresión militar de Rusia en el este de Ucrania y la propaganda anti-Ucrania”.
Además de ser una estrategia sencilla para establecer un enemigo claro y enfrentar a la sociedad a un grupo en concreto, el hecho de catalogar a dicho grupo supone la construcción propia en contraposición a este otro creado desde el discurso. Si los terroristas son amorales, criminales, irracionales y violentos, el portador del discurso será adalid de la moralidad, la justicia, la razón y el diálogo. En un contexto en el que Ucrania aspira a formar parte de la OTAN, plantear una imagen tan positiva del país, en contraposición con la tan negativa conceptualización de los grupos separatistas a los que se enfrenta, resulta sumamente conveniente.
Es claro que para Ucrania, desde un punto de vista pragmático, hay muchos motivos para referirse a la DNR y LNR como agrupaciones terroristas. Corresponde entonces preguntarse por qué ningún otro país u organización internacional así lo hace.
Desde un punto de vista liberal, la existencia de grupos terroristas establecidos y fuertes que representen un riesgo grande para la población civil significaría un llamado de atención para las organizaciones internacionales. En 1999, el por entonces secretario general de las Naciones Unidas Kofi Annan escribió que la soberanía estatal estaba siendo redefinida y que los estados eran comprendidos a partir de entonces “como instrumentos al servicio de su pueblo y no viceversa” (Annan, 1999). La soberanía individual comienza entonces a pesar más que la soberanía estatal; y esta resignificación va en concordancia con lo que plantea Michael Doyle (1983): si los estados no respetan las libertades individuales (la soberanía individual), pueden correr el riesgo de ser intervenidos, militarmente o no. Estas intervenciones requerirían, al menos en teoría, del aval del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, pero el mismo Annan privilegia la necesidad de actuar y proteger a poblaciones por sobre el cumplimiento de normativas y procesos formales. Aun si el Consejo de Seguridad rechaza o pospone la intervención, los estados deben actuar para proteger a la población vulnerable.
Aceptar no sólo la existencia de grupos terroristas sino también una supuesta violación sistemática a los derechos humanos significaría un llamamiento a realizar una intervención humanitaria y aplicar la Responsabilidad de Proteger. Según fue votado en las Naciones Unidas en 2005, la intervención debería realizarse cuando los medios pacíficos resulten inadecuados y sea evidente que las autoridades nacionales no protegen a su población (ONU, 2012). Teniendo en cuenta los pésimos resultados de la intervención en Libia en 2011 (Lobo Fernández, 2012), esta posibilidad no parece ni probable ni auspiciosa, más aún considerando la cercana relación política y geográfica entre Rusia, miembro permanente del Consejo de Seguridad, y el conflicto del Donbass.
Por su parte, el realismo entiende el poder en términos materiales, y las decisiones de los gobiernos están ligadas a intentos por adquirir mayor cantidad de armas, dinero, territorio, recursos naturales o alianzas. Para esta perspectiva, el sistema global es anárquico por naturaleza, los estados necesariamente aspiran a obtener más poder y siempre hay peligro de ser atacado, por lo que todos los estados deben estar preparados para enfrentar un eventual conflicto y las relaciones internacionales constituyen posibilidades de guerra permanente. Todas las decisiones a tomarse tienen por fin incrementar el poder o, de no ser posible, mantenerlo. En definitiva, el realismo toma las decisiones en un sentido de costo-beneficio para el Estado. Según John Mearsheimer (1995), las instituciones internacionales (como, por ejemplo, la OTAN) no pueden establecer la paz por sí mismas porque no pueden modificar el comportamiento de los estados obligándolos, no sólo a dejar de comportarse como maximizadores de poder, sino también a renunciar a ganancias en el corto plazo en favor de posibles beneficios a largo plazo. En otras palabras, si las instituciones participan de acuerdos de paz, sería sólo porque los estados (y especialmente las potencias) se benefician a través de ella. Cabe entonces preguntarse qué beneficios a corto plazo y qué incremento de poder significaría para potencias regionales y globales intervenir en el oriente ucraniano. Ni DNR ni LNR han realizado hasta ahora ningún ataque ni avance por fuera de la región del Donbass; si sus miembros no se han esparcido por el continente europeo, es nimio el beneficio que podría significarles a otros países europeos apoyar abierta y activamente a Ucrania (país que no forma parte ni de la OTAN ni de la UE) en su lucha. Considerando una vez más la cercanía política y geográfica de una potencia como lo es Rusia, sería muy poco probable que la relación costo-beneficio diera saldo positivo. Los únicos beneficios a largo plazo estarían relacionados con sumar el apoyo de Ucrania en una alianza internacional, pero, tratándose de uno de los países más pobres de Europa, simplemente no parece una decisión lógica.
En definitiva, así como Ucrania utiliza la definición de “terrorismo” que más convenientemente resulta a sus aspiraciones, las organizaciones internacionales como la UE, la OSCE y la OTAN también lo hacen. La diferencia es que al primero le resulta útil catalogar de terroristas a la LNR y la DNR a fin de ganar apoyo local y mostrarse como un país confiable ante el mundo; mientras que a las segundas no las beneficia en absoluto incluir a ambas agrupaciones en sus listados de terroristas, por lo que insisten en utilizar términos como “separatistas” y esperar a que el conflicto evolucione.
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