El resquebrajamiento del “uno ha de morir” en «La muerte de Iván Ilich»: otra lectura de Tolstói

Ezequiel Mauricio Posin – Filosofía UBA

Me ahorrará las preguntas por su respuesta final;
Descifrando mi estribillo, cristalizando en la sal…
Los juglares de la infancia esta vez van a llorar,
Porque del cuento perdido,
Solo yo sabré el final…

Lito Nebbia- Memento Mori (1974).

En 1886 se publica La muerte de Iván Ilich (Смерть Ивана Ильича), destacada novela de León Tolstói escrita pasados sus 50 años de vida. Sería un error suponer que la brevedad de la novela implica una limitada serie de cuestiones para pensar en torno a los temas abordados en ella (o más bien, al mortuorio tema en concreto): la cantidad de interrogantes en torno a la muerte que brotan a partir de la lectura sobre la superficie del texto es sumamente amplia. En cierta forma, no sería una exageración señalar que la novela en todo momento hace honor a su propio título: de comienzo a fin la novela se nos presenta en sus páginas como una constante manifestación de la inminencia de la muerte.

Uno no puede dejar de percatarse de lo siguiente: el comienzo de la novela es el fin de Iván Ilich. No nos es narrada la muerte de Iván Ilich desde el despliegue de su vida hasta el momento en que deja de existir como tal. No, más bien sucede todo lo contrario: el capítulo inicial de la novela anuncia su muerte ya efectiva. Cuando nos narra cómo fue la vida de Iván Ilich, su declive, su etapa de moribundo y posterior fallecimiento, nos son narrados todos estos distintos momentos en retrospectiva; pues desde la primera página la muerte es algo intrínseco a la vida de Iván Ilich (si es que el título no era suficiente certeza para el lector de su inminente muerte), considerando que, antes de llegar la narración en retrospectiva de cómo fue su vida y cómo se desenvolvió su muerte, Iván Ilich ya no es ni será ontológicamente hablando Iván Ilich (es decir, no es un existente). Esto implica decir que la existencia de Iván Ilich ha cesado como tal.

Si uno se circunscribe  solo y solamente al primer capítulo de la novela, se puede evidenciar con suma magnitud lo metafórico del concepto “protagonista”: si consideramos (tal como se podría hacer sin inconvenientes, dado que ya el título nos lo señala) que Iván Ilich es el protagonista del escrito de Tolstói, podríamos detenernos en la ironía que esto supone al detectar que el protagonista no tiene ningún rasgo activo como protagonista, ni mucho menos un elemento heroico; es un cadáver en un féretro. Siguiendo con detalle este aspecto, la muerte del protagonista se nos anuncia en la forma de una habladuría: —¡Señores! —dijo—. ¡Iván Ilich ha muerto! —No es posible. —Mire, léalo usted mismo —replicó a Fiódor Ivánovich, entregándole el ejemplar recién impreso, que aún olía a tinta fresca” (Tolstói, 2019, p. 4).

La confirmación de la muerte del protagonista llega a través del rumor: se dice en el diario que Iván Ilich ha fallecido, que efectivamente ha muerto. Esta habladuría como rumor confirma la veracidad del fallecimiento en tanto la que comunica esto por medio del diario no es otra que la viuda de Iván Ilich, Praskóvia Fiódorovna. Este es un claro ejemplo de lo que Heidegger en su obra Ser y Tiempo (o bien conocida por su título original Sein und Zeit, publicada por primera vez en 1927) denomina “la publicidad del uno” frente a la muerte de los otros: en todo momento la gente, por decirlo así, muere. Todo el tiempo mueren personas, en las noticias vemos constantemente cómo ocurre el fallecimiento de gente que sencillamente nos es desconocida.

«El “uno morirá” difunde la opinión de que la muerte alcanza por decirlo así al uno. La interpretación pública del “ser ahí” dice “uno morirá” porque con ello otro cualquiera dice “uno morirá” porque con ello otro cualquiera y uno mismo puede hablarse muy convencido así: en el caso no justamente yo; pues este uno es el nadie.  El “morir” desciende al nivel de un acaecimiento que alcanza sin duda el “ser ahí” pero que no pertenece propiamente a nadie» (Heidegger, 1951, p. 276).

Es decir, todos vamos a morir llegado un día, pero por lo pronto a mí no me toca. Todos vamos a perecer, pero no yo sino más bien los demás. Lo que hace la publicidad del uno que se difunde en las habladurías es justamente esquivar el asunto de la muerte propia: es sabido que todos deben morir llegado un día, que nadie es exento a la mortalidad. Pero ¿qué decimos cuando decimos “todos debemos morir”? ¿No es acaso una manera de decir que “nadie muere”? El uno le deniega al ser-ahí (es decir, a lo que Heidegger llama Dasein) la posibilidad de encontrarse con una respuesta que dé sentido a su pregunta. El “preguntarse por”, la realización de la pregunta, no es otra cosa que interrogarse acerca de la muerte propia: es decir, abrirse a la posibilidad de que el “uno ha de morir” deniega.

Tal vez sea mejor detenerse de manera más sigilosa en este punto. ¿Por qué decir “todos han de morir” es una forma de decir que en efecto nadie muere? Decir “todos” es referirse a una multitud indeterminada, ajena. El eco de la publicidad del uno diciendo “todos hemos de morir algún día” calma la agitación que emana de la pregunta por la muerte propia; de este modo, uno puede seguir con su vida cotidiana. Uno hace las cosas de la vida cotidiana, trabaja, descansa, pasa el tiempo con seres cercanos, lleva adelante una rutina, etc.

De esta forma, el Dasein, el ser-ahí continúa con su vida en lo que Heidegger llama la caída y continúa viviendo en su estado de interpretado, sin interrogarse en lo más mínimo por fuera de los límites que las significaciones preestablecidas de la vida cotidiana permiten. Entonces, este “no interrogarse” lo que impide es que el ser-ahí materialice su “estado de abierto”: esto es, que se abra paso a preguntarse lo que implica su “poder-ser-total”, lo que supone su “ser relativamente al fin” y, por ende, su “ser relativamente a la muerte”.

Ahora bien, ¿qué implica este “poder-ser-total” del que estamos hablando? Al Dasein le es intrínseca una falta: en el despliegue de su existencia, el ser-ahí está proyectado a completarse y alcanzar un estado total que ponga fin a la falta constitutiva que lo hace ser Dasein. El asunto es que justamente cuando el ser-ahí culmina, por decirlo así, cuando llega a un estadío total y completo, es cuando justamente ya no hay ser-ahí. Al superarse esa falta constitutiva inherente al ser-ahí se desemboca justamente en el cese de la existencia del Dasein. Esto es lo que Heidegger caracteriza como el “estado de yecto”. Al proyectarse hacia el futuro, llega un momento en que “lo que falta” para el Dasein cesa precisamente porque también cesa su existencia.

«Al pensar en los sufrimientos de un hombre al que había conocido tan de cerca, primero como muchacho alegre, en la escuela, luego ya de adulto, como compañero, Piotr Ivánovich se horrorizó, olvidado por un momento de la penosa impresión que le causaba su propia hipocresía y la de la mujer que le acompañaba. Volvió a ver la frente del difunto, la nariz asaltando el labio superior, y sintió miedo por sí mismo. “Tres días y tres noches de terribles sufrimientos y después la muerte. Lo mismo puede sucederme a mí en cualquier momento, en este mismo instante” (Tolstói, 2019, p. 8).

Ha de pensar Piotr Ivánovich: “Si eso le ha ocurrido a alguien que conocía, ¿por qué a mí?”. La muerte de ya no un simple desconocido, de alguien más que murió en el día de hoy y nos enteramos por las noticias, supone un punto en el cual la publicidad del uno puede colapsar y evaporarse frente al vacío que irrumpe con la pregunta ¿y si me toca a mí? Cuando invade la pregunta que incita a pensar sobre la muerte propia, la labor de la publicidad del uno tiende a peligrar en su misión de mantener apacible y sin inquietudes al existente. Es allí que puede surgir y hacerse patente un estado de ánimo que Heidegger describe como ontológicamente fundamental: la angustia. Ya nos detendremos posteriormente con más profundidad en este peculiar estado de ánimo.

«Pero inmediatamente, sin saber él mismo cómo, vino en su ayuda la socorrida idea de que era a Iván Ilich a quien le había pasado todo eso, no a él; que a él no podía pasarle ni le pasaría nada parecido; que con tales reflexiones se estaba abandonando a un humor sombrío, algo que nunca debe hacerse, como demostraba sin ambages el rostro de Schwartz» (Tolstói, 2019, p. 8).

La muerte de un cercano que inquietó a Piotr Ivánovich lo incitaba a pensar en su propia muerte. Sin embargo, aquí se observa cómo se frenó el impulso por preguntarse acerca de dicha cuestión y frenó la angustia que brotaba de manera insurgente de los pensamientos que el amigo del difunto tenía en la cabeza: es un aspecto curioso a señalar este, el de cómo opera la publicidad del uno que relaja al existente y lo hace “olvidarse” de su propia muerte redirigiéndolo a los asuntos de la vida cotidiana. Si el existente no piensa sobre su propia muerte, no se angustia y, de esta manera, puede seguir con el ritmo de la vida cotidiana curándose de los entes intramundanos que lo rodean. De esta forma, continúa en el “estado de interpretado” sin  alarmarse por lo inminente de su “ser relativamente a la muerte”, un ser-relativamente que lo constituye como existente.

«El “ser ahí” está constituido por el “estado de abierto”, esto es, por un comprender encontrándose. Un “ser relativamente a la muerte” propio no puede esquivarse ante la posibilidad más peculiar, irreferente, encubriéndola en esta fuga e interpretándola torcidamente o al alcance de la “comprensividad” del uno» (Heidegger, 1951, p. 284).

En efecto, Piotr Ivánovich toma esta actitud que Heidegger caracteriza como fugitiva y encubridora. ¿Fugitiva y encubridora de qué? Pues de enfrentarse a la pregunta por el “finalizar”, de “abrirse a” la posibilidad más peculiar, irreferente e irrevasable para el ser-ahí: a la posibilidad de la muerte propia. Es así que Piotr Ivanovich logra evadirse y no hacerle frente a la muerte propia, a su muerte propia, de modo que esquiva la pregunta por el “poder ser relativamente al fin” y continuar con su vida cotidiana como si nada hubiera sucedido. Veremos que este no será el caso de Iván Ilich en su ocaso y declive, más bien todo lo contrario: lo que le ocurre a Iván Ilich nos permite indagar en una actitud no evasiva frente a la muerte propia.

¿Cómo era la vida de Iván Ilich previo a su declive y posterior fallecimiento? Nacido en el seno de una familia acomodada, hijo de un funcionario de San Petersburgo, el más destacado de 3 hermanos (siendo él el del medio). Tras graduarse con honores de la Escuela de Jurisprudencia, hizo una notable carrera como jurista, se casó y formó una familia. Una vida “normal”, podría decirse. Ilich tiene ciertos pasatiempos con los cuales ocupa la mayor parte de su tiempo de ocio, como las partidas de whist, en las que participa como buen jugador aficionado a los naipes que es o bien realizando reuniones en su casa de San Petersburgo, a la que asisten ciertas figuras distinguidas.

Pero un día la carrera en pleno ascenso de Iván Ilich da un tropiezo sin antecedentes al no obtener un puesto, y, según lo que él consideraba, era una obviedad que lo iban a designar para dicha labor. El puesto es otorgado a otro jurista, algo que enfurece a Iván Ilich. En respuesta a su enfado, sus compañeros comienzan a dejarlo de lado y lo ignoran, lo que hace verlo cada vez más estancado en su situación. Para ese entonces las desavenencias con su esposa eran cada vez mayores y tendía a pasar la mayor cantidad del tiempo fuera de su hogar, enfocando los quehaceres de la vida cotidiana en su puesto de trabajo y en las partidas de whist a las que era asiduo. Al volverse el ambiente de su trabajo ya no tan hospitalario como solía serlo, encuentra cada vez más dificultoso esquivar a su familia, a lo que tampoco ayuda la cada vez mayor asfixia económica en la que se encuentra envuelto dado su estancamiento laboral.

En ese contexto es que deciden tomarse vacaciones él junto a su esposa. Allí es donde el aburrimiento y la tristeza se les hacen inaguantables. Curiosamente, el aburrimiento es señalado por Heidegger como uno de los estados de ánimo fundamentales, además de la antes mencionada angustia.[1] El aburrimiento, al desvanecer todo el plexo de referencias que conforman los entes intramundanos de los que el ser-ahí se cura (es decir, de aquellos entes materiales a-la-mano de los que el Dasein se ocupa), habilita  existencialmente al mismo ser-ahí a dar con su ser más propio y auténtico.

Es allí cuando Iván Ilich toma la determinación de adquirir un puesto de trabajo que le signifique una paga cuantiosa, que no baje de los cinco mil rublos puntualmente. Objetivo que exitosamente logra: surge una oportunidad laboral sumamente aprovechable en San Petersburgo, con lo cual solo bastó enterarse de la bondadosa suma salarial que percibiría al aceptar el empleo para que Iván Ilich decidiera mudarse con su familia. Mientras le indicaba al tapicero cómo tenía que ser el decorado de unas cortinas,  sucedió un hecho de significativa importancia: se cayó y se golpeó con el pomo de la ventana en un costado de su torso. Si bien el golpe no fue grave y en breve se repuso, esa caída puede ser interpretada como el comienzo del declive de alguien que estaba en la cima y de un momento para otro comenzó a rodar cuesta abajo (podría decirse que su frustrado ascenso laboral en su anterior empleo es el momento en el que arranca este declive, aun habiendo obtenido el trabajo tan bien pago de San Petersburgo: es el comienzo del declive moral).

Es cuando empieza a sentir un leve mal sabor en la boca y una molestia en el lado izquierdo del vientre que sus síntomas empiezan a manifestarse: cada vez se hacen más y más intensos. El malestar se hizo habitual en Iván Ilich, de modo tal que la vida cotidiana se fue haciendo cada vez más pesada y directamente insoportable por momentos; no solo para él, sino  también para su esposa Praskóvia Fiódorovna. “Uno ha de morir, pero por el momento no me toca”. Conforme avanzan sus dolores y se intensifican los síntomas, consulta a distintos médicos. Ninguno le da el mismo diagnóstico: un diagnóstico dice que el problema está centrado en su riñón, otro en el intestino ciego. La salud de Iván Ilich no cesa de deteriorarse, pero sus familiares minimizan constantemente sus padecimientos. Salvo su cuñado, quien advierte a su hermana (es decir, a Praskóvia Fiódorovna) sobre algo que le resultaba evidente a sus ojos: el significativo empeoramiento en el aspecto de Iván Ilich.

En medio del tedio que estaba atravesando producto de sus dolores (lo que le producía un rencor y un carácter cada vez más irascible frente a los demás) es que Iván Ilich comprende que no se trata ni del riñón ni del intestino la causa de su sumamente delicada situación: se trata de la vida y la muerte debatiéndose entre sí. Es decir, es allí cuando se percata con suma certeza de que va a morir. Esta certidumbre no es la mera e impropia certidumbre de que “uno va a morir, pues somos seres mortales”, sino la efectiva certidumbre de que su muerte, su propia muerte es inminente y lo está acechando.

Pero entonces, ¿qué es morir para el ser-ahí? Habíamos definido a la propia muerte del ser-ahí como su “ser relativamente al fin”, esto es, “ser relativamente a la muerte”. Esto en concreto significa: morir implica finalizar, y ese “finalizar” se determina en cada caso. Si hay algo que Heidegger sostiene es que un existente no puede ir a la muerte por otro: su muerte es siempre su propia muerte. Entonces, esta certidumbre tan contundente y avasallante que se le presentó a Iván Ilich (la de su propia muerte) nunca podría haberla tenido respecto a una muerte ajena, sino solamente respecto de su relativo y propio finalizar.  La muerte analizada en términos ontológico-existenciarios no puede ser reducida al mero “dejar de vivir” (lo que sería un concepto de muerte asociado a una perspectiva de tinte biológico). La muerte propia siempre implica para el existente, como ya hemos dicho antes, un cese de la existencia. Y este cese de la existencia no es otra cosa que la culminación de la misma; pero culminación de la misma debe entenderse no como una “finalización” (como sería el tiempo de maduración de un tomate, por ejemplo, el cual va madurando hasta cierto punto, en el que se dice que está “maduro”), sino como la posibilidad de que ni bien se concreta justamente anula toda posibilidad restante. En su cese, podría decirse que, para la perspectiva de quienes quedan “en este plano”, el fallecido es-con quienes lo despiden en rito funerario y lo mantienen en el recuerdo. Es por eso por lo que el fallecido ser-ahí nunca se “sale del mundo” totalmente, sino que es “ser-con” aún en la muerte con quienes aún viven. Esta es justamente una de las características principales del “estado de abierto” del ser-ahí, ya que nunca hay un cierre de la existencia del Dasein como tal: siempre se encuentra en plena apertura.

«En el morir de los otros llega a verse no raramente una inconveniencia social, cuando no toda una falta de tacto, de que debe guardarse a la publicidad. Pero con este tranquilizarse que aparta al “ser ahí” de su muerte, se da al ar el uno autoridad y prestigio sentando tácitamente las reglas de la forma en que uno ha de conducirse en general relativamente a la muerte. Ya el “pensar en la muerte” pasa públicamente por cobarde temor, debilidad del ser-ahí y tenebroso huir del mundo. El uno no deja brotar el denuedo de la angustia ante la muerte» (Heidegger, 1951, p. 277).

“Sí, uno ha de morir, ¿pero por qué justo yo?”. Cuando Heidegger menciona que el uno no da lugar a la angustia que surge frente a la inminencia de la muerte, no podemos dejar de relacionar este punto con la actitud de Piotr Ivánovich frente al fallecimiento de su amigo: tras perturbarse por considerar que podría pasarle lo mismo que a él y sufrir, por ende, unos padecimientos terribles hasta perecer, se olvida por completo de estos pensamientos y se encamina a una partida de whist con Schwartz. Se refugia, por así decirlo, en el huidizo “estado de interpretado” que le permite esquivar la pregunta por la inminencia más potente de todas las inminencias. Pero, como estuvimos viendo, este no puede ser el caso de Iván Ilich dada su situación. Queda, por ende, avanzar hacia una cuestión que teníamos adeudada: la explicación del fenómeno de la angustia como estado de ánimo fundamental.

La angustia como fenómeno puede denominarse como un encontrarse fundamental. Se puede apreciar cómo la angustia como estado de ánimo implica el momento donde el ser ahí es puesto frente a su más particular “ser yecto”. Como el temor, se encuentra definida formalmente por un “ante que” y un “por quien”. Pero justamente, a diferencia del temor, el “ante que” y el “por quien” es meramente formal. No hay algo ante lo cual el ser ahí se angustia, ni tampoco alguien por el cual suceda lo anterior. Podría decirse que el ser-ahí en el fenómeno de la angustia se angustia por nada. Esto no debe entenderse como la mera ausencia de un “por quien” o “ante que” concretos (o al menos no debe entenderse solamente de esta forma), sino que la angustia como encontrarse fundamental supone la negatividad ya inherente al ser; de esta manera, le señala al ser- ahí su “poder ser” más inminente, lo lleva a comprender encontrándose con nada de lo intramundano que en su patente estado de abierto el ser ahí mismo es ser relativamente al fin. Aprehende así de modo fehaciente su posibilidad más propia, la posibilidad de la absoluta imposibilidad.

En este sentido, se puede afirmar que el ser ahí en lo que respecta al estado de ánimo de la angustia no se cura de nada de lo intramundano. La nada del mundo en la que la angustia sumerge al ser ahí no implica, como ya dijimos, una “mera ausencia” de lo “ante los ojos”, sino que supone que lo “ante los ojos” hace frente de una manera tal que haya una absoluta inconformidad con ello, lo que desemboca directamente en que el “estar a la expectativa” que caracterizaba al temor como estado de ánimo en el caso de la angustia se encuentre sin nada de lo que pueda curarse. La angustia es constituida por un advenir que no es el “estar a la expectativa” impropio.

Señalado todo esto es que podemos reiterar que por su carácter específico la angustia surge del Dasein mismo. Justamente, el ser ahí comprende, a partir de este punto, que como “ser en el mundo” se angustia por su “ser relativamente a la muerte”. En su estado de resuelto se comprende como yecto que en su carácter advenidero ase la nada de mundo como su más inminente posibilidad.

Iván Ilich a partir de su certeza comienza a pensar cada vez más y más sobre aquello que se le avecina, la muerte.

«‘Pensar en la muerte’. Semejante conducta piensa en cuándo y cómo se realizará semejante posibilidad. Este cavilar sobre la muerte no se le quita plenamente, sin duda, su carácter de posibilidad: la muerte sigue siendo considerada como algo que viene; pero sí que la debilita queriendo disponer de ella al calcularla. En cuanto posible debe la muerte mostrar lo menos posible de su posibilidad. En el ‘ser relativamente a la muerte’, por el contrario y si es que ha de abrir, comprendiendo la caracterizada posibilidad en cuanto tal, ha de comprenderse la posibilidad sin debilitación alguna en cuanto posibilidad, ha de desarrollársela en cuanto posibilidad, y en el conducirse relativamente a ella ha de aguantársela en cuanto posibilidad” (Heidegger, 1951, p. 285).

Tomar a la muerte como posibilidad en cuanto posibilidad implica estar a su espera. Esperar la muerte en tanto estar pendiente de ella implica dejar que esta advenga como posibilidad, lo que está directamente relacionado al carácter advenidero de la angustia como estado de ánimo fundamental. Esta cuestión que hemos mencionado anteriormente deja traslucir que el carácter advenidero de la muerte no implica “pensar la muerte” en términos de medirla y calcular con perfecta precisión la hora del reloj en la que el ser-ahí fallecerá.[2]

Ahora bien, queda analizar una cuestión: la de la voz de la conciencia. En un determinado momento, abarrotado en sus pensamientos y en su padecer, Iván Ilich escucha una voz que con claridad le pregunta “¿qué deseas?”. Iván Ilich manifiesta su deseo de vivir, de vivir felizmente como antes. Pero al manifestar esto se da cuenta de que todo lo que antes le parecía una vida de puro regocijo hoy le parece parcialmente feliz por determinados momentos de su vida. Es más, al relativizar de esta forma lo que antes consideraba como una vida extremadamente dichosa, llega a considerar que desperdició gran parte de su vida (sacando ciertos momentos felices).

Pero ¿a qué apuntamos con el fenómeno de la voz de la conciencia?

«La vocación carece de toda clase de fonación. Mucho menos se formula en palabras y sin embargo resulta todo menos oscura e imprecisa. La conciencia habla única y constantemente en el modo de callar. Así no solo no pierde nada de  perceptibilidad, sino que fuerza al ser-ahí invocado y avocado a recluirse en la silenciosidad de sí mismo»(Heidegger, 1951, p. 298).

En efecto, la voz de la conciencia realiza una in-vocación: invoca al ser-ahí a quebrar el aturdimiento en el que está inmerso, aturdimiento que es producto de la vida cotidiana; con este quiebre se hace patente la invocación de la voz de la conciencia en el silencio del mundo, y gracias a esta silenciosidad en la que ella se hace patente le señala como si fuese una revelación al ser-ahí lo que su constante aturdimiento no le permitía ver. En definitiva, lo que le señala al ser-ahí es la necesidad de hacer frente a la posibilidad de la pura imposibilidad. Esto es: hacer frente a la inminencia de la muerte propia.[3]

«‘¿Y el dolor? –se preguntó– ¿Adónde se ha ido? Eh, dolor, ¿dónde estás?’. Se quedó a la escucha. ‘Sí, allí está. Bueno, que venga’. ‘¿Y la muerte? ¿Dónde está la muerte?’. Buscó ese temor a la muerte que le había acompañado a lo largo de toda su vida y no lo encontró. ¿Dónde estaba? ¿Qué muerte era esa? Ya no albergaba ningún temor porque la muerte no existía. En su lugar había surgido una luz. ‘¡Entonces es así! –exclamó de pronto en voz alta–. ¡Que venga la alegría!’. Todo sucedió en un instante, pero el significado de ese instante ya no cambió más. No obstante, para los presentes su agonía se prolongó aún dos horas. Su pecho emitía una especie de gorgoteo; su cuerpo demacrado se estremecía. Después los gorgoteos y los estertores se fueron espaciando. —¡Ha terminado! —dijo alguien a su lado. Él oyó esas palabras y las repitió en su alma. ‘La muerte ha terminado –se dijo–. Ya no existe’” (Tolstói, 2019, p.48).

Es así como Iván Ilich en el silencio de sus horas finales escucha la voz de la conciencia, producto de esa escucha surgió la luz. Ello implica la concreción de la posibilidad de la absoluta imposibilidad. El aliento final, el último suspiro, la última exhalación.

Bibliografía principal

Heidegger, M. (1951). Ser y Tiempo. (trad. de Gaos, J.). México D.F.: FCE.

Tolstói, L. (2019). La muerte de Iván Ilich. Madrid: Nórdica Libros.

Bibliografía de consulta

Agamben, G. (2008). El lenguaje y la muerte. Un seminario sobre el lugar de la negatividad (trad. de Segovia, T.). Valencia: Pre-textos.

Di Benedetto, A. (2018). Zama. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Greisch, J. (1994). Ontologie et temporalité. Esquisse d’une interprétation intégrale de Sein und Zeit. París: PUF.

Heidegger, M. (2007). Hitos. Madrid: Alianza.

Nancy, J. L. (1996). Ser Singular Plural. Madrid: Arena.

Notas

[1] Respecto a la cuestión del aburrimiento, se recomienda enfáticamente el texto “¿Qué es metafísica?” (Was ist Metaphysic?) citado en la bibliografía como parte de Hitos (2007, pp. 93-108). Cabe aclarar que el propio Heidegger menciona en el parágrafo número 51 de Ser y Tiempo a la novela de Tolstói como el mejor ejemplo de cómo se desmorona el “uno morirá” que el público “estado de interpretado” propaga (Heidegger, 1951, p. 277).

[2] En lo que refiere a otras obras literarias que pueden ser analizadas bajo la óptica de la espera y el advenir, cabe mencionar el caso de Zama de Antonio Di Benedetto, tal vez uno de los casos más destacados. Puntualmente podemos encontrar presente una perspectiva similar a la que presenta Heidegger respecto del advenir: tanto advenir como ser-sido (que para Heidegger son las denominaciones propias de futuro y pasado respectivamente) tienen más peso ontológicamente hablando que el presente. Por lo que tanto pasado como futuro manifiestan la negatividad inherente a la temporalidad tal como la concibe Heidegger, algo que puede encontrarse en el transcurso del tiempo en la perspectiva de Diego de Zama en ciertas partes de la novela.

[3] Se recomienda para un estudio más profundizado de la relación entre temporalidad, negatividad y muerte el texto “El lenguaje y la muerte. Un seminario sobre el lugar de la negatividad” de Giorgio Agamben, en el cual el autor explica con suma profundidad el vínculo entre temporalidad y negatividad. En efecto, si el ser-ahí está proyectado (es decir, destinado) a la concreción de la posibilidad de la absoluta imposibilidad, esto quiere decir que está arrojado a la nada. Es decir, es inherente a su estructura ontológica acabar siendo nada. Esto es lo que caracteriza a la noción de negatividad. Agamben señala justamente que no se trata de que el ser “no sea”, sino que el ser en sí mismo es un “no”.

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