Aleksandr Serguéievich Pushkin
Traducción: Omar Lobos
A orillas de desiertas olas
miraba él, de altas ideas colmo,
la lontananza. Ancho, delante,
corría el río; pobre barca
por él bregaba solitaria.
En las orillas, musgo y barro,
aquí y allá negreaban isbas,
del pobre finlandés reparo;
y el bosque, oculto en la neblina,
del sol incógnito a los rayos,
bullía en torno.
Y él pensaba:
De aquí pondremos miedo al sueco,
una ciudad será aquí alzada,
contra el vecino altivo adrede.
Natura aquí nos ha asignado
a Europa abrir una ventana,
plantar pie firme junto al mar.
Por olas nuevas para ellas
visitas todas las banderas
para festejo nos harán.
Cien años, y la joven urbe,
de Septentrión beldad y ostento,
de entre los bosques y pantanos
alzose, ubérrimo portento;
otrora el pescador finés,
hijastro triste de natura,
solo él en las orillas esas
hurgaba con su red vetusta
el agua ignota, ahora allí
por las orillas redivivas
se aprietan las esbeltas moles
de los palacios; y los buques
en masa de los cuatro puntos
se apuran a los ricos muelles;
vistiose el Neva de granito;
sobre las aguas penden puentes;
del verde oscuro de jardines
sus islas fueron recubiertas,
y ante la capital menor
Moscú la anciana es opacada,
como ante la zarina joven
hace la viuda majestad.
Te amo, de Pedro la creatura,
amo tu faz severa y fina,
del Neva la corriente augusta,
de sus orillas el granito,
el ornamento de tus rejas,
y de tus noches pensativas
traslúcido el fulgor sin luna,
cuando yo en mi habitación
sin lámpara escribo y leo,
y claras están las durmientes
desiertas calles, y reluce
la aguja del Almirantazgo.
Y sin dejar que la tiniebla
opaque los dorados cielos
cambia el ocaso por la aurora
dando a la noche media hora.
Me gustan de tu crudo invierno
el aire inmóvil y la helada,
ver en el Neva los trineos,
rosáceos rostros de doncella,
y el brillo, el ruido de los bailes,
y en la parranda solteril
bullir de copas espumantes
como la llama azul del ponche.
Amo el brío combativo
jovial de los marciales Campos,
de infantería y de caballos
la uniforme maravilla,
en su armoniosa formación
jirones de enseñas triunfantes,
brillar de esos broncíneos cascos,
atravesados en combate.
Amo, castrense capital,
oír tronar tu ciudadela
cuando de Septentrión la reina
un hijo da a la casa real,
o un triunfo sobre algún rival
Rusia celebra nuevamente,
o bien, su hielo azul forzando,
lo lleva el Neva hacia los mares
y, oliendo abril, se regodea.
¡Reluce, urbe de Pedro, y sé
inconmovible como Rusia,
y al fin contigo se sosiegue
el elemento derrotado;
su antigua hostilidad y penuria
dejen las olas finlandesas
y no osen con encono vano
turbar de Pedro el sueño eterno!