Vladímir Odóievski
Traducción: Alejandro Ariel González
En casa de la condesa B* había muchos invitados; era medianoche, las velas se consumían y el ardor de las conversaciones languidecía a medida que la luz se debilitaba: ya las muchachas habían hablado de todo el vestuario para el próximo baile, los hombres se habían contado todas las novedades de la ciudad, las jóvenes damas habían pasado revista a todos y cada uno de sus conocidos, las ancianas habían predicho el destino de varios matrimonios, los jugadores habían ajustado cuentas y, tras sumarse a la reunión, la habían reanimado un poco con sus relatos acerca de las bromas del destino y habían arrancado algunas sonrisas y suspiros, pero esa materia tampoco tardó en agotarse. La anfitriona, muy entendida en la lengua de salón, en la cual el silencio denota aburrimiento, empleaba todos sus esfuerzos para azuzar la locuacidad de sus cansados visitantes; pero todas sus tentativas habrían resultado vanas si, por azar, no hubiera mirado por la ventana. Por suerte, en ese entonces un cometa palpitaba en el cielo estrellado y obligaba a los astrónomos a calcular, a los periodistas a dar noticias, a la gente sencilla a hacer profecías y a todos en general a hablar de sí mismos. Pero ninguna de todas esas personas le debía tanto en ese momento como la condesa B*: en un instante, gracias a la condesa, el cometa brincó del horizonte directamente hacia el salón, se abrió paso entre una increíble cantidad de sombreros y cofias y fue recibido por una cantidad también increíble de diversos comentarios tristes y alegres. Algunos, en efecto, temían que el cometa hiciera de las suyas; otros, riéndose, aseguraban que auguraba cierta boda, cierto divorcio, etc.
—Ustedes bromean —dijo uno de los invitados, que había dedicado toda su vida a la astronomía par originalité—,[1] ustedes bromean, pero yo recuerdo que una vez un astrónomo afirmó que los cometas pueden acercarse mucho a la Tierra e incluso colisionar con ella; entonces aquello no tenía nada de gracioso.
—¡Ay! ¡Qué terrible es eso! —exclamaron las damas—. Pero díganos, ¿qué pasará si el cometa colisiona con la Tierra? ¿La Tierra se caerá? —dijeron varias voces.
—La Tierra volará en pedazos —dijo el astrónomo de salón.
—¡Ay, Dios mío! Entonces será el fin del mundo —dijo una anciana.
—No se preocupe —respondió el astrónomo—; otros científicos aseguran que eso no puede suceder, pero que la Tierra se acerca un grado al Sol cada 150 años y acabará ardiendo a causa de este.
—¡Ay, basta, basta! —exclamaron las damas—. ¡Qué horror!
Las palabras del astrónomo concitaron la atención general y, de inmediato, dieron lugar a interminables discusiones. No había calamidad que en ese momento no se abatiera sobre el globo terráqueo: la quemaban en el fuego, la hundían en el agua, y todo eso era confirmado, desde luego, no por los datos de los científicos, sino por las palabras de algún difunto tío que había sido gentilhombre de cámara, por alguna difunta tía que había sido camarera mayor de palacio, etc.
—Escuchen —dijo al fin la anfitriona—, en lugar de discutir, mejor que cada uno de nosotros escriba sus pensamientos al respecto en un papel y luego adivinaremos a quién corresponde cada opinión.
—¡Ay, sí, sí, hagamos eso! —exclamaron todos los invitados…
—¿Cómo manda que escribamos? —preguntó con timidez un joven—. ¿En francés o en ruso?
—Fi donc! Mauvais genre![2] —dijo la anfitriona—. ¿Quién escribe hoy en francés? Messieurs et Mesdames! Hay que escribir en ruso.
Repartieron los papeles; muchos se sentaron enseguida a la mesa, pero otros, al ver que el asunto implicaba el tintero y el idioma ruso, susurraron al oído de sus vecinos que aún debían realizar algunas visitas y desaparecieron.
Cuando todos terminaron de escribir, los papelitos fueron mezclados y cada uno de los presentes, por turno, sacó uno y leyó su contenido. He aquí una de las opiniones, que nos pareció más notable que las demás y, por eso, damos a conocer a los lectores.
1
Está decidido: ha llegado el fin del globo terráqueo. Los astrónomos lo han declarado y la voz del pueblo confirma su parecer; esta voz es inexorable y cumple fielmente con sus promesas. Un cometa hasta ahora nunca visto se acerca con vertiginosa velocidad a la Tierra. En cuanto el sol se pone, se enciende el resplandor del terrible viajero: los placeres quedan olvidados, las desgracias quedan olvidadas, las pasiones se apagan, los deseos callan; no hay ni calma, ni actividad, ni sueño ni vigilia; día y noche las personas de todas las condiciones y estamentos sociales se apenan en las calles y en las plazas, y sus rostros, pálidos y alarmados, son iluminados por esas púrpuras llamas.
Enormes torres han sido convertidas en observatorios; día y noche las miradas de los astrónomos se dirigen al cielo; todos acuden a ellos como si fueran dioses todopoderosos; sus palabras vuelan de boca en boca; la astronomía se ha vuelto una ciencia popular; todos calculan el tamaño del cometa, la velocidad de su movimiento, anhelan hallar errores en los cálculos de los astrónomos, pero no los encuentran.
—Mira, mira —dice uno—; ayer su tamaño no superaba el de la Luna, pero ahora es dos veces mayor… ¿Qué ocurrirá mañana?
—Mañana impactará contra la Tierra y nos aplastará… —dice otro.
—¿No es posible huir al otro lado del globo?… —dice un tercero.
—¿No es posible construir escudos, repelerlo con máquinas? —dice un cuarto—. ¿En qué está pensando el gobierno?
—¡No hay salvación! —grita un joven, sofocándose—. Acabo de venir de una torre; los científicos dicen que antes de una semana impactará contra la Tierra; habrá tempestades, terremotos y la Tierra arderá…
—¿Quién detendrá la ira de Dios? —exclama un anciano.
Entretanto, el tiempo transcurre y, con él, crecen el tamaño del cometa y el horror del pueblo; ya es posible ver cómo crece; de día lo oculta el sol; de noche, una vorágine de fuego se cierne sobre la Tierra; ya una silenciosa y terrible certeza ha sustituido a la desesperación; no se oyen ni llantos ni lamentos; las cárceles han sido abiertas y los criminales liberados deambulan con la frente gacha entre la multitud; rara vez, muy rara vez, el silencio y la inacción generales se ven interrumpidos: ora grita un bebé a quien han dejado sin comer y vuelve a callar admirando el terrible espectáculo celestial; ora un padre abraza al asesino de su hijo.
Pero, en cuanto el viento sopla, en cuanto se oye un estruendo, la multitud comienza a inquietarse y las bocas de todos se disponen a plantear una pregunta — pero temen formularla.
En una calle solitaria de una ciudad europea un anciano de ochenta años se prepara la comida junto al horno. De pronto irrumpe su hijo.
—¿Qué estás haciendo, querido padre? —exclama.
—¿Y qué voy a hacer? —responde sereno el anciano—. Ustedes lo han abandonado todo y se la pasan corriendo por las calles. Y yo tengo hambre…
—¡Padre! ¿Acaso es momento para pensar en la comida?
—El mismo momento de siempre…
—Pero nuestra muerte…
—Quédate tranquilo; este miedo infundado pasará, al igual que todas las desgracias terrenales…
—Pero ¿es que has perdido el oído y la vista?
—Al contrario, no solo he conservado el uno y la otra, sino también algo más que ustedes no tienen: la serenidad de espíritu y la fuerza de la razón; quédate tranquilo, te digo: el cometa ha aparecido de súbito y desaparecerá del mismo modo; la destrucción de la Tierra no es tan inminente como piensas; la Tierra aún no ha alcanzado su madurez; me lo asegura un sentimiento interior…
—¡Querido padre! ¡Toda tu vida has creído más en ese sentimiento o en tus sueños que en la realidad! ¿Acaso también ahora seguirás siendo fiel a la imaginación?… ¿Quién te garantiza que tus palabras son verdaderas?…
—¡El miedo que veo en tu rostro y en el de tus semejantes!… Ese miedo ruin es incompatible con el solemne momento del fin…
—¡Oh, qué horror! —exclamó el muchacho—. Mi padre ha perdido el juicio…
En ese mismo instante, un terrible estruendo sacudió la casa; refulgió un rayo, se precipitó la lluvia, el viento arrancó los tejados, la gente se echó al suelo…
La noche pasó, el cielo se iluminó, el apacible céfiro secó la tierra regada por la lluvia… los hombres no se atrevían a levantar sus inclinadas cabezas. Finalmente se atrevieron: ya no les pareció tener la forma de espíritus incorpóreos… Al fin se levantaron y miraron alrededor: los mismos lugares familiares, el mismo cielo claro, la misma gente. Un involuntario movimiento levantó las miradas de todos hacia el cielo: el cometa se alejaba del horizonte…
2
Ha llegado el festín general del globo terráqueo; no hay en él una alegría exuberante; ¡no se oyen sonoras exclamaciones! Ya hace mucho tiempo que el verdadero regocijo se ha convertido en un placer sereno, en vida corriente; ya hace mucho tiempo que se han sorteado los obstáculos que le impedían al hombre ser hombre; ya ha desaparecido el recuerdo de aquellas épocas en las que la basta materia se burlaba de los esfuerzos del espíritu, en las que la carencia engendraba necesidades: los tiempos de la imperfección y de los prejuicios ya hacía mucho que habían quedado atrás junto con las enfermedades humanas; la tierra era la morada solo de reyes todopoderosos; nadie se asombraba del bello banquete de la naturaleza; todos lo aguardaban, ya que hacía mucho que el presentimiento de él, en forma de encantador espectro, había surgido en la imaginación de los elegidos. Nadie preguntaba a nadie acerca de él; el solemne pensamiento resplandecía en todos los rostros, y cada uno comprendía esa silenciosa elocuencia. Lentamente, la Tierra se acercaba al Sol, y un calor no abrasador, semejante al fuego de la inspiración, se extendía por ella. Un instante más y lo celestial se convirtió en terrenal, y lo terrenal, en celestial. El Sol se transformó en la Tierra, y la Tierra, en el Sol.
Notas
[1] ‘Por originalidad’ (fr.). [N. del T.]
[2] ‘¡Puf! ¡Eso es de mal tono!’. [N. del T.]