Congreso en Moscú

Marta Sánchez-Nieves Fernández

  Para María Sánchez Puig, de quien surgió la idea de traducir el entonces titulado Relatos de Sebastopol y cuyas palabras de apoyo y ánimo me acompañaron durante la traducción de mi primer libro

Todos los caminos llevan a Roma, dicen, y los míos suelen llevar casi siempre a una ciudad que muchas veces va acompañada del epíteto «Tercera Roma», a Moscú. Sin embargo, los caminos que me llevaron a la traducción no estuvieron nunca tan claros ni se trazaron siempre con la precisión de las calzadas romanas. De hecho, aunque había hecho mis primeros pinitos mientras estudiaba el doctorado, no fue hasta mucho después cuando empecé a trabajar de una manera consciente y profesional de traductora, y siempre compaginándolo con la tarea de profesora de ruso en la Escuela Oficial de Idiomas de Zaragoza, donde vivía entonces.

Cierto es que fue conocer ACE Traductores y los colegas que la integraban y meterme de lleno en el mundo de la traducción, aprendí de contratos, leyes, porcentajes y derechos, y empecé a participar y a colaborar en encuentros, jornadas y debates presenciales o virtuales relacionados con nuestra profesión. Pero siempre echaba de menos tener a más colegas con el mismo par de lenguas o con un recorrido similar. Haberlos, habíalos, pero éramos tan pocos que no era fácil que coincidiéramos en la misma actividad.

En uno de los encuentros organizados por ACE Traductores, en el Ojo de Polisemo celebrado en Granada en 2014, tuve la suerte de conocer a Selma Ancira y, por esos vericuetos de los caminos de la vida, salí de allí con una invitación para participar en el IX Seminario Internacional de Traductores en Yásnaia Poliana, unos encuentros en torno a la traducción del ruso que durante diez años organizó y coordinó Selma en la antigua hacienda de Lev Tolstói, convertida en casa-museo ya a principios del siglo XX. Y también por esos vericuetos de la vida allí, a tantos kilómetros de casa, conocí a Joaquín Fernández-Valdés, traductor del ruso al castellano, como yo; licenciado en Filología Eslava, como yo. Y ese pasado universitario y de aprendizaje del idioma tan similares creó una complicidad profesional sólida. Bueno, el pasado en común y los debates sobre cómo traducir palabras, expresiones y realia.

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Fue precisamente Joaquín quien me habló del Instituto de Traducción ruso. Yo había oído hablar del premio Read Russia, claro, ¡si lo había ganado Víctor Gallego dos años antes con su Anna Karénina! Pero no tenía muy claro qué era ni quién lo concedía, si tenía alguna relación con los premios La Literatura Rusa en España (que organiza y concede la Fundación Borís Yeltsin en colaboración con la Fundación Alexander Pushkin de Madrid), si era algo independiente, apenas sabía de las subvenciones y del congreso internacional que organiza el Instituto cada dos años. Y, sobre todo, no conocía a los colegas de otros países que, como nosotros, se dedican a traducir la literatura rusa a los idiomas del mundo.

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Ese año, el premio Read Russia en la categoría de literatura clásica fue también para una traducción al español, para Alejandro Ariel González (Argentina) por la traducción de El doble de Fiódor Dostoievski, publicado en la editorial argentina Eterna Cadencia. A Alejandro lo conocí posteriormente por sus artículos en El Trujamán y por traducciones suyas publicadas en editoriales españolas. Y no pude dejar de sorprenderme y sentir un gran respeto por un colega tan camaleónico capaz de traducir también, en cierta forma, a una lengua no materna y de conjugar tan bien traducciones para uno y otro lado del Atlántico.

Pero sigamos un orden cronológico. Poco después dejé la enseñanza y la traducción se convirtió en mi única profesión. Centrada en una única actividad, y gracias a los colegas de Yásnaia, a colegas de colegas, a cursos, encuentros casuales y encargos, entré en contacto con más traductores del ruso, fui saliendo de la burbuja de los clásicos, fui conociendo a autores nuevos, a autores de mediados y finales del siglo XX y a autores contemporáneos que no han tenido (ni tienen) la debida repercusión en el mercado editorial ni entre los lectores españoles.

Marta3Pero los clásicos rusos siempre serán los clásicos rusos, y en el 2016 Joaquín me hizo saltar de alegría cuando recibió el premio Read Russia en la categoría de literatura clásica por su traducción de Padres e hijos de Iván Turguénev. Y la emoción llevó a una primera reflexión, aun sin madurar: en las tres ediciones el premio, la categoría de literatura clásica había sido para traducciones al español: ¿cómo analizarlo?, ¿qué significaba?

Dos años después, en 2018, y gracias de nuevo a Joaquín, volví a saltar de alegría al recibir la invitación para participar en el congreso internacional de Moscú. Aunque enseguida la alegría se transformó en nervios al pensar en que tenía que hablar delante de reputados colegas de muchísimos países.

No ayudó a calmar los nervios el saberme finalista de la edición del premio Read Russia en la categoría, cómo no, de literatura clásica del XIX, por la traducción de Relatos de Sevastópol de Lev Tolstói. Pero decidí andar el camino poco a poco y centrarme en los nervios más inminentes y que dependían de mí, es decir, los de la intervención en el congreso, aunque los mensajes sobre los preparativos para la ceremonia de entrega no ayudaban mucho.

Este año, a diferencia de las ediciones anteriores, todos los finalistas saldríamos a escena para recibir nuestro diploma. A Nastasia Dahuron y Anne Godart no las conocía, tampoco a Ganna-Maria Braungardt, pero sí a Žarko Milenić, y saber que iba a estar en el escenario con otro yasnaiapoliánik me dio cierta calma. Que se quebró cuando empezaron a presentarnos, «laureada con el premio Esther Benítez» dijeron antes de mi nombre. Y a la sensación de irrealidad que todavía tenía allí, en plena ceremonia, se unió la presión: ¡el nombre de Esther Benítez resonaba en Moscú! Aun a riesgo de sonar infantil, creo que en ese momento las sonrisas y gestos de cariño de los colegas sentados más cerca me sostuvieron.

Más de una vez he comentado que, aunque como autor de una traducción solo suele aparecer un nombre o dos, en realidad, lo habitual es que haya detrás un trabajo colectivo, porque los colegas te echan una mano casi desde que te llega el encargo, con consejos para negociar el contrato cuando es necesario, con cables para buscar un término o desenredar el significado de un párrafo. Pues mientras subía a recoger el diploma sentí algo parecido: solo aparece mi nombre y mi apellido, pero dentro de ese marco entran todos los nombres de mis colegas, de mis maestros, de quienes abrieron el camino que hoy recorro.

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El final lo conocéis: por cuarta vez el premio de traducción de literatura clásica del XIX fue para una traducción al español y, ante un hecho de tal importancia, los cuatro galardonados de las cuatro ediciones acaparamos titulares en las secciones culturales de los periódicos de España y Argentina. Periodistas y críticos empezaron a preguntarse quiénes serían los responsables de nuestro aprendizaje y nuestros saberes, cómo ejercíamos nuestra labor y quién seguía publicando clásicos en la era de internet. Nos preguntaban cómo habíamos llegado a la literatura clásica rusa, si nos daba miedo encasillarnos como traductores de clásicos, si sentíamos que nuestra labor tenía el reconocimiento social y laboral que se merecía. Y, por supuesto, quién estaba detrás de unas publicaciones tan cuidadas.

Mientras los cuatro esperamos unas preguntas que, como bien habéis imaginado, nunca llegaron, responderé a esta última: en el caso de las tres obras premiadas publicadas en España, Luis Magrinyà y Alba Clásica.

Si alguien desea saber la respuesta a las demás preguntas, quedamos los cuatro a su disposición.

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