Mijaíl Bulgákov
Traducción y presentación: Alejandro Ariel González
El 24 de mayo de 1923 Mijaíl Bulgákov escribía en su diario que había viajado de Moscú a Kiev el 21 de abril y se había quedado allí hasta el 10 de mayo. Las motivaciones del viaje eran varias, en su mayoría de índole práctica: atenderse por un problema de salud con médicos conocidos, encontrarse con sus parientes, amigos y conocidos, visitar la tumba de sus padres (su madre, Varvara Mijáilovna, había fallecido el 1 de febrero de 1922, y desde entonces el escritor no había podido viajar a Kiev). Pero también había una motivación artística: Bulgákov estaba finalizando su novela La guardia blanca y necesitaba actualizar sus impresiones, recorrer los sitios donde transcurre la acción, hablar con los testigos de los acontecimientos. Bulgákov se las ingenió para darle a su viaje, de carácter estrictamente personal, un giro profesional: acordó con el periódico En Vísperas, de Berlín, que le pagaran los viáticos a cambio de un folletín donde recogería sus impresiones. Dicho folletín se publicó el 6 de julio de 1923, y aquí lo compartimos con nuestros lectores.
Ciudad de Kiev
Digresión histórica
En primavera florecían blancos los jardines, se vestía de verde el jardín Zarski, el sol se quebraba en todas las ventanas y encendía incendios en ellas. ¡Y el Dniéper! ¡Y las puestas de sol! Y el monasterio Vidubetski en las pendientes. El verde mar descendía escalonadamente hacia el cariñoso y abigarrado Dniéper. Espesas noches negro-azuladas sobre el agua, la cruz eléctrica de san Vladímir pendiendo en la altura…
En una palabra, una ciudad hermosa, una ciudad feliz. La madre de las ciudades rusas.
Pero aquellos eran tiempos legendarios, tiempos en los cuales vivía, en los jardines de la ciudad más hermosa de nuestra Patria, una generación joven y sin penas. En aquel entonces, en los corazones de esa generación latía la seguridad de que toda la vida transcurriría en color blanco, con calma, sin sobresaltos, las auroras, los ocasos, el Dniéper, la calle Jreshátik, las calles soleadas en verano, y, en invierno, una nieve gruesa, cariñosa, ni fría ni severa…
… Y sucedió todo lo contrario.
Los tiempos legendarios se interrumpieron, y súbita y amenazadora irrumpió la historia. Puedo señalar con toda exactitud el momento en que apareció: fue a las diez de la mañana del 2 de marzo de 1917, cuando a Kiev llegó un telegrama firmado por dos palabras enigmáticas:
—Diputado Búblikov.[1]
Ninguna persona en Kiev, puedo garantizarlo, sabía qué venían a designar esas misteriosas dieciocho letras, pero sí sé una cosa: con ellas la historia envió a Kiev la señal de inicio. Y aquello se inició y se prolongó durante cuatro años. Qué sucedió en ese tiempo en la célebre ciudad, no es posible describirlo. Como si una bomba atómica wellsiana hubiera estallado sobre las tumbas de Askold y Dir,[2] y durante mil días retumbara, borbotara y fulgurara no solo en la misma Kiev, sino también en sus suburbios y en sus lugares de veraneo, en un radio de veinte kilómetros a la redonda.
Cuando el trueno del cielo (porque hasta la paciencia del cielo tiene un límite) mate a todos y cada uno de los escritores contemporáneos y aparezca dentro de cincuenta años un nuevo y verdadero Lev Tolstói, se creará un libro maravilloso sobre los grandes combates en Kiev. Entonces los editores se enriquecerán con el grandioso recuerdo de los años 1917-1920.
Por ahora puede decirse una cosa: según los cálculos de los kievitas, han sufrido dieciocho golpes de Estado. Algunos cronistas al paso cuentan doce; yo puedo decir con precisión que han sido catorce, y que diez de ellos los he vivido en persona.
En Kiev solamente no había griegos. No fueron a parar allí por casualidad, porque sus inteligentes superiores lograron sacarlos de Odesa. Su última palabra era una palabra rusa:
—¡Algodón!
Los felicito sinceramente por no haber ido a Kiev. Allí los habría esperado un algodón aún peor. No hay ninguna duda de que los habrían expulsado. Basta con recordar: los alemanes, los férreos alemanes con jofainas en las cabezas aparecieron en Kiev con el mariscal de campo von Eichhorn[3] y unos magníficos carros bien atados. Se marcharon sin el mariscal de campo y sin los carros, incluso sin ametralladoras. Los furiosos campesinos los despojaron de todo.
El récord lo marcó Semión Vasílievich Petliura, famoso contador que posteriormente trabajaría en la Unión de Ciudades.[4] Apareció en Kiev cuatro veces, y las cuatro veces lo echaron. Los últimos en llegar antes de que cayera el telón fueron los panes[5] polacos (escena número XIV) con cañones franceses de largo alcance.
Estuvieron paseando por Kiev un mes y medio. Los experimentados kievitas, al ver los gruesos cañones y los rebordes carmesí de los uniformes, dijeron seguros:
—Los bolcheviques regresarán pronto.
Y todo ocurrió como si hubiera estado escrito. A mediados del segundo mes, en medio de un cielo completamente diáfano, la caballería soviética se metió grosera y budionnamente[6] donde no debía y los panes abandonaron por algunas horas la ciudad encantada. Pero aquí cabe hacer una pequeña reserva. Todos los que habían visitado Kiev anteriormente se iban de ella por las buenas, limitándose a disparar sobre ella con cañones de seis pulgadas desde el barrio Sviatoshinski, lo que infligía daños más bien menores. En cambio, nuestros primos europeizados no tuvieron mejor ocurrencia que hacer gala de su poder de fuego y destruyeron tres puentes sobre el Dniéper, haciendo añicos el Tsepnói.
Y hasta el día de hoy asoman desde el agua, en lugar de una obra espléndida —orgullo de Kiev—, unos pilares grises y tristes. ¡Ay, polacos, polacos!… ¡Ay, ay, ay!…
Gracias muy cordiales les dirá el pueblo ruso.
¡No se desanimen, queridos ciudadanos de Kiev! Algún día los polacos dejarán de enojarse con nosotros y nos construirán un nuevo puente mejor que el anterior. Y, además, a cuenta suya.
Estén seguros. Solo tengan paciencia…
Status praesens[7]
Decir que «el barrio Pechersk no existe» sería quizás una exageración. Pechersk existe, pero en la mayoría de sus calles no hay casas. Hay unas ruinas derruidas, y en algunas ventanas unos alambres trenzados, oxidados, retorcidos. Si en el crepúsculo uno pasea por sus calles desiertas, sonoras y amplias, será presa de los recuerdos. Como unas sombras que se movieran, como un susurro proveniente de la tierra. Diríase que son cadenas que fulguran a saltos, batientes que golpean con intermitencia… ahí, ahí emerge de la calzada de canto rodado una figura gris y difusa que lanza un «¡ay!» con voz ronca:
—¡Alto!
Ora fulgura a la carrera una cadena y brillan opacas unas hombreras doradas; ora danza en un trote silencioso una escuadra de reconocimiento con zhupanes,[8] gorros y colas carmesí; ora un teniente con monóculo y la espalda erguida; ora un oficial polaco de punta en blanco; ora, con palabrotas rabiosas y ensordecedoras, pasan volando, meneando sus pantalones acampanados, las sombras de unos marineros rusos.
¡Ay, qué perla eres, Kiev! ¡Qué lugar inquieto!…
Pero eso, por lo demás, es fantasía, penumbra, recuerdo. De día, bajo el sol radiante, en los maravillosos parques sobre los despeñaderos reina una calma grandiosa. Comienzan a reverdecer las copas de los castaños, se engalanan los tilos. Los guardas queman pilas de hojas del año pasado; el humo se extiende por las alamedas desiertas. Esporádicas figuras deambulan por el parque Mariinski; se agachan, leen las inscripciones sobre las desteñidas cintas de las coronas. Aquí hay verdes tumbas de militares. Y un escudo orlado por hierba reseca. Sobre el escudo hay pipas deformadas, pedazos de aparatos de medición, una hélice rota. Eso significa que un desconocido piloto cayó en combate desde lo alto y quedó acostado en un ataúd en el parque Mariinski.
En los jardines reina una gran calma. En el Zarski hay una quietud luminosa. Solo la perturban los llamados de los pájaros y los ocasionales timbrazos del tranvía comunal que llegan desde la ciudad.
Pero bancos no hay ni uno. Ni siquiera indicios de ellos. Más aún: el puente aéreo —una flecha arrojada entre los dos despeñaderos del jardín Zarski— ha perdido absolutamente todas sus partes de madera. Los kievitas se han llevado para leña hasta la última astilla. Solo ha quedado el armazón de hierro, por el cual, arriesgando su valiosa vida, los niños se deslizan a gatas y aferrándose bien.
En la propia ciudad también hay agujeros considerables. Por ejemplo, junto a la antigua plaza Zarski, donde empieza la calle Jreshátik, en lugar de un enorme edificio de seis pisos hay un esqueleto carbonizado. Es interesante: el edificio sobrevivió a los tiempos más violentos y sucumbió con el autofinanciamiento. Según el preciso testimonio de los habitantes locales, el asunto ocurrió así. En ese edificio se hallaba una organización de gestión de comestibles. Y había, como es debido, un director. Y, como es debido, la dirigió de tal modo que o bien caía él en desgracia o bien la oficina se incendiaba. Y la oficina se incendió de noche. Los bomberos, autofinanciados, acudieron como halcones. Y el director salió y empezó a dar vueltas entre los cascos de bronce. Y fue como si hubiera fascinado las mangueras. El agua manaba, las palabrotas tronaban, los bomberos trepaban por las escaleras, pero nada resultó: no lograron salvar la oficina.
Pero el maldito fuego, que no se autofinancia ni se deja fascinar, se extendió mucho más allá de la oficina, subió y el edificio ardió como si fuera de paja.
Los kievitas son gente veraz, y todos al unísono contaban esa historia. Pero, aun si no ocurrió de ese modo, lo importante está a la vista: el edificio ardió.
Pero eso no es nada. La hacienda comunal de Kiev empezó a dar muestras de una impetuosa energía. Con el tiempo, si Dios quiere y las cosas marchan bien, todo eso se reconstruirá.
Ya ahora en los departamentos de Kiev hay luz y de las canillas sale agua; se están realizando reparaciones; las calles están limpias y por ellas circula ese mismo tranvía comunal.
Curiosidades
Los letreros de Kiev. Lo que en ellos está escrito es inconcebible a la razón.
Haré una reserva de una vez y para siempre: respeto todas las lenguas y dialectos, pero, sin embargo, los letreros de Kiev hay que reescribirlos.
No se puede, en efecto, omitir la letra «я» en la palabra «гомеопатическая» (homeopática) y pensar que, gracias a eso, la farmacia se convierte de rusa en ucraniana. Por último, hay que ponerse de acuerdo en cómo se llamará el lugar donde cortan el pelo y afeitan a los ciudadanos: «голярня», «перукарня», «цирульня» o, lisa y llanamente, ¡«парикмахерская»!
Creo que de estas cuatro palabras: «молошна», «молочна», «молочарня» и «молошная», la más apropiada es una quinta: «молочная» (lechería).
Puede que en este último caso me equivoque, pero en lo principal tengo razón: las cosas se pueden hacer de un modo uniforme. Si va a ser en ucraniano, que sea en ucraniano. Pero que se escriba de modo correcto e idéntico en todas partes.
Si no, ¿qué significa, por ejemplo, «С. М. Р. iхел»? Yo pensaba que era un apellido. Sin embargo, sobre el fondo celeste, se ven con toda claridad unos puntos después de cada una de las tres primeras letras. ¿Serán iniciales, entonces? ¿De qué palabras?
A mi pregunta, un transeúnte del lugar respondió:
—Le juro que no tengo idea.
Qué es «Karacik», está claro, significa: «Sastre Karasik». «Дитячiй притулок» se entiende gracias a que, para comodidad de las minorías nacionales, ahí mismo figura la traducción: «Детский сад» (Jardín de infantes). Pero «смерiхел» se entiende menos aún que «Коуту всерокомпама» y lo deja a uno más pasmado aún que «iдальня».
La población. Hábitos y costumbres
¡Qué diferencia bien marcada entre los kievitas y los moscovitas! Los moscovitas son mordaces, obstinados; vuelan, van apurados, están americanizados. Los kievitas son silenciosos, lentos y no han conocido ninguna americanización. Pero les gustan las personas con mentalidad americana. Y cuando alguien con una chaqueta horrible, pechos de mujer y unos pantalones impresentables recogidos casi hasta las rodillas irrumpe directamente desde el tren en el recibidor, se apresuran a convidarle té con los ojos llenos del más vivo interés. Los kievitas adoran las historias sobre Moscú, pero no le aconsejo a ningún moscovita que se ponga a contarles algo. Porque, en cuanto atraviese el umbral, ellos a coro lo tomarán por mentiroso. Por más que uno cuente la pura verdad.
No bien abrí la boca y comencé con un impasible relato, en los ojos de mis oyentes asomaron unas chispas tan alegres que enseguida me ofendí y me puse taciturno. Traten de explicarles qué es un casino, o el «Hermitage» con coros gitanos, o las cervecerías moscovitas, donde se beben mares de cerveza y unos coros con acordeones cantan una canción sobre el bandolero Kudeiar: «Al Señor Dios le oramos…»; cómo es el ritmo de Moscú, cómo Meyerhold lleva a escena obras de teatro, cómo se comunican por aire Moscú y Königsberg, qué bribones trabajan en los trusts, etc.
Kiev es ahora una ensenada tan tranquila, su ritmo vital es tan distinto al de Moscú que los kievitas todo eso no lo comprenden.
Kiev se calma a medianoche. A la mañana, los funcionarios van a trabajar a sus vsierokompomi,[9] sus esposas cuidan a los niños, y sus cuñadas, no cesanteadas de milagro, van a trabajar a «Ara»[10] con la nariz empolvada.
«Ara» es el sol en torno al cual, como si fuera la tierra, gira Kiev. Toda la población de Kiev se divide en los dichosos que beben cacao y trabajan en «Ara» (gente de primera categoría), en los dichosos que reciben de Estados Unidos pantalones y harina (gente de segunda categoría) y en la chusma que no tiene ninguna relación con «Ara».
La boda del director de «Ara» (la quinta ya) es un acontecimiento que está en boca de todos. El derruido edificio del antiguo Hotel Europeo, junto al cual se ven los jeeps-rickshaw kievitas, es un gran templo atestado de sebo, quinina y frascos con la inscripción «Evaporated milk».
Y he aquí que todo eso se termina. «Ara» se cierra en Kiev, el director recién casado regresa en junio en barco a su Estados Unidos, y entre las cuñadas queda un rechinar de dientes. En efecto, no se sabe lo que pasará. El autofinanciamiento se cuela por todas las rendijas en la tranquila ensenada, el administrador de la casa amenaza con reparar la calefacción a vapor y va y viene con una hoja en la que dice «presupuesto calculado en oro».
¡Qué cálculo en oro pueden tener los kievitas! Si son mucho más pobres que los moscovitas. Y si quedan cesantes, ¿dónde se meterán las delicadas señoritas de Kiev? El campo de operaciones es pequeño, y los vsierokompomi no alcanzan para todos.
Ascetismo
La NEP va pasando a la periferia lentamente, con gran retraso. En Kiev ahora se vive lo que se vivió en Moscú a fines de 1921. Kiev todavía no ha salido del período del ascetismo. En ella, por ejemplo, aún sigue prohibida la opereta. En Kiev las tiendas comercian (dicho sea de paso, porquerías), pero no asoman con descaro los «Hermitage», no se juega a la lotería en cada esquina y no se deambula sobre neumáticos inflados hasta el amanecer luego de haber bebido champaña Abrau-Diursó.
Rumores
A cambio, los kievitas se recompensan con rumores. Hay que decir que en Kiev vive toda una multitud de viejitas y damas ancianas que se han quedado sin nada. Los tumultuosos años de la guerra destruyeron las familias como en ninguna otra parte. Hijos, maridos, sobrinos o bien desaparecieron sin dejar rastro, o bien murieron de tifus, o bien fueron a parar al hospitalario extranjero, del que no saben cómo regresar, o bien fueron «cesanteados». Esas viejitas no necesitan de ningún kompom, el sobiez[11] no puede alimentarlas porque qué clase de organización es el sobiez para contar con dinero. Las viejitas en verdad no pueden más, y viven en una situación desesperada: creen que todo lo que sucede es un sueño. Cuando duermen ven un sueño distinto: la anhelada y ansiada realidad. En sus cabezas nacen cuadros…
Los kievitas, hay que hacerles justicia, no leen periódicos, pues tienen la firme certeza de que estos «engañan». Pero, dado que un hombre sin información es inconcebible en el globo terráqueo, no les queda sino recibir informes del bazar judío, donde las viejitas se ven obligadas a vender candelabros.
El aislamiento de los kievitas respecto de Moscú, su nociva proximidad a los lugares que vieron nacer a toda suerte de Tiutiúnnik,[12] y, por último, la certidumbre, engendrada en el año 19, de la fragilidad de todo lo terrenal, son la causa de que en los telegramas enviados desde el bazar judío no vean nada increíble.
Por eso: el obispo de Canterbury estuvo de incógnito en Kiev para ver lo que hacen allí los bolcheviques (no bromeo). El papa declaró que, si «esto no se acaba», se iría al desierto. Las cartas de la antigua emperatriz las redactaba Demián Biedni…
Uno termina mandando todo al diablo y no intenta más disuadir a nadie.
Tres iglesias
Esto ya es una curiosidad aún mayor que la de los letreros. Tres iglesias son demasiado para Kiev. La vieja, la viva y la autocéfala o ucraniana.
Los ingeniosos kievitas han dado a los representantes de la segunda el siguiente sobrenombre: «Popes vivaces». No he oído un apodo más exacto en toda mi vida. Define a dichos representantes por completo, no solo por su pertenencia, sino también por las propiedades de su carácter.
Por su vivacidad y ligereza, solo van detrás de otra organización: la de los popes ucranianos.
Y son las antípodas de los representantes de la vieja iglesia, que no solo no dan muestras de la menor vivacidad, sino que, al contrario, son lentos, dispersos y sumamente sombríos.
La situación es la siguiente: la vieja odia a la viva y a la autocéfala; la viva, a la vieja y a la autocéfala; la autocéfala, a la vieja y a la viva.
En qué terminará la provechosa actividad de esas tres iglesias, los corazones de cuyos representantes se nutren de maldad, puedo decirlo con la mayor seguridad: en que los feligreses de las tres iglesias se alejarán de ellas y se arrojarán en la vorágine del más desenfrenado ateísmo. Y los culpables de ello no habrán sido otros que los propios popes, que se desacreditaron no solo a sí mismos de pies a cabeza, sino también a la propia idea de fe.
En la catedral de Sofía, vieja, hermosa y llena de lúgubres frescos, las voces infantiles —tiples— elevan con ternura sus oraciones en ucraniano, y de las puertas del iconostasio sale un joven completamente afeitado y con mitra. No diré nada sobre cómo luce la brillante mitra en combinación con un rostro alegre y ojos vivaces e inquietos para que los partidarios de la iglesia autocéfala no se malhumoren y no se les ocurra enojarse conmigo (debo decir que escribo esto en modo alguno con alegría, sino con amargura).
Al lado, en una iglesia pequeña cuyo techo está cubierto por los festones fúnebres de una vieja telaraña, los viejos dan la misa en antiguo eslavo. Los vivos también encontraron lugares donde dan la misa en ruso. Rezan por la República, mientras que los viejos, se supone, rezan por el patriarca Tijon, pero eso es imposible desde todo punto de vista, y da la impresión de que, más que rezar, lo que hacen es anatemizar en voz baja; por último, no sé por qué rezan los autocéfalos. Aunque lo sospecho. Si mi suposición es cierta, puedo aconsejarles que no gasten sus fuerzas en vano. Sus oraciones no llegarán al cielo. El contador[13] no vendrá a Kiev.
Como resultado, las cabezas de las viejitas del bazar judío de Kiev se han ofuscado completamente. Los representantes de la vieja iglesia han abierto cursos de teología; las asistentes resultaron ser esas mismas viejitas (¡no a cualquiera se le hubiera ocurrido!). El sentido de las lecciones era sencillo: el culpable de la triple barahúnda era Satanás.
Una idea inofensiva, por eso las autoridades hacen la vista gorda con los cursos, como si fuera una organización que solo puede provocar daño a sus miembros.
El primer disgusto a causa de esos cursos lo sufrí yo en persona. Una buena viejita que me conoce desde niño oyó mis palabras sobre las iglesias, se horrorizó, me trajo un libro grueso con la interpretación de las profecías del Antiguo Testamento y me mandó que sin falta lo leyera.
—Léelo —me dijo— y verás que el anticristo vendrá en 1932. Su reino ya ha llegado.
Leí el libro y mi paciencia estalló. Removiendo de algún modo mis conocimientos, le demostré a la viejita que, primero, el anticristo no vendría en 1932, y, segundo, que el libro lo había escrito un indecoroso, ignorante y rematado charlatán.
Después de aquello, la viejita recurrió a quien dictaba las lecciones, le expuso toda la historia y le pidió con lágrimas en los ojos que me pusiera en el camino de la verdad.
El conferenciante dictó una lección dedicada ya especialmente a mí de la que dedujo, como dos y dos son cuatro, que yo no era sino un servidor y anunciador del anticristo, y me deshonró delante de todos mis conocidos de Kiev.
Después de ese episodio, me juré no inmiscuirme más en asuntos teológicos, cualesquiera que fueran: viejos, vivos o autocéfalos.
Ciencia, literatura y arte
No.
No tengo palabras para describir el busto negro de Karl Marx que está delante de la Duma enmarcado por un arco blanco. No sé qué artista lo esculpió, pero es algo inadmisible.
Hay que renunciar a la idea de que la imagen del célebre científico alemán puede esculpirla cualquiera que tenga ganas.
Mi sobrina de tres años, señalando el monumento, dijo con ternura:
—El tío Karl. Negrito.
Final
Ciudad hermosa, ciudad dichosa. Sobre el desbordante Dniéper, toda sumergida en el verde de los castaños, toda envuelta en manchas de sol.
Ahora reina en ella el gran cansancio posterior a los terribles y estrepitosos años. Reina la quietud.
Pero oigo ya el palpitar de una nueva vida. La reconstruirán, sus calles otra vez bullirán, y otra vez se alzará sobre el río que amaba Gógol una majestuosa ciudad. Y el recuerdo sobre Petliura se esfumará.
Notas
[1] Aleksandr Aleksándrovich Búblikov (1875-1941), ingeniero, miembro de la Cuarta Duma Estatal, masón; intervino en el derrocamiento de la autocracia en Rusia; fue miembro de la delegación del Gobierno Provisional que arrestó a Nicolás II el 8 de marzo de 1917. La noticia del fin del zarismo llegó a Kiev por un telegrama de él publicado en La Idea Kievita el 3 de marzo de ese año. [N. del T.]
[2] Antiguos príncipes de Kiev (siglo IX). [N. del T.]
[3] Hermann von Eichhorn (1848-1918), mariscal de campo prusiano y alemán. Comandó grandes unidades militares. Desde fines de marzo de 1918 comandó el grupo de ejércitos «Kiev». Fue asesinado el 30 de julio de 1918 por el socialista revolucionario Borís Donski, en cumplimiento de la sentencia del partido. [N. del T.]
[4] Organización social que colaboraba con el gobierno del Imperio Ruso en la organización de ayuda médica y en la ubicación de refugiados durante la Primera Guerra Mundial. Desde 1915 se convirtió en uno de los centros de la oposición liberal en el Imperio [N. del T.]
[5] ‘Hidalgos’ en polaco. [N. del T.]
[6] Por Semión Budionni (1883-1973), comandante del Primer Ejército de Caballería durante la Guerra civil. [N. del T.]
[7] ‘Estado actual’. [N. del T.]
[8] Vestidura masculina semejante al kaftán. [N. del T.]
[9] Abreviatura (en ruso) de Comité Panruso de Ayuda a Enfermos y Heridos del Ejército Rojo. [N. del T]
[10] ARA: American Relief Administration (Administración Estadounidense de Ayuda), organización creada en 1919 para ayudar a los países europeos afectados durante la Primera Guerra Mundial. En Rusia, la ARA fue admitida en 1921 a causa de la hambruna que asolaba el país. ARA dejó de existir en 1923. [N. del T.]
[11] Seguro social, seguridad social. [N. del T.]
[12] Iuri Tiutiúnnik, uno de los atamanes que actuó en los años 1919-1921 en Ucrania. [N. del T.]
[13] Es decir, Petliura. [N. del T.]