Cien rublos

Iákov Petróvich Butkov

Traducción: Alejandro Ariel González

Hay en el mundo objetos que gozan de veneración universal y absoluta; hay una grandeza perfecta a los ojos del sabio y del necio; hay una fuerza que dispone antojadiza y despóticamente de la suerte del hombre. ¡Esos objetos son los rublos, esa grandeza son los rublos, esa fuerza son los rublos!

Un hombre sin rublos, aunque se trate de un funcionario, no significa nada, no sirve para nada y no vale nada. Un hombre con rublos, aunque no se trate de un funcionario, en todas partes tiene significado, sirve para todo y vale la suma de rublos que posee.

¡Es extraño que, a pesar de esa popularidad de los rublos, hasta ahora no se haya averiguado qué cantidad exacta de ellos es necesaria para cada alma cristiana o para la felicidad del hombre de cada rango! Por lo demás, hay cargos en los cuales es posible arreglárselas sin ningún salario, cargos que ya de por sí atraen al servicio por el solo honor, por el solo amor a la patria.

Pero Avdéi Apollónovich, que ha dado el pretexto para este relato, no se contaba entre aquellos elegidos a los cuales el antojadizo destino regala una dicha plena, personal y hereditaria en forma de algún cargo propicio. Avdéi Apollónovich, funcionario, hijo de Apollón Avdéievich, poeta, tuvo la desgracia de nacer en una lluviosa noche de otoño, en ese momento tan amargo en que su padre, luego de leer una despiadada crítica de sus poemas –escrita, en su imaginación, por Karamzín- miraba el mundo y, entre otras cosas, la reproducción de su especie desde el punto de vista más sombrío: “Después de esta crítica no se venderán mis poemas, y la familia se ha agrandado: ¡hará falta pan! Dios me perdone, pero ¡vaya ocurrencia la de este niño el haber nacido!”. Y Apollón, haciendo pedazos el periódico que contenía aquella perniciosa crítica, y sin mirar siquiera al recién nacido, se puso, para tranquilizar el amor propio herido, a redactar una anticrítica en la cual, ya desde las primeras líneas, llamó a Karamzín aquese señor Karamzín, luego simplemente cierto Karamzín, pero, considerando que ello tampoco era suficiente, declaró que Karamzín no conocía la poesía rusa, añadiendo algunas expresiones fuertes que en nuestro tiempo ya no se usan, dado que la instrucción se ha extendido por doquier, incluso entre los literatos.

“Si Avdéi no tuvo la fortuna de nacer a su debido tiempo, tampoco tendrá fortuna en la vida. Es complicado tropezar al primer paso en este pérfido mundo; luego ya andarás a los tropezones hasta acabar cayendo en la tumba”. Avdéi fue incluso más desdichado que muchos nacidos, al igual que él, a destiempo; cuando cumplió dieciséis años no había en toda Petersburgo ni un solo puesto o vacante para él: ni en la escuela, ni en alguna oficina, ni en la estrecha habitación de un poeta, ni siquiera en el Parnaso, en donde Apollón quería meter a su criatura para evitar la necesidad de pagar por su educación. En ningún sitio se halló vacante para él. Entretanto, Apollón concibió, después de a Avdéi, otro grueso tomo de poesías y a una pequeña hija. Por fin, murió a causa del éxtasis que le produjo leer la tercera corrección de sus Flores de antología, ¡y el hijo siguió por los siglos de los siglos sin vacante!…

Después de enterrar y despedir cristianamente al difunto Apollón, Avdéi, su madre y su hermana Natasha, que a la sazón tenía unos catorce años, procedieron a arreglar su vida de un modo nuevo; había que ganar dinero para el pan de cada día, ya que el poeta, que había fallecido ante la beatífica visión de sí mismo como el “Anacreonte ruso”, no había dejado a su familia más que sus obras a medio corregir. La madre consiguió para ella y para su hija un trabajo para una tienda; trabajaban doce horas diarias y, entre las dos, reunían un rublo en cobre. Pero Avdéi no sabía ni escribir poemas como su padre ni coser ropa de mujer como su madre y su hermana; solo sabía “escribir distintos papeles” y en vano intentaba procurarse un puesto para esa ocupación. Visitó todos los departamentos, cámaras, oficinas; recurrió a funcionarios de todas las clases y colores, y en todas partes le respondían lo mismo: ¡no hay vacantes!

Tristeza y pesar causaban al pobre Avdéi verse en la necesidad de sobrevivir gracias a los esfuerzos de su madre y hermana. En vano estas lo animaban, le aconsejaban no amargarse, esperar, caminar, informarse otra vez de si, a lo mejor, se había abierto alguna vacante en algún sitio… ¡en vano! En su alma había arraigado la terrible sospecha de que en el mundo no había ni habría una vacante para él, de que era aquí eso, un accidente, un error, ¡un hombre sin vacante! Desesperado, decidió ir a probar “vacantes” por tercera vez y se dirigió a los sitios anteriores.

En uno de esos sitios, a la pregunta de Avdéi: “Permítame preguntar, ¿no se ha abierto aún ninguna vacante?”, un funcionario de mejillas infladas le respondió con voz grave y ronca, alzando la nariz hacia el techo con aire majestuoso: “¡Ya le he dicho que no! ¡No es no! ¡Cómo harta con su vacante!”. En ese instante, un viejo canoso con una estrella en el pecho miraba desde otra habitación, a través de la puerta entreabierta, a Avdéi y al inflado funcionario. Cuando Avdéi, más estupefacto aún por la rudeza de la respuesta, atinó a retirarse, el viejo le preguntó con voz dulce:

-¿Qué desea, joven?

Avdéi, lleno de desesperación, le respondió:

-¡De algo hay que vivir, su excelencia! ¡No me deje! ¡No estoy pidiendo limosna, sino un puesto! ¡Para qué he venido al mundo si no hay vacante para mí! ¡Nadie me consultó! ¡Y ahí están mi madre, mi hermana!…

Ese argumento surtió tal efecto en el simpático general que ordenó a Avdéi elevar una petición para ser incorporado entre los “funcionarios”.

Avdéi, sin ver el suelo bajo sus pies, corrió a casa con la alegre noticia. Vivía en un tercer piso, pero aún no había llegado al segundo cuando ya gritaba: “¡Madrecita! ¡Natasha! ¡Hay una vacante!”

Ingresó al servicio y empezó a trabajar… De pronto, una bella mañana, el funcionario de mejillas infladas, que era su superior, le comunicó que su excelencia, el general, había sido trasladado a otro departamento y que, debido a una reestructuración de la oficina, él, Avdéi, quedaba cesante, es decir, ¡sin vacante!

Para un hombre que siente la alegría de vivir solo una vez al mes, cuando recibe el salario, no hay nada más aterrador y mortífero que quedar de súbito cesante, perder sin preámbulos la vacante y no ver en la larga cadena de días por venir ningún primero de mes.

¡Y otra vez Avdéi se quedó sin vacante! ¡Desdichado! Apenas acababa de conocer el poder y la necesidad de los veinte rublos en papel moneda que cobraba en la oficina y daba a su madre; esta, cada primero de mes, compraba algo para él y para su hermana… y todos eran tan felices, tan dichosos… ¡Y todo se frustró!

No existe en el mundo una pluma tan inglesa, acerada, perfecta y consumada que pueda describir la honda aflicción de una familia pobre que depende del salario de un funcionario, compuesta por tres almas, abatida, destrozada por la idea de que Avdéi estaba de nuevo sin vacante. Cada alma sufría y se consumía a su manera, apartada de las otras dos; cada una de ellas intentaba decir algo consolador, pero en soledad derramaba lágrimas de amargura.

En general, las desdichas de semejante magnitud no actúan sobre todos de idéntico modo: hay personas que, bajo el peso de la desdicha, se consuelan con alguna fantasía, imaginando, por ejemplo, que ganan cuatro manos seguidas y hacen saltar la banca; hay personas que no hacen más que insultar y maldecir el mundo entero, sin aceptar consuelo o recreo alguno; hay personas que no maldicen nada y solo piensan: “¡Otra vez la desdicha! ¡Ni siquiera dan ganas de ir a pasear por la Nevski… eso ya es un indicio de la desdicha!”. Por último, hay personas que en la desdicha tampoco maldicen nada y menos aún piensan en la Nevski, mientras otras piensan solo en que son desdichadas, que en el mundo no hay para ellas ninguna alegría, ninguna esperanza cierta, ninguna vacante, que la desdicha no es un mal pasajero, sino el destino de toda su vida. Estas son las más desdichadas, y entre ellas se contaba la atormentada familia del “Anacreonte ruso”.

Pero desde antaño ya se ha observado y repetido infinitas veces que todo pesar es pasajero. Así pues, la cesantía de Avdéi primero sumió a la familia de Anacreonte en una pena inextinguible; luego todos comenzaron a acostumbrarse a esa desdicha, y fue a Avdéi a quien primero se le ocurrió la vivificante idea de que si ya había logrado en una ocasión encontrar una vacante, bien podía aquello suceder otra vez. Recordó que no todos los escribientes y copistas trabajan en departamentos y cámaras, que muchos funcionarios trabajan en las contadurías de los comerciantes, que hay funcionarios contables así como funcionarios jefes de despacho. Animado por una nueva esperanza, Avdéi se dirigió a las contadurías, es decir, no a las contadurías mismas, sino solo a los recibidores, donde a menudo yacen los guardas ocupados en una tarea sencilla: rascarse la nuca y los costados. A esos guardas que se reclutaban entre los soldados retirados o entre auténticos campesinos, Avdéi preguntó con humildad: “¿No hay aquí alguna vacante para escribientes?”, y en diez recibidores obtuvo la misma respuesta: “¡No hay vacantes!”. Tras recorrer en vano Petersburgo desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde, cuando las contadurías suelen quedar vacías, ingresó, ya bajo el nefasto influjo de la desilusión, al recibidor de la contaduría del señor Shetinin y Cía. Allí no había guardas, y Avdéi debió pasar directamente a la sala, en la cual, además de cuatro contables, se dignaba estar el mismísimo señor Shetinin y Cía. Avdéi advirtió enseguida esa dignidad, ya que estaba sentada en bata, según la costumbre rusa, y se dirigía a los contables con nombres atributivos: bestia, tonto, pelmazo.

-¿Tú qué quieres? –preguntó Shetinin echando una mirada a Avdéi, en humillante inclinación.

-¿No habría una vacante?… ¡Puedo escribir! –respondió Avdéi.

-¿Lo ves, erizo? –exclamó Shetinin dirigiéndose a uno de los contables-. ¿Lo ves?… No te estoy hablando a ti, pelmazo (eso apuntaba a otro contable que de inmediato, tomándose por un erizo, se enderezó con respeto ante el dueño), es a ti a quien te hablo, erizo: ¿lo ves?, aún ni he chiflado y los contables ya acuden a la carrera… ¿Lo ves?…

En ese momento erizo, todo encarnado, respondió a toda prisa:

-¡Jefe! ¡Veo más de lo que usted cree!

-¡Eso es, erizo! ¡Podrías llegar a ser sensato si no te erizaras tanto! ¡Bueno, te aguantaré un poco más!

Avdéi, tras escuchar y ver esa escena, se llenó de un profundo respeto por el señor Shetinin y Cía.; pero, al ver que ese señor, ocupado en deliberar con sus contables, se había olvidado de él, se permitió recordar su presencia con una modesta tos.

-¡Ah, sigues aquí! ¿Así que quieres trabajar de contable? –preguntó Shetinin, volviéndose otra vez hacia Avdéi.

-Quisiera acceder a una vacante. ¡Hágame ese favor, deme una vacante!

-¿De cuáles eres?

-¿Qué, señor?

-Te pregunto a cuáles perteneces.

Avdéi definitivamente no comprendía el sentido de esas preguntas y, turbado, decidió callar.

-¡Qué gentecita esta! –exclamó el señor Shetinin y Cía.-. ¡Le hablas como es debido y se queda calladito como… como un cangrejo!

-Disculpe –respondió Avdéi con voz trémula-, no he oído o no he entendido lo que se ha dignado decir.

-Pues vengo a preguntarte qué clase de hombre eres: ¿siervo, libre…?

-Soy funcionario.

-¡Funcionario! No tomo funcionarios… -respondió Shetinin una octava más abajo.

-Permítame señalarle que, aunque soy funcionario –dijo Avdéi desesperado-, puedo trabajar tan bien como… ¡sí, se lo juro, tan bien como un siervo, no solo como un hombre libre!

-¡Sí, claro! Ustedes los funcionarios son todos así… en mi contaduría hay un solo funcionario: yo mismo. Los demás son contables.

-¡Pues lo que yo pido es trabajar de contable!

En ese momento, algunos de los contables echaron un vistazo al recién llegado e intercambiaron miradas burlonas entre sí. Avdéi, por poco versado que estuviera en la perfidia del alma humana, comprendió que los contables provenientes de los llamados “hombres libres” ya eran hostiles a él por el solo hecho de ser funcionario. Pasmado por ese hallazgo, bajó triste la cabeza y en su rostro asomó un sentimiento de honda aflicción, aflicción comprensible solo por aquel que haya tenido ocasión de buscar una vacante y no encontrarla. Pero había allí una persona desapercibida y, al parecer, tan sufriente como Avdéi, la cual, tras echar una mirada a este, no sonrió con perfidia, como los otros contables, ni se apuró a ocultar el sentimiento que lo embargaba. Esa persona era erizo, en apariencia el más joven de los contables, y a quien el señor Shetilin y Cía. acababa de amenazar con despedirlo de la oficina. Cuando la mirada de erizo se encontró con la de Avdéi, a este último le pareció que simpatizaban con él.

-¡Jefe! –dijo erizo, dirigiéndose al señor Shetilin y Cía.- Este funcionario con el que me ha asustado tiene muchas ganas de ser contable suyo, y yo pienso que, si no tiene una vacante para él, ¿por qué entonces no me despide a mí?

-¡Ay, niño de pacotilla, bestia de pacotilla! –farfulló el señor Shetilin y Cía.

-¡Sí, es lo que pienso! ¿Por qué no me despide a mí? Si usted me aguanta solamente porque es buena persona y yo no valgo su benevolencia.

-¡Escucha, erizo! –dijo el dueño-. Si en tu lugar estuviera este pelmazo o aquel badulaque, lo habría despedido ya mismo, pero a ti vuelvo a perdonarte, y te perdono por última vez; la próxima te despido. ¡No te erices! ¡Eres una criatura aún! Solo por eso te perdono.

-Gracias, jefe. ¿Y el funcionario?

-¡El funcionario! Bueno, tomaré al funcionario. ¡Ya veremos para qué sirve!…

El ingreso de Avdéi como contable se resolvió en un instante. El jefe le ordenó ocupar un escritorio frente a erizo y copiar lo que le daban. La primera vez, erizo le tendió un pequeño informe y Avdéi lo copió con rapidez y pulcritud, sin errores, al punto que resultaba extraño por qué no tenía suerte con las vacantes. ¡El destino! Shetinin, al ver el trabajo de Avdéi, se mostró contento, pero enseguida señaló que no tenía una vacante para él en la contaduría, y que lo tomaba por fuera de vacante, por respeto a su pobreza, con un salario de diez rublos al mes. Avdéi agradeció a Shetinin por su filantropía y pensó: “Habrase visto: escribo, trabajo y hasta me ha sido asignado un salario suficiente, y sin embargo no poseo ninguna vacante… ¡Es una desgracia, así de sencillo!”.

Todos los contables de Shetinin, como ya ha sido dicho, llevaban nombres característicos que él inventaba y utilizaba en lugar de los nombres propios. Consideró necesario dar uno de esos nombres también a Avdéi, pero la laboriosidad, el celo que ponía en el trabajo, el aspecto enfermizo y sufriente del pobre funcionario desbarataban cualquier epíteto que inventara su ingenio. Probó llamándolo pez, señorito e incluso pordiosero, pero todos esos nombres, por lo visto, eran absurdos, y el propio Shetinin sentía que Avdéi no se parecía ni a un pez, ni a un señorito ni a un pordiosero. Una vez lo llamó Antípodas, pero, al notar que erizo, el más pérfido e incorregible de los contables, esbozó una sonrisa, y sin saber con precisión qué cosa recibe el nombre de Antípodas, no repitió ese nombre y, tras innumerables y vanos intentos, decidió llamarlo simplemente funcionario.

Siguiendo el ejemplo del dueño, los contables también llamaron funcionario a Avdéi. Solo erizo, quien en la primera conversación con Avdéi preguntó a este su nombre y patronímico, lo llamaba siempre Avdéi Apollónovich o simplemente Avdéi, y Avdéi, por su parte, llamaba a erizo Mijéi Tíjonovich o simplemente Mijéi, mientras que en sus relaciones con los demás contables, si bien no los llamaba por sus nombres característicos, evitaba también el uso de los propios, sustituyendo unos y otros por pronombres. Durante cierto tiempo los contables, con excepción de Mijéi, rehuyeron del funcionario. Si hubiera sido de los “libres” no habrían tardado en trabar conocimiento y cruzar insultos con él, pero como Avdéi, para su desgracia, no pertenecía a los “libres”, sino a los “nobles”, tanto el odio como el respeto de casta obstaculizaron por largo tiempo el acercamiento de ambas partes. Por último, al advertir que el “funcionario” era un muchacho muy bueno, sin ambición alguna y que él mismo buscaba granjearse su simpatía, decidieron tratarlo con sencillez, y en cuanto lo hubieron decidido, en ese mismo instante, pusieron a prueba su elasticidad moral solicitándole que saliera un momento y les comprara el desayuno. Ese desayuno, para el que cada contable ponía diez kopeikas, lo iban comprando por turno: una vez pelmazo, otra vez bestia, la tercera badulaque, la cuarta erizo. Avdéi se mostró dispuesto a emprender esa expedición todos los días, y todos los días comenzaron a enviarlo. El desayuno, de costumbre, estaba compuesto por pan blanco, queso, algún embutido y, el primero de mes, una botella de vino de Madeira que costaba treinta kopeikas en plata. Todo eso lo compraba Avdéi con tal velocidad y exactitud que el contable que se llamaba pelmazo y además llevaba el apodo de Tit Nikíforovich observó en una oportunidad que a Avdéi había que invitarlo al desayuno aunque no pusiera sus diez kopeikas; esa observación, sin embargo, por más tierna filantropía y lógica pelmaza que emanara, no cayó bien en el corazón de Avdéi. Como de costumbre, no dijo nada, pero en su rostro fulguró un sentimiento…

-Yo tengo la culpa–le dijo erizo en ese instante-. ¡Como mi parte y no he pensado en ti! Solo ahora noto que no te compras desayuno.

-¿Y qué voy a hacer? –respondió Avdéi-. ¿Para qué quiero desayunar y gastar diez kopeikas? ¡Allá él! ¡No moriré antes del almuerzo!

-Bueno, pero eso no será así. No tienes por qué gastar diez kopeikas si para ti valen tanto. ¡Comparte mi desayuno, de lo contrario me pelearé contigo!

-Pero ¿por qué te enfadas, Mijéi? No quiero comer de mi bolsillo, ¿cómo me atrevería a comer del tuyo?

Aquello fue pronunciado con voz de cabal convicción en la justicia del argumento. Mijéi comprendió que era en vano insistir y dijo:

-¡Estrafalario!

-Mejor hagamos esto, Mijéi: de ahora en adelante desayunaremos a medias, tú pondrás tus cinco kopeikas y yo pondré las mías. Si no, juzga tú mismo, ¿cómo podría comer de tu bolsillo?

-Bueno, está bien –respondió Mijéi-. Cada uno paga lo suyo, cinco kopeikas por cabeza.

Desde entonces, Avdéi y Mijéi desayunaban a medias, apartados de los demás contables; durante el desayuno –desde luego, en ausencia del dueño, que solía pasar por la oficina no más de una hora y reñía a todos- entablaban conversaciones que los aproximaban y, a la vez, aclaraban a cada uno los lugares oscuros de la forma de ser del otro. Tras esas charlas, cada uno sintió más interés y simpatía por el otro.

Mijéi, al igual que Avdéi, había conocido reiteradas veces qué significaba no encontrar una vacante, hasta que por fin, cuando la halló, se vio obligado a trabajar por un pequeño salario y a soportar el carácter recalcitrante y las groserías del señor Shetinin y Cía. Este señor, que daba nombres característicos a cada uno de los contables, llamó a Mijéi erizo, y ese nombre, en comparación con los otros, era para él bastante honorable. Se lo puso porque Mijéi era el único que se atrevía a no callar ante el jefe y a plantear objeciones sin incurrir en la grosería y la ofensa –lo que hubiera provocado su inmediato despido-, sino con urbana causticidad; el señor Shetinin y Cía. toleraba esa causticidad, y solo ella, sumada a la obstinación, permitieron que el jefe lo considerara superior al resto de los contables e incluso lo valorara tanto cuanto puede ser valorado un contable cuando se conoce el refrán: “Donde hay carroña, hay cuervos”.

A pesar del parecido en las condiciones de vida de Avdéi y Mijéi, existía una diferencia entre sus naturalezas: el primero había sido atormentado y oprimido por el destino; era apocado, tímido, temía a todo, especialmente a las “vacantes”; el segundo, por el contrario, se sentía injustamente ofendido, anhelaba venganza, esa venganza cuya necesidad surge en el corazón de un hombre agraviado por las circunstancias, las relaciones, las condiciones, y que a menudo recae no sobre un individuo en particular, sino sobre el gran cuerpo de la sociedad y la humanidad. Esa sed de venganza lo animaba en la lucha con las circunstancias; no se desalentaba, no se sometía ni a su vacante ni al destino. “¿Qué es el destino? –decía-. A ese destino yo ya…”. Y pronunciaba una palabra que no dejaba la menor duda de que despreciaba el destino. Llevaba en sí el germen de un futuro mercader de primera categoría, de un futuro ciudadano célebre por su filantropía, de un futuro emprendedor tres veces arruinado que abandona el ámbito del comercio con un título honorable, un millón en una casa de empeño a nombre de un desconocido y una docena de casas en Petersburgo a “nombre de la esposa”, en una palabra, el germen de un futuro gran hombre en el único género en que se puede ser gran hombre en el pueblo ruso. Pero aquello era aún un germen intentando desarrollarse en medio de los elementos hostiles de la miseria y los agravios. Como todas las personas de carácter fuerte, con una fe todopoderosa en sí mismo, erizo era franco e impetuoso; no ocultaba ni su desprecio por los demás contables ni su descontento con el jefe, afirmando que lo toleraba solo porque esperaba de él un encargo provechoso que luego le permitiera inscribirse como mercader y dedicarse a su negocio.

-Robaré a ese quebrado como ningún dependiente lo ha hecho. ¡Le mostraré que, si no soy un buen contable, sí soy un buen estafador!

El verbo “robar”, por lo visto, causó en Avdéi una impresión desagradable que intentó disimular, pero erizo se dio cuenta de ello y continuó su explicación de este modo:

-Es un decir eso de que le robaré; en realidad me valdré de aquello que en todas partes llaman “saber procurarse una kopeika”: con el salario y el trabajo no te la procuras, ni nadie lo hace por ese medio. En otros trabajos toman sobornos, con esos sobornos se construyen casas y se compran campos. En nuestro comercio no hay sobornos, pero hay otros métodos: por ejemplo, compras una mercancía por un rublo y en el libro pones que costó un rublo y medio. Así hacen muchos. Pregunta a todos esos millonarios qué fue lo que los hizo millonarios. ¿El salario? ¿El trabajo? A lo mejor te dicen que fue el esfuerzo y la honestidad, pero eso no siempre es cierto. Me consta que a veces el propio trabajo lleva a la gente más a morir de hambre que a estar satisfecha con la vida. Sé y demostraré que puedo tan bien como los demás beneficiarme a costa del prójimo. ¡Vamos, no te apoques, Avdéi! ¡No te sometas a nada, desprecia todas las circunstancias y aprovéchate de la estupidez de la gente, que el mundo está lleno de gente estúpida!

Pero esas enseñanzas no podían ser de provecho alguno para Avdéi. Su carácter ya estaba formado, mejor dicho, aplastado por las circunstancias de la “vacante”, y su alma ya no era capaz de esa energía y elasticidad propias de las personas de férrea naturaleza. Ya era débil de cuerpo, espíritu, pensamiento e imaginación. No podía obligarse a ver algo bueno en el mundo o a esperar algo aceptable para sí mismo. Después de las vanas tentativas de sacar a su madre y a su hermana, a quienes amaba con toda la ternura de su alma buena y sincera, de las garras de la pobreza que las obligaba a desempeñar un trabajo insufrible, llegó a la desoladora convicción de que ni para él ni para sus seres queridos había en este mundo sucio, sofisticado y corrompido ninguna vacante decente. Y esa convicción lo oprimía en sueños, lo asustaba despierto, mataba su voluntad, desbarataba su imaginación.

Estaba tan seguro de que su destino estaba al margen de todos los intereses al alcance del género humano que no quería siquiera poner a prueba su fortuna, o, en su opinión, su vacante en la tentadora lotería organizada por cierta tienda del barrio de Kolomna. Se sorteaban, por un equivalente a mil rublos en plata divididos en mil billetes de un rublo, los siguientes bienes: vaca de Jolmogorsk 1; anillito de oro perteneciente, según la leyenda, a la reina Cleopatra 1; cama mecánica perfeccionada 1; Tratado sobre la virtud 2; (sobre las cifras que aquí se transcriben no se puede decir positivamente nada, pero cabe suponer que indicaban la cantidad de objetos sorteados, y en tal sentido el Tratado sobre la virtud podía entenderse como dos tomos o como dos ejemplares). Pero lo más importante en esa lotería era que, para acicatear en el “honorabilísimo público de Kolomna” el deseo de adquirir cuanto antes los billetes “remanentes” y para elevar ante sus ojos el valor del Tratado sobre la virtud, se añadió un premio equivalente a una décima parte de todo el monto: cien rublos en plata. De este modo, todo pecador que ganara el Tratado sobre la virtud gozaría de la inmejorable posibilidad de no pecar más en busca del dinero necesario para una vida virtuosa.

-¡Qué voy a ganar! –recusaba Avdéi las aseveraciones de Mijéi acerca de la posibilidad de ganar cien rublos arriesgando uno-. ¡Qué voy a ganar! –Y en esa negación resonaba una fe tan fatalista en la predeterminación de la desdicha que Mijéi, sin pararse a pensar en su propio capital, compró un billete de su bolsillo y, a la fuerza, en calidad de “sincero regalo”, lo puso en manos del pobre y desafortunado funcionario.

-A caballo regalado no se le miran los dientes –señaló Avdéi a Mijéi-, pero, de todos modos, es una lástima que hayas gastado el último rublo en una empresa tan fantasiosa.

-¿Y por qué fantasiosa? –replicó Mijéi-. He comprado este billete con el último dinero, ¿lo ves?, ahí hay una razón por la que puede esperarse que te sonría la fortuna. ¡Te lo juro! ¡Sin falta habrás de conocer la fortuna! Porque tú, por ti mismo… bueno, no hay por qué ofenderte: sin fortuna estarás perdido, ¡así que atrápala en la lotería!

“¡En efecto! ¿Por qué no habría de ganar algo en la lotería?”, pensaba Avdéi de regreso a casa y contemplando el billete… Y ese billete tenía una extraña particularidad que daba fundamento a la esperanza: su número era el seiscientos sesenta y seis, y ya se sabe que ese número posee un significado importante para un cristiano, ya que el número del anticristo expresado en letras suma seiscientos sesenta y seis.

-Sí, sería muy halagüeño ganar algo, sobre todo el Tratado sobre la virtud… La vaca también significa mucho, pero el Tratado sería mejor. ¡Dios mío! ¿Por qué no habría de conocer al menos en esta oportunidad qué es la fortuna? ¡Cien rublos! ¡Una suma considerable! Qué alegría les daría a mamita y a Natasha si, al regresar una vez a casa a la hora del almuerzo, pudiera decirles: “Aquí tienen cien rublos, no trabajen más, no se deslomen, tomen a una cocinera, cómprense…”. ¡Qué no compraríamos con cien rublos! ¡Se puede comprar muchas cosas con cien rublos!

Así fantaseaba Avdéi todas las noches en su casa, mientras su madre y su hermana, ocupadas en la costura, no notaban ningún cambio especial en él. Primero quiso compartir con ellas sus fantásticos planes y esperanzas, pero, tras pensarlo mejor, decidió que no debía jactarse de antemano… “Si gano, les daré una alegría inesperada, y si… si no –se decía con un pesado suspiro- solo yo sabré y me lamentaré de mi mala suerte”.

Faltaban dos semanas para el sorteo. Avdéi, que primero rechazaba toda idea sobre la posibilidad de ganar, poco a poco se fue entregando al quimérico sueño de que, a lo mejor, la suerte estaría de su lado y podría alzarse… ¡al menos con algo! En particular, su corazón palpitaba de deseo por esos cien rublos… En verdad, hasta ese momento nunca había pensado ni se había atrevido a pensar en el hecho de poseer una suma tan terrible, pero ahora la posibilidad lógica de ganarla sofocaba más y más, con el correr de los días, la agobiante falta de fe en la fortuna, en la suerte, en la vacante, a la vez que despertaba y alimentaba una esperanza vivificante.

¿Quién no tiene esperanzas? ¿A quién no le sirve tener esperanzas? ¿Quién, sumido en la más terrible desesperación, no juzgó felices aquellos días en los que abrigaba su engañosa esperanza? Avdéi también, al igual que tantos desgraciados, pudo tejer durante dos semanas la felicidad más perfecta a partir de la trivial esperanza de ganar cien rublos… ¡Y al parecer, dos semanas de felicidad, desde todo punto de vista, bien valen cien rublos! Pero he aquí que la desdicha residía en la propia felicidad: Avdéi, por naturaleza susceptible, sensible, impresionable, carecía de la elasticidad moral necesaria para sobreponerse no solo a las circunstancias malas, sino también a las buenas y auspiciosas. Así como antes la desesperación por no encontrar vacante en ningún sitio embargaba su alma de una angustia nefasta y perniciosa, ahora la esperanza de que al fin atraparía esa vacante inalcanzable en la lotería remontaba su imaginación a las sublimes esferas de una beatitud sobrehumana. Y esa esperanza se iba convirtiendo hora tras hora en una certidumbre fatalista.

Todo lo que en el mundo hay de bello y alegre, todo aquello hacia donde tienden los suspiros, deseos y esfuerzos de los mártires, para Avdéi se expresaba en el abstracto concepto de los cien rublos en plata, y estos rublos asumían la luminosa imagen de un bienestar absoluto desconocido por cualquier funcionario de Petersburgo, descendido directamente del cielo, y que regala al elegido, para el resto de su vida, todos los bienes de este mundo.

En este estado de felicidad Avdéi se puso a confeccionar la lista de productos en los que pensaba gastar los cien rublos en plata luego del inevitable golpe de suerte. ¡Pero era difícil calcular y valorar todos los bienes que podían comprarse con cien rublos! Tras una hora, solo había escrito lo siguiente: “Gafas nuevas para mamita, 2 rublos; sombrero nuevo para Natasha, no se sabe; saco nuevo también para ella, no se sabe…”. Nada más pudo ocurrírsele, ya que no conocía las venturosas mercaderías que se vendían en Gostini Dvor ni sus precios exorbitantes. Después Avdéi quedó pensativo e intentó recordar sus propias necesidades. “Pero ¿qué necesidades tengo yo? –dijo tras larga reflexión-. Solo tengo una: hacer felices a mi madre y a mi hermana… Madrecita, aquí tiene cien rublos: sean felices… como lo soy yo”.

Y llegó el día del sorteo. De pronto Avdéi experimentó un cambio extraño; cuando faltaban pocas horas para la realización de sus sueños, perdió el ánimo y se desconcertó. Los sueños dorados fueron reemplazados por un presentimiento abrumador, ya que aquellos no eran más que sueños dorados. ¡Cuánto tormento, cuánta desesperación palpitaba en ese presentimiento! “No –pensó-. No ganaré. ¡Qué voy a ganar yo! ¡Qué voy a ser yo el único afortunado de entre mil! ¡Solo me he dejado engañar por ensueños!” Pero ese rapto de lucidez no aliviaba la penosa angustia que gravitaba sobre su alma en el mismo momento en que debía resolverse la suerte del billete número seiscientos sesenta y seis, la suerte del Tratado sobre la virtud.

En vano admitía incluso la posibilidad de ganar para intentar sosegarse. ¡No! En ese instante fatal, en el momento del desenlace, no podía obligarse a creer en ninguna de las dos alternativas; se hallaba bajo el mortal influjo de la incertidumbre y el angustiante deseo de ganar los cien rublos.

Cuando los contables acabaron su jornada y se disponían a retirarse a sus casas, Mijéi le recordó a Avdéi que fuera a Kolomna para verificar si no había ganado algo.

-¡Qué voy a ganar! –respondió Avdéi.

Pero, al salir a la calle, se encaminó sin pensar a Kolomna, al sitio de la fatal lotería.

-¿Para qué voy? –se decía a sí mismo-. No hay motivo alguno para ir. ¡Allí ya alguien habrá ganado en mi ausencia, ya se habrá hallado al afortunado! Para quien cien rublos no significan nada, ese seguro gana; a mí me harían sencillamente feliz, y no ganaré. Sobre mí está escrito que no tendré ni suerte ni vacante. ¡En verdad estoy yendo en vano! Hasta ahora, al menos, he imaginado qué pasaría si lograba ganar, pero ahora, en cuanto sepa que no he ganado, no podré siquiera imaginar. ¡No haré más que atormentarme en balde! Ya sé que no puedo ganar, pero, de todos modos, me dará mucha, mucha lástima. Mejor vuelvo a casa; por lo menos, podré fantasear una noche más con el paraíso. Y mañana iré a la lotería y que sea lo que Dios quiera…

Pero tan pronto como Avdéi se armó de resolución para regresar a casa e imaginarse una última noche como el dichoso ganador de los cien rublos y el comprador de gafas nuevas, sombrero nuevo y saco nuevo, se encontró a las puertas del edificio donde se había realizado el sorteo. La muchedumbre, unas doscientas personas, se dispersaba y, para aligerar su decepción, recurría a bromas ingeniosas sobre la vaca, el anillito, la cama mecánica y el Tratado sobre la virtud con su tan mentado premio. Avdéi ya no podía volverse, pero, carcomido por la incertidumbre, el deseo y la desesperación, tampoco podía decidirse a averiguar la suerte de su billete. Se detuvo a las puertas del edificio, presa de un amargo pensamiento. Por los entrecortados comentarios de la muchedumbre comprendió que la vaca le había tocado a un estudiante que pretendía el anillito, el anillito a cierto consejero que había comprado diez billetes con el único fin de ganar la vaca; la cama mecánica perfeccionada la ganó un tendero al por menor que también anhelaba la vaca o, por lo menos, el Tratado sobre la virtud; Avdéi, desolado, no alcanzó a oír quién se había llevado el Tratado.

-¡Que así sea, entraré y preguntaré! –dijo Avdéi lanzando un suspiro-. ¡Qué lástima! He sido feliz dos semanas, y ahora… ¡Si hubieran esperado una semanita más! Quizás habría sido para mejor, ¿no?… ¡Iré!… Pero ¿para qué ir? Sé que no he ganado, pero, de todos modos, confirmarlo con los propios ojos da horror. ¿Y si he ganado? ¿Qué pasa si he ganado? ¿Iré, me enteraré de que he ganado y de pronto tendré cien rublos? ¡Oh! ¡Qué horror!

Avdéi ingresó en la tienda pálido y temblando. Allí vio, además de a quienes habían organizado el sorteo, a las tres personas ganadoras de la vaca, el anillito y la cama mecánica.

-Permítame preguntar qué pasó con mi número –dijo Avdéi al dependiente, temblando de la emoción.

-¿Qué número tiene?

-¿Yo, señor?… ¡Sí, yo tengo un número!

-¿Y cuál es ese número? Eso es lo que le pregunto.

-¡Ah, sí! Tengo el seiscientos… seisise… sisise… aquí tiene…

El pobre Avdéi era presa de la fiebre; temblaba tanto que ni siquiera podía decir su número. Tendió el billete, lo dejó caer y, sin levantarlo, miró a los presentes con ojos turbios.

El dueño de los objetos sorteados levantó el billete y dijo:

-Número seiscientos sesenta y seis… ¡justo el número de la suerte! Usted, muy señor mío, ha ganado el Tratado sobre la virtud y el premio adicional, cien rublos en plata. ¡Sírvase retirarlos!

Avdéi se tambaleó; sus ojos arrojaron chispas, sus oídos tintinearon como miles de campanillas.

-¿Qué? –dijo mirándose las puntas de las botas.

-¡Usted, señor, ha ganado los cien rublos en plata!

-¡Cien rublos! –exclamó Avdéi, echándose a reír y golpeándose la frente con tanta violencia como si quisiera sacar de allí el resto de sensatez-. ¡Cien rublos! ¡Ya comprendo!

Y rompió en una carcajada terrible y antinatural…

-¿Qué le pasa? ¿Qué le pasa? –exclamaron al unísono los sorprendidos y asustados espectadores de esa escena.

-Nada –repuso Avdéi con una sonrisa-. ¡No se preocupen, no es nada! He ganado cien rublos… sí, he ganado, he ganado cien rublos… Gafas… sombrero… saco… ¡Cien rublos!

Y empezó a retroceder hacia la puerta, dando saltitos y diciendo sin cesar:

-¡Cien rublos!

Los espectadores, perplejos ante la extrañeza del episodio, siguieron con la vista y en silencio a Avdéi, el cual, al verse en la calle, echó a correr de costado, cual caballo de refuerzo, con la cabeza inclinada hacia un lado y exclamando:

-¡Cien rublos! ¡Cien rublos!… ¡Madrecita!… Cien rublos… ¡Natasha! ¡Gafas nuevas! Cien rublos… Sombrero nuevo… Cien rublos…

En ese momento Mijéi, curioso por saber si el pobre funcionario había tenido en efecto la suerte de ganar al menos la cama mecánica, caminaba por la avenida Ekateringofski en dirección a Kolomna… De pronto vio el espectáculo descrito: Avdéi corriendo a los saltos y sin dar señales de fatiga, como un caballo de raza viatka, seguido por unos chiquillos y, tras estos, tres centinelas.

-¡Cien rublos! ¡He ganado cien rublos! –gritaba Avdéi, y, al doblar la esquina, desapareció de la vista de Mijéi y de sus perseguidores.

***

Por el camino de Peterhof, a once kilómetros de la dignísima ciudad de San Petersburgo, hay un rinconcito donde hace mucho ha hallado refugio la felicidad suprema, un rinconcito donde no penetran ni la poesía ni los rublos, donde no hay amigos ni loterías, donde cada habitante está satisfecho consigo mismo y, contemplando la visión de otro mundo inexplicable, pasa la vida sin sentirla. Este rinconcito feliz se llama “Hospital de todos los afligidos”[1].

Allí se dirigió Mijéi, amargado y compungido por la suerte de su compañero y con la esperanza de que la maestría de los médicos pronto ayudaría al pobre Avdéi a salir del estado de exaltación provocado por el fatal premio.

Pero imaginen, ¡oh almas piadosas!, la desesperación de Mijéi y la fatua broma del destino que siempre persiguió a Avdéi: el doctor principal, tras escuchar el relato de Mijéi acerca del motivo de su visita, respondió con calma:

Está bien, pero para su paciente, en este manicomio, no hay lugar vacante!…

Notas

[1] Primer hospital de Rusia especializado en el tratamiento de enfermedades mentales. Inaugurado en 1832, su nombre es un homenaje al ícono de la Virgen “Madre de Dios Alegría de Todos los Afligidos”. [N. del T.]

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