Cartas artísticas. Moscú y Petersburgo

Aleksandr N. Benois

Traducción: Florencia García Brunelli

El vellocino de oro es una revista extraña. No puede establecerse de ningún modo, no puede adoptar de ningún modo un tono verdadero y sostenerlo. La dirige la juventud moscovita con el estrambótico de N. P. Riabushinski al frente, y quieren ser, cueste lo que les cueste, los más extremos, los más osados en toda la vida rusa. Pero, por otro lado, los cautiva la idea de rivalizar con la difunta Mundo del arte y aspiran a un gran enciclopedismo, se apasionan tanto por la historia como por la filosofía e intentan establecer puntos de vista absolutos.

Esta inclusión de elementos heterogéneos aumentaría la importancia de la publicación si estos elementos no polemizaran y lucharan en sus mismas páginas. Pero precisamente la redacción de El vellocino de oro carece de esa enorme habilidad que se exige para orientar la publicación de las “academias de todas las artes libres”. La redacción no puede de ningún modo lidiar con los empleados y maniobra tan torpemente que con cada giro encalla o se golpea con una piedra. Se ha establecido incluso un orden de cosas tal que todos los años abandonan el equipo algunas personas, a veces solas, a veces en grupos enteros.

Ahora sucedió lo mismo, pero en dimensiones extraordinarias. Del equipo se fueron casi todos los pintores petersburgueses y algunos moscovitas (Serov, Bakst, Benois, Bilibin, K. Sómov, Dobuzhinski, Ostroúmova, Lanseré y otros), y se dice que con ellos se irán también algunos literatos. Motivó esto un breve artículo sobre las exposiciones de un tal M. L., quien dejó ver una ignorancia que compromete por completo a los directores de la revista y que a todos los asuntos les impone un matiz vandálico.

De antemano podemos estar seguros de que esta lección no servirá al beneficio de El vellocino de oro. La redacción juzgará la salida de los empleados como consecuencia de ofensas personales a la crítica, defenderá la independencia de su opinión, se quejará de la dificultad asociada con el anuncio de “la verdad a los ojos” y, como de costumbre, se cegará con su propia osadía y expresará su desprecio a los desertores. Por suerte, El vellocino de oro no debe hacer caso a la opinión pública. Se edita con el dinero inagotable de un diletante caprichoso que pertenece a la distinguida clase de los comerciantes y que hace todo lo que “su pierna izquierda quiere”.[1] Pero el círculo de pintores que conforman la redacción representa un templo pagano en el que todos, alternativamente, se inciensan unos a otros y en el que la egolatría y la autoafirmación se encuentran elevadas a dogma. El círculo no tiene relación con el resto del mundo cultural, y todos las relaciones con quienes no pertenecen al cenáculo han tenido hasta ahora un carácter exclusivamente práctico.

Todo esto es lamentable: desde la muerte de Mundo del arte se siente la necesidad de un centro espiritual para la vida artística rusa. Todos los años crece el caos; la confusión se vuelve cada vez más desoladora. A la diferencia de principios (que suele ser más bien el motor del arte) se suman las más tontas discusiones y problemas personales. Las agrupaciones se conforman no por afinidad de objetivos, sino por simpatías personales y por toda suerte de cálculos. Cada vez se siente más la necesidad de una “academia”, pero no de una academia que promulgue fórmulas eternas, sino una que desempeñe el papel de centro contenedor en nuestro organismo artístico. Se necesita una determinada voluntad colectiva, una tendencia, un estilo determinado.

Voloshin, creo, llamó al grupo central de Mundo del arte “una academia ideal”. Si fue ideal, nos resulta difícil juzgarlo, pues fuimos parte de ella. Pero su superioridad frente la osada libertad de El vellocino de oro es evidente, e igual de evidente es la necesidad de crear en nuestro tiempo una academia semejante. Esto es necesario para fortalecer la autoridad del arte ruso, devaluado ante la opinión pública, así como para el propio desarrollo del arte ruso. Es hora de poner fin al vagabundeo diletante y de nuevo buscar objetivos, superar las tormentas que entorpecen el pensamiento para poder así encontrar algún camino.

Yo creo que semejante “academia” puede surgir nuevamente solo en Petersburgo. Moscú es más rica que nosotros por sus fuerzas vitales, es más poderosa, más bella, siempre suministrará al arte ruso los mejores talentos, es capaz de formar caracteres particulares, puramente rusos, de dejar que se extiendan hasta límites extraordinarios las audacias del pensamiento ruso. Pero a Moscú le es ajeno el espíritu de disciplina, y quedarse en Moscú es peligroso y nocivo para un talento en desarrollo. “La misericordia de Dios” sacó a Dostoievski de Moscú y no dejó que Pushkin y Tolstói se asentaran en ella. Una malvada fatalidad o una necesidad incomprensible fueron las que prepararon la tumba de Gógol en Moscú y retuvieron en ella, por un tiempo demasiado largo, a Súrikov y a Vrúbel.

Moscú es la feria permanente de Rusia. Cada vez que voy a Moscú, los primeros días me parece que alrededor reina el gemido ensordecedor del comercio. Se dice que Moscú es una viejita dormida por su antigüedad, que es una gran aldea. Es una impresión mentirosa, puramente superficial. En efecto, por sus calles enrevesadas y enmarañadas hay menos tránsito; en sus plazas, menos gente; en ciertos lugares, Moscú parece directamente un rincón perdido y desolado. Pero, en realidad, en todas partes, incluso tras las paredes menos atractivas, por las calles más serenas y somnolientas, el trabajo bulle y los capitales crecen y aumentan.

¿Dónde se refleja realmente el provincialismo de Moscú? En un espíritu de círculo sumamente desarrolado. En Moscú “todos” se conocen. Pero esto es solo gracias a que “todos” son muy pocos. En ninguna parte los intelectuales se sienten tan desarraigados y aislados como en Moscú. Millonarios en Moscú hay cuantos quieras, pero pintores, literatos y músicos hay muy, muy pocos, y siempre se ven entre ellos. No hace falta ir a visitar a “todos” en Moscú; solo hace falta ir a cualquier reunión o concierto, y allí seguro encontrarás a “todos”.

Estos “todos” moscovitas tienen grandes ventajas sobre los “todos” petersburgueses. Se alimentan en especial del aire vivificante de Moscú. En comparación con los petersburgueses, son más audaces, más brillantes y, por qué no, más saludables. Pero la desgracia es que siempre se cocinan en su propio jugo, que son pocos en general y que esta pequeña cantidad, aislada de las grandes masas de la sociedad, está fragmentada en una serie de círculos hostiles que se miran de reojo unos a otros y sospechan toda suerte de intrigas y vilezas. Solo basta con leer la polémica entre las revistas progresistas de Moscú para convencerse de ello.

Por el contrario, Petersburgo es lúgubre, silencioso, reservado y correcto. Predispone a una individualización y autodeterminación extremas, y al mismo tiempo (sobre todo en comparación con Moscú) vive en él cierto europeísmo, cierta inclinación por la vida social. Moscú está dotada de brillo y originalidad, es arrogante e injusta, emprendedora y astuta. Petersburgo está dotado de un espíritu metódico y de justicia; es modesto, digno, respeta la opinión ajena, intenta conciliar. Puede que esto sea por el frío y el mal tiempo, pero más bien es por el hecho de que el fundador le transmitió su inmensa e inextinguible sed de cultura, porque la ciudad de Pedro tiene que desempeñar ese papel en la historia rusa, servirle de rienda y de timón. El papel es ingrato e ineficaz, pero posee una severa grandeza.

Yo amo Petersburgo precisamente porque siento en ella, en su suelo, en su aire, una fuerza grande y severa, una gran predeterminación. Al llegar a Petersburgo, el moscovita primero se siente turbado: hacia él parecen dirigirse innumerables miradas de control, como si estuviera sentado en un pupitre. Por eso el moscovita odia Petersburgo: para quien es talentoso, brillante, desenfrenado, huele a campo y ama la libertad, Petersburgo es pesado y aburrido. Mejor huir cuanto antes, largarse e instalarse de nuevo en la antigua capital, vengar las humillaciones recibidas con torrentes de burlas, con una crítica cruel y despiadada.

Por el contrario, si de algo peca el petersburgués, es de la falta de obcecación; de alguna manera lo educan desde chico con poco respeto hacia sí mismo, hacia sus fuerzas. “Eres un extraño para la Rusia de hoy, ¿dónde dirás una palabra nueva?”: esta es la bienvenida que escuchamos constantemente. Hemos pasado por una dura escuela de modestia y hemos aprendido a ser severos con nosotros mismos hasta la sequedad. Pero, gracias a ello, incluso en nuestra época de desorden la cultura petersburguesa se sostiene, es capaz de defender algo, intenta conciliar aquello, construir lo otro; desea moderar las sobrevaloraciones, hacer un balance.

Y si llega a haber una nueva “academia de las artes rusa” (no esa falsa que se celebra en vano en el magnífico templo Ekaterinski, sino una academia viva y verdadera); si llega a haber un lugar semejante en las artes rusas, adonde todos llevaran sus ofrendas, donde todos buscaran en conjunto las respuestas a cuestiones difíciles, donde se crearan valores, se profirieran verdaderas anatemas a los herejes; si llega a haber un santuario de Apolo semejante en Rusia –y tiene que haberlo–, entonces, desde luego, su lugar no está en la talentosa, pero ignorante y desmañada Moscú, sino en el inteligente, instruido y armonioso Petersburgo.

El mundo del arte tiene que renacer en las orillas del Nevá (otra cuestión es si lo hace en forma de revista o en otro formato). Y El vellocino de oro puede continuar con sus inconsistencias, sus caprichos y travesuras para el deleite de sus editores, pero sin ningún provecho para la cultura de Rusia. Petersburgo, quizás, no se dejará arrastrar, no se arrojará de cabeza en una u otra corriente, no elevará a semidioses a los primeros valientes que se presenten, no abatirá en un arrebato de cólera a quienes hasta hace poco eran ídolos y no comenzará a ir de un extremo al otro. Pero Petersburgo sabrá siempre desentrañar el auténtico talento, dirigirlo hacia un desarrollo sensato, sin inhibir su originalidad.

¿Acaso no se instalará en nuestra ciudad esta “academia” viva y completamente moderna?, ¿no se encontrarán para ello capitales y fuerzas?, ¿se perderá en vano toda esta posibilidad? ¿Acaso de aquí en adelante nuestro inmenso Estado expresará sus ideas artísticas, su gusto y sus pasiones en alguna pobre imitación de la célebre revista de Diáguilev («En el mundo del arte» de Kiev) y en algún inquieto y superficial órgano que deba su existencia a la benevolencia N. P. Riabushinski? ¿O somos tan “miserables de espíritu”?

1909

Notas

[1] De la comedia El pecado y el dolor son comunes a todos (1863) de A. N. Ostrovski. Frase del comerciante Kuritsin (acto 2, cuadro 1, escena 2): “Solía suceder que entre nosotros, entre conocidos o familiares, se ponían a discutir quién tenía la esposa más cortés. Llevaba a todos a mi casa, me sentaba en un banco, extendía así el pie y le decía a mi esposa: ‘¿Qué desea mi pie?’. Y ella entendía, porque estaba educada para eso, y bueno, en seguida a mis pies”. La famosa “pierna izquierda” apareció más tarde como una acentuación de la imagen. La frase es un símbolo de despotismo extremo, de coraje de comerciante (irónico). (N. de la T.).

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