Eugenio López Arriazu
Las operaciones de Gueorgui Gospodínov sobre Jorge Luis Borges son uno de los mejores ejemplos de cómo construirse un precursor sin convertirse en epígono. Nadie más borgiano que Gospodínov. Ni menos. Quien busque lo borgiano en el estilo más que en la funcionalidad, no podrá encontrarlo. Por ejemplo, Rumen Stoianov, uno de los primeros traductores de Borges al búlgaro, considera que no hay autores borgianos en Bulgaria. Para Stoianov, la marca distintiva de lo borgiano es la erudición. En su razonamiento, el escritor búlgaro tiene pereza de cultivarse, por ende:
En la narrativa no noto influencia tangible y favorable alguna: nos espanta el precio que inevitablemente requiere. Pero sin pagar no llegaremos a ser unos seguidores borgianos de pleno valor. Somos admiradores/lectores ardientes suyos, investigadores tímidos (¿acaso existe un libro dedicado al argentino que sea escrito por un búlgaro?) y aquí nos quedamos en blanco. La misma declaración infeliz tenemos que brindar acerca de los grandes eruditos Octavio Paz y Alejo Carpentier: nuestras escrituritas son demasiado humildes, magras, pretendemos cazar monos con espárragos, apostamos como agarrados, jugamos al por menor, nos faltan ganas de expansión (Stoianov, 2024).
Sin embargo, la impronta de Borges recorre toda la obra de Gospodínov, desde el “manifiesto” del primer relato de su primera colección de cuentos, pasando por el minotauro y los laberintos de Física de la tristeza, hasta el juego de dobles que estructura fuertemente sus tres novelas.[1]
En lo que sigue, nos centraremos en “La octava noche”, el cuento “manifiesto” arriba mencionado. Es su puntapié inicial, en el que Gospodínov apela a Borges para construir su obra. Lo hace como un ingeniero hidráulico, aprovechando la fuerza y frescura con que el argentino irrumpe en la literatura búlgara tras la caída del sistema socialista, pero para canalizarlo y reconducirlo a sus propios riegos.[2]
“La octava noche” –incluido en este dossier–, es uno de los primeros relatos publicados por Gospodínov, ya en la década de 1990 en la revista Vitamin B, y luego editado en el volumen Y otras historias en 2001.[3] El cuento se llama “La octava noche” en alusión a Siete noches, el ciclo de siete charlas dadas por Borges en el teatro Coliseo de Buenos Aires, en 1977, y editadas en 1980. Gospodínov lee la séptima noche, titulada “La ceguera”, en la traducción búlgara de Rumen Stoianov, de 1994 (la cita de Borges en el cuento es la cita de la traducción de Stoianov). Forma parte de una antología titulada Historia de la eternidad; Ensayos y relatos (Sofía: Paradox), que compendia en trescientas quince páginas trece ensayos de Discusión, tres cuentos de Historia universal de la infamia, siete ensayos de Historia de la eternidad, dos cuentos de Ficciones, dieciocho ensayos de Otras inquisiciones, cinco textos de El hacedor y, junto con “La ceguera” de Siete noches, la segunda de las charlas, “La pesadilla”.
Gospodínov, como si completara el ciclo borgiano, agregará la sordera como tema. Más que un comentario a las Siete noches en su conjunto, lo es sobre la séptima (Gospodínov no disponía todavía de todas las conferencias). Pero la elección no es casual. Dada la importancia de cierre de “La ceguera”, “La octava noche” se postula contra uno de los procedimientos centrales del Borges ya ciego para construir su figura de autor. ¿Qué manifiesta la sordera? La deconstrucción del universo borgiano. Veamos primero tal universo.
Borges comienza su conferencia refiriéndose a su “modesta ceguera personal” (IV 175). Señala que es modesta, “en primer término”, porque no es total. Queda olvidado en el fluir de la charla el segundo término, que aparece indirectamente hacia el final como justificación de la inclusión de su caso entre muchos célebres:
algunos tan ilustres que me da vergüenza haber hablado de mi caso personal; salvo por el hecho de que la gente siempre espera confidencias y yo no tengo por qué negarle las mías. Aunque, desde luego, parece absurdo poner mi nombre junto a los nombres que he tenido ocasión de recordar (IV 184).
Por supuesto, la modestia es retórica, así como es retórica la autoinclusión del autor en una serie prestigiosa. Borges realiza aquí un puñado de operaciones a la luz de las cuales quiere que se lea retrospectivamente su obra: primero, reafirma las estrategias del valor y del linaje personal que viene desarrollando desde su juventud; segundo, se ubica a sí mismo en un linaje literario clásico; tercero, construye una imagen de autor poeta (más que prosista) basada en una supuesta relación esencial entre la poesía y la ceguera; y cuarto, postula una ética y misión del artista, que, sin perder su albedrío, está aun así ligada indirectamente a la noción de destino.
Los corajudos gauchos, malevos y caudillos de Borges despliegan sin duda un valor que su autor admira. En su vida personal de escritor, donde las aventuras del cuchillo quedan reducidas a las poco espectaculares aventuras de la pluma, Borges hace, sin embargo, de este valor un sello personal. Reconocerle este estoicismo no quita que también lo utilizara consciente y estratégicamente para cimentar su figura autoral. Ya veinte años antes, en 1960, había declarado en su “Poema de los dones”:
Nadie rebaje a lágrima o reproche
Esta declaración de la maestría
De Dios, que con magnífica ironía
Me dio a la vez los libros y la noche.
(En El hacedor, II 403)
Ahora, veinte años después, reafirma la estrategia citando su propio poema en “La ceguera”, y vincula su estoicismo con el linaje familiar:
En todo caso estoy hablando en mi nombre y en nombre de mi padre y de mi abuela, que murieron ciegos; ciegos, sonrientes y valerosos, como yo también espero morir. Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo), pero no se hereda el valor. Sé que fueron valientes (IV 175).
Junto al linaje familiar, vendrá el literario. Por un lado, Borges se pone en la serie de los escritores ciegos que fueron, como él, directores de la Biblioteca Nacional: Paul Groussac, ya homenajeado en el “Poema de los dones” (quien “fue más valiente que yo; guardó silencio”, IV 177) y José Mármol, a quien ensalza para que funcione el trío: “Haber legado la imagen de una época a un país no es escasa gloria; ojalá yo pudiera contar con una parecida” (IV 177).
Sigue entonces Borges construyendo su fama. Su estoicismo ancla en una paradoja admirable. Ante la idea de Rudolf Steiner de que “cuando algo concluye, debemos pensar que algo comienza”, Borges se dice: “Ya que he perdido el querido mundo de las apariencias, debo crear otra cosa: debo crear el futuro”. Y nos cuenta de sus comienzos en el estudio del anglosajón, cuando les propone a un grupo de alumnas “empezar por los orígenes” (IV 178). ¿De qué origen habla Borges? La primera impresión es que se refiere a los de la literatura inglesa, ya que esto ocurre en el marco de sus clases de Literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires. Pero aquí linaje, valentía y literatura vuelven a ser inescindibles: “Pensé: he perdido el mundo visible pero ahora voy a recuperar otro, el mundo de mis lejanos mayores, aquellas tribus, aquellos hombres que atravesaron a remo los tempestuosos mares del Norte…” (IV 179). Borges lee con coraje (ya parcialmente ciego) a los valerosos anglosajones, valor del que surgen los libros que siguió escribiendo / dictando y la presente conferencia (“no permití que la ceguera me acobardara”, IV 180),
Como si los directores de la Biblioteca Nacional y su sangre anglosajona fueran poco precedente, Borges sigue construyendo un linaje simbólico. Los pasajes siguientes de la conferencia están destinados a Homero, quien no sabemos si existió, pero “a los griegos les gustaba imaginarlo ciego para insistir en el hecho de que la poesía es ante todo música, que la poesía es ante todo la lira, y que lo visual puede existir o no existir en un poeta”. Luego Milton, “cuya ceguera fue voluntaria” (¡sic!) y que siempre supo que “su destino sería literario”. Como el mismo Borges: “yo también, si es que puedo mencionarme. Siempre he sentido que mi destino era, ante todo, un destino literario” (IV 181). Consulten los lectores el comentario borgiano del arte y la ciega valentía de otros escritores ilustres, tales como Joyce, Boileau, Swift, Kant, Ruskin y George Moore y verán que todo sigue la misma línea de interpretación. El resultado es, como decíamos, un modelo de autor-poeta, más que prosista, cuyo ideal serían Demócrito de Abdera y Orígenes: “Demócrito de Abdera se arrancó los ojos en un jardín para que el espectáculo de la realidad exterior no lo distrajera; Orígenes se castró” (IV 183). Como si la imaginación del poeta, visionaria porque ciega, fuera la fuente de la realidad (última, más real) que Borges titula, irónica y prosaicamente, Ficciones, Artificios, etc.
Con respecto al cuarto punto indicado arriba, la ética y misión del artista, ya hemos notado que Borges liga su ceguera a la idea de destino, con el cual surgirá su misión. Al mismo tiempo, hay un halo místico (por lo tanto, no sujeto a refutaciones) que avalaría su propia idea de destino. El descubrimiento de que José Mármol también fuera ciego y director de la Biblioteca es la aparición del “número tres, que cierra las cosas. Dos es una mera coincidencia; tres, una confirmación. Una confirmación de orden ternario, una confirmación divina o teológica” (IV 177). Borges deja implícito el hecho (la confirmación) de que, si Mármol es el tercer descubrimiento, él, Jorge Luis Borges, es el tercer director… Luego, la lengua misma se hace mágica, porque el estudio del anglosajón no procede por los mecanismos lingüísticos de la sintaxis y la morfología, sino por el hallazgo de “talismanes”: “Recuerden ustedes que no sabíamos nada del idioma, que lo leíamos con lupa, que cada palabra era una suerte de talismán que recobrábamos” (IV 179). Es decir, Borges no aprende anglosajón, sino que “recobra” la lengua de sus mayores, latente aún en su memoria ancestral.
En el desenlace de la conferencia, confluyen magistralmente todas estas ideas que flotan en el manso río del discurso borgiano: destino divino, magia, imaginación, ceguera y coraje trasmutan (el verbo alquímico es de Borges) el padecimiento en un bien: como en el Poema de los dones, “la ceguera es un don” (IV 185). Borges dedicará los últimos cinco párrafos a caracterizarlo. La palabra que lo define repetidamente es “instrumento”. Pero Borges se corre subrepticiamente del lugar romántico que se esperaría: el poeta como médium. No, la ceguera es un instrumento que el escritor debe usar conscientemente para su tarea:
Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo esto le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo. Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la humillación, la desdicha, la discordia. Esas cosas nos fueron dadas para que las trasmutemos, para que hagamos de la miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo (IV 185).
Podemos imaginar el tronar de los aplausos al finalizar la conferencia. Fueron tan fuertes que, incluso casi veinte años más tarde y traducidos al búlgaro, dejaron sordo a Gospodínov.
Escribe entonces Gospodínov su “Octava noche”. El primer cambio es imperceptible e indeclarado, pero tan fuerte que afecta a toda la charla. Porque “La octava noche” ya no es una conferencia, sino un relato (en el que un narrador da un discurso de cierre a un seminario). Con él, Gospodínov pone en perspectiva el “cuento” de “La ceguera”. “A mí se me hace cuento tanta ceguera”, podría haber dicho el búlgaro parodiando al argentino.[4]
Gospodínov ve con claridad que Borges usa la ceguera para construirse una poética y una figura de autor. Tras citar la primera oración de la conferencia borgiana, el búlgaro comenta:
Así comenzaba el señor Jorge Luis su séptima conferencia nocturna, refiriéndose a su “modesta ceguera personal”. Este hombre demostró ser muy previsor al elegir la ceguera como tema de su séptima noche y, en mi opinión, como tema de todas sus noches previas y posteriores. La ceguera, señoras y señores, como ustedes mismos adivinarán, otorga muchas prerrogativas a quien hace uso de ella. Al contrario que la sordera, dicho sea desde la modestia de mi propia sordera personal y parcial, de la que les hablaré en esta octava y extraordinaria noche de nuestro seminario que felizmente está tocando a su fin (Gospodínov, 2024: 17).
Veamos cómo se opone la sordera a la ceguera. En primer lugar, Gospodínov también construye un linaje. Pero hay dos diferencias principales con el borgiano: no hay coraje ni serie literaria ilustre. Con cambios de narrador que señalan el entramado ficcional del texto, el cuento comienza refiriéndonos en tercera persona el caso de su bisabuelo, que quedó mudo y sordo por un susto. Un susto cómicamente trágico, pues tomó una oveja por un fantasma. El origen pastoril, concreto y alejado de cualquier locus amoenus, aleja también cualquier linaje literario. El miedo está tematizado expresamente como algo risible, en las antípodas de lo heroico: “De niño, esa historia siempre le hacía reír. Una oveja” (15).
En segundo lugar, la sordera es una desgracia expresamente ligada a un destino funesto que no nos otorga dones, sino irónicos castigos. Cuando el narrador se queda sordo, reflexiona:
Demasiado tarde comprendí que somos nosotros mismos los que, a lo largo de nuestra vida y con una insistencia inexplicable, reclamamos las desgracias que el destino (o el nombre que ustedes quieran dar a esa instancia) nos concede en su infinita generosidad (17).
A diferencia del misterioso y donador destino borgiano, la realidad extrahumana es en Gospodínov indiferente a lo moral: “Dios escucha todas nuestras súplicas, aunque rara vez distingue entre el bien y el mal” (18). La sordera, en última instancia, es una falla comunicativa que se opone al vate poético. El sordo apelará a la vista para leer los labios, pero qué horror… La vista no puede captar los sonidos de la ka y de la jota y el ojo y el oído (oко /oko/ es ojo y ухо /ujo/ son ojo y oído respectivamente en búlgaro) se confunden irremediablemente: “око-ухо, охо или уко”, “Un ojo-oído, un odo o un ojido” (21).
Tercero, la sordera es reina de un universo caído, donde la mística y la teología se reducen a la superchería. La desesperación de la sordera progresiva lleva al narrador a comprobar primero la ineficacia talismánica de las palabras científicas: “al parecer, la energía fonológica de aquellos nombres no era suficiente” (19), luego a intentar la cura en el acervo libresco y popular de la superchería:
Entonces recurrí a denominaciones más exóticas, alternativas a las susodichas, como ginseng con jalea real de las montañas de China septentrional, mumiya de Mongolia, aceite de oliva griego calentado y cristales de incienso, hasta la boñiga de vaca reseca (calentada) tan familiar en mis latitudes geográficas. Me remonté al siglo XVII y, hurgando en un libro de remedios me topé con lo siguiente: Si el oído está gemebundo, majaunas hojitas tiernas de zarzamora, mézclalas con miel yaceite de oliva, calienta y añade unas gotas de manteca de oca…Y otro, aún más categórico:En caso de sordera: sangre de cabra y grasa de pato, las bates y las viertes en la oreja(19-20).
Es una posición antiépica y antimitológica. El minotauro y su laberinto, que Gospodínov desarrollará temáticamente en su Física de la tristeza, ya aparece reducido aquí a una dimensión humorística: “al inicio del laberinto membranoso, yacía, como el Minotauro, un caracol (cochlea), al que también había que sortear, sin matarlo, para acceder por fin al órgano de Corti que albergaba las células muertas del oído” (19).
Por último, los efectos de la sordera y el tratamiento de sus implicancias revelan en Gospodínov su propia poética:
De este modo, el oído, señores, da la espalda a la sociedad como un chulo cualquiera, como un dandy aburrido de la vida, como un romántico atenazado por la pena universal. Se cierra, señoras, como aquellos tulipanes que recogen su corola al atardecer y cuando hace mal tiempo. Esta abertura corporal se torna un escudo, un escudo blando y rosado, un corsé para nuestra paz interior (20).
No se trata, por supuesto, de que Gospodínov le dé la espalda al mundo “como un dandy aburrido de la vida, como un romántico atenazado”. Todo lo contrario, el oído, figurado aquí in extremis revela la naturaleza amenazante del mundo. Gospodínov la enfrenta en su obra, pero sin recurrir a las bellas ficciones que a ciegas lo rechazan. Gospodínov deconstruye todo romanticismo y le opone la duda, el grotesco, la mezcolanza y toda la irreverencia del humor. En este cómo de la literatura, aparecerán en su obra, y ya aquí en “La octava noche”, elementos que Borges destierra de la suya.
Aparecen los niños. Primero el niño que se ríe del bisabuelo, después los niños jugando al destino, finalmente los adultos como niños: “Señoras y señores, la enfermedad nos convierte en niños y nos hace correr detrás de cada cometa” (20).
Aparece el cuerpo. Contra la metafísica borgiana del sexo y la paternidad abominables, en la que la castración y la ceguera son de algún modo deseables, Gospodínov se sumerge en la anatomía y fisiología del cuerpo. La sordera es indeseable porque separa el mundo exterior del interior, interrumpe el flujo vital. El cuento vuelve a la tercera persona para su desenlace. El sordo, nos enteramos ahora, adopta un gato (en vez de un perro como los ciegos), pero desaparece. Luego,
Durante un tiempo, los vagabundos contaban horrorizados que un hombre con cabeza de gato —o, más bien, un enorme gato con cuerpo humano— deambulaba entre los contenedores de basura y en los sótanos. Pero nadie creyó esas historias y pronto todo cayó en el olvido (23).
El horror de la mutilación corporal, que nos expulsa de nuestras propias clasificaciones de lo humano, se vuelve simbólicamente un monstruo. Pero estos monstruos posmodernos se oponen a la metafísica borgeana solo para recordarnos nuestra realidad y el carácter artificial de nuestros monstruos. Después, deben desaparecer, pues ¿quién cree hoy en día en monstruos…?
Finalmente, aparecen la disonancia y la fealdad del mundo. Hacia el final del cuento, el narrador brinda una lista de sonidos que no quiere olvidar, “una lista de cosas que hay que oír”. La reproduzco íntegra:
Lluvia otoñal sobre huertos de manzanos.
La respiración de una pareja durante su primera noche.
El sonido de una sandía demasiado madura reventando.
El chorro de un hombre que orina.
El susurro de la seda al escurrirse.
El lánguido zumbido de las moscas en una casa de campo sobre las dos de la tarde.
El estertor del cerdo recién sacrificado ahogándose en su sangre.
El tintineo de una cucharita en una taza de porcelana con té de Ceilán.
El bostezo de mi padre antes de acostarse.
El siseo de una lagartija deslizándose entre las fresas.
El borboteo de una olla en una estufa de leña.
El rascar de un lápiz duro sobre la hoja de papel.
(21-22)
Nótese la mezcla de registros, la alternancia de lo bello y sutil con la orina, las moscas y “el estertor del cerdo recién sacrificado ahogándose en su sangre”. El mundo no es ni feo ni bello, sino ambas cosas al mismo tiempo. Pero solo a condición de redefinir el juicio estético, porque hay mucho estereotipo en la belleza y mucha belleza en la fealdad. Por eso, la poética de Gospodínov es, en última instancia, la aceptación artística del caos contra el orden, el fantástico posmoderno de los monstruos políticos contra el fantástico en vena trascendente.
Gospodínov es el más borgiano de los escritores búlgaros, consistentemente borgiano a lo largo de toda su obra. Desconfía, como Borges, de la naturaleza de la realidad y es borgiano en el abordaje de los discursos no como epifenómeno de lo real, sino como material circulante de la realidad misma. Los motivos borgianos del laberinto y el doble, que pululan en su obra, cumplen la misma función de cuestionar la naturaleza de la realidad y la relación entre sustancia y discurso. Sin embargo, Gospodínov se niega a postular un cierre trascendente. No hay dios detrás de Dios, sino el humor y el horror codo a codo. Como un auténtico discípulo, Gospodínov subvierte el planteo del maestro. En este mundo caído, ya no se trata de la desgracia de no poseer el don de la ceguera, sino de que este no existe. Hay que escribir desde otro lugar más humano, menos vate. Toda su obra posterior es la puesta en práctica de esta premisa inicial.
Bibliografía
Borges, J. L. (1992-1993) Obras completas. Barcelona: Círculo de lectores.
Gospodínov, G. (2024) Sobre el robo de historias y otras historias. Madrid: Impedimenta. Traducción de María Vútova.
Stoianov, R. (2024) “Borges o el hurgamiento”. En Eslavia N° 13, junio de 2024. Traducción de Kalina Ilieva, Ema Lenkova y Elitza Anguelova.
Господинов, Г. (2001) И други истории. Пловдив: Жанет-45. [Gospodínov, G. (2001) Y otras historias. Plovdiv: Janet-45]
[1] Las tres novelas son Una novela natural (1999), Física de la tristeza (2011) y El refugio del tiempo (2020), ganadora del Booker Prize 2023 y traducida al español como Las tempestálidas (Madrid: Fulgencio Pimentel, 2022). Cf. Mi artículo sobre su primera novela en Eslavia N° 6, diciembre 2020, https://eslavia.com.ar/la-historia-y-las-historias-una-novela-natural-de-g-gospodinov/
[2] “En esa época, no podíamos creer que se pudiera escribir como Borges”, me dijo Gospodínov en una charla tras la conferencia que dicté en la Universidad de Sofía en 2023 y que terminé con las notas que son las bases del presente artículo.
[3] Véase la reseña de la reciente edición española en este dossier Sobre el robo de historias y otros relatos.
[4] “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires”, declara Borges en su “Fundación mítica de Buenos Aires” (1929).