Nikolái A. Melgunov
Traducción: Alejandro Ariel González
Ningún Estado europeo, en relación con su centro, constituye un fenómeno similar al de Rusia. En Europa occidental la vida social se ha conformado de acuerdo con dos sistemas: la centralización, en la que todo se apoya en un único punto y se agrupa en torno a una única capital, como, por ejemplo, en Francia y, en parte, Inglaterra; la fragmentación, donde, en lugar de un centro, encontramos varios, cada uno de los cuales abarca cierto número de regiones y ciudades, como en el caso de Italia y Alemania. Cada uno de estos sistemas presenta sus obvios inconvenientes. Donde hay un centro, una capital -como, por ejemplo, en Francia-, la vida fluye a un único punto y debilita todos los restantes. Se sabe que París absorbe toda la actividad estatal, intelectual y espiritual de Francia. El deseo de París es el de toda la nación; la mayoría de las veces, esta no tiene elección: de buena o mala gana debe someterse sin apelar la decisión de su legisladora. Heine compara con ingenio todas las demás ciudades de Francia con postes de camino que se diferencian únicamente por la mayor o menor distancia respecto al centro. Es evidente que allí donde la vida se ha constituido de ese modo, la fuerza es también debilidad. A la unidad e integridad se han sacrificado la diversidad y todas las singularidades de la vida social. En el sistema opuesto encontramos el otro extremo. Allí la ausencia de un centro común redunda en formas de existencia más variadas y ricas en particularidades; allí la vida social, al no propender hacia un único centro, se derrama por doquier casi con idéntica fuerza. Ese solo hecho puede explicar toda la riqueza de la vida intelectual de Alemania y todas las grandes creaciones artísticas que cubren Italia. Pero, por otro lado, ¿qué explica la insignificancia política y la debilidad de estos dos países sino la ausencia de un centro vivo, en otras palabras, de una capital común a todos? Rusia constituye un fenómeno completamente distinto tanto en relación con el sistema centralizado en el sentido francés como con el fragmentario en el sentido italiano y alemán. La vida social rusa, desde tiempos inmemoriales, se ha conformado de tal manera que en ella no se encuentra ni una cabal fragmentación ni una cabal centralización. Por decirlo en términos matemáticos, no gira en círculo alrededor de un único centro o en muchos círculos alrededor de muchos centros, sino que describe una elipse al igual que los planetas del sistema solar, con la única diferencia de que, en lugar de dos focos ideales, tiene dos focos reales, dos capitales. Como consecuencia de una ley que se repite con bastante frecuencia en la historia, la capital norteña de Rusia siempre ha sido el centro de la vida civil, y la capital sureña, la de la actividad intelectual y espiritual. El norte, cual cabeza, ha representado el aspecto práctico y racional de la vida; el sur, por el contrario, ha representado el aspecto teórico e intelectual. En el inicio mismo de nuestra historia hallamos Veliki Nóvgorod y Kíev. No cabe duda de que el principio que subyace a la vida social de la Rusia originaria alcanzó su máximo desarrollo no en Kíev, sino en Nóvgorod. Por otra parte, no fue Nóvgorod, sino Kíev la que bautizó Rusia y fue la cuna de nuestra cultura. Kíev le dio a Rusia la religión y la cultura de Bizancio; Nóvgorod dio la Rússkaia pravda[1] y la legislación germano-escandinava. El período de los principados no acabó con el peso y la influencia de esos dos centros de la vida rusa, sino acaso solo los debilitó. Cuando surgió el principado de Moscú y esta ciudad venció a Nóvgorod, la vida civil, que durante un tiempo osciló entre Moscú y Vladímir, se concentró finalmente en Moscú; Kíev, al igual que antes, siguió siendo su centro intelectual y espiritual. Es cierto que en su actividad hubo una interrupción; permaneció como ciudad sagrada de la ortodoxia, pero dejó de ser por un tiempo una ciudad rusa; con la creación de los seminarios y posteriormente de las academias, sin embargo, Kíev recuperó su relevancia; la Hermandad de Kíev la convirtió nuevamente en centro y foco de la cultura rusa. En el último período del Zarato Ruso, así como después, en la primera mitad del siglo XVIII, Kíev envió a Rusia a grandes santos, predicadores y sabios, como lo había hecho tras la fundación del Monasterio Pecherski. Llegó para Rusia la época de las reformas; Pedro el Grande dirigió la mirada a Europa. Quiso a cualquier precio acercarse a ella, y no solo desde el punto de vista de las costumbres, sino también geográficamente. Señalemos de pasada que sin la derrota de Narva en 1700 quizás Petersburgo no habría sido fundada en 1703 y Pedro habría elegido como segunda capital Riga, ya entonces una ciudad importante, con puerto y a una distancia de Europa occidental que se ajustaba mejor a los propósitos del reformador. Como fuere, la nueva vida en la que ingresaba Rusia debía dar lugar a una nueva capital. Si fue el propio Pedro o uno de sus sucesores, según sugiere von Münnich, quien escogió finalmente Petersburgo como capital y residencia, es indistinto; lo fundamental es que se sentía la necesidad de un nuevo centro civil. Petersburgo venció a Moscú como centro de la administración estatal, pero también le otorgó otro valor. Le quitó la cabeza, pero le dejó el corazón. Moscú perdió su valor político, pero conservó el moral. Ese valor que le otorgó nuestra historia posterior ha sido reconocido no solo por los rusos, sino también, como ya ha sido indicado, por los extranjeros, a cuya cabeza se halla el genial conquistador de la modernidad. Deseando someter Rusia, él, de acuerdo con su táctica habitual, quiso golpearla en el mismo corazón, y solo a ese reconocimiento por parte de Napoleón de su valor popular debe Moscú el honor no solicitado de su memorable visita. Por otra parte, Moscú se convirtió respecto a Petersburgo en lo mismo que anteriormente Kíev era respecto a ella: el centro de la actividad intelectual y espiritual de Rusia. La fundación de la Academia Eslavo-Greco-Latina, y más tarde la de la Universidad de Moscú -la primera en Rusia-, hicieron de Moscú, hasta cierto punto, lo mismo que antes habían hecho de Kíev el Monasterio Pecherski y la Academia de esa ciudad. Desde entonces Moscú ha educado a la mayoría de nuestros principales escritores y hombres de Estado; envía a todos los rincones de Rusia, comenzando por Petersburgo, la flor de la juventud rusa, la mejor garantía del futuro del país. Desde hace un tiempo es habitual entre nosotros considerar Petersburgo representante de la vida europea y Moscú cuna de la vida popular. Señalaré que esa contraposición entre la vida popular y la europea es, a mi parecer, errónea; nosotros los rusos, al tenernos por uno de los pueblos europeos, no podemos, en rigor, contraponer nuestra vida popular al principio común europeo o, en otras palabras, cristiano. La experiencia ha demostrado que el pulso de la vida rusa late con más intensidad precisamente allí donde el principio europeo se reconoce y desarrolla más vigorosamente. Ese principio es en Moscú más autónomo que en cualquier otro sitio de Rusia; se desarrolla en ella no por espíritu de imitación, sino como consecuencia de una necesidad interna; no llega de fuera y no permanece en la superficie de la vida. Pero eso no hace sino demostrar hasta qué punto es esencial para nuestra vida popular la necesidad de cultura europea, qué vasta y flexible es la naturaleza rusa, insatisfecha con la anterior limitación y dispuesta a ampliar sus límites en función de una ley interna. ¿No fue acaso en Moscú donde se educó Lomonósov, ese primer y genuino representante ruso de la ciencia europea? ¿No fue acaso Moscú el campo de acción de Nikolái Novikov? ¿No transcurrió en ella la juventud de Karamzín, quien introdujo el elemento europeo y a la vez puramente ruso en nuestra lengua y literatura? ¿No fue desde ella desde donde Karamzín resistió a los eslavófilos petersburgueses y a la Academia Rusa de Petersburgo, que consideraba que la defensa del eslavo eclesiástico, que no comprendía del todo, era la defensa de todo lo patrio? Moscú, en la persona de los principales representantes de su actividad intelectual, ha demostrado que no distingue un principio auténticamente ruso de otro auténticamente europeo; lo ha demostrado ya por el hecho de que siempre se opuso a la impostura de adoptar ora el aspecto de exclusivo carácter popular, ora la máscara de exclusivo europeísmo.

La constante existencia en Rusia de dos centros, uno estatal o civil y el otro intelectual y espiritual, como hemos visto, es nuestro rasgo distintivo entre los Estados europeos. Diríase que en nuestra historia se han conciliado esos dos sistemas estatales de los que hablaba antes, y que la vida rusa ha dado con la fórmula en la que se resuelven los extremos de ambos sistemas y, a la vez, se equilibran sus ventajas y desventajas. Nosotros jamás hemos tenido un centro único que todo lo absorbe, ni tampoco esa fragmentación disgregadora, herencia del feudalismo y de las conquistas. Todos convendrán en que la relación de Roma con los Estados católicos no se asemeja en nada a la relación de Kíev con las demás ciudades de Europa y de Rusia; en que, por otro lado, la importancia de Oxford y Cambridge en Inglaterra o de Upsala en Suecia, por ejemplo, dista mucho de la que tenía Kíev durante el Zarato Ruso o de la que tiene Moscú en la actualidad. La relación de la antigua Kíev y de la actual Moscú con los centros estatales de Rusia recuerda más bien la de la mitad izquierda de París con la mitad derecha, es decir, la de la Sorbona y la universidad con el resto de la ciudad. Pero allí solo un río separa las esferas espiritual y civil de Francia; en Rusia estas dos esferas han estado separadas no solo por un vasto espacio, sino también por todas las singularidades del desarrollo local, por toda la polarización ocurrida en el decurso de la vida rusa. Nóvgorod y Kíev, Kíev y Moscú, Moscú y Petersburgo son dos polos bajo cuyo incesante influjo gira la historia rusa. Una ciudad es el complemento de la otra, y su mutua necesidad se pone particularmente de manifiesto en los momentos de ruptura, en los tiempos de cataclismos sociales. Kíev, sin dejar de ser para Rusia un foco de ilustración y de fe, no pudo, sin embargo, salvarla de la guerra intestina entre los principados y de la invasión tártara. La salvó Moscú. En 1612, por cierto, no fueron Kíev y su monasterio quienes salvaron la capital del Zarato Ruso, pero, no obstante, esta se salvó, entre otras cosas, gracias al segundo monasterio ruso, activo heredero del primero. El pulso de la vida rusa, que por un tiempo había dejado de latir en Moscú, latió vivamente entre los muros del monasterio de la Trinidad y San Sergio; la vida espiritual de Rusia, jamás ajena a su vida civil, despertó y restituyó esta última en el momento de su ruina. Siguiendo su llamado, y con el concurso de otras ciudades rusas, el pueblo ruso despertó de su temporaria inacción y se alzó por doquier en nombre de la causa popular, comenzando por Nizhni Nóvgorod. En 1812 Moscú fue alcanzada por otra desgracia; si hubiera estado sola, si no hubiera habido otra capital en la que el aparato estatal no dejó de funcionar, ¿quién sabe las calamidades que habría sufrido Rusia? Por entonces, el monasterio de la Trinidad y San Sergio ya carecía de fuerza para salvarla; además de la gran inmolación de Moscú, a Rusia la salvaron el espíritu popular, el ejército ruso y Petersburgo, que conservó intacta la administración del Estado…
El patriotismo local no lo conocemos; en cambio, para nosotros no hay nada más importante y supremo que la vida común e íntegra del pueblo ruso y del Estado ruso. Todo lo que ha sido creado por la historia, lo que no es fortuito, sino consecuencia necesaria del desarrollo social, es a nuestros ojos igualmente importante y respetable. Pero respetar por igual los fenómenos históricos no significa confundirlos. La brusca diferencia, y en gran medida la contraposición entre Petersburgo y Moscú salta a la vista de todos y ya en más de una ocasión ha servido de pretexto en nuestra literatura para comparaciones más o menos ingeniosas y sagaces. Es que determinar la importancia actual de Moscú no es posible sin antes determinar la diferencia entre ella y Petersburgo. Por eso nos permitiremos añadir unas palabras a lo que ya ha sido expresado por otros.
Quien conozca Ámsterdam y Berlín convendrá en que Petersburgo es la unión (solo que a gran escala) de esas dos ciudades. Una mitad recuerda la capital de Prusia; la otra, la capital de Holanda. Moscú no recuerda nada, solo se parece a sí misma. Eso ocurre porque Petersburgo es una ciudad hecha, mientras que Moscú se hizo por sí sola. Para persuadirse de esto último no es preciso recurrir a la historia; solo basta con mirar un mapa de la ciudad. Moscú constituye un cuerpo orgánico; su cuna coincide con su centro; alrededor de ese centro, el Kremlin, la historia trazó cuatro círculos más o menos exactos: Kitái-Górod, o la ciudad por excelencia; tras ella, separada por una muralla, sigue Bieli Górod, la cual, a su vez, está separada de Zemlianói por la amplia traza del bulevar; Zemlianói está rodeada por el llamado terraplén y por Sadóvoie, tras el cual siguen los arrabales de Moscú, cercados por un terraplén exterior. Así, en el vasto mar de la vida rusa el espíritu de la historia arrojó el Kremlin como una piedra a partir de la cual se extienden círculos concéntricos. Más aún: si del mapa de Moscú dirigimos la mirada al de la Rusia europea veremos que los círculos que rodean el Kremlin no se detienen en el contorno de la ciudad, sino que alrededor de él se dibujan nuevos círculos o coronas compuestas por ciudades, a 30, 60, 90, 180 y 360 kilómetros.
Diremos más: la centralidad de Moscú no se limita solo a ello. Si recordamos que Moscú se encuentra casi en el medio de una llamada elevación plana desde la cual, no lejos de ella, surgen los ríos Volga, Oká, Dniepr y otros de menor relevancia; que Moscú, en términos de navegabilidad y también comerciales, pese a sus ríos de poco caudal constituye uno de los centros más naturales y favorables para la comunicación, al cual convergen y del cual parten los caminos hacia todos los rincones de Rusia, no se puede sino admirar la elección de tal capital y el acertado sentido popular que determinó esa elección. No me referiré aquí a la centralidad del dialecto moscovita, el más refinado de todos los rusos y que representa el punto medio entre el dialecto sudoccidental que enfatiza el sonido «a» y el nororiental que enfatiza el sonido «o»; tampoco me explayaré respecto a que Moscú, sobre todo en los últimos tiempos, sirve de centro de nuestra industria tanto por el número y escala de las fábricas como por su enorme productividad. Podría escribirse una obra entera sobre la centralidad de Moscú en los aspectos natural, histórico, industrial, lingüístico y demás.
En contraposición a esa centralidad de Moscú, Petersburgo, construida en un extremo del imperio, es un margen o límite y puede ser llamado no centro, sino más bien llave de Rusia. Esa situación periférica le confiere en parte un carácter colonial. Su población no crece desde dentro, sino desde fuera, por acumulación de llegados. Según los últimos datos estadísticos, en Petersburgo la mortalidad supera la natalidad, y, sin embargo, su población no disminuye, sino que aumenta notablemente cada año. La fuerza de atracción de Petersburgo reside en el servicio al Estado. No por nada es llamada la ciudad del uniforme. De cinco transeúntes en cualquier calle de Petersburgo seguramente uno lleva uniforme (no cuento los fracs oficiales), mientras que en Moscú difícilmente se encuentre un uniforme entre cincuenta transeúntes. Si Petersburgo es la capital del uniforme, Moscú puede ser llamada capital del traje de paisano, empezando por el frac negro y terminando por la anguarina. Hace poco un periódico de Petersburgo quiso mofarse de Moscú afirmando que entre los recién llegados a esta ciudad lo que más abunda son cornetas y tenientes retirados que van allí a dormirse en los laureles. No creemos que esa circunstancia, incluso si fuera un atributo exclusivo de Moscú, pudiera servir de reproche contra ella. Moscú es la capital no solo de la holganza y la pereza, sino también de la plena libertad y de la holgura. Moscú ama la vastedad en todo, empezando por la mente; vive abierta y francamente; el moscovita no teme las corrientes de aire y no se abotona el frac. Así como no se abrocha la ropa, tampoco se abrocha la lengua y el corazón. El Petersburgués, por el contrario, teme resfriarse y se abotona el frac o el abrigo hasta el último botón, incluso en verano. De su corazón y de su lengua no abriré juicio; solo diré que el petersburgués es un gran diplomático. ¿Por qué en Moscú nadie se abotona? Porque allí van cornetas y tenientes retirados a dormirse en los laureles. ¿Por qué en Petersburgo todos se abotonan? Porque allí viven diplomáticos, personas que saben valorar y respetar el secreto de oficina; en una palabra, en Moscú la gente vive y en Petersburgo sirve al Estado. Por eso quien quiere servir en el cabal sentido de la palabra, es decir, obtener rangos, puestos y honores, viaja a Petersburgo. Los trabajadores más diligentes en la liza del servicio provienen de las regiones anexadas a Rusia: ucranianos, polacos, alemanes. Los rusos propiamente dichos, y en particular los discípulos de Moscú, viajan allí no tanto para el trabajo arduo como para el trabajo liviano. El esfuerzo, la paciencia y la tenacidad no les son tan propios como a sus hermanos menores; en compensación, suelen tener de su lado la amplitud de miras, la rapidez mental, la capacidad de cálculo y la destreza que distingue a nuestro pueblo. Así son quienes sirven al Estado en Petersburgo. Constituyen una parte considerable, y la más importante, de toda la población.
Desde la época de Pedro, Rusia dirigió su mirada a Europa y comenzó a considerarse su provincia, mientras que el Viejo Continente sería su capital. Lo acertado de esta observación no se siente en ninguna otra parte con tanta claridad como en Petersburgo. Allí todos tienden a Europa y su vida como los provincianos a la vida de la capital. Dado que hoy Petersburgo es la primera ciudad rusa, es muy natural que Moscú tienda a Petersburgo, y que la provincia propiamente dicha tienda a Moscú. Puede decirse que, con respecto a Europa, Petersburgo es un provinciano de primera mano; Moscú, de segunda, y el resto de Rusia, de tercera. De ahí ese extraño fenómeno de que la colosal periferia rusa se convierta, en lo que atañe a europeísmo, en la metrópolis de su propia metrópolis rusa, así como Grecia, durante la dominación romana, era la metrópolis cultural para esa ciudad eterna que, a su vez, le servía de sol central.

Quizás no sea del todo una casualidad que Petersburgo, que se llama a sí mismo burgo, es decir, ciudad, sea en nuestro idioma de género masculino, mientras que Moscú es de género femenino. De todas las capitales europeas, con excepción de Roma, la madre de las municipalidades occidentales y del catolicismo occidental, solo Venecia es para el pueblo de género femenino. No en vano los italianos la llaman «la reina del Adriático». La madrecita Moscú es la actual madre y antigua novia del pueblo ruso. Ya ha transcurrido un siglo y medio desde que contrajo matrimonio con Petersburgo, y la vía férrea que pronto unirá ambas ciudades fortalecerá aún más su matrimonio. No obstante, no será más que el matrimonio de la gran aldea rusa con el primer burgo ruso. Las palabras del poeta, que llamó viuda a Moscú:
Y ante la nueva capital
Moscú inclinó la cabeza
Como ante una nueva zarina
Hace la viuda majestad.[2]
Estas palabras serán entonces menos verdaderas que ahora. El ferrocarril que llegará desde Petersburgo (junto con otros, según se rumorea: desde Kolomna, Sarátov y, con el tiempo, quizás desde Odesa), más que extraer jugos vitales de Moscú, se los aportará. Los ferrocarriles no convertirán Moscú en un arrabal, sino que, más bien, volverán a hacer de ella un centro vivo cuyos arrabales serán los márgenes del imperio. Incluso para aquellos rincones alejados del Estado que antes no reconocían la égida de Moscú y aún hoy sienten débilmente su influencia tendrá Moscú un valor más importante. Convertida por el ferrocarril en un recogedero para la producción rural de las regiones central y sur, alimentará en el sentido literal de la palabra el lejano norte y el semiajeno oeste de Rusia. El ferrocarril se la presentará al arcangelino, al bielorruso, al ucraniano; toda la frialdad y hostilidad que estos podían albergar hacia Moscú irá poco a poco desapareciendo cuando el trato con ella sea mayor y cuando conozcan mejor su gran valor moral y práctico. Pero, pese a ello, Moscú seguirá siendo una aldea, mientras que Petersburgo seguirá siendo una ciudad. En estas dos palabras tan esencialmente distintas reside la radical diferencia entre el elemento germánico y el eslavo. Por supuesto, no cabe suponer que estos dos elementos siempre se hayan excluido mutuamente. Es indudable que, desde hace un tiempo, las ciudades de Europa occidental tratan de darse un carácter aldeano; la multiplicación de jardines, de paseos amplios y umbrosos en reemplazo de las fortificaciones de antaño; el intento en muchos sitios de construir viviendas aisladas, para una sola familia: todo eso señala la creciente necesidad de asemejar la vida urbana a la aldeana y de sustituir la vida en masa por la vida en familia. Por otra parte, también es indudable que nuestras grandes aldeas, llamadas ciudades, adquieren poco a poco elementos de las ciudades occidentales. Pero, como fuere, el carácter originario tanto de las ciudades rusas como de las de Europa occidental sigue siendo el mismo y, probablemente, lo siga siendo por mucho tiempo sin modificaciones sustanciales. Los parques, los bulevares, los jardines, los terrenos en pendiente de las ciudades de Francia, Alemania, Inglaterra no acabarán con las calles estrechas, con la continua sucesión de tejados, con los edificios de seis u ocho pisos. Lo mismo entre nosotros: el puente Kuznetski y las calles Ilinka o Tverskáia no desplazarán las casas suntuosas, los numerosos jardines y las calles anchas. Espacio no nos faltará; la vastedad y amplitud de la vida rusa creará nuevos barrios fuera de la actual Moscú cuando su población aumente y se sienta apretada dentro de sus límites. Moscú alberga a no más de 350.000 o 360.000 habitantes, pero sus alrededores son acaso comparables solo con Londres y su población de 1.600.000 habitantes. En Moscú todo es ancho y espacioso como en la misma Rusia; sus campos son tales en el cabal sentido de la palabra, y no creo que el histórico campo Dévichi contuviera alguna vez construcciones; a lo sumo será pavimentado. Los bulevares de Moscú, el anillo Sadóvoie, las principales calles son casi tan anchas como un pueblo alemán de pequeños hacendados. Observen nuestros palacios señoriales y compárenlos con las casitas de tres o cinco ventanas por fachada del londinense West End. Piensen en nuestro teatro Bolshói, que en magnitud solo cede al de Nápoles y al de Milán; en nuestro edificio de la Asamblea de Nobles;[3] en nuestro edificio para ejercicios militares, en el que cabe un ejército entero; en nuestros clubes, con cuya capacidad solo pueden compararse los de Londres. Los burlones comparan Moscú con un gran aúl[4] o con un campamento de nómades; en nuestras casas amplias y bajas hallan un parecido con las tiendas de campaña. Puede ser, pero ¿en qué es peor nuestra casa moscovita de una sola planta, sin escaleras, con ambientes amplios y cómodos, a la casa londinense, alta y estrecha, semejante a una iglesia católica polaca y cuyos habitantes deben correr sin cesar por las escaleras? Si hay que escoger entre la amplitud y la altura, cualquiera convendrá en que vivir sobre la tierra es un poco más cómodo que vivir en el aire. Moscú tampoco es elogiada por los solteros; dicen que no tienen dónde hallar cobijo, que en Moscú todo está organizado para la vida en familia, no para la vida de soltero. En Petersburgo, por el contrario, el soltero se siente a sus anchas. En eso, evidentemente, Moscú va a la zaga de Petersburgo. En ella solo son solteros los niños y los muchachos, que en su mayoría viven con sus familias. En Petersburgo, en cambio, adonde todos van a servir, queda poco tiempo para la vida familiar, por eso la cantidad de solteros supera con creces la de los casados. Se sabe que Petersburgo es la ciudad de los novios y Moscú, la de las novias. Solo que los novios petersburgueses suelen seguir siendo novios para siempre, mientras que nuestras novias rara vez se quedan para vestir santos. Aún corren rumores acerca de la ventaja del confort petersburgués por sobre el moscovita. No caben dudas de que Petersburgo es más capital que Moscú en el sentido europeo de la palabra, de que en Petersburgo hay una magnífica ópera italiana, una excelente compañía teatral francesa, un teatro alemán, el primer ballet de Europa; que allí viajan muchos más pintores, especuladores, modistas, peluqueros y prestidigitadores extranjeros que aquí; que en Petersburgo está el Hermitage, la Academia de Artes, la enorme Biblioteca Pública, varios museos importantes y colecciones raras; que para un artista, un científico y en general un hombre instruido o mundano Petersburgo ofrece muchas más comodidades y alimento que Moscú; pero esas ventajas son casuales, y si no es hoy, mañana Moscú puede a su vez alcanzarlas. Por lo que respecta al confort, en Moscú se sienten con intensidad las comodidades de la vida, solo que entendemos el confort de una manera algo diferente. Si no siempre nos hemos distinguido por el buen gusto, podemos en cambio presumir de libertad y amplitud en todo nuestro modo de vida, de vivir sin recelos y sin mezquindad. Aquí no me refiero solo a los nobles; las comodidades de la vida, si se vuelve manifiesta su necesidad, serán comprendidas así por todos, desde el alto dignatario hasta el campesino. Dado que en Moscú hay pocos solteros y predomina la vida familiar, nuestras comodidades también tienen un carácter familiar y no social. Nuestros restaurantes no son excelentes, y tampoco abundan, pero ¿qué necesidad hay de ellos con la hospitalidad rusa, cuando uno puede almorzar no solo en casa de cualquiera de sus parientes, sino también de sus conocidos? Nuestras cafeterías no son pródigas en periódicos, sobre todo extranjeros, pero ¿qué necesidad hay de periódicos en las cafeterías cuando cualquier moscovita medianamente acomodado se suscribe a ellos y se los presta a sus amigos? Sabido es que Moscú se ha distinguido desde antaño por sus hoteles, que eran considerados, y aún lo siguen siendo, mejores que los de Petersburgo. Si esto es así, la superioridad de nuestros hoteles difícilmente no radique en el predominio de la vida familiar. Quienes vienen a Moscú por un tiempo, aun para dormir sobre sus laureles de cornetas o tenientes, llegan en su mayoría con la familia, no solos. El hombre de familia precisa habitaciones amplias y cómodas; para él están calculados nuestros hoteles. En Petersburgo es otra cosa; allí llegan jóvenes en búsqueda de puestos o funcionarios de provincia que van a atender sus asuntos; a Moscú vienen a vivir el mayor tiempo posible; a Petersburgo, el menor posible; esta circunstancia obliga a los dueños de hoteles moscovitas a ser más diligentes que sus colegas de Petersburgo. Esa falta de una vida de soltero, oficial y social hace de Moscú una ciudad bastante aburrida para el recién llegado que no tiene ni parientes ni conocidos. Esta incomodidad ahora se siente más que antes, y la creación de nuevos clubes, como, por ejemplo, el de nobles, el de comerciantes extranjeros y sobre todo el inglés, el de mercaderes y el alemán persigue el evidente propósito de satisfacer la creciente necesidad de una vida social. Hoy esa necesidad es natural y legítima; el tiempo, con seguridad, creará otros establecimientos para animar el espíritu social, pero, pese a ello, es difícil que Moscú deje de tener en lo inmediato una marcada impronta familiar.
¿Qué conclusión puede sacarse de todo lo que he dicho sobre las particularidades de la actual Moscú? Creemos que Moscú, al dejar de ser la cabeza de Rusia y de, no obstante, seguir siendo su corazón, compensó la pérdida de su valor gubernamental con su valor popular e independiente, incluso en el ámbito de la cultura europea; que, pese a no estar iniciada en los secretos del aparato estatal, ha puesto de manifiesto, sin embargo, su vocación interna, es decir, servir a Rusia como cuna de la ciencia libre y de la instrucción; que, por último, ha conservado su carácter aldeano y familiar, a pesar de los elementos urbanos y sociales que inevitablemente debían penetrar en ella.
Así entendemos la actual vida de Moscú. Si nuestro parecer es acertado o no, dejamos que otros lo decidan.
1847
Notas
[1] Código legislativo de la ‘Rus de Kíev y de los principados de la ‘Rus que siguieron a su disolución. [N. del T.]
[2] Cita incorrecta de El jinete de bronce, de Aleksandr Pushkin. [N. del T.]
[3] Desde 1917, Casa de las Uniones. [N. del T.]
[4] Aldea en el Cáucaso y en Asia Central. [N. del T.]