Un corazón pequeño

Arina Óbuj (Sobre la autora)

Traducción: María del Mar Gámiz

A Uliana Sharovaia

Una muchacha solía caminar por la calle Mojovaia, quizá la hayan visto.

Y si la vieron, la recuerdan. Imposible no haberla notado.

Al principio caminaba apresuradamente por esta calle para llegar a la escuela; más tarde, para ir al instituto.

Hay muchas chicas lindas en Petersburgo. Pero ella era singular.

Y su nombre también lo era: Uliana. Le quedaría mejor la forma tradicional de su nombre: Iuliana. Algo mágico, hechizado.

Cuenta la leyenda que Uliana sacaba su trenza pelirroja por la ventana de la escuela para que las amigas que llegaban tarde evitaran a los guardias y treparan por ella directamente al salón de clases.

Su cabello era fascinante, y cuando hacía viento aquello era un incendio que alcanzaba a rozar el cielo. De hecho, ella más que nadie estaba cerca del cielo, de tan alta que era. Era la más alta de su clase, de su generación y entre sus maestros.

Y junto a ella estaba Masha, su amiga: en la escuela, en el instituto, en las fotos. La muchacha-miniatura y la muchacha-descomunal. Antónimas.

Ulia existía y se jorobaba: para susurrarle al oído un secreto a su amiga tenía que agacharse. La escoliosis, un efecto secundario de la amistad.

Una fotografía: Uliana está parada y Masha brinca, pero aun así no consigue ponerse a su altura. Algunos decían de broma: “Uliana es hija de un gigante”.

Uliana y Masha se matricularon en el departamento de señoritas hermosas —moda y tecnología del vestuario escénico— del mismo instituto. Uliana le cosía vestidos a Masha como a una muñeca. La vida se componía de puntadas, prendedores, botones, indumentaria, películas, espectáculos, exposiciones y flores del jardín botánico.

—Pero ¿se le puede llamar vida a eso? —objeta alguien.

La vida es otra cosa, independiente del oficio. Es eso para lo que definitivamente no hay tiempo.

Todo el día coser, toda la noche coser y después, en algún momento, ser: así reza la tácita divisa de las trabajadoras del departamento. Y además es muy importante ver películas y asistir a exposiciones.

Y ahora una escena-evocación: el malecón del Fontanka, viento, cinco muchachas. Cada una dispuso su trenza alrededor de la cabeza, se colocó flores rojas encima, colgó largos aretes de sus orejas (tintinean con el viento) y se pintó de carmín los labios; ríen, sus vestidos llegan al suelo. Y un detalle: cada una se pintó con carboncillo negro el entrecejo. Hola, Frida.

El museo Fabergé ha llamado a todas las Fridas de Petersburgo a la inauguración de una exposición de la verdadera Frida Kahlo.

Pero Uliana se parece muy poco a Frida.

—Serás la diosa de la fertilidad —le dijo una compañera del curso.

—¿Qué?

—Serás “la primavera”, esta semana tengo un desfile.

Así Uliana se convirtió en modelo. Mejor dicho, en diosa. Y no le tuvieron que hacer nada: la piel lunar, las pecas, el rubor y el cabello que caía en cascada eran todos suyos.

—Sólo ponte esta toga y paséate, sonríe.

Se paseó, sonrió. Su compañera sacó diez.

Así fue. Y después, la noche. Su habitación. La máquina de coser. Y Borís Grebenshchikov canta sobre el capitán África. A Uliana todavía le falta coser un poquito más y listo, se acabó.

Se acabó.

Uliana murió a las dos de la mañana frente a la máquina de coser.

Se le detuvo el corazón.

*

Tenía un corazón pequeño.

—¿Cómo que pequeño?…

Pues así. Es un secreto. Uliana sólo se lo había susurrado a sus amigas al oído y, después, “no se lo digas a nadie”. Su músculo cardíaco no se había desarrollado, así les pasa a las personas muy altas. Es una enfermedad de gigantes. Su corazón había conseguido sentir, pero no crecer.

—¿Tan alta y con un corazón pequeño…?

*

…Una muchacha solía caminar por la calle Mojovaia, quizá la hayan visto.

Conozco a un hombre que la miraba como si viera una película. Y una bonita, de disfraces, con planos largos…

Ahora mira a otra muchacha. Él tiene familia, hijos.

¿Este es un buen final? No lo sé… No es bueno.

Cuando pienso en la muerte y en la belleza pienso en Uliana.

Por cierto, ella y yo no nos conocíamos.

Yo sólo la veía, sabía que existía.

Y luego supe que dejó de existir.

En los videos que dejó colgados en Internet se quedó una playlist titulada “Películas. Terminar de ver”. Algo parecido a una promesa de volver.

Volverá, tendrá tiempo para verlas, para coser, para vivir y caminará otra vez por la calle Mojovaia.

Quizá la vean.