Sobre Jlébnikov

Yuri Tyniánov

Traducción y presentación: Cristian Cámara Outes

Yuri Nikoláevich Tyniánov (1894-1943) estudió filología en la Universidad de San Petersburgo donde frecuentó el seminario dirigido por el influyente crítico Semión Vénguerov. En estos años escribió sus primeros trabajos sobre los temas que serían una constante en su obra: la obra de Pushkin, los procedimientos de parodización o los principios epistemológicos de la historia literaria. En 1921 publicó su primera colaboración editorial con el grupo Opoyaz, nada menos que el clásico Dostoievski y Gógol. (Hacia una teoría de la parodia), y desde entonces se convirtió en uno de los principales representantes de la teoría literaria del formalismo ruso, junto con Víktor Shklosvki y Borís Éichenbaum. Durante los años veinte encadenó una serie de artículos asombrosos por su lucidez y perspicacia, completamente imprescindibles para comprender el desarrollo del pensamiento literario durante el siglo XX y hasta la actualidad, hasta que en 1931 la presión asfixiante del estalinismo le forzó a retractarse de sus posiciones y dedicar sus energías a la novela histórica. Se puede decir que en términos como «construcción», «orientación», «parodia» o «equivalentes textuales», Tyniánov llevó hasta un punto de extrema sofisticación y rendimiento analítico todas las intuiciones contenidas ya en la noción inicial de la «desautomatización» vanguardista propuesta por Shklovski en 1914.

Durante mucho tiempo la teoría estética y literaria del formalismo ruso ha sido relegada por la crítica academicista a la condición de un mero «precedente del estructuralismo». Este tipo de interpretación ha obstruido el reconocimiento de la auténtica radicalidad de las tesis formalistas y ha suplantado o distorsionado la comprensión de términos decisivos cono los de «literariedad», «desautomatización», «siuzhet», «construcción» y muchos otros. El texto que presentamos tuvo que ser desafortunadamente excluido, por motivos de extensión, de nuestra edición de textos críticos del autor, El intervalo y otros ensayos, Madrid: Ediciones Asimétricas, 2018. En nuestra opinión, constituye una aportación insoslayable, posiblemente insuperada hasta el momento, sobre la cuestión de la semántica específica poética, y también una profundización de las tesis de desontologización e hiperdinamización de la literatura desarrolladas de manera brillante en artículos previos como «Sobre el hecho literario» (1927) o «Sobre la evolución literaria» (1927).

Sobre Jlébnikov

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Hasta ahora, siempre que se ha hablado de Jlébnikov ha sido para tratar sobre alguna otra cosa. No se hablaba de Jlébnikov sino de «Jlebnikov y». Se ha hablado de «Jlébnikov y el futurismo», «Jlébnikov y el zaum», etc. Últimamente se habla poco de «Jlébnikov y Maiakovski» (antes se hacía mucho más) y en cambio se habla hasta demasiado de «Jlébnikov y Kruchiónyj».

Esta posición resulta equivocada. En primer lugar, ni el futurismo ni el zaum son magnitudes simples, sino denominaciones convencionales que recubren una extraordinaria variedad de fenómenos, una unidad léxica que reúne en sí distintas palabras. Algo como un apellido que designa a varios parientes, pero también a otras personas que simplemente se llaman igual.

No es una casualidad que Jlébnikov se llamase a sí mismo budetlián («porvenirista»), y no futurista, y no es una casualidad que este nombre no se afianzase.

En segundo lugar, y esto es lo más importante, cualquier generalización se produce en momentos distintos a partir de indicios distintos. No existe la persona en general: la persona se iguala por su edad en la escuela, por su altura en el servicio militar. Una misma persona se agrupa en diferentes categorías, en diferentes estadísticas médicas, militares, sociales. Después el tiempo pasa, y con el tiempo cambian las generalizaciones. Y finalmente llega un tiempo que tiene necesidad de ver a las personas. A Pushkin lo situaban como poeta romántico, a Tiútchev como poeta de la «escuela alemana», y con eso se quedaban satisfechos. Así era más cómodo para los historiadores y mucho más fácil de memorizar para los estudiantes. Las épocas se dividen en escuelas y estas se dividen en tendencias y cenáculos. En 1928 la literatura rusa tiene necesidad de ver a Jlébnikov.

¿Por qué? Porque de golpe ha aparecido un nuevo «y» de una importancia fundamental: «Jlébnikov y la poesía moderna». Y hay otro «y» que va madurando poco a poco: «Jlebnikov y la literatura moderna».

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Cuando murió Jlébnikov en 1922, un crítico extremadamente puntilloso definió su obra como «una tentativa insensata de renovar el lenguaje poético», y en nombre «no solo de los conservadores literarios» declaró su poesía como innecesaria y como «poesía no poética». Por supuesto, todo depende aquí de lo que el crítico entienda por la palabra literatura. Si por literatura se entiende una cierta periferia de la producción literaria y periodística, una cierta facilidad para hilvanar pensamientos puntillosos, nuestro crítico tenía toda la razón. Pero hay también una literatura de las profundidades, una literatura que es una lucha cruel por una nueva visión, con hallazgos que son callejones sin salida, «errores» conscientes y necesarios, revueltas audaces, frágiles acuerdos de paz, batallas y muertes. Y las muertes en este caso son tanto metafóricas como verdaderas: muertes de personas y de generaciones enteras.

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Existe habitualmente la concepción de que el maestro prepara la recepción de sus discípulos. En realidad, ocurre más bien lo contrario: fueron Fet y los simbolistas los que prepararon la percepción y aceptación de Tiútchev. Aquello que en la época de Pushkin parecía valiente pero innecesario de Tiútchev, un poco más tarde, en la época de Turguéniev, parecía simplemente ineptitud poética (Turguéniev incluso llegó a corregir a Tiútchev: el centro absorbía la periferia). Solo los simbolistas restituyeron el verdadero sentido de las ineptitudes métricas de Tiútchev. (Así se corrigieron también las «torpezas» e «insensateces» musicales de Mussorgski). Un nuevo principio debe pasar muchos años de trabajo subterráneo, fermentador, antes de que puede surgir a la superficie no ya como «principio» sino como «fenómeno visible».

La voz de Jlébnikov ha fermentado ya en la poesía actual: ha fecundado la poesía de algunos y ha dado procedimientos parciales a la de otros. Los discípulos han preparado ya la aparición del maestro. La influencia de su poesía es un hecho cumplido. La influencia de su prosa cristalina permanece todavía como un hecho del futuro.

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Verlaine distinguió en la poesía los ámbitos de la «poesía» y de la «literatura». Hay quizás una «poesía poética» y una «poesía literaria». En este sentido, es posible que la poesía de Jlébnikov, por mucho que de ella se alimente secretamente la poesía más reciente, se encuentre más cercana de la pintura que de la propia poesía. (Hablo ahora no de toda la poesía reciente, sino de una determinada corriente de mediocre poesía periodística, que en los últimos tiempos ha alcanzado una repentina y sorprendente preponderancia). Pero sea como fuere, han sido los jóvenes poetas los que han preparado la aparición de Jlébnikov en la literatura.

¿Cómo ocurre esta literaturización, esta introducción de la poesía poética en el ámbito de la poesía literaria? A este respecto, Baratinski escribió lo siguiente:

Es primero un pensamiento encarnado
En el conciso poema
Como una doncella recatada
Desconocida para el mundo;
Después, armándose de valor
Sale a la palestra
Como una esposa experimentada
Y se hace visible para el mundo
En la prosa libre del novelista;
Finalmente, como una vieja locuaz
Lanzando gritos descarados
Puebla las polémicas periodísticas
Demasiado conocida ya para todos.

Dejando de lado ahora el tono vitriólico del poeta aristocrático y sus prejuicios particulares, nos queda expuesta una determinada fórmula, una conceptuación de las leyes literarias. Y aquí hay que decir que la «doncella recatada» conserva toda su juventud a pesar de la prosa del novelista y de las polémicas periodísticas. Solo que ella ya no está más escondida para el mundo.

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Velimir Jlébnikov

Vivimos en una época extraordinaria; difícilmente nadie podrá albergar dudas sobre ello. Pero muchos conservan una medida de las cosas que es todavía la de ayer. Con ella es difícil calibrar las magnitudes. Dostoievski escribió en una ocasión al crítico Strájov para decirle que estaba en todo de acuerdo con su libro sobre Tolstói excepto en una cosa: en que Tolstói hubiese dicho una palabra nueva en literatura. De acuerdo con Dostoievski, ni él mismo, ni Tolstói, ni Turguéniev, ni Písemski, ni ningún otro de sus contemporáneos habían dicho una palabra nueva. La palabra nueva la habían dicho Pushkin y Gógol. Dostoievski no hablaba así por humildad, tenía una medida muy grande, y además resulta difícil descifrar las magnitudes de los contemporáneos, y todavía más difícil distinguir en ellos lo que tienen de novedad. La cuestión de las magnitudes solo se resuelve con el paso de los siglos. Los contemporáneos solo pueden ver los fracasos, el contraste entre lo que sería necesario y lo que se logra, y sobre todo el fracaso de la palabra auténticamente nueva. Sumárokov era un escritor de talento, y sin embargo solo pudo ver en Lomonósov todo aquello en lo que este había fracasado: «La pobreza de las rimas, la dificultad de las sentencias, la oscuridad de la composición, la destrucción de la gramática y la ortografía, y de todo lo que es amado por un oído y un gusto cultivados». Escogió como lema el siguiente: «El exceso siempre es pernicioso en poesía; el arte y la diligencia lo pueden todo».

Los versos de Lomonósov hoy en día continúan siendo incomprensibles y monstruosos, continúan siendo excesivos para nosotros. Esto es así porque, en primer lugar, fracasaron.

Toda la parte viva de la poesía del siglo XIX procede de Lomonósov. Pushkin en los años veinte le dedicó violentos ataques, pero estudio su ejemplo cuidadosamente. Lérmontov utilizó las estrofas creadas por él. Los indicios de la lucha con Lomonósov están esparcidos por todas partes en los poetas del siglo pasado.

Detrás de la poesía de Lomonósov se encontraba el modelo de la ciencia y sobre todo la química. Pero no cabe duda de que si esta hubiese faltado de todas maneras habría alcanzado a ser un fenómeno igual de incandescente. No hace falta temer la propia visión. El fracaso extraordinario de Jlébnikov fue una palabra nueva en poesía. Todavía no es posible predecir las dimensiones que tendrá su influencia fermentativa.

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El mismo Jlébnikov, al parecer, conocía bien su destino, y no concedía demasiada importancia a las burlas de sus críticos. En su Zanguezi (un extenso drama romántico en el sentido que daba a esta palabra Novalis) utilizó algoritmos matemáticos como nuevo material poético, elaboró un sistema historiosófico en el que cifras y letras estaban relacionadas con la decadencia de ciudades e imperios, y mezcló la alegría y la pena en un tipo de ironía desligada de su carácter humorístico. En esta composición cedió la voz a sus críticos:

Es la predicación de un majadero de los bosques.
Es algo bonito y femenino, pero no durará mucho.
El muy astuto se hace pasar por mariposa.
Son solo materias primas, materias primas sin procesar.
Todo esto es demasiado triste, y la multitud quiere diversión.
Etc.

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En el mismo lugar Jlébnikov dice:

Soy una mariposa que ha entrado volando
En los recintos de la vida humana
Para dejar mi firma con la caligrafía de mi polen
Y la firma del cautivo en las ventanas.

La caligrafía de Jlébnikov verdaderamente se parecía mucho al polvillo que deja una mariposa. El infantilismo de la palabra poética se reflejaba en sus versos no a través de la «psicología», sino que se refractaba como un prisma a través de los mismos elementos verbales. El niño y el salvaje conformaban un nuevo rostro poético que de golpe desplazaba todas las severas «normas» respecto de la métrica y la palabra. La sintaxis infantil, las exclamaciones infantiles, la anotación de deslizamientos efímeros y casuales de las series verbales luchaban con la seriedad mortal del lenguaje considerado literario. Eran procedimientos para alcanzar una última sinceridad desnuda que volviese a situarse en contacto con los demás y con el instante.

Sería inútil querer aplicar a Jlébnikov una palabra que recientemente se ha puesto muy de moda: la «búsqueda». Él no buscaba, sino que en cada caso encontraba.

Por eso, cuando leemos sus poemas por separado, su poesía nos da la sensación de una deslumbrante facilidad. En su lenguaje todo es tan sencillo e indispensable como lo fue en su época en el lenguaje de Pushkin.

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Jlébnikov era una nueva visión. Pero cada nueva visión cae al mismo tiempo sobre una multitud de objetos diferentes. Así no solo «comienzan a vivir en verso», de acuerdo con una magnífica formula de Pasternak, sino que también comienzan a vivir en epopeya. Jlébnikov es el único poeta épico del siglo XX. Incluso sus poemas líricos breves, todas esas anotaciones efímeras que iba realizando sobre la marcha, como una escritura de mariposa que cayese sobre las cosas, existían solo para llegar más tarde a una epopeya.

En su aspecto de mayor responsabilidad, la épica surge siempre sobre la base del cuento popular. Así ocurrió con el Ruslán y Liudmila de Pushkin, que determinó la suerte del género durante las siguientes décadas. Así surgió también la extensa epopeya democrática de Nekrásov ¿Quién vive bien en Rusia?

El cuento popular y pagano se encuentra también en el origen de los poemas mayores de Jlébnikov. En un primer momento, le dio un tratamiento de «poesía ligera», en el sentido que el siglo XVIII concedía a este término, con una veta más anacreóntica en «Cuento de la edad de piedra», y más próxima al idilio pastoril en textos como «Venus y el chamán», «Las tres hermanas» o «Tristeza del bosque». Por supuesto, aquellos que prefieren sus obras mayores (Ladomir, Zanguezi, Noche ante los soviets), tienen parte de razón en considerar estas obras como una producción todavía juvenil. Pero eso no reduce su extraordinaria significación. La nueva visión artística de Jlébnikov emergió desde un origen conectada a lo infantil y lo pagano. Solo así estuvo en disposición de desvelar todo un mundo que se agitaba y bullía como un enjambre en nuestra inmediata proximidad, que persistía de manera desapercibida en el paisaje de nuestros pueblos y ciudades.

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Jlébnikov no era un coleccionista de temas, y estos no se le imponían desde el exterior. Nada le era más ajeno que la idea de plantearse la resolución de una determinada tarea decidida previamente. Su método artístico y su visión poética por sí mismos brotaban como temas. Tanto la infancia como el paganismo en relación con la palabra estaban entreverados de tal manera en su poesía que acaban por concretarse y aparecer en tanto que temas. Es necesario tomar en cuenta la fuerza e integridad de esta relación para comprender como Jlébnikov, un revolucionario de la palabra, pudo predecir en sus poemas matemáticos el acontecimiento de la revolución.

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Por supuesto, nada era casual en las crueles luchas verbales del futurismo que desbarataban la concepción de una evolución de la palabra como pacífica, lenta y regular. La nueva visión de Jlébnikov, en la que lo grande y lo pequeño se desplazaban de acuerdo con una lógica infantil y pagana, era incapaz de resignarse al hecho de que todo lo más importante y lo más íntimo fuese expulsado del ámbito del lenguaje literario y declarado como azar. El azar se convirtió en el elemento más importante del arte y la manera de restituirle su proximidad con lo más fundamental e instantáneo.

Y, en efecto, algo así es lo que ocurre también en la ciencia. Los pequeños errores, las «casualidades», que desde el punto de vista de los saberes del momento se explican solo como una «desviación» causada por la imperfección de nuestros sistemas de medición de la experiencia, actúan como impulso hacia nuevos descubrimientos. Aquello que se explicaba como una «imperfección de la experiencia» resulta ser la acción de leyes desconocidas.

En su teoría del lenguaje poético, Jlébnikov es un Lobachevski de la palabra: su atención no se enfoca a descubrir y corregir pequeños defectos de los sistemas anteriores, sino a descubrir toda una nueva construcción a partir de desplazamientos casuales.

Esta nueva visión, de carácter íntimo e infantil, resultó ser una nueva construcción de las palabras y las cosas.

Pero su teoría lingüística fue neutralizada como irracionalismo poético. La simplificaron y se contentaron con decir que Jlébnikov creaba un «discurso fónico absurdo». Esto es incorrecto. Toda la esencia de su teoría estribaba en la transposición del centro de gravedad de la poesía desde la cuestión del sonido a la cuestión del sentido. Para él no existía un sonido que no estuviese coloreado de sentido, no existía la separación entre aspectos «métricos» y «temáticos». La noción de «instrumentación», que hasta entonces se entendía solamente como un tipo de imitación sonora (onomatopeya), se convirtió en sus manos en un medio de desplazamiento del sentido anquilosado, de revivificación de la semejanza largamente olvidada de la palabra con otras palabras próximas, y de creación de nuevas semejanzas entre palabras distantes.

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El «soñador» que no sabía distinguir entre la vida y el sueño, entre la vida y la poesía, transformó su visión en una nueva construcción de las cosas y se transformó a sí mismo en un «ingeniero artístico». «Nos faltan ingenieros del lenguaje. ¿Quién pasa por Nueva York para ir de Moscú a Kiev? Y sin embargo la poesía actual está llena de viajes semejantes». Al mismo tiempo predicaba «el estallido de los estratos sordomudos del lenguaje», y esto quizá ha confundido a algunos. Aquellos que piensan que su lenguaje es «absurdo» deberían reconsiderar esta cuestión. No es un absurdo sino un nuevo sistema semántico. Lomonósov fue considerado como absurdo en su momento, e incluso Zhukovski lo fue, y ahora sus poemas se utilizan en las cartillas para enseñar a leer a los niños. Fet era un continuo absurdo para Dobroliúbov. Todos los poetas que han desplazado, aunque sea parcialmente, el sistema semántico dominante en su época fueron declarados absurdos y solo después se convirtieron en comprensibles, pero no por sí mismos, sino porque los lectores se emplazaron en su sistema semántico. Los primeros poemas de Blok no han cambiado desde su fecha de publicación, pero ¿quién no los entiende ahora? Y aquellos que pese a todo quieran seguir reduciendo a Jlébnikov a la cuestión del absurdo deberían leer sus escritos en prosa, «Nikolái», «El cazador Usa-Gali», «Ka» y otros. Estos escritos, tan transparentes como los de Pushkin, les convencerán de que la cuestión fundamental no reside en el absurdo, sino en la nueva construcción semántica, y que esta construcción repercute de manera distinta sobre materiales distintos: desde el zaum poético (semántico, no absurdo) hasta la lógica impecable de su prosa.

Ocurre que, si escribimos una frase completamente absurda en un yambo irreprochable, entonces esa frase comenzará a resonar de manera casi comprensible. Y muchos absurdos descabellados que encontramos en los versos de Pushkin, que eran evidentes para los lectores de su época, han palidecido y se han tornado comprensibles para la nuestra a consecuencia de la familiaridad del metro.

Dos bellos ángeles me acompañan desde antiguo,
Y sus alas se ciernen sobre mí como una amenaza…

¿Acaso no es evidente que aquí las alas de los ángeles, de manera completamente ilegítima, se han transformado en un atributo ominoso, en contraposición al significado positivo que suelen llevar asignado? Es claro que esta atribución absurda funciona aquí como manera de profundizar y ampliar el curso habitual de las asociaciones. Por lo demás, un registro fidedigno y cuidadoso de cualquier conversación urbana, que careciese de cualquier tipo de acotaciones autorales, no podría sino dar un material perfectamente absurdo. Y, a su vez, la introducción de cualquier tipo de desplazamiento de un elemento de un sistema poético (ya sea la organización de los acentos o las rimas) dará lugar incluso en el discurso poético más tradicional a un tipo de semántica desplazada, a un sentido desplazado.

El discurso poético de Jlébnikov no es un grumo indiferenciado, es el discurso íntimo del hombre moderno escuchado como al sesgo, con toda su perplejidad asombrada, toda su mezcla de elementos constructivos y detalles insignificantes, toda la exactitud fragmentaria que ha revelado la ciencia de los siglos XIX y XX. Cada imagen fugaz resulta a la vez de una precisión asombrosa. Pero el lenguaje de Jlébnikov no vuelve a decir, no repite algo que ya existía, sino que lo crea de nuevo.

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Desde el punto de vista de la historia literaria, la nueva construcción de Jlébnikov implica un extraordinario desplazamiento y colisión entre las tradiciones más diversas. El Cantar de las huestes de Ígor, del siglo XII, de golpe resulta más contemporáneo que V. Briúsov. Pushkin entra a formar parte de la nueva construcción, pero no en los coágulos calcificados y sedimentados que hacen las delicias de los anticuarios, sino transformado.

La oda de Lomonósov y Pushkin, el Cantar de las huestes de Ígor y Nekrásov se entremezclan entre sí, dejan de ser tradiciones diferenciadas y entran en la composición de un nuevo sistema.

La nueva construcción posee una fuerza coercitiva y se esfuerza por expandirse fuera de sus límites. Se pueden tener diversas opiniones acerca de las investigaciones numerológicas de Jlébnikov. Es posible que a los especialistas estas investigaciones les parezcan poco fundamentadas y a muchos lectores como carentes de interés. Pero es necesario reconocer que la aparición de nuevos fenómenos literarios solo puede ser resultado de un trabajo denodado de experimentación científica y de una extraordinaria fe en los materiales con los que se opera (incluso si la ciencia como tal tendría aquí reparos que oponer a este trabajo). En realidad, ocurre que la separación entre los métodos de trabajo de la ciencia y del arte no es tan grande. Aquello que en la ciencia tiene valor autónomo, resulta para el arte un depósito de energías.

Jlébnikov pudo producir una revolución literaria porque su construcción no estaba encerrada dentro de los límites de lo literario, porque consideró como materiales literarios tanto el lenguaje del verso como el lenguaje de los números, como las conversaciones azarosas urbanas y los acontecimientos de la historia mundial. Para él, los métodos de la revolución literaria y los métodos de la revolución histórica eran equiparables. No importa que sus poemas numérico-historiosóficos no se puedan considerar como científicos ni tampoco que su ángulo de visión sea exclusivamente poético. Poemas como Ladomir, Noche ante los soviets o el Razin deben considerarse entre las reflexiones más potentes que ha producido nuestra poesía respecto del significado de la revolución.

Un cuchillo se escondió en los dedos
La venganza abrió de par en par las pupilas
El tiempo aulló: te entregarás
Y el destino contestó obediente: sea.

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Jlébnikov nos enseña que los métodos de la poesía son en esencia próximos a los de la ciencia. Al igual que la ciencia, la poesía debe estar abierta al encuentro con los fenómenos. Un poeta que opere con las palabras y los versos como con algo cuyo funcionamiento le es perfectamente conocido desde siempre (e incluso tedioso) se relacionará con las cosas del mundo como desesperadamente viejas (por muy nuevas que sean).

La posición del poeta exige, generalmente, o bien una mirada a las cosas desde arriba abajo (sátira), o bien desde abajo arriba (oda), o bien una mirada ensimismada (canción). Hay poetas que miran lateralmente y poetas que no miran a ningún lado. Jlébnikov mira a las cosas como a fenómenos, con la mirada de un científico. Su mirada penetra en el flujo y el proceso de devenir. Por eso para él no existen cosas «indignas». Sus poemas campesinos en absoluto miran a las cosas con la mirada del excursionista dominguero, como ocurre en gran parte de nuestra «lírica ruralista». Su Gul Mulá ofrece una mirada al Oriente que no es la del diletante europeo: ni condescendencia ni veneración excesiva. Una mirada total y al ras.

Lo mismo ocurre con su discurso poético.

Jlébnikov no fue nunca un mero coleccionista de palabras, no le preocupaban ni los títulos de propiedad ni las acrobacias epatantes. De acuerdo con su particular método científico, reevalúa dialécticamente todas las dimensiones del lenguaje. El «puchero» de Járkov, que antes se consideraba apto solo para la poesía de un humorismo escabroso, ahora entra con igualdad de derechos en su oda.

El discurso moderno se llena de antiguas cosas europeas, y estas le fuerzan a ampliarse geográfica e históricamente.

Jlébnikov carece por completo de «decoro poético», tiene solo un «observatorio poético».

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Jlébnikov cambió con frecuencia sus máscaras poéticas: el sabio Zanguezi, el pagano de los bosques, el poeta-niño, el Gul Muláh (sacerdote de las flores), el derviche-urús, como le llamaban en Persia, fue al mismo tiempo que todo eso un ingeniero del lenguaje.

La biografía de Jlébnikov fue sin duda una biografía extraordinaria de un poeta que no se preocupó de reconocimientos y rencillas, que fue feliz e infeliz a su manera, complejo, irónico, extrovertido y huraño, y que tuvo una muerte espantosa. Esta biografía está conectada estrechamente con su poesía. Por muy extraña y desaforada que fuese su vida de peregrino y poeta, y por muy horrenda que fuese su muerte, su biografía no debe eclipsar su poesía. Es un error abandonar a la persona por la biografía. En la literatura rusa estos casos no son infrecuentes. Venevitínov, poeta complejo e intrigante, murió a los veintidós años, y desde entonces lo único que invariablemente recuerdan de él es una cosa: que murió a los veintidós años.

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Esta persona no se puede reducir a ninguna escuela ni tendencia poética. Su poesía es tan irrepetible como la de cualquier otro poeta. Y es posible aprender de ella una vez que hemos perfilado el trayecto de su desarrollo, sus puntos de partida y sus métodos particulares. Porque en estos métodos es donde se encuentra por entero la moral de la nueva poesía. Esta es una moral de la atención y del coraje: la atención a lo aparentemente intrascendente, sometido siempre a la retórica y la costumbre ciega, pero en realidad fundamental y decisivo; el coraje de la palabra poética honesta y necesaria, que llega al papel sin cubrirse de ningún tipo de envoltorio literario, y el coraje de la palabra necesaria, no intercambiable por otra, no «tomada del vecino», como decía Viázemski.

¿Y qué pasa si la palabra más honesta es también la más vulgar? Pero aquí está toda la valentía de Jlébnikov y su última libertad. Todas las escuelas literarias de nuestro tiempo sin excepción viven exclusivamente de prohibiciones: esto se puede, esto no se puede, esto es vulgar, esto es ridículo. Jlébnikov vivió por una libertad poética que era en cada caso necesidad.

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