Iuri Lotman
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Traducción: Omar Lobos
Gógol era un mentiroso. La aspiración a abrir el alma ante el lector y decir “la verdad” era considerada la cumbre del arte romántico. La cumbre del arte gogoliano era ocultarse, inventar en el lugar de sí mismo a otra persona y desde ese personaje interpretar un vodevil romántico de falsa sinceridad. Este principio determinaba no solamente las orientaciones creativas, sino también la conducta cotidiana de Gógol. Basta con examinar sus cartas para convencerse de que sistemáticamente mistifica a sus corresponsales: encontrándose en Rusia, escribe como desde el extranjero, inventa detalles inexistentes, que se convierten después en enigmas torturadores para sus biógrafos. Hay una peculiar curiosidad en el hecho de que al escritor que se ha vuelto emblema de la justa representación de la vida en la literatura rusa, le gustara mentir tanto en su obra como en lo cotidiano. Pero no era esta una mentira a ejemplo de los héroes de Kúkolnik.
El pensamiento de Gógol es como si fuera tridimensional, todo el tiempo incluye en sí la modalidad “y si hubiera sucedido de otra manera”. En general este “y si” aparece como fundamento de aquello que en la obra de Gógol habitualmente llaman fantasía. Pero si, por ejemplo, en la obra de Goncharov el hecho ha sucedido así, y solamente así, “como sucedió” y debía suceder, en el espacio multidimensional del arte gogoliano cada realidad es como si fuera “la realidad”, porque su lugar podría ocuparlo una innumerable cantidad de realidades igual de probables. La realidad para Gógol es siempre una entre muchos millones de posibilidades, recortadas casualmente por la vida entre el espacio infinito de sus potenciales.
Es conocida la anécdota literaria según la cual Richardson, concluida su novela, salió lloroso a ver a las damas que lo esperaban con las palabras: “Recen por ella, está allá”, señalando con el dedo al cielo, adonde, según opinión de Richardson, se había dirigido el alma de la heroína. A Gógol, para señalar los caminos de sus héroes, no le habrían alcanzado los dedos de las dos manos, y todos los dedos habrían señalado a caminos “verdaderos” realmente posibles, con el pequeño reparo de que lo menos probable y verdadero para Gógol era lo que sucedía en realidad. Probablemente, lo excepcionalmente interesante sería fantasear sobre qué otras continuaciones del argumento podía proponer Gógol a sus lectores. Su cantidad habría sido innumerable, pero sobre todo lo curioso es que todas habrían sido, por un lado, “justas”, y por el otro, “las únicas posibles”.
Habitualmente un escritor despliega sus motivos en el espacio bidimensional de la hoja de papel en blanco, y esto en absoluto resulta tan neutral para la correlación entre su obra y la realidad por ella creada. Como un director de cine ve el mundo a través de la ventana de la pantalla, el escritor convierte en realidad solamente aquella realidad que puede ser escrita con palabras en la hoja de papel.
Solamente convertida en páginas de manuscritos o de libros la realidad se vuelve para Gógol realidad. El texto gogoliano no es un cuaderno escrito, sino un inmenso número de variantes que se contradicen la una a la otra, pero variantes reales en grado de igualdad. Cuando Jlestakov, variando infinitamente, cuenta su vida (creyendo simultáneamente en cada una de sus fantasías), inmediatamente nos está introduciendo en la mecánica del proceso creador de su autor: todo es distinto, pero todo “puede ser”. Yo creo que si a Gógol le hubieran propuesto un argumento según el cual Chíchikov de repente apareciera como el principal héroe positivo, “un ojo del Estado”, llamado a echar una mirada a Rusia desde la puerta de servicio para saber sobre ella con auténtica veracidad, y el portador de la verdad más elevada, Gógol con absoluta seriedad podría haber pensado también esta variante.[1]
Para Gógol en la vida todo es real y posible justamente porque todo es irreal; lo irreal e imposible prácticamente no existe. Cuando uno se topa con la contraposición de las creaciones de Gógol llamadas realistas y las “fantásticas”, es imposible apartarse del sentimiento de que la antítesis esta es aparente. No es casual que la imagen favorita de Gógol sea un paisaje reflejado en el agua, es decir, un espacio en el cual la noción de arriba y abajo prácticamente está anulada.
Para Gógol es característica la conversión del mundo simple y habitual al punto de volverse inadvertido (“como si no existiera”) en un mundo donde todo es inesperado y por eso se colma de nuevos sentidos. Así, el movimiento con el cual una persona al momento de comer dirige una cuchara a la boca es tan habitual que es como si dejara de existir, se vuelve transparente e inadvertido. Pero el héroe gogoliano puede errar el blanco y no ir a dar a la propia boca: lo inadvertido y habitual –que la persona se lleve la comida a la boca, y no se pase de largo– se vuelve un acontecimiento, e incluso, más que eso, casi un milagro.
Aquí se destaca cierto paralelo entre Gógol y Swift. Tal como Swift, Gógol mira el mundo como una cosa completamente ajena y colmada de acontecimientos asombrosos. No obstante, los héroes de Swift, para experimentar semejante concepción del mundo, tienen que ir a países desconocidos o incluso caer en otro planeta; el héroe de Gógol hace lo mismo sin abandonar Petersburgo o Rusia, es como si mirara por primera vez el mundo, que le es desconocido e incomprensible. Gógol explica al lector la realidad con recursos conocidos ya en la literatura europea del siglo XVIII: la conversión de todo en incomprensible. El narrador de Gógol pareciera que por primera vez ha visto el mundo que lo rodea, por eso para él no hay nada neutral: todo es o bien ridículo o bien absurdo, o bien inexplicable y terrible.
Según una opinión extendida, Gógol había comenzado como romántico, sumergido en aquello fuera de lo común, en lo que no acontece en la vida diaria cotidiana. En efecto, el sentimiento de asombro nunca abandonaba a Gógol, y cuanto menos creíble fuera aquello sobre lo que escribía, más creía él en la verosimilitud de esto. Por supuesto, para Gógol su obra más realista fueron los “Pasajes selectos de la correspondencia con amigos”.
Si fuera necesario determinar brevemente la esencia de aquello que habitualmente se llama el realismo de Gógol, lo más exacto de todo sería proponer la fórmula “una reserva inagotable de las posibilidades de la vida”. Con esta propiedad, en particular, están relacionados los fracasos de las tentativas por trasladar “Almas muertas” u otras obras de Gógol a la escena, a pesar de la naturalidad aparente de semejante conversión: la escena separa demasiado rígidamente aquello que ocurrió de aquello que no podía ocurrir o podría no ocurrir. Es por esto que el más “teatral” de los escritores rusos más raramente que nadie logra su plasmación en escena. En su momento entre el número de teatralizaciones de “Almas muertas” estuvo la puesta del MJAT[2] del período de su florecimiento artístico. La puesta de “Almas muertas” contó con la participación de Moskvín, Toporkov, Tarjánov y fue la cumbre de la maestría escénica. No obstante, es difícil llamar logradas a estas experiencias, y la razón de esto yace, por extraño que sea, en la facilidad aparente de la tarea misma.
La prosa de Gógol entraba tan naturalmente en el espacio de la escena que incluso el MJAT no resistió la tentación de crear ilustraciones escénicas directas que graficaban el texto del poema gogoliano. La libertad de tales ilustraciones teatrales estaba ligada a la clásica notoriedad de las obras de Gógol. Por supuesto, hay que considerar también que la puesta conmemorativa de 1932 era percibida por el espectador y la crítica sobre el fondo de las improvisaciones vertiginosas y la invención del teatro de Meyerhold, por añadidura en circunstancias en que este teatro había sido sometido a una dura e injusta crítica, en tanto que el MJAT había recibido la aprobación oficial como portador de las tradiciones clásicas. De tal modo, el momento de la historia de las realizaciones teatrales de Gógol del que estamos hablando estaba lejos del tranquilo desarrollo natural y discurría en un marco de filosas discusiones que no dejaban de ser peligrosas para sus participantes.
En el período en que se barría con el teatro de Meyerhold (utilizando la terminología en curso en ese entonces: la meyerhóldshina) el MJAT se apartó fuertemente de lo ilustrativo, y la genialidad de los actores no lo salvó de una pátina de aburrimiento académico. Junto con el subjetivismo del director de escena fue arrojada a un lado también la fantasía creadora. No es casual que en este período duro para la escena teatral puestas tales como “Los días de los Turbín”[3] sufrieran menos que “Almas muertas”. La libertad del director allí no se tropezaba tan de inmediato con el dogmatismo académico de la interpretación del texto escénico. La aparente facilidad de convertir textos clásicos conocidos en representación teatral en realidad solamente acrecentaba las dificultades artísticas.[4] Si se hubiera podido, como en una pantalla multidimensional, mostrar simultáneamente, por ejemplo, todas las fantasiosas y falsas invenciones de Jlestakov, interpretarlas justamente en simultáneo, con el relieve idéntico de la realidad teatral, seguramente habríamos estado mucho más cerca de la conciencia artística del autor.
Tanto como en su mayoría no fueron exitosas las plasmaciones teatrales de Gógol, resultó poco convincente cualquier tentativa de exponer “el sentido fundamental” de sus obras. En estas tareas hay algo que recuerda el propósito de trasladar el espacio multidimensional a una hoja de papel bidimensional. Es habitual asimismo el error del lector extranjero, que considera a Gógol según las leyes de la literatura europea: el infinito número de “y podría haber sido también así o así”, él lo toma como un cuadro bidimensional de la realidad.
El arte de Gógol menos que ninguna otra cosa es posible figurárselo como la realización de un tema formulado, la transmisión cronológica de las páginas de sus obras. Se trata de un torrente agitado, que todas las veces se detiene ante la pregunta “y si”. Con esto está relacionado otro rango sustancial de la creación gogoliana. Gógol creía que él no ‘representaba’ el mundo, sino que lo creaba. De aquí la fuente de una de sus más importantes tragedias. El joven Gógol creía que, representando el mal, lo estaba aniquilando. El Gógol maduro depositó sobre sí mismo la responsabilidad por la existencia del mal, pues la representación era, desde su punto de vista, creación. Aquello que la literatura romántica a menudo figuraba como metáfora, para Gógol se convirtió en realidad. Él se cargó sobre los hombros la creación del mundo y se asustó de aquello que él mismo había creado. Pero cuando, según su intención, junto al mundo horrible debía ser creado otro, maravilloso, Gógol sintió que la propiedad mágica de crear aquello que aún no existía lo había abandonado. Entonces la creación se convirtió en una criminal multiplicación del mal. Gógol tenía la valentía de asumir esta responsabilidad, pero no le alcanzaban las fuerzas para sobrellevarla.
La particularidad gogoliana de crear no textos sino posibilidades de textos se manifestó como una de las razones de la tan sostenida y determinante influencia de Gógol en el desarrollo ulterior de la literatura rusa. No bien Gógol al final de su vida pasó a exponer la verdad como prédica, es decir, no bien él se representó la verdad como algo final y bidimensional, no bien se prohibió a sí mismo mentir en sus obras, multiplicando más y más esos espacios de la vida creados por su fantasía –es decir, no bien dio crédito a sus contemporáneos de que debía convertirse en un predicador de la verdad, conocida solo por él, y de que, en consecuencia, la verdad era algo único, dado a alguien en su acabamiento (no es casual que justamente en este momento en los textos de Gógol hayan empezado a sonar las notas blasfemas de una identificación de sí mismo con el Altísimo), él dejó de ser Gógol. De ser quien tenía el poder de crear la vida en toda su imprevisibilidad, se convirtió en un aburrido predicador de cierta única verdad solo por él descubierta. En esto no había casualidad.
Una de las preguntas radicales de la literatura rusa del siglo XIX fue la pregunta “¿Quién es el culpable?”[5]. Está claro que el culpable puede ser solamente el creador. Gógol conocía solamente dos creadores: el Señor y él mismo. Era demasiado buen cristiano para admitir la posibilidad de responsabilidad del Señor por el mal del mundo. Entonces, se la cargó él sobre sus propios hombros. Heine tiene un poema que puede explicar muchas cosas de la posición subjetiva de Gógol. Lo citamos en la traducción rusa en prosa:
Soy un Atlas infeliz,
Todo el mundo del mal cargué sobre mis hombros.
Levanté lo inlevantable.
Corazón orgulloso, querías salvar el mundo,
Y ahora eres infeliz…[6]
Gógol era un escritor que había atravesado los más diversos caminos de la vida, desde Kiev hasta París. Arbenin en “Mascarada” de Lérmontov dice:
Por doquier yo vi el mal, y orgulloso, ante él
No me rendí en parte alguna.[7]
Si el orgullo es un pecado, este fue el pecado principal de Gógol. No obstante, las acusaciones a Gógol de orgullo exagerado que sonaron más tarde, por regla general sonaban en boca de aquellos que no tenían de qué estar orgullosos. Gógol por su parte se medía a sí mismo con la grandeza de la víctima que él mismo voluntariamente se había condenado a ser.
* * *
El hilo organizador de la literatura rusa fue su aspiración a la verdad desnuda. Más alto elogio que la confirmación de la sinceridad y objetividad del escritor la literatura no ha conocido. En este pathos de objetividad surgió luego el género ensayo y se conformaron los caminos ulteriores del desarrollo literario del siglo XIX.
La tendencia realista sobreentendía tácitamente que en la vida había una única verdad; y que a todo lo que no puede llamarse verdad corresponde denominarlo mentira. Pero en Gógol la costumbre de mentir era equivalente a la creación artística. Él era, tal vez, el único de los llamados realistas para los que “la verdad” había dejado de ser el criterio dominante.
El escritor “realista” observaba la vida, trataba lo más exactamente posible de penetrar en su esencia, es decir, suponía que la vida ya estaba creada antes de él, y que él tenía que describirla con justeza. La vida había sido creada no por él, y sea quien haya sido su creador –el Señor, la naturaleza o las leyes sociales–, este en cualquier caso precede a la vida, así como el rostro de la persona precede a su fotografía. De aquí la idea de que a la vida ya creada hay que o bien copiarla o bien rehacerla. Gógol introducía al lector en la vida captada en el momento de su creación. Para él la creación de la obra literaria era no la copia de la vida, sino su creación. De aquí también el sentimiento de la responsabilidad personal por el mal reinante en el mundo.
Andersen tiene un argumento sobre un artista creador. Todo lo que pinta inmediatamente es reproducido en la realidad. Un mal artista que se apropia casualmente de su pincel crea una imagen fea, el cuerpo deforme de una muchacha. El creador, apareciendo en este momento, ya no puede corregir la pintura. Le queda solamente pintar al lado de la figura de la muchacha deforme un joven enamorado de ella. Es difícil encontrar una metáfora más cercana a la creación gogoliana. Gógol representaba figuras humanas deformes y repugnantes; no obstante, la relación con estos personajes no era en él en absoluto tan simple. No casualmente decía: “Pues no reconoce el tribunal contemporáneo que se necesita mucha profundidad de alma a fin de iluminar un cuadro tomado de la vida despreciada, y elevarlo a perla de creación (…) ¡Y largo tiempo aún me ha sido fijado por un poder milagroso ir de la mano de mis extraños héroes, iluminar la vida pasando colosal, examinarla a través de la risa visible al mundo y de las a él invisibles, incógnitas lágrimas! Y lejos aún está aquel tiempo, en que por otro surco la temible ventisca de la inspiración se alce de una testa investida de santo horror y de fulgor, y perciban en un turbado trepidar el majestuoso trueno de otras hablas…”[8]
De aquí en resumidas cuentas el sentimiento gogoliano de que su propia creación era pecaminosa. La propia actividad de escritor es como que desgarrara a Gógol en dos partes. Como artista él siente que la verdad está del lado de Pushkin. Como escritor –continuador de la escuela pushkiniana–, puede describir solamente la verdad de la vida (la fuerza divina es la fuerza de la verdad, y por eso el artista debe representar la verdad de la vida), pero como filósofo místico le teme a esta verdad, ve en la representación del mal su multiplicación y en cualquier caso asume un rol pecador: o el pecado de la mentira, o bien el pecado de acrecentar la fuerza diabólica.
Por lo visto con esto está relacionado el tema fundamental de la creación de Gógol: el tema de la mentira, de lo aparente, las correlaciones de lo realmente existente y lo imaginariamente existente. Desde este punto de vista es interesante su comedia Los jugadores.
En Los jugadores se crea una típica situación literaria donde intervienen un timador, un padre honrado, un joven inexperimentado al que engañan, y este argumento tradicional concluye con el desenmascaramiento final del timador. Después resulta que el timador es la única persona que aparece realmente como víctima del engaño. Los restantes son todos mentirosos: “Todo es engaño, todo es ensueño, todo es no lo que parece”[9]. De tal manera, a un argumento –literario y moralista– se le superpone un segundo argumento, en el cual el mundo se presenta en su auténtico semblante. La mentira resulta ser la única verdad.
Ante esto queda expuesto además el segundo plano, además del temático: no hay ni un solo personaje femenino ni ningún héroe “típico”. Al mismo tiempo todos los personajes son ilustrativamente estereotipados. Aparecen ante el rostro del espectador como una encarnación viva de máscaras literarias que le son muy bien conocidas, de allí que el estado inicial del espectador sea pensado como la inmersión en una situación extremadamente conocida. El espectador es introducido por el autor en un mundo que está formulado ilustrativamente como comprensible y que no contiene en sí secreto alguno.
Alexandr Blok en El retablillo hace una acotación: “La lejanía que se ve por la ventana resulta pintada en un papel. El papel se ha roto. Arlequín voló al vacío con los pies para arriba. En el agujero del papel se ve un cielo que se ilumina”[10]. Blok es como si escénicamente duplicara la situación de Los jugadores. El estereotipado sistema de determinación de roles dibujado por Gógol resulta falsamente real. Aquello que el espectador tomaba como la reproducción escénica de la realidad es desenmascarado como una escena dentro de otra escena, un duplicado teatral. La “realidad” es actuada. Los actores que interpretan ante el espectador el texto gogoliano son actores en un cuadro. Son actores que hacen de actores, utilizando la fórmula del propio Gógol: “todo es engaño, todo es ensueño, todo es no lo que parece”. De tal manera, la “realidad”, al comprobarla, resulta apariencia, “ensueño”. Ante nosotros, se juega con una de las nociones de base del romanticismo, la palabra “ensueño”, que recibe dos significados que se superponen el uno al otro: simultáneamente el eslavoeclesiástico tradicional y el romántico, ya convertido para este tiempo en estereotipado.
La propia realidad se presenta ante el auditorio gogoliano bajo una iluminación doble. Por un lado, es una realidad que es reproducida por el autor; por otro, el propio proceso de reproducción es un desenmascaramiento. No solamente esta verdad resulta una mentira, sino que también la verdad misma en principio, como cierta esencia interior, es puesta en duda. Tal como en “Una terrible venganza”: “Esas montañas no son montañas: no tienen pie, debajo de ellas, así como en lo alto, una cima puntuda, y tanto bajo ellas como sobre ellas un alto cielo. Esos bosques que están en las colinas no son montes: son cabellos crecidos en la cabeza peluda del abuelo del bosque. Debajo de esta, en el agua, se remoja una barba, y bajo la barba y sobre los cabellos el alto cielo. Esos prados no son prados: son un cinturón verde, que ciñe por el medio el cielo redondo, y en la mitad superior y en la mitad inferior se pasea la luna”[11].
El multiplicado reflejo del reflejo en el reflejo se convierte en el principio de penetración más allá de los límites de cualquier reflejo. Esto pone en duda la propia posibilidad del reflejo, es decir, el fundamento del arte. Por esto el pasaje del arte a la prédica se convierte para Gógol en una necesidad fatal.
G. A. Gukovski concluía el curso sobre Gógol que dictaba en la universidad de Leningrado de una manera efectista: con el recuerdo de un suceso del que le había tocado ser testigo una vez. Una persona que atravesaba las vías se encontró encerrado entre dos formaciones ferroviarias que corrían a toda velocidad una al encuentro de la otra por caminos paralelos. Cuando los trenes pasaron, la figura de la persona fue como si se congelara en posición vertical, pero la inercia de las dos velocidades que se dirigían en paralelo en sentidos opuestos, en palabras del conferenciante, le arrancó a esta persona la cabeza. El cuerpo sin cabeza durante algunos segundos conservó aún la posición vertical. No me pondré a juzgar qué tan exactamente G. A. Gukovski transmitió esta situación. Pienso, no obstante, que la tragedia de Gógol no representa en sí un paralelo exacto con ese suceso, aun si hubiera tenido lugar (la velocidad real de los trenes de aquellos tiempos vuelve esto muy dudoso).
Es posible, no obstante, que G. A. Gukovski haya utilizado la imagen de Andréi Bieli[12], y entonces la conclusión efectista del curso de Gukovski encerraba en sí una otra mistificación: la metáfora pictórica de A. Bieli fue realizada por él en una improvisación de conferencista. G. A. Gukovski nunca utilizaba textos preparados de antemano y no se apoyaba en ningún apunte escrito previamente, sino que construía sus lecciones, sentándose en el borde del púlpito, como improvisaciones libres. Incluso las citas que siempre refería con mucha exactitud (los estudiantes a veces verificaban a su expositor), las refería de memoria. Su memoria era absolutamente impactante. Gukovski aquí, por supuesto, superponía a Gógol el estereotipo fáustico:
¡Dos almas, ay, viven en mi pecho!
Y una quiere arrancarse de la otra.[13]
Esta imagen efectista, no obstante, rebajaba la tragedia de Gógol al nivel de un estereotipo romántico. A pesar del carácter único de la tragedia creadora de Gógol, en un determinado sentido es estereotipada para el arte en general. El arte en principio no puede poner delante de sí problemas realmente solucionados, pues los problemas “realmente solucionados” son problemas ya resueltos, y el arte no se ocupa de problemas resueltos. Se los transmitirá con indiferencia a la pedagogía, creando con esto otra tragedia, ya pedagógica: cómo convertir el problema en resuelto, conservándolo a la vez como problema.
***
La tradición teatral que se había desarrollado hasta fines del siglo XVIII abría ante el dramaturgo uno de dos caminos posibles. La llamada “tradición shakespeariana”, que había conquistado para sí uno de los puestos rectores en la escena teatral, sobre todo en el drama, creaba un carácter al modo de una unidad de rasgos psicológicos opuestos y recíprocamente excluyentes. Confrontando las llamadas tradiciones shakespeariana y molieresca, Pushkin escribía: “Los personajes creados por Shakespeare no son esencia, como en Molière, tipos de tal pasión, de tal vicio, sino seres vivos, colmados de muchas pasiones, de muchos vicios; las circunstancias desarrollan ante el espectador sus caracteres diversos y multifacéticos. En Molière, el Avaro es avaro y nada más; en Shakespeare, Shylock es avaro, listo, vengativo, ama a su cría, es ingenioso. En Molière el Hipócrita anda detrás de la mujer de su benefactor, fingiendo; acepta la propiedad para preservarla, fingiendo; pide un vaso de agua, fingiendo. En Shakespeare el hipócrita pronuncia su sentencia en el juicio con engreída dureza pero con justicia; justifica su crueldad con la apreciación profundamente meditada de un hombre de estado; seduce la inocencia con fuertes y atractivos sofismas, no con una mezcla ridícula de devoción y galanteo. ¡Angelo es un hipócrita porque sus acciones publicitadas contradicen sus pasiones secretas! ¡Y qué profundidad en este carácter!”[14]
La llamada “tradición molieresca” yacía sobre la base de los caracteres cómicos, al mismo tiempo que la “shakespeariana” se convertía en el fundamento del drama prerromántico. La primera tradición creaba los caracteres típicos, la segunda las figuras individuales. La primera ponía en acción tipos teatrales ya conocidos para el espectador, la segunda creaba estos tipos; la primera ilustraba, la segunda generaba. De este modo, la estética del primer tipo proporcionaba al espectador la alegría del reconocimiento; la segunda, lo sacudía con lo inesperado. Los distintos géneros –drama, tragedia, comedia, vodevil– poseían como si fueran tipos de caracteres ya fijados. El prerromanticismo comenzó por la mezcla de estos tipos. La introducción en la tragedia de elementos cómicos y en general la erosión de las fronteras genéricas comenzó a ser concebida como una de las “tradiciones shakespearianas” fundamentales. La mezcla de estereotipos se dio bajo la consigna de rechazar el propio principio de estereotipicidad y permitió ver en el reflejo escénico el espejo de las contradicciones vivas de la vida. Entretanto, el mecanismo en sí de semejante construcción de la figura era bastante simple y distaba aún mucho de romper con el principio mismo de la convencionalidad escénica.
Beaumarchais aún tenía la posibilidad de dar vuelta los principios de la escena y sacudir al público con la simple mezcla de procedimientos antes incombinables. Kotzebue ya podía estampar “a la manera de Shakespeare” un drama tras otro, y esto no chocaba al espectador, que se incorporaba fácilmente a su estereotipo acostumbrado. No obstante, el secreto de semejante innovación muy pronto fue adivinado, y uno de los satíricos de comienzos del siglo XIX tenía fundamentos para quejarse: “Solo kotzebiadas hay ahora en la escena”.
La conversión de la innovación prerromántica en “kotzebiada” se dio simultáneamente por la sentencia contra los rápidamente vulgarizados caminos del teatro y por la exigencia de nuevas búsquedas cardinales. El drama respondió a esta demanda con la pluma de Schiller. La comedia tuvo que buscar otros caminos, como siempre más difíciles. De nuevo cobró su actualidad el criterio de “imitación de la vida” que ya más de una vez había figurado en la historia de la escena. Nuevamente advino una época de experimentos decididos.
Los jugadores de Gógol fueron un experimento en esta dirección de los más osados de la historia de la escena, y dudo de que hasta el momento se lo haya valorado por sus méritos. Puede decirse, sin temor a caer en la exageración, que Los jugadores constituyen una auténtica época en la historia del teatro europeo. Antes que nada, es un ejemplo único de pieza teatral en la cual la presencia estética es realizada con el método de la ausencia. En Los jugadores Gógol desnudó la escena de todos los aspectos de la convencionalidad ya acostumbrados. Las particularidades de la obra pueden subrayarse del modo más fácil señalando dos principios básicos: el principio de la ausencia y el principio de la presencia imaginaria.
Los jugadores son una obra de teatro sin amor. Simultáneamente fueron dejados de lado procedimientos y tradiciones escénicas relacionadas con los disfraces que aún desempeñaban un papel sustancial en las tradiciones de Molière y Beaumarchais. Al perder actualidad, arrastraron consigo un estrato enorme de reservas escénicas, tan habituales en ese tiempo para el espectador que incluso no era necesario reproducirlas una y otra vez, sino limitarse a alusiones a esas formas tradicionales del gesto escénico-teatral. De este modo, uno de los resortes fundamentales de la trama cómica fue abandonado por Gógol voluntariamente. En cambio, fue exacerbado y puesto de relieve aquello que el propio Gógol llamó “el fundamento de la vida petersburguesa”, extendida aquí, en verdad, no solamente a Petersburgo, sino a los propios cimientos de la realidad rusa: “todo es engaño, todo es ensueño…” (la significación, ya habitual en ese momento para el léxico del romanticismo, de la palabra “ensueño” le añade un carácter filosófico general a una trama en esencia particular[15]).
La primera capa del argumento es creada por estereotipos teatrales bien conocidos para el espectador. El personaje principal es un fullero profesional, un timador que convierte los procedimientos del timo no solo en una teoría científica integral, sino que hace realidad esta teoría con la genialidad del artista.[16] Íjariev es como si fuera un Hamlet del nuevo tiempo: creador de la cultura de la época del engaño, un genio que hace realidad el principio básico de la nueva vida. Una mente inmoral, la unión de la invención fáustica y la sed burguesa de lucro, plenamente libre de limitaciones éticas, un genio de la época balzaciana, que debe salir a escena como un vencedor brillante tras conquistar el poder sobre el mundo a los ignorantes e imbéciles (esquema reproducido en adelante en la imagen de Ostap Bender[17])[18], tal la figura central de la obra. La mente que llega a la genialidad, el talento, la tenacidad y la completa inmoralidad, tal es el equipamiento del nuevo Germann[19] creado por Gógol. El paralelo entre los héroes de Pushkin y de Gógol es evidente y conscientemente subrayado, y también es paralelo el resultado final: la tontería, lo casual, lo impredecible de la vida rusa, su indeterminación lógica, son fuerzas ante las que, para luchar con ellas, la mente y la inmoralidad más refinadas resultan impotentes (no puede olvidarse que las primeras son proyectadas en Gógol a la lógica misteriosa de la historia rusa, al tiempo que la inteligencia y la inmoralidad adquieren conscientemente rasgos del camino “occidental”.[20]
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Distintos sistemas estéticos pueden examinar desde puntos de vista diversos el problema de la convención teatral. Para unos lo que ocurre en el escenario es una fantasía creada por el arbitrio del autor, para otros, la auténtica realidad. Pero cuando el espectador se encuentra en la sala, se olvida tanto de que delante de él hay una escena como de todos los indicios exteriores del teatro (desde el foyer hasta el buffet). Lo representado en la escena se convierte para él en la única realidad auténtica: aquello que no se relaciona con ella “es como si no existiera”. Puede ver al director oculto entre bambalinas, a los apuntadores, toda la demás mascarada de la vida teatral, pero él “al verla, no la ve”; eso no es la realidad, sino una “realidad imaginaria”, no es la vida, sino una mascarada de la vida. Esta realidad dual del teatro se convierte en un procedimiento desnudo cuando en la escena es interpretada otra escena: el teatro representa en sí mismo un teatro. En el límite entre esas nociones surge una metáfora: la vida no es más que una escena sobre un escenario, una realidad imaginaria que interpreta el papel de una realidad auténtica. Por eso la representación de escenas sobre el escenario siempre es un procedimiento penetrante, que se desnuda a sí mismo, así como un símbolo artístico-filosófico saturado. Apoyándose con un extremo en problemas puramente estéticos, con el otro ineludiblemente toca cuestiones filosóficas fundamentales: qué es la realidad y, más que eso, qué es la verdad, pregunta con la que Poncio Pilatos trató de turbar a Cristo. Es decir que el arte ineludiblemente se transforma de problema estético en problema objetivo y ético.
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En Los jugadores el espectador se encuentra en el espacio de la realidad y la escena en el espacio de la teatralidad. Luego todo se da vuelta. Ya hemos dicho que el timador es la única persona honrada y víctima del engaño. La persona honrada resulta un timador que interpreta el papel de una persona honrada. El padre noble es aquel que interpreta el papel de padre noble. De tal modo, Gógol crea un problema de papeles dobles: la vida que interpreta el papel de la vida, pero que en realidad no es presentada como vida. La obra se construye según el principio del teatro dentro del teatro, donde tras una mentira de muchas capas se insinúa la pregunta fundamental: “¿Qué es la verdad?”. Gógol es como si nos introdujera en el mundo de Pilatos, donde distinguir la verdad de la mentira es posible solamente con cierta elevada penetración. Como pensador religioso, Gógol cree en la realidad de la verdad; pero como combatiente que desafía a combatir al más poderoso de sus rivales, no puede no sentir cuánto más fuerte es su enemigo que él.
En su esencia, Los jugadores se vuelve contra la tradición del siglo XVIII, donde Fígaro engaña a los otros personajes pero no al público. Está vuelto de cara a la sala y enseguida descubre ante el espectador todo el mecanismo de sus diferentes engaños, entre tanto que en Gógol la escena permanece para el espectador hasta el final mismo como la esfera del engaño. Solo en el último acto son arrancadas las máscaras. Gógol no proporcionó el criterio para distinguir la mentira de la verdad. Esto lo fuerza después a introducir un criterio desde fuera: desde la moral, desde la religión; pero la propia acción es como si permaneciera bajo la máscara, y si no estuviera el último acto, la obra muy bien podría terminar como el triunfo de la virtud sobre los astutos. Pero la obra se construye como capas sobre capas. La honradez es un engaño de muchas capas, por eso Gógol introduce la verdad no oponiendo al timador una persona honrada, sino que sobre el timador superpone a un nuevo timador, ante el cual el otro parece ingenuo y honrado.[21] El astuto y diestro Fígaro de Beaumarchais hace girar en sus manos toda la trama, y todo se cumple en correspondencia con sus intenciones. En Gógol, por el contrario, justamente el más diestro y astuto timador resulta ser engañado. Como más tarde dirá Tsvetáieva en el “Poema de la montaña”:
Decía que lo hacía girar el demonio,
que en el juego no hay intención.[22]
Esto es, en esencia, la expresión del pensamiento de Gógol. Con otras palabras, esto mismo dijo Gorki: “Un mendigo colgó sus peales a secar, y otro mendigo se los robó”[23].
Presentada así la cuestión, naturalmente fuerza a pensar en los criterios de lo verdadero. En este sentido Los jugadores es particularmente importante: para poder arrancarse de los límites de la mentira, es preciso “abrir un agujero” en el espacio cotidiano. De aquí la aspiración de Gógol a encontrar para el arte criterios exteriores, éticos o religiosos, pero que siempre contradigan las categorías acostumbradas para la escena: provecho, éxito, picardía. En este sentido Los jugadores es como una polémica puesta del revés con los principios fundamentales del siglo XVIII. Pero en el fondo, del mismo modo están construidos Los novios: el suceso en su interior no encierra criterios de verdad.
No obstante, sería una tremenda simplificación olvidar que Gógol así y todo no estaba tan lejos de las ideas fundamentales del siglo XVIII: la fe en lo natural del bien, en lo antinatural de la mentira, en que una mirada simple y sin picardía es el criterio fundamental de la fe en el triunfo final del bien. El bien para Gógol no es un milagro ni un enigma romántico, sino la vida más simple y más natural. Por eso el triunfo final del bien en los argumentos de Gógol, por regla, no despiertan asombro. El hecho de que Jlestakov resulte desenmascarado es como si estuviera sugerido por toda la trama. Lo que despierta asombro –y esto directamente lo manifiesta en el final el alcalde– es otra cosa: de qué modo Jlestakov logró engañar a sus víctimas ante lo evidentemente disparatado tanto de sus acciones como de sus palabras. Pero el secreto se encierra justamente en lo último: en tanto la vida está construida sobre lo disparatado, lo disparatado se vuelve la más natural realización de la realidad.
Hace tiempo ya ha sido señalado que no son los héroes de Gógol los que engañan a aquellos que se vuelven sus víctimas: el engaño yace en el fundamento de la propia realidad que los rodea. En vista de esto, la fuente del engaño para Gógol es el fundamento falso de la vida, antinatural e inventado por el hombre. Por eso en Los jugadores no se le exigía a Gógol una trama amorosa. Sobre el fondo del mundo creado por los hombres, el amor se habría presentado como una cosa demasiado natural. Incluso en su faceta cotidiana, pintarrajeada con todos los colores de la realidad real, el amor aún no ha roto su vínculo con la representación rousseauniana de las propiedades naturales del hombre.
A Gógol más de una vez lo acusaron de querer aleccionar, de que luego de ser un escritor que representara la realidad se había convertido en un predicador, que no mostraba a sus espectadores cómo vivían en realidad sino que les señalaba cómo debían vivir. Esta acusación es correcta y a la vez incorrecta. Se construye sobre la ignorancia de algunos fundamentos de la estética gogoliana. Semejante al ya mencionado artista de Andersen, Gógol consideraba que el escritor no “refleja” la realidad, sino que la crea activamente. Ante esto, una mirada semejante, aunque contradiga todas las variantes de la, en su esencia hegeliana, “teoría del reflejo”, en realidad no carece de fundamento.
Con su creación Gógol demostró mejor que cualquier teoría que la representación de la realidad por su naturaleza misma no puede ser separada de su activa transformación. La realidad, convertida en texto, es ya una nueva realidad. En este sentido podemos decir que la existencia de la “realidad gogoliana” continúa mientras se lea y se represente a Gógol. Surge y renace de nuevo cada vez en los ojos y la conciencia del auditorio gogoliano. La ininterrumpida renovación de este auditorio y la repetibilidad de diversas variantes de sus contactos con el texto de Gógol (mejor dicho, con las interpretaciones de estos textos) componen un proceso creativo ininterrumpido y totalizador. El autor de hecho ya pierde su poder autocrático sobre aquel, y además la propia noción de autoría es sustancialmente transformada. Nosotros decimos que cada nueva puesta en escena de una obra de Gógol nos pone frente a una nueva obra, realizada a través del número incontable de sus realizaciones. Pero lo mismo puede decirse de cada nueva lectura y en general de cada nuevo contacto artístico en el triángulo dinámico: autor-texto-auditorio. Frente a esto, los contactos precedentes en los límites de este espacio no desaparecen sin dejar huellas, sino que se conservan en el potencial de la memoria de la cultura. De esta manera, en la dinámica de la realidad de la cultura se incluyen las leyes de la dinámica de la realidad. Este torrente crea un reservorio activo de nuevos gérmenes de sentidos. Justamente en este punto el Gógol predicador se separaba del Gógol artista.
Como predicador fue portador de la verdad final, que había que llevar impoluta hasta el lector en el aspecto en que ella, semejante a Atenea en la cabeza de Zeus, había nacido en su conciencia. La estructura artística creada por el propio Gógol tenía otra naturaleza. Se trataba de un proceso infinitamente reproducido, repetible y nunca repetido, siempre el mismo y siempre nuevo, que se reflejaba de nuevo en sus propios reflejos precedentes, siempre inesperado por su naturaleza. Simultáneamente, era opuesto tanto a cualquier forma de anquilosamiento como al proceso igual de ininterrumpido de pérdida de igualdad a sí mismo. Este principio gogoliano creció orgánicamente de la caracterización alguna vez lanzada por Pushkin (como siempre con genial sinuosidad) de la creación de Rossini: “Él es eternamente el mismo, eternamente nuevo”[24]. Estas palabras, por supuesto, se salen de los límites de la caracterización de la música del compositor italiano. Es una fórmula de relación del texto artístico vivo y su auditorio.
La ley de “eternamente el mismo, eternamente nuevo” es particularmente evidente en la percepción artística de las obras musicales, y no casualmente Pushkin la aplicó a Rossini. No obstante, es asimismo vigente también para la pintura, donde la fórmula “yo ya vi una vez este cuadro” es igual de inaplicable que su variante a una obra musical. Pero el desarrollo de la argumentalidad y la introducción en el arte de criterios fácticamente inartísticos de novedad abren el camino para un cambio en la psicología del lector. A la lectura repetida de la novela se traslada la relación que hay con la lectura repetida del periódico, es decir se destruye el propio fundamento de la vivencia artística del texto. El lector del periódico ya no puede naturalmente y sin una reeducación convertirse en lector de un relato. Ante esto, juega aquí un papel activo un criterio plenamente objetivo: el volumen de la memoria. Las nouvelles que ocupan la mitad de una página impresa son más fáciles de retener en la memoria activa que una novela de muchos tomos. Por eso una novela de muchos tomos es más natural que se la relea. A ella es más aplicable ya la utilización que hemos hecho de la fórmula pushkiniana “es eternamente el mismo, eternamente nuevo”.
Lo dicho obliga a pensar en los límites de la unidad del proceso. La portada en la cual se destaca: “Obras de Gógol”, vuelve la memoria del lector a cierto espacio artístico dinámico, en el cual es posible activar un gran número de elementos correlacionados entre sí de distinto modo. Este espacio vive tanto según las leyes del texto único como en calidad de unidades dinámicas diferentemente interrelacionadas, por momentos antagónicas e incompatibles. Este espacio se realiza en la conciencia del auditorio ya como suma de entramados, ya como órganos de un único cuerpo vivo. Una mirada no solamente no excluye sino que supone la realidad de otra. En su totalidad conforman la unidad dinámica del “espacio Gógol”.
El contraste entre el timador literario tradicional (imagen que varía la antigua figura folklórica del mentiroso y el Fígaro de Beaumarchais) y el héroe de Los jugadores pone de manifiesto una diferencia sustancial en lo que hace a la línea destrucción/construcción. El mentiroso tradicional es un destructor: destruye la realidad y por eso se relaciona con el mismo tipo de personajes literarios que los ladrones, bandidos, revoltosos. Contrastada con él, la figura gogoliana del mentiroso porta no un carácter destructivo, sino constructivo: no destruye el mundo existente, sino que crea uno nuevo con el acto de su mentira. Esta mentira es un acto de creación, porque nunca se realiza somo sustanciación de un engaño previamente planeado, sino que siempre se presenta como una improvisación creadora.
No es casual que el mentiroso Jlestakov pueda azorarse él mismo del vuelo de su fantasía: esta lo puede trasladar a lo inesperado. Así tampoco es casualidad que Gógol haya subrayado la sinceridad e ingenuidad de Jlestakov: no es él el que conduce en pos de sí una línea premeditada de mentira, sino que la mentira lo lleva a él, como la poesía lleva al poeta. Cada nueva inspirada mentira abre ante él nuevas posibilidades ulteriores de mentira. La mentira artística de Jlestakov es el autodesenvolvimiento de nuevas y nuevas variantes, que conduce a lo ilimitado, y no a la realización de una acción premeditada. Esto es un rasgo del folklore, y los argumentos de este tipo crean un texto infinito, pues cada nuevo paso adelante no es la aproximación a determinado resultado, sino la apertura de caminos ulteriores a lo infinito. Argumentos semejantes terminan en el folklore habitualmente en catástrofe. Siguiendo un modelo folklórico semejante Pushkin compone “El cuento del pescador y el pescadito”. El modelo de argumento en principio no tiene final, tenía que regresar, pasando a través de la catástrofe, al comienzo.
De tal modo, el timador literario –el pícaro Fígaro– se mueve por una recta desplegada hacia la victoria: el mentiroso folklórico, recorriendo esta trayectoria de autodesarrollo de la fantasía ilimitada, ineludiblemente debe regresar a “la tina rota”[25]. Este modelo argumental crea la imagen de un mundo imaginario, de una dinámica imaginaria, de éxitos imaginarios, de una victoria imaginaria, e ineludiblemente se cumple con el regreso al punto de partida. Por eso el Fígaro de Beaumarchais siempre es el vencedor, y su accionar siempre se desenvuelve en el mundo real; el timador gogoliano actúa en un mundo imaginario, donde “todo es engaño, todo es ensueño”. La creación en este mundo imaginario está subordinada a la ley fundamental del mundo diabólico; ella no existe, sino que parece. De tal modo, el engaño en este caso es efectivamente creación, pero creación diabólica, es decir imaginaria, que parece. Es una pseudocreación, que crea un pseudomundo, que puede cerrarse solamente con la desaparición de este mismo mundo.
Una construcción tal nos lleva a comprender el sentido del argumento del “Cuento del gallito de oro” pushkiniano. La compleja y tensa cadena de acontecimientos se cierra no con alguna cosa, sino con ninguna, no con la creación de algo nuevo (aun si malo), sino simplemente con la aniquilación, la desaparición:
Y esfumose la zarina
Cual si nunca hubiera sido.[26]
Esto nos lleva por un camino inesperado a la caracterización pushkiniana del siglo actual y el hombre actual “…con su mente enfurecida, bullendo en una acción vacía”. Si el modelo romántico creaba un carácter demoníaco, que engendraba una acción maligna demoníaca, una imagen semejante es un modelo “de inexistencia”, de una realidad imaginaria, que no es capaz de crear ni siquiera el mal.
***
Desenvolviéndose por estos caminos, Los jugadores de Gógol no crea un esquema literario definido, siquiera definidamente nuevo. Y Gógol no teme aproximarse a los modelos argumentales más tradicionales –por su esencia, primitivos– porque en la base de su construcción total yace la destrucción. El movimiento cumple su círculo: la extrema complejización de la estructura artística la vuelve a sus fuentes primitivas. La llamada irrealidad de los temas del joven Gógol (por ejemplo en las “Veladas en un caserío cerca de Dikañka”) posee tanta realidad cotidiana como las llamadas obras realistas del escritor. Aquello que habitualmente llaman el “realismo” gogoliano es fantasía trasladada a lo cotidiano, y la llamada prosa fantástica del joven Gógol es lo cotidiano trasladado a la fantasía. Cambian los acentos, la entonación autoral, pero el fundamento sigue siendo el mismo. En la base del argumento siempre yace un acontecimiento que es único.
A los escritores de la escuela natural los atrae aquello que sucede siempre. A Gógol, lo que no sucede casi nunca. Mejor dicho, siguiendo la expresión irónica del propio escritor, “rara vez, pero sucede”[27]. La realidad cotidiana del argumento para Gógol no es una ley, sino la excepción. La escuela natural se esforzaba en representar lo ordinario y lo cotidiano como algo natural y de todos los días. La posición de Gógol es opuesta. Para él lo más “natural”, un suceso común, es el resultado del entretejido fantástico de circunstancias increíbles. Los más pícaros de los héroes de Gógol no habrían sido capaces de engañar a aquellos que ya previamente no se hubieran engañado a sí mismos. Tras esto se oculta el elemento rousseauniano de la creación del joven Gógol. Ser un mentiroso para Gógol no es en absoluto un estado natural del hombre. Secretamente el hombre tiende a la verdad, pero la vida lo hace protagonista de situaciones antinaturales. En el fondo no es él el que engaña a la realidad, sino la realidad la que lo engaña a él. Las circunstancias literalmente fuerzan a Jlestakov a navegar por el mar de la mentira. Subjetivamente Jlestakov siempre está convencido de que dice la verdad: él no miente, sino que interpreta plenamente un papel creíble. La víctima principal de su engaño es él mismo. Como en el conocido argumento de Mark Twain el niñito mendigo, al encontrarse en la posición de príncipe, se convierte realmente en el propio papel, el héroe gogoliano a los ojos de sus interlocutores se convierte en el objeto de su imaginación.
Tanto las obras del escritor llamadas románticas como las igual de convencionalmente denominadas realistas representan un mundo en el cual la realidad adquiere una inautenticidad fantástica. La llamada “realidad” es Petersburgo, donde “el propio demonio enciende las lámparas solamente para mostrarlo todo no en su verdadero aspecto”[28]. No es casual que allá donde Gógol expone conscientemente la verdad al lector (por ejemplo, en las célebres palabras: “¡Soy hermano tuyo!”[29]) estos pasajes es como si se salieran del estilo general del texto. Según las convicciones de Gógol, el ser humano realmente es hermano de otro ser humano, y esta elevada verdad constituye el fundamento humanístico tanto del cristianismo como del utopismo social de Gógol. Pero en esta verdad no cree nadie, nadie se guía por ella en la vida práctica. La verdad para Gógol siempre es solamente una posibilidad en potencia, el fundamento profundo de la vida, que es tan real como real es la moral cristiana en la que se apoya la vida. Pero se hace realidad a través de su irrealidad.
Precisamente el hecho de que la vida cotidiana se construya sobre una base que por principio es otra obliga a Gógol a vacilar constantemente en la valoración de esas manifestaciones tan fundamentales para él como la vida y la verdad. Por un lado, la vida es aquello que debería suceder, pero en virtud de la intromisión diabólica no sucede. Entre tanto, la verdad es la ley divina de la vida, no obstante lo cual en lo cotidiano no se realiza nunca. De tal modo, desde un punto de vista dogmático la posición de Gógol es muy discutible: es irreal aquello que ocurre, pero goza de auténtica realidad aquello que en la vida no se cumple. La noción de realidad aceptada por la crítica después de Gógol se le representaba al propio escritor como algo excepcionalmente complejo. La realidad era aquello que no debería suceder aunque siempre sucede, y también aquello único o raro que las más de las veces no se hace realidad en la vida, y, finalmente, ese elevado ideal que guiaba al Creador del mundo. La situación del escritor en este laberinto “de la realidad” es excepcionalmente compleja. Él mismo no siempre puede determinar correctamente a quién está sirviendo: al Bien o al Mal. Servir al bien lo desvía de la representación de la vida real. Pero es que justamente el diablo es el padre de la mentira, mientras que servir al bien exige una justa representación del mal.
De tal modo, la situación del escritor es ambigua por naturaleza; por eso Gógol trataba de reemplazarla por la más linealmente directa posición del predicador. Pero aun en esta solución había su tentación. El escritor buscaba la verdad y llevó por eso una responsabilidad personal, el predicador proclamó una verdad ya conocida, y esto disminuía la peligrosa ambigüedad de su posición. No obstante, la situación del escritor –la peligrosa proeza del autosacrificio, el Gólgota voluntario, al mismo tiempo que es el que predica verdades ya admitidas– recuerda a aquel a quien el Señor amenazó con “vomitarlo de su boca” por no ser “ni caliente ni frío” (Ap. 3, 16). De aquí la general representación gogoliana sobre el papel sacrificial del escritor. Este último se profundizó aún más por la ambigüedad de este espacio entre la verdad y la prédica moral en el que Gógol trató de encontrar un punto de equilibro en el transcurso de toda su vida.
En Gógol la noción de belleza es casi siempre escultural, es decir está incluida en cierto espacio tridimensional. Esto fue una tentativa de vencer en sí mismo la imagen de un mundo caótico, que se disgregaba en partes incompatibles. Lo terrible, lo ridículo, en cualquier caso lo anómalo para Gógol, era cierta cosa que destruía las fronteras. Precisamente por eso para Gógol la antítesis de lo monstruoso eran la escultura y la arquitectura, es decir esos aspectos del arte en cuyo fundamento yace un espacio organizado. Pero el espacio este no está subordinado a las leyes del automatismo. El juego permanente entre lo organizado y lo variable constituía para Gógol la base de la propia vida. Este ideal se encarnaba en la imagen viva de la mujer bella, que, cambiando permanentemente, todo el tiempo seguía siendo ella misma. Este ideal se oponía tanto a la capacidad informe de cambios ininterrumpidos (véase, por ejemplo, “El Viy”) como a la belleza fría, incapaz de dinámica y, en consecuencia, muerta.
Gógol de hecho no fue un escritor, sino un hacedor. Él no esperaba en absoluto de sus obras solo el éxito literario, sino en primer lugar la transformación de la vida. Aquí nos acercamos a un rasgo esencial de la literatura rusa en general. Desde los tempranos siglos medios y hasta tiempos no muy lejanos el escritor suponía calladamente que la única justificación de toda su actividad era la transfiguración de la vida. En este momento, cuando esta fe comienza a vacilar, la literatura se encuentra en una trágica encrucijada: conservar su secular tradición nacional o bien convertirse en una lectura pasatista.
Notas
Artículo Publicado por primera vez en Труды по русской и славянской филологии. Литературоведение. II (Новая серия). Тарту: Tartu Ülikooli Kirjastus, 1996, с.11-35. La presente traducción toma como fuente Лотман Ю. М., О русской литературе, Санкт-Петербург, Искусство—СПБ, 2012, pp. 694-711.
[1] Jlestakov: protagonista de la comedia “El inspector” (1836). Chíchikov: protagonista de la novela Almas muertas (1842) [N. del T.].
[2] Moskovski Judóžestvenni Akademícheski Teatr: Teatro de Arte de Moscú [N. del T.].
[3] Pieza teatral de Mijaíl Bulgákov [N. del T.].
[4] Cada nueva puesta de cualquier pieza representada ya muchas veces exige una interpretación no solamente en la escena, sino también en la conciencia de los espectadores. El espectador debe reencarnarse en alguien que ve la realización de esta pieza “como si fuera por primera vez”, o gozar estéticamente con mínimas diferencias y una innovación microscópica. Hay que señalar que lo dicho es particularmente actual para el drama, pero no puede ser automáticamente extendido a la recepción reiterativa del arte de la ópera y el ballet, en los cuales la propia naturaleza de la correlación entre nueva creación y reconocimiento de lo ya conocido tiene otro carácter, por cuanto el acento se traslada precisamente a la ejecución.
[5] Alusión a la novela homónima de Alexandr Herzen (1846) [N. del T.].
[6] Otra variante de traducción:
Oh, corazón orgulloso, tú querías ser
Infinitamente feliz o infinitamente infeliz.
Y ahora eres infeliz.
[7] Лермонтов М. Ю. Полн. собр. соч.: В 2 т. Л., 1989. Т. 1. С. 435. [Lérmontov, Obras completas en 2 tomos].
[8] Гоголь Н. В. Полн. собр. соч. М.; Л., 1937-1952. Т. 6. С. 134-135. [Gógol, Obras completas].
[9] Гоголь Н. В. Т. 3. С. 45. [Gógol, T. 3]-
[10] Блок А. Собр. соч.: В 8 т. М.; Л., 1961. Т. 4. С. 20. [Blok, Obras reunidas].
[11] Гоголь Н. В. Полн. соб. соч. Т. 1. С. 246.
[12] Cfr.: “Gógol, habiendo comenzado por entretenimientos cautivantes, acabados por la música, tras darle integridad al estilo a cuenta de la melodía que se apagaba, de repente se horrorizó de la estrecha tendencia en la cual se había marchitado su estilo, por lo cual también el organismo de su creación resultó […] sin cabeza; y la cabeza se quedó sin torso; el cuerpo sin cabeza lo tomó en sus manos Bielinski, descubriendo en él una tendencia de enorme significación; de la cabeza inacabada del proceso que él había esculpido, arrancada del cuerpo, Gógol, destripando el cerebro, hizo […] un casco de gendarme y arrestó a su creación; pero “el casco de gendarme”, metido en su “Correspondencia” y en “Confesión”, no podía conducir la corriente que pasaba, a través del Gógol creador, al cuerpo juiciosamente sin cabeza de sus creaciones, cuya cabeza resultó ser toda la literatura rusa que continuó desarrollando la obra de Gógol: sin el Gógol predicador” (Белый A. Мастерство Гоголя. M.; Л., 1934. C. 27 [Bieli, El arte de Gógol]). Expreso mi agradecimiento a T. D. Kyzovski por señalarme este pasaje en el libro de Bieli.
[13] Zwei Seelen wohnen, ach! in meiner Brust,
Die eine will sich von der andern trennen. (J. W. Goethe. “Faust”)
[14] Пушкин. Полн. собр. соч. М.; Л., 1949, Т. 12. С. 159-160. [Pushkin. Obras completas.]
[15] Respecto de que esta semántica tradicional extrarromántica de la palabra “ensueño” no se convirtió para el lector en una tradición olvidada dan testimonio, por ejemplo, usos tales como:
Entonces vemos que vacía
Está la copa de oro,
Que su brebaje era: ensueño,
¡Y que este era: no nuestro! (Lérmontov, “La copa de la vida”)
[16] La máscara del timador entraba en un estereotipo escénico que tenía ya una larga historia y era perfectamente conocida para el espectador. Al autor le era suficiente limitarse a determinadas referencias al carácter temático, gestual, entonacional: el espectador era incluido con alegría en un juego escénico conocido, valorando sutilmente la mínima innovación autoral y actoral como osados elementos novedosos. Ahora nos es difícil evaluar el efecto de algún cambio por completo imperceptible para el lector actual en los gestos o trajes acostumbrados. Por eso hay que recordar que la elevada tradicionalidad y aun la estereotipicidad escénica no limitaban las posibilidades de originalidad e invención, aunque justamente estos reproches después más de una vez eran lanzados en dirección a la escena clásica. Estas solamente exigían una mayor memoria artística del espectador, su capacidad para una recepción mucho más fina que la que más tarde comenzó a mostrar el romanticismo, al simplificar significativamente “el arte de ser espectador”.
[17] Personaje de las novelas Las doce sillas (1927) y El becerro de oro (1931), de Ilf y Petrov [N. del T.].
[18] Íjariev, al concretar el plan del engaño profundamente premeditado y esencialmente genial en su tipo, se frustra por algo completamente inesperado: lo inaplicable de sus cálculos sutiles y elevado arte al orden reafirmado en Rusia del engaño grosero. Como reflejo de esta marcha misma de los pensamientos aparece el conocido motivo de Ilf y Petrov, en el cual el Gran Calculador pudo prever todo salvo que, mientras él hiciera efectivos sus cálculos geniales, le iban a robar las cuatro ruedas del auto. El cálculo demasiado fino resulta inaplicable a la realidad simple y primitiva. La crítica de la época de Ilf y Petrov no adivinó o no deseó adivinar aquí la metáfora de la construcción de la sociedad socialista ideal “en un solo país tomado por separado”. El cuadro idealizado que concluye la novela de Ilf y Petrov del arribo de la columna de nuevos automóviles que brillan apareció casi abiertamente como un símbolo aplicado de completa lealtad, en el cual la crítica prefirió concentrar su atención. El arribo de la técnica salvadora que transfigura el mundo de Ilf y Petrov proviene de cierto espacio ideal, que posee un carácter ilustrativamente convencional.
[19] Protagonista de «La dama de pique», de Pushkin (1833) [N. del T.].
[20] Aquí recuerda uno involuntariamente la imagen tolstoiana de la guerra de 1812: la comparación con una persona que, batiéndose a espada con su rival según todas las reglas del arte de la esgrima, de repente comprende que la cosa no se trata de un juego mundano, y, arrojando el arma del duelo, aferra en sus manos “el garrote de la guerra popular”. A pesar de la artificiosidad aparente del contraste entre Lev Tolstói y Gógol, en la base de sus construcciones yace un paralelismo profundo: la contraposición de los caminos europeo y ruso de desarrollo histórico.
[21] De aquí, a propósito, la noción por completo inesperada y propia de Gógol de la palabra “ensueño”, que se remonta no a la tradición romántica, sino a las inveteradas normas de uso rusas, apuntando al rostro inventado, irreal y, en consecuencia, diabólico de la vida. La aparición aquí de esa mirada en la época de Los jugadores, ya, en su esencia, profundamente arcaica, dista mucho de ser casual. En Los jugadores el arcaísmo artístico y la innovación es como si intercambiaran los lugares: para abrirse paso al mundo de la innovación artística es preciso sumergirse en principios estéticos que, para aquella época, eran ya para el teatro francamente arcaicos, hay que despreciar la innovación y tirarla como una vana preocupación exterior.
[22] Цветаева М. Соч. В 2 т. М., 1988. М. 1, с. 413 [Tsvetáieva M., Obras en 2 tomos].
[23] Gorki en carta a Alexandr Amfiteátrov, desde Nápoles, el 27 de septiembre de 1913, recuerda una canción que cantaba su tío Iákov.
[24] Пушкин А. С. Полн. собр. соч. Т. 6. С. 204. [Pushkin, Obras completas. T. 6]
[25] Motivo que origina y luego concluye el mencionado “Cuento del pescador y el pescadito”, de Pushkin. [N. del T.]
[26] Пушкин А. С. Полн. собр. соч. Т. 3. С. 563. [Pushkin, Obras completas. T. 3]
[27] Conclusión del relato “La nariz” [N. del T.].
[28] Final del relato de Gógol “La avenida Nievski” [N. del T.].
[29] Гоголь Н. В. Полн. собр. соч. Т. 3. С. 144. [Gógol, Obras completas. T. 3. (Frase de “El capote”, N. del T.)]