Sobre Aleš Šteger

Silvio Mattoni

Sobre el cielo bajo tierra se titula una selección de poemas de Aleš Šteger, donde se invierten los lugares comunes. Si el cielo no tiene límites, puesto que las nubes no son fronteras, entonces no se está debajo de él. Pero tampoco la tierra simplemente se pisa, hay otras cosas abajo, hay otros enterrados, hay voces subterráneas. En varios de los primeros poemas de ese conjunto, entonces, un tono aforístico invierte las oraciones acumuladas, las frases hechas, o a veces las subvierte, incorpora un elemento sorpresivo allí donde no se lo esperaba. Si en los poemas se define lo humano, no será por oposición al animal, todo lo contrario, aunque tampoco en contraste con lo inorgánico. Hay un instinto, un río, un impulso impronunciable en eso que recibe el nombre de humano, el que se inhuma, el que se exhuma, volutas de humo de la tierra, digamos, para jugar con su etimología latina.

Pero en su lengua la palabra es otra, ya veremos quizás que en ella se define un lugar, a la vez enterrado y supraceleste. Otros poemas, no menos irónicos, también demasiado humanos, imitan protocolos de partidos, de estados ya inexistentes, pero cuyas fórmulas pueden alterarse todavía para designar un país no de edictos, no de prohibiciones, sino de ocurrencias, como en esas tribus normativas y extrañas de un país de la magia que inventó Henri Michaux. Sin embargo, no se propone aquí otro mundo, ni una fuga, sino que se apunta, como en una tesis teatral, hacia los dictámenes que nadie escribe: hay que tener, hay que hacer, hay que disfrutar, o el más peligroso de todos: hay que escribir.

Para combatir este último imperativo, que transforma el deseo en ley, Šteger escribe poemas sobre el problema de escribirlos, cuyo tema es su poética. La forma de sortear la fantasía acumulativa de una obra sería entonces fabricar una poética para cada ocasión. Si bien la variedad y la variación de temas y de tonos nunca protegerán por completo ese impulso, ese momento de rapto que hace el poema, de las firmas, las obras, las obligaciones autoimpuestas.

No obstante, después de los cuestionamientos de las voces de la supuesta experiencia, después de la inversión de lo indefinible de llamarse o creerse humano, más allá de poéticas que se ilustran o se tachan en poemas, Šteger excava, descubre el sujeto en el que no se ha de convertir porque es anterior al yo del poema: ahí hay fronteras y ruinas, y sobre todo hay una lengua, rodeada de otras. ¡Y qué sueño puede ser para nosotros el habla eslovena, y la lengua de ese grupo que por siglos, en una nebulosa de la historia que no nos fue contada, se diferenció y persistió, en la encrucijada de idiomas germánicos, latinos, otros eslavos fraternalmente combativos, y hasta alguna lengua no indoeuropea de nómades orientales! Pero las fronteras nunca estuvieron en el espacio, por más que también quisiéramos imaginar desde tan lejos la geografía de Eslovenia, su pasado y su presente. Aunque Šteger detiene de inmediato estas ensoñaciones de dudoso exotismo: cuenta en su idioma lo que no se conserva, lo que no se atesora, la vida que pasa. Un poema se dedica a la muerte del padre, que siempre es la pura inminencia y su constante postergación, cuya memoria incluye otras, cuyas palabras se dicen en el idioma de muchas generaciones, pero un verso recuerda que: “Así se van a la nada los cuerpos y las palabras”. Y tal vez lo único que persista sea la huella de la destrucción, si se mira a escala global, en términos de especie. Por eso, para que los rastros sean amables, hablemos más bien de tribus locales, de sus íntimas cosmogonías.

En cada idioma, en cada entonación de un idioma, en los nacimientos innumerables pero en cada caso único, se encuentra el reverso de la ruina y del fin del mundo. Incluso un puñado de versos puede indicar, en una zona, una parte no imaginaria pero localizada por la geografía, escrita en la tierra, que todos los que hablaron una vez, sin necesidad de escribir, vuelven a pronunciarse más allá de sus nombres repetibles. Y Šteger anota, en un largo poema, esta estrofa, traducida por Florencia Ferré: “en caídas a pique / y remolinos mudos, / leí en el agua los nombres / de los que están presentes en el olvido”. Los que no escribieron son entonces palabras en el agua y el aire, en un lugar, que siempre es el presente. Y así el yo, esa fantasía de las flexiones lingüísticas, se describe como “él”, ese que escribe, el que puede decir: “Yo soy mi borde”, como si pudiera verse desde afuera de sí mismo, aunque también sea aquel que se da cuenta de que habla y piensa en el idioma de los otros. ¿Y no es la poesía tal vez, vista desde ese umbral, ese limen o borde del poema extenso de Šteger, como las palabras de un extranjero que nunca llegará a pronunciar todos los sonidos de su lengua materna? Quizás por eso puede escribir un deíctico imposible: “Hay un cierto aquí en mi lengua”, según un verso de Šteger al borde de su yo.

Y si la poesía debe ser hecha por todos no por uno, según un uruguayo francés demasiado joven, ahora podría traerse otro testimonio, más oriental aún: “las palabras pertenecen a todos”. Es un verso del poema y libro que se titula justamente Testimonio. Por cierto, ese testimonio se presenta como dictado, transcripto en un rapto de tres días, como un don acaso de la conciencia alterada por cierta sustancia. Sin embargo, aunque el testigo diga que “cada poema es un don”, no deja de haber un pensamiento al que se asiste, tal vez, en ese teatro donde se debate un destino, que es a la vez el del mundo y el de un poeta que recibe los versos de una manera que dista mucho de ser un acto de la voluntad. ¿Y quién sabe? ¿No está ligada la poesía desde su origen, por su costado rítmico y no semántico, con el presentimiento de lo involuntario en un habla, con la percepción de lo que no se transmite en el interior de cada frase?

La escena del testimonio es un castillo, muy antiguo al parecer, donde el poema se iniciará, sin un tema preciso. Pero las palabras de todos vienen al que escribe, se adueñan de su ritmo, y aparecen antepasados, ancestros que hablaron antes, que tuvieron hijos. Y como el poema, un hijo no es un acto de la voluntad, sino una huella viva del deseo, y de su posible superación. Los antepasados parecen muertos, enterrados en cementerios del país, en el interior de la memoria y de ciertos lugares olvidados, pero vuelven a escribir su paso por el testimonio. También el lugar habrá de escribirse, nada más habrá de ocurrir excepto la ocasión. En el castillo podemos acordarnos de tantos héroes dubitativos, que difieren el acto, que no llegan a escribir: Hamlet, que quiere olvidarse de su padre, o Igitur, que ansía estar completamente muerto y sin embargo seguir hablando, en el vacío. Pero Šteger recobra sin mencionarlo el final dichoso de Perceval, no el jovencito que se quedó callado cuando vio pasar el cortejo del Grial y que tampoco preguntó por la salud de su agobiado anfitrión, sino el maduro, luego de veinte años de aventuras, de viajes, después de haber escrito mucho quizás, que vuelve al castillo y anota que la poesía no es de nadie, pero que las palabras son la gracia sin la cual la vida, la única que hay, carece de sentido.

Quisiera terminar mencionando un conjunto de poemas breves, cuyos títulos son las letras del alfabeto esloveno, y cuyo tema es, como dije al principio, la imposibilidad y la perpetua tentativa de definir al animal que habla, al modificador de la tierra. Y en ese alfabeto de poemas tan breves como haikus a veces, busco la letra inicial de Šteger, que no existe en nuestro abecedario, esa “s” con su circunflejo invertido, que los diccionarios dicen que se pronuncia “sh”. Y el que escribe, que no puede definirse, que busca en la escritura lo que no suele darse en el habla común, aunque esté allí de todos modos, el que firma, describe su inicial así: “Me visto con lo impronunciable”. Porque el nombre propio, que no significa nada, al menos nada traducible, es al mismo tiempo el velo y la revelación.

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