Andréi Makárov (Sobre el autor)
Traducción: Alejandro Ariel González
El sol está en lo alto del cielo azul, sus rayos dorados inundan el pozo, y yo planeo en ellos como el polen, invisible, girando en el cálido resplandor.
Ray Bradbury, El que espera
Ahora vivo aquí, en el hamán de un gran complejo spa. Me parezco al húmedo vaho que llena el oscuro espacio con el sofocante y blanquecino velo de la niebla. O al suave vapor que penetra en la sala por los orificios de las paredes revestidas con un símil cerámico de malaquita. No me muevo. Ni hago nada. Solo escucho y observo. En la cúpula oval, sobre una ancha yacija de mármol ubicada en el centro, veo unas luces amarillas. La gente dice que semejan las estrellas nocturnas. Puede ser; yo no he visto las estrellas. Las personas tienen nombres; a cada momento se llaman la una a la otra. Yo no tengo nombre. A mí no me pueden llamar. Pero, en cambio, escucho y observo. Yo soy la niebla, yo soy el vapor, yo soy un testigo. Lenta y silenciosamente chorreo por las baldosas mojadas, me levanto a lo largo de las paredes, me elevo hasta las bóvedas y otra vez me desprendo de ellas en gotas que caen al suelo. No sé cuánto durará esto. Por eso no me doy prisa. No tengo adónde darme prisa. Ni por qué…
Recuerdo cómo aparecí. Era una gruta estrecha iluminada por una lamparilla opaca y lamentable; en una pequeña caldera de arcilla el agua bullía, siseaba. El vapor subía hacia los techos de piedra y se convertía en gotas que se hinchaban y pronto se precipitaban. Una de ellas rodó por la bóveda y cayó en el rostro de un bebé recién nacido que descansaba en el pecho de su madre. Ella, extenuada por el parto y toda empapada en sudor, yacía sobre unas brazadas de heno. El bebé chilló por la sorpresa y empezó a gimotear. Las ovejas que estaban en el rincón opuesto se inquietaron y balaron. «Shhh, shhh, mi cielo», susurró con ternura la mamá. La gota se deslizó por la cara del recién nacido, se filtró por la tela de algodón del pañal, humedeció la piel fina y aterciopelada y nací yo.
Hoy hay mucha gente. No conozco a ninguno de ellos. Entran, se demoran unos momentos y salen. En el baño hace calor; hay humedad y mucha niebla. Los generadores de vapor no se detienen un instante. Nada que ver con las antiguas calderas de cobre. Por los azulejos se extienden en susurros unas voces apagadas que, de vez en cuando, son desgarradas por las sonoras exclamaciones de unos niños que corretean. Las palabras se reflejan en eco contra las paredes, se funden y se pierden en el húmedo velo. Aprendí a comprenderlas. Al principio eso fue interesante. Ahora es aburrido. Clap, clap, plic, plic, ploc… En el lavabo se oye el ruido del agua: un niño pequeño abrió el grifo y, arrebatado, mete en ella sus manitos rosadas. Está alegre, feliz, pero yo me aburro. «Shhh, shhh, mi cielo»…
Ahora presto cada vez menos atención a las conversaciones. Al cabo de tantos siglos se han fundido en el incesante gorgoteo y murmullo de los chorros en la niebla. Allí dos jóvenes doncellas hablan acaloradamente sobre las virtudes y defectos de sus figuras. Una anciana canosa las escucha, lanza un hondo suspiro y se queja, sin alzar mucho la voz, de sus rodillas enfermas; pero nadie la oye: a nadie le importa de ella. Dos jóvenes musculosos discuten sobre lo acertado de un árbitro que cobró un tiro libre. Un hombre barbudo con la panza brillante cuenta entre risas a dos amigos sobre un cliente que no sabe contar… Ya hace mucho que no hay una sola palabra nueva debajo de mi cúpula. Las personas son siempre iguales, se aman igualmente a sí mismas, aman la riqueza, por la que están dispuestas a perdonar muchas cosas, a olvidar, también a traicionar e incluso a matar. ¡Qué no me he cansado de escuchar al cabo de estos siglos en el turbio vapor!… Qué cosas no he visto. Palabras y cuerpos, bellos y horribles, vivos y muertos.
Si en el baño se reunían hombres, discutían de muchas cosas: de política, de riqueza, de victorias y derrotas, rara vez de mujeres y casi nunca de las estrellas. Si venían mujeres, sus discursos eran sobre todo y sobre nada, semejante a la niebla que cubre la Tierra. Arriba y abajo, en general y en concreto, con maldad o con amor: desde planes de boda y cómo organizar la vida hasta intrigas y escándalos.
Cuando mi hamán se encontraba en la ciudad de las dos mitades del mundo, un sabio solía venir a mí con sus amigos. Recuerdo sus largas conversaciones sobre la Tierra, en la que resido, sobre los miles de estrellas que observaban cuando contemplaban el cielo nocturno. Escuchaba a aquel astrónomo canoso, atrapaba cada una de sus palabras y esperaba que alguna vez se abriría la cúpula y vería las verdaderas estrellas. Examinaba las empañadas ventanas de cristal en la bóveda, pero no podía distinguir nada, excepto la difusa luz que pasaba por ellas durante el día. El sabio decía que era la luz de la estrella principal, que eclipsaba todas las demás. Había convencido a un sultán de que construyera un edificio desde el que se pudieran observar las estrellas, y el edificio fue construido. Pero apareció un cometa luminoso. Asustó al sultán y lo obligó a mentir al sabio. Y su edificio fue destruido de inmediato por esa mentira. A cada cual lo suyo. A cada cual su hamán, a cada cual su haram.
Alguna vez, hace mucho tiempo, me consolaba con las armoniosas y bellas formas femeninas, sus cuerpos fluidos, con piel tersa y brillante. Se derramaban sus palabras, se derramaban sus largos cabellos, cayendo sobre sus hombros fluidos, que titilaban con una luz pálida. El oscilante y húmedo vaho difuminaba los rostros de las mujeres y yo pensé que en la desnudez humana se ocultaba más verdad que en las palabras y en los rostros. No por nada, cuando salían de mí, se vestían y escondían la verdad sobre sí mismas bajo unas ropas falsas y absurdas.
Una vez trajeron aquí a una niñita encantadora de radiantes ojos celestes y piel de terciopelo. Le gustaba acostarse boca abajo en la ancha yacija y representar a un pez nadando. Sobre su muslo izquierdo descollaba una elegante constelación de pequeños lunares marrones. Pronto se convirtió en una mujer espléndida para la cual decoraron más de una vez mi vivienda con pétalos de flores y la ahumaron con sustancias aromáticas. Transcurrieron muchos años y una vez entró en mi hamán una anciana solitaria y demacrada de nariz ganchuda y arrugada. Su piel flácida y terrosa no pudo ocultar de mi vista, en el velo del vapor, la conocida constelación en el muslo. La anciana mascullaba de manera desagradable con su boca desdentada y, moviendo sus labios finos y exangües, se quejaba en voz alta del dolor en la cintura. El azul venoso de sus piernas despedía un frío marmóreo. Vi con mis propios ojos qué espectral y engañosa es la belleza corporal. La mentira de la ropa y la mentira del cuerpo se complementan la una a la otra, infunden esperanzas, engañan…
Hace siglos que chorreo sin prisa por el mármol recalentado, envuelvo los elegantes arcos, las bóvedas, las columnas; me extiendo por los pisos de mosaicos, arropo los indiferentes bajorrelieves de las molduras… Con el tiempo, la piedra de los pisos fue sustituida por unas baldosas rugosas, y las sandalias trenzadas de los visitantes, por chancletas de goma. Las níveas togas se encogieron al tamaño de mallas estrechas y toallas afelpadas. Creo que yo también he cambiado: me he vuelto más frío e indiferente, como corresponde, por lo demás, al verdadero vapor de agua. He dejado de pensar en la gente, en sus nebulosas penas y alegrías. Todo fluye, todo se evapora. Todo lo que existe se convierte en nada. La misma suerte espera a todos.
Termina otro día. El último visitante se ha demorado. Es un hombre agradable y delgado de cabello largo, barba pequeña y ojos afligidos. Se queda sentado más de lo habitual en un neblinoso rincón y guarda un triste silencio, examinando a mis visitantes que se retiran. Me parece a mí o, en verdad, hace mucho tiempo ya he visto ese rostro? Por alguna razón, me dan ganas de recordar… El empleado de limpieza, moreno e indiferente, abre de par en par la puerta de cristal para dejar salir los restos de vapor y entra su carro con un balde de plástico, un lampazo largo y recipientes con productos químicos. El hombre oye el chirrido del carro; a causa del aire frío que irrumpe por la puerta el rocío se deposita y se condensa en el techo. Una de las gotas cae y le roza la cara. El hombre se estremece y sus ojos se llenan de lágrimas. Pero se contiene. Se levanta y se va, dejándome que deambule solo por las oscuras alamedas de mi memoria secular, a media luz, a media sombra.
–Shhh, shhh, mi cielo –le susurro por la espalda. Y él, sonriendo, se vuelve.
En la gran cúpula arden unas luces amarillas. Dicen que se parecen a las estrellas nocturnas, que nunca he visto. Pronto se apagarán, hasta el amanecer. ¿Cómo decirles quién soy si ni yo mismo lo sé? ¿Cómo decirles quién soy si no entiendo quién soy y para qué estoy en esta Tierra? ¿Cuál es la finalidad de mi existencia? No lo sé. Solo escucho y observo. Soy un testigo. El hombre es lamentable, miserable y está desnudo. Y él tampoco tiene finalidad, solo un Dios inconcebible al que pide salvación. Algún día esto también terminará. Y pasará. ¡¿Para qué estoy aquí?!
–Shhh, shhh…