Nadezhda Mandelshtam
Traducción: Omar Lobos
«Yo»
I
Hay ante mí una tarea nueva, y no sé cómo emprenderla. Antes todo parecía claro: había que conservar los versos y contar lo que nos había sucedido. La cosa iba sobre sucesos que no dependían de nuestra voluntad. Como todas las presidiarias, ostracistas, cautivas[1], yo pensaba solamente en el tiempo en el que vivía, y junto con mis semejantes me desgarraba con una única pregunta: ¿cómo pudo suceder esto, cómo llegamos a esto?… Pensando en ello, me olvidaba de mí, de mi destino, e incluso que hablaba de mí, y no de otro. Pues en mi destino no había nada exclusivo. Gente como yo andaba rodando por todas partes en una cantidad innumerable: creaturas sin palabras, asustadas, con hijos y sin hijos, sirvientes oficiosos y tímidos, que aumentaban ininterrumpidamente su calificación para no perder el trabajo, y que todos los años estudiaban de nuevo en los círculos filosóficos el «Capítulo cuarto» y la historia del simio que se convirtió en hombre porque aprendió a diferenciar la mano derecha de la izquierda. Cierto rol en la hominización del mono lo jugó una mesa copiosa y apetecible, rica en vitaminas y proteínas, de la que nosotros no teníamos noticia. En cambio estaba el trabajo, y nosotros nos aferrábamos convulsivamente a él, porque sin trabajo había solo el abismo… Una compañera mía en la Universidad de Asia Central[2], según mi modo de ver una mujer completamente próspera con una superficie habitable propia, me confesó, cuando salíamos juntas a la noche del seminario de filosofía, que todos los otoños experimentaba la necesidad perentoria de releer el «Curso breve» y la «Dialéctica de la naturaleza» [de Engels], que eso le daba fuerzas para todo el año lectivo. Tenía sesenta años, y temblaba ante la idea de que la echaran por «estar pasada de edad». Las jubilaciones antes de Jrushov eran absolutamente misérrimas, y yo sabía muy bien de dónde venía su entusiasmo. Todo esto me esperaba también a mí –la vejez, la filosofía, el entusiasmo– en el caso de una salida favorable, se entiende, si me permitían trabajar hasta el final, tratar y alcanzar la sabiduría de nuestros gobernantes. La única diferencia entre nosotras consistía en que yo al final de la vida arrojaría al mar una botella sellada, y ella sus botellas las guardaba vacías, para tiempos malos, en el sótano. Nada prenunciaba lo que ocurriría a posteriori. Vivíamos escabulléndonos y no esperábamos nada. El reino de mil años recién comenzaba, y al ser humano no se le destina ese plazo.
Hablo de aquellos que tuvimos suerte, como yo, porque quedamos en libertad. Yo sabía cómo vivíamos en esa libertad, y recordaba a los que habían sido empujados tras el alambre de púas. Esta es la razón por la que no podía pensar en mí. Yo podía pensar solamente en la gente, en todos y cada uno. En el que se fue y no volvió[3], en el que esperaba y murió sin resultado. Me llegaban rumores de arrestos regulares, y cada uno de ellos era un nuevo dolor en la herida abierta. En este caldo y esta papilla desapareció la palabra «yo». Se volvió casi vergonzante, un tema prohibido. ¿Quién se atreve a hablar de su destino, a quejarse de su destino, cuando es un destino común?… Una vez –ya en una nueva época– oí por una radio que aún hoy está prohibido el fragmento de las memorias de una persona que estuvo en un campo de concentración y fue soltada, creo, con los polacos. El leitmotiv de sus memorias, mejor dicho, de ese fragmento, era este: cómo se habían atrevido a arrancarlo a él, fulano, del bienestar doméstico –la casa, la madre, la mesa cubierta por un mantel blanco– y meterlo allí, en ese maldito campo, en esos camastros hediondos… Yo, furiosa, justifiqué la expresión: ¡Vean qué lindo ganso! Y vean las pretensiones… ¡No tenía ganas de ir prisión!… Por otra parte, prisión es una palabra demasiado suave para los campos de concentración del siglo veinte, ¿pero habrá en el mundo una persona que tenga ganas de ir a prisión o a la cámara de gas?… Irá con su «yo»… Los «occidentales», según me he dado cuenta, viven declamando este su «yo».
También a Ajmátova le hice una escena por este «yo». Ella me pidió encontrar una poesía en una lista alfabética y de pronto dijo que tenía muchas cosas que empezaban con «yo». Yo me enfurecí y allí me puse a demostrarle que ese era el peor de sus vicios: el «yoísmo». Ella no se defendía, aunque en general engranaba fácilmente. Mi seguridad de que en la palabra «yo» se encierra algo prohibido, e incluso vergonzante, le pareció convincente. Probablemente, ella también había pasado por el rechazo al «yo». Poco después, por lo demás, volví en mí: primero, ella no tiene más «yo» iniciales en sus obras que otros, y es que la lírica es el género más personal; segundo, no es en absoluto la palabra «yo», sino toda la tendencia de los versos lo que demuestra la presencia o ausencia del cacareado «yoísmo». Y finalmente, ¿acaso no es una proeza conservar el sentimiento de la personalidad y la sensación del «yo» en nuestra época de muertes al por mayor y gigantescas carnicerías[4]? Tales épocas engendran solamente individualismo, fundado en el principio de «sálvese quien pueda», y en absoluto el sentimiento de la personalidad. La pérdida del «yo» no es un mérito, sino la enfermedad del siglo. Estos son los síntomas de esa enfermedad, que yo estudié en mí misma y en todos los que me rodeaban. La gente que ha perdido el «yo» se divide en dos categorías. Unos, semejantes a mí, se sumergen en el letargo y viven de un solo pensamiento: «cómo quitar peso al tiempo»[5]. En su alma ocultan a menudo la loca esperanza de arrancarse hacia el futuro, donde de nuevo se hallarán a sí mismos, porque allá serán restablecidos todos los valores en su forma eternal. En ellos la vida cobra la forma de una expectativa ininterrumpida de unas orillas radiantes, que en nuestro planeta no hubo ni habrá, y no ven ninguna otra cosa. Superando la enfermedad de la expectativa, yo me comparaba burlonamente con los activistas retirados de la época recientemente pasada. Ahora ellos también están en sus rincones, bastante confortables según nuestra escala, y esperan el regreso, unos de los años veinte, pero la mayoría de los treinta o los cuarenta, para poner todo en orden y mandar a donde se debe a los que relajaron el lenguaje durante los últimos tres lustros. Estos héroes, por supuesto, tienen más chances de llegar a ver su paraíso que yo, pero para ellos la noción de la personalidad no ha existido nunca, y la mía, cuando se reponga el orden, la liquidarán rápidamente, si llegan a saber por sus soplones de mi existencia. Aunque, puedo salir intacta porque se ocuparán de alguna cosa más actual. Es que ni trabajo en ninguna parte ni mi presencia satura a nadie.
El segundo tipo de los que han perdido la personalidad se ven completamente de otra forma. Ellos consideran su «yo» un logro casual y momentáneo, y están dispuestos a todo con tal de arrancar aunque sea una gota de placer: por la vida, todo se puede, hay que darse los gustos mientras uno vive. Ese «yo» no es en absoluto un «yo», sino simplemente un fenómeno entretenido, la sensación agradable de la materia viva, una casualidad o un truco de la ciega evolución, que ha regalado a mi cuerpo la sed del placer. De esto se infiere que lo más alto es el instinto de autopreservación: sálvese quien pueda y por los medios que sean. En este mundo casual nadie responde por nada, y todos tus actos caerán en el olvido junto contigo y tu época.
La pérdida del «yo» se expresó en su declinación (mi caso) o en el franco individualismo: es que el egocentrismo y la autoafirmación son sus manifestaciones extremas. Los síntomas son varios, pero la enfermedad es una: la contracción de la personalidad. Y la causa de la enfermedad también es una: la destrucción de los lazos sociales. Toda la cuestión está en por qué se destruyeron, y hemos visto cómo pasó esto: todos los eslabones intermedios –la familia, el círculo propio, la condición, la sociedad– súbitamente desaparecieron, y el ser humano se encontró solo ante una fuerza misteriosa que se denomina poder y sirve como distribuidor de la vida y la muerte. En lenguaje sencillo la llamábamos Lubianka[6], y si el proceso que hemos observado en nosotros corriera por toda la cultura europea, entonces habríamos demostrado formas tan brillantes y puras de la cruel enfermedad del siglo que son ellas lo que se debe estudiar con fines profilácticos y curativos. En una época en que la consigna fundamental es «sálvese quien pueda», la personalidad está condenada. La personalidad está relacionada con el mundo, con la gente. Ella se encuentra a sí misma entre sus semejantes y, reconociendo su irrepetibilidad, ve esta condición en cada uno. El individualista, subrayando en sí lo particular, se diferencia de todo lo que lo rodea y lucha por un lugar especial en la sociedad o simplemente por su derecho individual a la ración, donde entra todo, incluso los días y horas de su vida. La ración aquí y en todas partes se entrega solo por los méritos[7]. Aquí era donde se hacía necesario el ingenio: los individualistas se afinaban, ofreciendo su mercancía. Cualquiera que esta fuera, los individualistas se firmaban de antemano la indulgencia y se justificaban por el hecho de que no eran ellos los que habían inventado estos órdenes de cosas y solamente se habían sometido a las circunstancias. Aunque ni siquiera se exigía indulgencia: la noción del pecado había sido abolida y declarada un prejuicio idealista. Los individualistas, mimando su «yo» mortecino, constituían la cima de la sociedad y se notaban mucho más que los aletargados. Lo particular se encontraba en que, tras un montoncito de individualistas, se escondían inmensas multitudes de aletargados. Entre ellos estaba yo, y vivía una vida en común con los demás.
Habiendo perdido su «yo», ambas categorías, los aletargados y los individualistas, se arrancaban de todo lo que construía la cotidianidad, la vida y aquello que se llama cultura. ¿Para qué estos legados si esto es solamente el camino para la salvación personal, que además aún no está asegurada por ninguna garantía? ¿Vale la pena hacer tanta historia por ese «yo» rechazado e innecesario?… El «yo» estrujado y aplastado se refugiaba en alguna parte en la plena conciencia de su paranadez y ausencia de derecho a un sitio habitable. A mí también, como a Solzhenitsyn, me tocaba a veces la brochette de cordero[8], y comprendía que era algo que valía, que era la realidad verdadera, casi como una ración, solo que inmerecida, y por eso particularmente deliciosa, pero ¿acaso tenía importancia para mí el «yo», cuando sabía que existen el «ellos», el «tú», el «nosotros», y un dolor tal con el que no se compara ningún infarto?
Junto con el «yo» cayó también el sentido de la vida. Siendo un muchacho, Mandelshtam dijo estas palabras, malformadas y extrañas: «Si en esta vida no hay sentido, no tenemos que hablar de ella»… Para mí y para todos los aletargados, ya no había ni vida ni sentido de la vida, pero tanto a mí como a la mayoría de aquellos nos salvaba el «tú». En lugar del sentido de la vida apareció un objetivo concreto: no dejar que se pisoteara la huella que dejó sobre la tierra esta persona, mi «tú», salvar los versos. En esta obra yo tenía una aliada: Ajmátova. Dieciocho años, un lindo plazo de reclusión, vivimos sin ver una luz, sin ningún apoyo desde fuera, sin atrevernos a pronunciar ese nombre íntimo –solamente en un susurro, las dos solas–, y nos estremecíamos sobre un puñadito de versos. Después brilló la esperanza y Ajmátova empezó a repetir: «Nadia, todo lo de Osia es bueno». Esto significaba que los versos habían encontrado su lector. No fue enseguida que comprendí el significado de Samizdat[9] y me afligía porque no iban a publicar a Mandelshtam. Ajmátova también para esto tenía respuesta: «Nosotros vivimos en una época pregutenberguiana» y «Osia no necesita una máquina de imprenta»… Y yo poco a poco me convencí de su justeza: los versos son algo que vuela, no pueden ser escondidos ni encerrados. Justamente los versos abrieron el camino a la prosa en los misteriosos canales de lectores autoengendrados. El lector apareció de modo absolutamente inesperado, cuando no quedaba la más mínima esperanza de él. Aprendió a extraer lo que necesitaba, y los versos que le llegaban lo transformaron y lo pusieron en el camino.
Pasaron más de cuarenta años desde que salió el último libro de Mandelshtam, toda la tirada de sus nueve libros no fue de más de treinta mil; pero está vivo y existe en mucho mayor grado que los autores de tiradas cuantiosas que inundan el mercado del libro. Ajmátova no dejaba de asombrarse de que resucitaran versos pisoteados y, como a veces parecía, aniquilados. Decía: «No sabíamos que los versos eran tan vitales» y «Los versos no son lo que nosotros creíamos en nuestra juventud». Puede que no supiéramos, pero con todo algo sospechábamos. Al salvar los versos de Mandelshtam no nos atrevíamos a tener esperanzas, pero no dejábamos de confiar en la resurrección de aquellos. Esta fe nos sostenía. Y es que era una fe en el valor perenne de la poesía y en su carácter sagrado. Sabíamos que el destino de un poeta lo resuelve solo el tiempo, es decir que no se podía morir sin entregar los versos al juicio de la gente. Ahora esto se ha cumplido, y lo que suceda después no está en nuestro poder. Ahora se trata solamente de confiar y tener esperanzas. Yo siempre creí en los versos de estos dos poetas y sigo creyendo hasta hoy. En nuestro mundo despersonalizado y que rechaza la personalidad, donde no se oye una voz humana, aquel que fue poeta conservó la personalidad y la voz que hasta hoy es audible a la gente.
La diferencia fundamental entre los dos tipos de personas que han perdido su «yo», es decir la personalidad, consiste en que unos, los individualistas, renegaron de todos los valores, y la personalidad se hace patente solo como aquello que conserva los valores; los otros, los aletargados, ahogaron dentro de sí todo lo personal, pero conservaron al menos una gota de libertad interior y al menos algunos valores. Gran cantidad de ellos cuidaron no el valor, sino solo un vago recuerdo de sí, pero incluso este recuerdo vago los preservó de muchas cosas a las que empujaba la necesidad.
II
Las tiradas de Samizdat en que se difundían los versos de Mandelshtam y muchas otras cosas no se pueden calcular, pero parece que sobrepasan incomparablemente las tiradas de cualquier libro de versos de nuestra juventud. Habla de esto el único librito de Mandelshtam que salió en esos años: Conversación sobre Dante desapareció de los mostradores en un segundo. Ante nuestros mismos ojos ocurrió realmente la autogénesis del lector, pero no es posible comprender cómo sucedió eso. Surgió a contramano de todos los elementos. Todo el sistema educativo estaba dirigido a que no apareciera. Alrededor de algunos nombres había una conspiración de silencio, otros nombres se gastaban en la imprenta y en resoluciones y ya parecía que nadie se abriría paso entre la densidad del más completo olvido, cuando de repente todo cambió y empezó a trabajar Samizdat. No se sabe quién lo puso en marcha, no se puede entender cómo funciona, pero está, existe y atiende una demanda real de lectura.
Me gustaría saber quién es ese lector. No confío demasiado en su calidad, porque ha sido educado en la sémola racionalista. Esta debilitó todos los lazos intelectuales y lógicos, y el pensamiento debía pasar entre mil preparados antes de llegar al lector. Ahora el lector medio ni siquiera busca el pensamiento. No confía en él. Lo han engañado durante demasiado tiempo, le han puesto bajo las narices sustitutos falsos servidos como pensamiento. Esto él aún no lo ha advertido, y por contraste lo atrajo aquello que no se somete a un análisis primitivo. Todo lo que no comprende, este nuevo lector lo saluda, llamándolo irracional y subjetivo. Es difícil decir qué es lo que llama subjetivo, porque todas sus nociones están un tanto sesgadas. Su imaginación no tiene ninguna relación con la teoría del sujeto y el objeto, aunque se mantiene en la ingenua creencia de que son categorías sólidas y de peso: el objeto está sobre la mesa, y el sujeto lo anatomiza como el estudiante de sexto a una rana. El sujeto aún pasea por el mundo objetivo, pero debe desentenderse de sí para comprenderlo. El sujeto es pequeño, y el objeto es grande, y de allí todas las cualidades… Tal simplificación viene de la educación, que arruinó a las generaciones mayores que cocían la papilla con forrajes positivistas. Ellas con una cucharita alimentaban con la papilla a sus hijos, y esto hasta hoy se refleja negativamente en las generaciones más jóvenes: el alimento de la infancia les envenenó la sangre. Los domina un miedo primitivo: la realidad es demasiado cegadora para buscar en ella sentido y lazos, y, lo más terrible, conclusiones, lógicamente ineludibles e irrefutables, que ellos tratan de eludir. Los esfuerzos de inmensas multitudes están dirigidos a evitar la comprensión y resbalar por la superficie. Una de las personas más brillantes en la historia de la humanidad dijo que en reemplazo del pensamiento, cuando se agota, vienen las palabras. Una palabra, de ser un signo portador de sentido, demasiado fácilmente se convierte en señal, y un grupo de palabras, en una fórmula muerta, ni siquiera en un conjuro. Intercambiamos fórmulas preparadas sin advertir que de ellas se ha volado el sentido vivo. La trémula criatura no conoce el sentido, ha desaparecido. El logos no tiene nada que hacer en nuestro mundo. Volverá si la gente alguna vez recuerda, reaccionando, que el ser humano responde por todo, y antes que nada por su alma.
Pero con todo, fuera como fuere, el lector es el juez. Para él conservé yo los versos y se los entregué. Y ahora –en el tiempo que transcurre– tiene lugar un proceso original y curioso: indiferente, sin darse cuenta de nada, el ser humano recorre versos, y ellos poco a poco se van incorporando a él, sacuden la conciencia amortecida y soñolienta, despiertan al lector y ellos mismos reviven, reviviendo aquello que es tocado por ellos. Tiene lugar la difusión, la mutua penetración, y como resultado aunque sea alguno reacciona, se sacude el maldito letargo. No sé si por todas partes, pero aquí, en mi país, la poesía está entera y vivifica, y la gente no ha perdido el don de ser penetrada por su fuerza interior. Aquí se mata por los versos, signo de un inaudito respeto por ellos, porque aquí todavía somos capaces de vivir de versos. Si no me equivoco, si esto es así y si los versos que yo he conservado sirven en algo a la gente, significa que no he vivido en vano y que hice lo que debía hacer por aquel que fue mi «tú» y por la gente en la cual los versos despiertan lo humano, y en consecuencia, el principio humano. Si esto es así, seguramente yo tenía un cometido señalado, y lo comprendí correctamente.
Según veo, mi «yo» comienza a regresar a mí, una vez que me he puesto a pensar si tenía un cometido y si he sabido cumplirlo. El primer libro lo escribí excluyéndome a mí misma por completo[10], y salió así de un modo absolutamente natural, sin ninguna premeditación: simplemente no estaba yo allí. Surgí de nuevo cuando se cumplió mi obra fundamental. Evidentemente, aunque estuviera aplastado, mi «yo» así y todo existía, y bastaba dejarlo al menos respirar un instante y él de nuevo reclamaría sus derechos. Y está particularmente activo en esa vejez a la que ya ha llegado el silencio, pero aún vive el dolor por la vida transcurrida. Después el dolor, seguramente, se aquieta y la senilidad hace que uno se tranquilice a sí mismo, pero yo aún no he llegado a eso. Entonces va a ser tarde para escribir, porque el dolor es como una levadura que hace elevar la palabra, el pensamiento, el sentimiento de la realidad y de las auténticas relaciones en este mundo. Sin dolor aún nadie ha distinguido el principio vital que construye y fortalece la vida del opuesto a él, el que mata y destruye, pero que por alguna razón siempre es muy atractivo y a primera vista estable lógicamente e incluso hasta irrefutable. El dolor ahora es fuerte, y yo me dispongo a escribir sobre mí, sobre mí y solo sobre mí, pero esto no significa en absoluto que vaya a hablar de mí. Menos que nunca pienso ahora en mí, sino solo en aquellas sobras de la experiencia que se han juntado y acumulado durante mi vida[11]. Me parece que, al reexaminarla, algo comprenderé: pues si se nos ha dado esta vida, en ella tiene que haber sentido, aunque todas las generaciones con las que me he encontrado en la vida definitivamente han declinado esta cuestión. Halagados por el pensamiento científico, han dado la espalda a todo los que no se someta a la demostración armoniosa y exacta. El ideal fue la lógica matemática, pero, por desgracia, solo en las palabras. La ciencia no responde por teorías charlatanas pseudocientíficas, «que no tienen ni pies ni cabeza». ¿Estamos para el sentido, cuando los sentidos se nos escurren entre los dedos?
En mi juventud la pregunta por el sentido de la vida era sustituida por las búsquedas de un objetivo. Nos acostumbramos tanto a esto que muchos incluso ahora no ven la diferencia entre el sentido y el objetivo. Y en aquellos años la pregunta por el objetivo la instalaba la juventud que se hundía en la revolución. El objetivo era uno solo: hacer feliz a la humanidad. Qué salió de allí ya lo sabemos. El objetivo y el sentido no son lo mismo, pero el problema del sentido en la juventud no es accesible a muchos. Tal problema se alcanza solo con la experiencia personal, tramado con la pregunta por el cometido, y por eso a menudo nos quedamos pensando en él en la vejez, y eso no todos, sino los que se preparan para morir y echan una mirada a la vida transcurrida. La mayoría no hace esto.
Es demasiado resonante hablar de cometido para una persona sin un don marcadamente manifestado. Mejor pensar en lo justo del camino libremente elegido entre millones de tentaciones, vacilaciones y yerros en los que tanto abunda la vida. El camino que se hace se siente como el destino, pero a cada paso hay mil bifurcaciones, senderitos y encrucijadas donde se puede doblar, eligiendo completamente otro camino. Sobre cómo construimos nuestra vida hay un cierto condicionamiento social, porque cada uno vive en un determinado lapso temporal histórico, pero el reino de lo imperioso se limita justamente a esta correlación histórica. Todo lo demás depende de nosotros mismos. La libertad es inagotable, e incluso la personalidad, el propio «yo», no es algo dado, sino que se forma en el transcurso de la vida y en gran medida se crea a sí mismo dependiendo del camino elegido.
En la juventud solamente se ponen a pensar en el sentido de la vida las personas particularmente dotadas con una inclinación antes filosófica que poética. Las palabras de Mandelshtam sobre el sentido de la vida que yo cité al comienzo de este capítulo aparecieron fugazmente en los borradores y no fueron a un texto fundamental. Él tomaba la vida tal como era, y sentía agudamente su inusual saturación. Creo que esto sucedió porque él tomó de inmediato su don poético como un cometido. Sobre esto dan testimonio sus tempranos versos, que solo recientemente se han publicado: «Como de nube revestida el alma, y la carne de piedra, hasta que su cometido de poeta no se lo revela Dios. Él espera ese signo recóndito, pronto a la canción como a una hazaña, respira el misterio conyugal en una simple combinación de palabras».
De su cometido él no tuvo dudas y lo aceptó tan fácilmente como a posteriori su destino. Y este fue el resultado de la tranquila convicción con la que él trataba su quehacer poético. Esto provocaba furia en los verdaderos escritores, servidores de la literatura. La ruptura de Mandelshtam con la literatura hubiera sido ineludible en cualquier país, pero entre nosotros la literatura como hecho personal y privado está declarada fuera de la ley y cualquier ruptura se acompaña con la intromisión del Estado. Con Mandelshtam se hubieran podido todavía reconciliar si hubiera sido alguien imbuido de importancia y postura magisterial: pues nada impone tanto como una pose majestuosa. Pero esta persona no se inquietaba en absoluto por cómo forjarse una posición en el mundo literario. Estaba tremendamente ocupado para esto. Libros, gente, conversaciones, eventos, si no, correr sencillamente a la tienda por pan o querosén, eran cosas que ocupaban demasiado tiempo… Incluso yo, cabeza fresca entre los cabezas frescas, me asombraba de su indolencia. Y el tiempo trabajaba contra nosotros…
Notas
[1] Referencia a un verso del «Poema sin héroe» de Anna Ajmátova. A algunos proscriptos políticos sólo se les permitía residir a la distancia de 105 verstas de las grandes capitales y a eso alude el neologismo que en ruso significa algo así como «cientocinquera» y que aquí traducimos como «ostracista».
[2] Trabajó allí entre 1944 y 1949.
[3] Nueva alusión a un verso de Ajmátova.
[4] Alusión a un verso de Mandelshtam.
[5] Cita de un poema de Mandelshtam.
[6] En tiempos soviéticos, Agencia de Seguridad del Estado y cárcel para presos políticos.
[7] Se refiere a las raciones concretas que el gobierno soviético entregaba a los ciudadanos.
[8] Alusión a «Pabellón de cancerosos».
[9] La traducción sería «ediciones de autor». En tiempos soviéticos, era el modo en que se difundían autores prohibidos dentro y fuera de Rusia.
[10] Traducido al español como Contra toda esperanza.
[11] Empezó a escribir este Segundo libro de recuerdos después de la muerte de Ajmátova, en 1966.