Traducción: Eugenio López Arriazu
I
La huella que dejó Chaadáev en la conciencia de la sociedad rusa es tan profunda e indeleble, que inevitablemente surge la pregunta: ¿no será un diamante pasado por un cristal? El hecho es más notable aún porque Chaadáev no era una figura: un escritor profesional o un tribuno. Según todas las apariencias, se trataba de una persona «privada», lo que se dice un privatier. Sin embargo, como consciente de que su personalidad no le pertenecía, sino que debía pasar a la posteridad, la trataba con cierta humildad: hiciera lo que hiciera, parecía estar en servicio, realizando un acto sagrado.
Todas esas propiedades de las que se encontraba privada la vida rusa, de las cuales ni siquiera sospechaba, se unieron como a propósito en la personalidad de Chaadáev: una enorme disciplina interior, un elevado intelectualismo, una arquitectura moral y el frío de la máscara y la medalla, con las que el hombre se rodea cuando toma conciencia de que será por siglos solo una forma, y prepara de antemano el molde para su inmortalidad.
Aún más inusual para Rusia fue el dualismo de Chaadáev, su clara distinción entre materia y espíritu. En un país joven, un país de materia semiviva y semimuerto espíritu, la antigua antinomia del bloque inerte y la idea organizadora era casi desconocida. Rusia, a los ojos de Chaadáev, pertenecía todavía por entero al mundo desorganizado. Él mismo era carne de la carne de esta Rusia y se veía como materia prima. Los resultados fueron sorprendentes. La idea organizó su personalidad, no solo la mente, le dio a esa personalidad un orden, una arquitectura, la subordinó a sí misma por completo y, como premio por la absoluta subordinación, le regaló una libertad absoluta.
La profunda armonía, la casi fusión de los elementos morales e intelectuales, otorgan a la personalidad de Chaadáev una firmeza especial. Es difícil decir dónde termina la personalidad intelectual de Chaadáev y dónde comienza la moral, a tal punto están cerca de una fusión total. La exigencia más fuerte del intelecto era al mismo tiempo para él la más grande necesidad moral.
Hablo de la exigencia de unidad que determina el carácter de las mentes elegidas.
«¿De qué vamos a hablar?», le preguntó a Pushkin en una de sus cartas. «Usted sabe, tengo una sola idea, y si por casualidad entraran otras en mi cerebro, se le pegarían al instante, por supuesto, a esa única idea: ¿no le molesta?»
¿Qué es la famosa «mente» de Chaadáev, esa mente «orgullosa», cantada respetuosamente por Pushkin, abucheada por el provocativo Iazíkov, sino la fusión de los principios moral e intelectual… una fusión que lo caracteriza y en cuya dirección tuvo lugar el crecimiento de su personalidad?
Chaadáev nació en Rusia de esta profunda e indestructible exigencia de unidad, de una síntesis histórica superior. El nativo de la llanura quiso respirar el aire de las cumbres alpinas y, como veremos, lo halló en su propio pecho.
II
¡Hay unidad en Occidente! Desde que estas palabras brotaron en la conciencia de Chaadáev, este ya no perteneció a sí mismo y se apartó por siempre de las personas e intereses «domésticos». Tuvo la hombría de decirle a Rusia a la cara una verdad terrible, que estaba aislada de la unidad universal, apartada de la historia, esa «educación divina de los hombres».
El asunto es que la comprensión que Chaadáev tiene de la historia excluye la posibilidad de cualquier ingreso al camino histórico. Según el espíritu de esta comprensión, se puede estar en el camino histórico solo antes de cualquier comienzo. La historia es la escalera de Jacob, por la que los ángeles bajan del cielo a la tierra. Se la debe considerar sagrada en base a la continuidad del espíritu de gracia que vive en ella. Por eso Chaadáev no dijo ni una palabra sobre «Moscú, la tercera Roma». En esta idea solo podía ver la endeble ocurrencia de los monjes de Kiev. No bastan la disposición y los buenos deseos para comenzar la historia. Comenzarla es simplemente inconcebible. Falta la continuidad, la unidad. No se puede crear ni inventar la unidad, no se la puede aprender. Donde no está, hay «progreso», en el mejor de los casos, pero no historia; hay el movimiento mecánico de las agujas del reloj, no el lazo sagrado y la sucesión de los eventos.
Como hechizado, Chaadáev miraba hacia un punto, allá donde la unidad se hacía carne, conservada con cuidado, legada de generación en generación. «¡Pero el Papa! ¡El Papa! ¿Y qué? ¿No es él acaso una simple idea, una pura abstracción? Miren a ese anciano, llevado en su palanquín bajo un dosel, con su triple corona, hoy como hace mil años, como si nada hubiera cambiado en el mundo: en verdad, ¿dónde está el hombre? ¿No es todopoderoso ese símbolo del tiempo… no aquello que va, sino lo que permanece inmóvil, a través de lo cual todo pasa, pero que se mantiene imperturbable y en lo que y a través de lo cual todo se realiza?»
III
Y así, en agosto de 1825, en un pueblito costero cerca de Brighton, apareció un extranjero que unía en su porte la solemnidad de un obispo con la impecable corrección del hombre mundano.
Era Chaadáev, que huía de Rusia en un barco cualquiera, con tanta prisa como si corriera peligro, aunque sin coacción exterior, pero con la firme intención de no volver jamás.
Desconfiado, enfermo y caprichoso paciente de los doctores extranjeros que no conocía otra comunicación con la gente que la puramente intelectual y ocultaba incluso a los cercanos su terrible turbación de espíritu, venía a ver su Occidente, el reino de la historia y la grandeza, la patria del espíritu encarnado en la Iglesia y la arquitectura. Este extraño viaje que se extendió por dos años de la vida de Chaadáev, del que sabemos muy poco, se parece más a languidecer en el desierto que a un peregrinaje; y luego Moscú, una mansión de madera, la Apología de un loco y la medición de largos años de profecía en un club inglés.
¿O se cansó Chaadáev? ¿O su pensamiento gótico se resignó y dejó de alzar al cielo sus puntiagudas torres? No, Chaadáev no se resignó, aunque el tiempo rozó con su lima gastada también sus pensamientos.
¡Ah, el legado del pensador! ¡Los valiosos pasajes! Los fragmentos que se interrumpen de golpe justo donde más se quiere que continúen, las grandiosas introducciones de las que no se sabe qué son: ¿el esbozo de un plan o ya su realización misma? En vano el investigador escrupuloso suspira por los eslabones perdidos y faltantes: nunca existieron, jamás se perdieron.
La forma fragmentaria de las Cartas filosóficas está fundada internamente, así como el carácter inherente de amplia introducción.
Para comprender la forma y el espíritu de las Cartas filosóficas, hay que imaginarse que Rusia les sirve de suelo, uno terrible y enorme. La afluencia del vacío entre los famosos fragmentos escritos es la ausencia de un pensamiento sobre Rusia.
Mejor no abordar la Apología. Por supuesto, no fue aquí donde Chaadáev dijo lo que pensaba de Rusia.
Y, como una chata llanura desesperada, se desarrolla el último e inacabado período de la Apología, ese comienzo melancólico y ampliamente profético, que al mismo tiempo nada prometía, y que ha sido ya tantas veces repetido: «Hay un hecho, que domina poderosamente nuestro movimiento histórico, que recorre como un hilo rojo toda nuestra historia, que contiene en sí mismo, por así decirlo, toda su filosofía, que aparece en todas las épocas de nuestra vida social y determina su carácter… Se trata del hecho geográfico…»
De las Cartas filosóficas solo se puede deducir que Rusia fue la causa del pensamiento de Chaadáev. Qué pensaba de Rusia… sigue siendo un misterio. Al acuñar esta hermosa frase: «la verdad es más cara que la patria», Chaadáev no reveló su sentido profético. ¿No es acaso un espectáculo asombroso esa «verdad» rodeada por todos lados, como por un caos, por una «patria» extraña y ajena?
Intentemos revelar las Cartas filosóficas como una película negativa. Quizás los lugares que se iluminen resulten ser precisamente sobre Rusia.
IV
Hay un gran sueño eslavo sobre el fin de la historia en el sentido occidental de la palabra, como la comprendía Chaadáev. Es un sueño sobre un desarme espiritual universal tras el cual llega cierto estado de cosas que se llama «paz» (мир). El sueño del desarme espiritual dominó a tal punto nuestro horizonte doméstico, que un intelectual ruso ordinario no se representa el fin último del progreso, sino bajo la forma de esta «paz» ahistórica. Hace todavía no mucho, el mismo Tolstói hizo un llamado a la humanidad para que terminara con la falsa e innecesaria comedia de la historia y adoptara una vida «simple». En la «simplicidad» está la seducción de la idea de la «paz»:
pobre el hombre…
¿Qué quiere…? El cielo es claro,
Bajo el cielo hay mucho lugar para todos.
[M. Iu. Lérmontov]
Para siempre se anulan, por innecesarias, las jerarquías terrenales y celestiales. La Iglesia, el Estado, el derecho desaparecen de la conciencia como absurdas quimeras con las cuales el hombre por no tener nada que hacer, por estupidez, pobló el mundo (мир) «simple», «de Dios» y finalmente se quedan ambos a solas, sin intermediarios fastidiosos, el hombre y el universo:
Contra el cielo, en la tierra,
Vivía un viejo en una aldea…
[P. P. Ershov (Atribuido a Pushkin entre 1915 y mediados del 30)]
El pensamiento de Chaadáev es un severo contrapeso al tradicional pensamiento ruso. Evitaba como a la peste ese paraíso informe.
Algunos historiadores vieron una tendencia de la historia rusa en la colonización, en el afán de asentarse con la mayor libertad posible en la mayor cantidad de espacios.
En el poderoso afán de poblar el mundo externo con ideas, valores y representaciones, en el afán que ya hace tantos siglos constituye el sufrimiento y la felicidad de Occidente y que arrojó a sus pueblos al laberinto de la historia, donde yerran hasta el día de hoy, se puede ver un paralelo de esta colonización externa.
En el bosque de la Iglesia social, donde la hojarasca gótica no deja pasar más luz que la luz de la idea, se ocultó y maduró el pensamiento principal de Chaadáev, su pensamiento mudo sobre Rusia.
El Occidente de Chaadáev no se parece en nada a los caminos desmalezados de la civilización. Chaadáev, en todo el sentido de la palabra, descubrió su propio Occidente. En verdad, el pie del hombre todavía no había penetrado estas espesuras de la cultura.
V
El pensamiento de Chaadáev, nacional en sus fuentes, también es nacional cuando desemboca en Roma. Sólo un ruso podía descubrir este Occidente, más espeso, más concreto que el mismo Occidente histórico. Chaadáev, precisamente con el derecho del hombre ruso, incursionó en el terreno sagrado de una tradición con la que no estaba ligado por herencia. Allí donde todo es necesidad, donde cada piedra, cubierta por la pátina del tiempo, dormita amurada en la bóveda, Chaadáev llevó la libertad moral, el don de la tierra rusa, la mejor flor por ella cultivada. Esta libertad vale la grandeza petrificada en las formas arquitectónicas, vale todo lo creado por Occidente en la esfera de la cultura material, y yo veo cómo el Papa, «ese anciano llevado en su palanquín bajo un dosel, con su triple corona» se incorporó para saludarla.
Lo mejor es caracterizar el pensamiento de Chaadáev como nacional-sintético. La idiosincrasia sintética no inclina la cabeza ante el hecho de la conciencia nacional, sino que se eleva sobre ella con personalidad soberana, original y, por lo tanto, nacional.
A sus contemporáneos les asombraba el orgullo de Chaadáev, y él mismo creía en su calidad de elegido. Sobre ella descansaba una solemnidad hierática e incluso los niños sentían la importancia de su presencia, por más que él en nada transgredía los usos aceptados. Se sentía elegido y vehículo de una verdadera nacionalidad [народность], ¡pero el pueblo ya no era su juez!
¡Qué diferencia tajante con el nacionalismo, esa mendicidad de espíritu que apela constantemente al juicio monstruoso de la muchedumbre!
Solo un don encontró Chaadáev en Rusia: la libertad moral, la libertad de elección. Nunca se había realizado en Occidente con tanta grandeza, tan pura y acabadamente. Chaadáev la tomó como un báculo sagrado y marchó a Roma.
Pienso que el país y el pueblo ya se han justificado, si crearon aunque sea una sola persona completamente libre, que deseara y supiera servirse de su libertad.
Cuando Borís Godunov, anticipando la idea de Pedro, envió jóvenes al exterior, no volvió ni uno. No volvieron por la simple razón de que no hay camino de retorno desde la existencia a la inexistencia, de que en el sofocante Moscú se ahogarían las primaveras con gusto a eternidad de la inmortal Roma.
Pero tampoco las primeras palomas regresaron al arca. Chaadáev fue, en efecto, el primer ruso que residió idealmente en Occidente y que halló el camino de vuelta. Sus contemporáneos lo sintieron instintivamente y valoraron enormemente su presencia.
¡Y cuántos de nosotros no hemos emigrado espiritualmente a Occidente! ¡Cuántos de nosotros no vivimos un desdoblamiento inconsciente, con el cuerpo aquí, y el alma que se quedó allá!
Chaadáev resume en sí una comprensión nueva y profunda de lo nacional como florecimiento superior de la personalidad… y de Rusia como fuente de una libertad moral absoluta.
Al dotarnos de una libertad interior, Rusia nos ofrece una opción, y quienes la elijen… son rusos verdaderos, no importa a lo que adhieran. Pero, ¡ay de quien habiendo dado vueltas alrededor del nido natal, regresa cobardemente!
1914