Arina Óbuj Sobre la autora
Traducción: Florencia García Brunelli
Sonia tenía su propia unidad monetaria: el frasco de arándanos.
Eso lo supe en el bazar contiguo a la estación, donde nos quedamos mirando embelesadas unos aros artesanales de caracol.
—¿Cuánto cuestan? —preguntó Sonia.
La artesana dijo el precio.
—Significa cuatro frascos de arándanos —dijo de repente Sonia, pensativa y meneando la cabeza-. No, es caro.
*
Sonia pasó todo el verano en la dacha. Juntaba arándanos y los vendía en el camino. Se levantaba al amanecer, se apresuraba hacia el bosque temblando del frío matinal, se arrastraba por la hierba cubierta de rocío, arrancaba con cuidado las bayas para no estrujarlas, recogía un balde lleno hasta el tope, iba hacia el camino y allí los repartía en frascos.
…Y aquí está Sonia, sentada ya en una elegante sillita de mimbre, con flores silvestres y una canasta de bayas en las manos, con la cabeza ligeramente vuelta hacia un lado. Un sombrero blanco con alas de encaje, un collar de cuentas de coral, un vestido floreado, como en los cuadros pastorales. A Sonia le encantaba pintar autorretratos.
—Qué cuello largo, Sonia, ¿sos Modigliani? —le preguntaba habitualmente su maestro de pintura-. Pero carácter y ánimo no faltan, por supuesto. ¿Quiere decir que pasaste bien el verano, descansaste?
Sonia responde con una sonrisa y, con timidez, inclina la cabeza hacia un lado. O tal vez no con timidez, sino, por el contrario, con orgullo, como diciendo “No, no soy Modigliani, sino Sonia, miren”. Y todos miran con atención el retrato y a Sonia. Los comparan. El cuello, ciertamente, es largo — tanto en el retrato como en la vida real. Es decir, Modigliani y Jeanne Hébuterne en un mismo rostro. El de Sonia.
Y yo imagino cómo esta Sonia con cuello a la Modigliani, tras repartir los arándanos en los frascos y sentarse en el balde dado vuelta (y no en una elegante sillita de mimbre), observa los automóviles que pasan a toda prisa por el camino polvoriento — ¿se detendrán, no se detendrán?, ¿comprarán, no comprarán? Y así cada día de este interminable, largo, verano…
Mientras tanto, la gente se acerca, mira los arándanos, piensa, pregunta el precio y la mayoría de las veces no compra.
Y las pinturas, dicho sea de paso, otra vez aumentaron, y todavía hay que pagar los cursos optativos de la universidad… Y Sonia contaba mucho con esos arándanos…
—¿Cuánto cuestan?
Sonia cae en la cuenta y mira a los compradores con esperanza.
Los arándanos de la abuelita eran mejores. ¿No podías detenerte allí? —dice descontenta la mujer.
El hombre responde que son los mismos arándanos, como diciendo: “¿Qué diferencia hay?”.
—¿Los compramos y después los tiramos?
Tras esta frase, Sonia pierde la esperanza en la pareja. La mujer tiene calor, muy probablemente la irrite su acompañante, y los arándanos de Sonia son tan solo una excusa para manifestar irritación.
—De acuerdo —acepta el hombre-. Más adelante venderán más. Vamos.
Las puertas del auto se cierran de un golpe, se enciende el motor, de debajo de las ruedas sale un polvo caliente. Sonia salva los arándanos cubriéndolos con su gorro de pescador (y no con su sombrero con alas de encaje).
Se fueron. Silencio. Sonia se pone el gorro de pescador. Oigo su suspiro.
Es el mismo suspiro que lanzó ante el puesto de los aritos.
En ese suspiro no había tristeza.
Simplemente los aritos no costaban cuatro frascos de arándanos.