Jorge Saborido
El presente texto propone la revisión de los testimonios de cuatro testigos de la Revolución de Octubre de 1917 pertenecientes a los sectores privilegiados de la sociedad rusa. Si bien dos de ellos son mujeres extranjeras, incorporadas a la vida social rusa por matrimonio, la prolongada estancia de una de ellas en el país, y el hecho de que la otra se desempeñó también como corresponsal de un diario español, muestran que estaban lo suficientemente involucradas en el escenario de los acontecimientos como para valorizar sus opiniones como expresión del sentimiento de quienes se vieron abruptamente desplazados por el torbellino de lo ocurrido en esos días. En cuanto a los otros dos testimonios, el relato de una genuina integrante de la aristocracia rusa y el diario de un prestigioso escritor de origen noble, completan un panorama en el que las diferencias existentes dentro de la nobleza, de las que han dado cuenta quienes han estudiado la sociedad zarista,[1] desaparecieron ante el enemigo común.
Introducción
Los testimonios de la Revolución rusa escritos por algunos de sus testigos constituyen una valiosa fuente que nos ayuda a comprender las circunstancias en las que estos actores tuvieron que desarrollar sus actividades; entre estos sin duda destacan las de Nicolai N. Sukhanov, el dirigente menchevique;[2] las memorias del líder del Partido Kadete, Pavel Miliukov,[3] y sin duda debe ser incluida la autobiografía de León Trotsky.[4]
Pero además, para el historiador también tienen significación las vivencias de quienes fueron testigos de los acontecimientos sin tener una intervención directa. Justamente, el objetivo de este trabajo es el de trasmitir la visión que tuvieron de la Revolución rusa y sus consecuencias inmediatas cuatro personalidades que, por posición en la escala social y por rechazo ideológico, dieron a conocer por escrito sus acerbas críticas al triunfo de los bolcheviques y a su consolidación en el poder.
Consideramos que la revisión y análisis de estos testimonios pueden ayudar a calibrar, desde un punto de vista diferente a las fuentes tradicionales, las dimensiones de los sucesos de Octubre y la impresión que causaron a quienes eran integrantes privilegiados de la sociedad que se derrumbó en 1917, aunque como se verá, en algún caso también eran críticos con el funcionamiento del régimen zarista.[5]
Una estadounidense de clase alta en la corte rusa
La princesa Julia Dent Grant, princesa Cantacuzene, condesa Speransky (1876-1975), en adelante Julia Cantacuzene, fue una ciudadana estadounidense, nieta del general Ulisses S. Grant, 18° presidente de los Estados Unidos y general del bando unionista durante la Guerra Civil Norteamericana. Casada con el príncipe ruso Miguel Cantacuzene, Julia pasó a formar parte de una de las familias más aristocráticas de Rusia, ya que si bien no estaba en la rama genealógica de los Romanov, era descendiente directa del 14° emperador de Bizancio, Juan Cantacuzene, y biznieto de Miguel Speransky, uno de los más importantes hombres de estado del Imperio zarista en la primera mitad del siglo XIX, consejero tanto de Alejandro I como de su sucesor Nicolás I. Como consecuencia de su boda, Julia residió en Rusia desde 1901 hasta su salida a principios de 1918 para retornar a su país natal. Los recuerdos de su estancia se publicaron en 1919 en forma de libro titulado Revolutionary Days, uniendo artículos periodísticos sobre la vida en Rusia con su testimonio sobre la situación política en los primeros años del siglo XX, los años de la guerra y su culminación, la Revolución de Octubre (Cantacuzene, 1999). En 1920 publicó asimismo Russian People: Revolutionary Recollections (Cantacuzene, 2017). De retorno en Estados Unidos, y divorciada en 1934, desarrolló una importante actividad social así como también publicó numerosos artículos periodísticos.
El texto de Julia Cantacuzene aquí analizado tiene el valor de transmitirnos las experiencias de una mujer privilegiada desde su origen, que accedió por la vía del matrimonio a ingresar en la aristocracia rusa, dando muestras de una singular capacidad de adaptación que se manifiesta con claridad a lo largo del libro, donde expresa con frecuencia su admiración por el pueblo ruso y su compromiso con el país en ocasión de la Primera Guerra Mundial.
Luego de contraer enlace en Newport en septiembre de 1899, en una esplendorosa fiesta más propia de la aristocracia europea que de la clase alta del este norteamericano, Julia marchó casi inmediatamente hacia un país que nunca había visitado, “si bien los rusos que había conocido me habían agradado y compartía sus puntos de vista” (Cantacuzene, 1999, 52). Su marido era militar del ejército zarista, lo que condicionó en buena medida sus opiniones y también su ritmo de vida. Por otra parte, el mantenimiento de estrechos lazos con su familia en Estados Unidos condujo a que pasara varias temporadas allí, e incluso enviara en ocasiones a sus hijos, quedando ella en Rusia acompañando a su marido.
Los comentarios de la autora parten de una base: ella arribó a Rusia con el proyecto de formar una familia y residir allí el resto de su vida; de allí su intento, por cierto exitoso, de adaptación a los usos y costumbres de una sociedad tan distinta a la suya. Su relato de la vida que desarrolló antes del estallido de la Primera Guerra Mundial muestra a una persona comprometida con su país de adopción, partidaria de las posibilidades de asentamiento de un régimen constitucional en Rusia luego de los acontecimientos de 1905:[6] “Me parece que tenemos un gran futuro y que finalmente los liberales cada vez más están evolucionando en el sentido correcto” (Ibidem, 143-44). Evidentemente, su origen estadounidense la llevaba a compartir los objetivos de los liberales rusos, sin duda una minoría, influyente pero cuantitativamente poco significativa. Las mayores dificultades en este recorrido hacia la conformación de un imperio constitucional lo encontraba en la figura de la emperatriz Alejandra de Hesse y la influencia que ejercía sobre ella “el extraño círculo que la rodeaba”; curiosamente, a diferencia del testimonio de las fuentes y de juicios de los historiadores, ella consideraba más peligrosa a Anna Vyrubova, dama de la corte, que al mismo Rasputín, hasta el punto de sostener que “ella lo había inventado como ‘milagrero’ instalándolo en la corte como un profeta en las sombras”.[7] Incluso cuando se produjo el asesinato del monje, sostuvo que “nunca había sido el cerebro del partido, solo una máscara detrás de la cual se ocultaban los verdaderos conspiradores, y su muerte lo convirtió en un mártir, incluso en un santo, a las ojos de la emperatriz” (Ibidem, 221).
Con frecuencia manifiesta una opinión negativa respecto de la emperatriz, afirmando que su influjo sobre Nicolás II fue particularmente nefasto y tuvo influencia en el desarrollo de los acontecimientos. Incluso inicialmente la considera la impulsora de lo que ella denomina partido “Oculto”, las fuerzas reaccionarias que se oponían a las reformas liberales y que, por ejemplo, se manifestaban en el apoyo brindado por la zarina al ministro de Guerra, Vladimir Sukhomlinov, quien más tarde fue destituido cuando se probó que estaba protegiendo a espías alemanes. La idea de que la emperatriz estaba asociada a grupos que querían negociar con Alemania estaba ampliamente difundida entre sectores de la aristocracia.
Sin embargo, una audiencia personal con la emperatriz a principios de diciembre de 1916 le sirvió para tener la convicción “de que ninguna de las acusaciones en su contra, especialmente su actuación en favor de Alemania, tenían el más mínimo asidero” (Ibidem, 218). Lo que ocurría, en su opinión, era que
“a pesar de su inteligencia y bondad, y fuerte voluntad, como consecuencia de su enfermedad, había caído completamente presa de los conspiradores que la rodeaban, que progresivamente la separaron de toda influencia benéfica” (Ibidem).
Por otra parte, conocedora de las cuestiones internas del ejército por la vía de su marido, consideró que la separación del Gran Duque Nicolás del comando del ejército en 1915, cargo que asumió el mismo zar Nicolás II, fue otra de las maniobras de estas “fuerzas ocultas”, ya que si bien el Gran Duque era responsable de los reveses militares asimismo era una figura reconocida y cercana para los grupos liberales. La posición de Julia Cantacuzene en vísperas de la Revolución era muy clara: “nadie tenía confianza en el futuro del gobierno” (Ibidem, 223).
Los acontecimientos de febrero, que culminaron con la destitución del zar y el establecimiento del Gobierno Provisional la sorprendieron fuera de Petrogrado, pero en principio manifestó su posición favorable al Gobierno Provisional, destacando su moderación pese a la gravedad de la situación:[8]
“Inicialmente no hubo en la revolución ataques contra militares o aristócratas, excepto casos individuales. Los cambios se produjeron sobre una base aparentemente patriótica – ‘Por la guerra y la libertad nacional’- así como contraria a la tiranía del partido Oculto o Alemán. Fue un ataque contra la forma de gobierno: autocracia y burocracia” (Ibidem, 257).
Su cercanía tanto con la familia imperial como con los círculos militares le permite calibrar la opinión que en estos ámbitos se tenía del Gobierno Provisional en las primeras semanas posteriores a la caída del zarismo. Curiosamente, “los miembros de la familia Imperial (que trató Julia. J.S.) tenían esperanzas en el futuro de Rusia, y pensaban que el gobierno provisional era capaz de impulsar el esfuerzo bélico” (Ibidem, 267). Por el contrario, “desde el primer momento de la revolución, los mejores oficiales eran muy pesimistas respecto del futuro y veían como única posibilidad de salvación la ayuda de los Aliados” (Ibidem, 260). Sin embargo, destaca que todos manifestaron su lealtad al nuevo gobierno ya que “su emperador les había ordenado permanecer en sus puestos y pelear contra el enemigo” (Ibidem.).
De su testimonio de esos primeros días revolucionarios se destacan algunos comentarios curiosos:
-El hecho de que durante varios días no hubo control de fronteras trajo como consecuencia que “miles de agentes y espías alemanes entraron al país sin ser molestados y se dedicaron a la tarea letal de organizar el partido Bolchevique, que en un principio no era más que una chusma” (Ibidem, 258). En este sentido, a lo largo de todo el texto va a insistir en el hecho de que Lenin y los bolcheviques eran simplemente agentes al servicio de Alemania.
-Asimismo llamó su atención la indiferencia que percibió en la sociedad respecto del emperador derrocado y su esposa:
“Pero en todo el imperio, donde habían reinado durante más de veinte años, no hubo una palabra de alabanza o de lástima para la miserable pareja de soberanos que habían dispuesto de todo el poder hasta hacía muy pocos días […]” (Ibidem, 262).
-La favorable opinión que inicialmente tenía de la figura de Alexander Kerensky: “Él, un ardiente revolucionario, mostró un tremendo patriotismo, moderación y carencia de vanidad personal” (Ibidem, 288). En este juicio compartía las expectativas que generaba en las clases conservadoras una personalidad que, pese a su larga militancia en agrupaciones socialistas, era considerado un moderado capaz de encauzar la situación tras el hundimiento del zarismo.
Julia retornó a Petrogrado el 13 de abril y tomó nota de la situación en la capital, mostrando su disconformidad con el poder que había adquirido el Soviet, pasando a “constituir una fuerza con la que el gobierno provisional debía contar” (Ibidem, 273). No obstante, en ocasión de la celebración del 1 de mayo decidió salir a ver las manifestaciones –a pesar de las advertencias de sus amistades- y quedó impresionada por su carácter pacífico:
“No había un policía en la ciudad, pero no se produjo ningún incidente. Ver a la gente comportarse así era amarlos; y yo fui infinitamente tocada por la bondad de la naturaleza rusa, y su nobleza natural” (Ibidem, 274).
Esta defensa del pueblo ruso se va a manifestar en diferentes ocasiones, relatando episodios en los cuales simples ciudadanos o directamente personal de servicio mostraban su disposición ayudándola en situaciones difíciles.
Por esos primeros días de optimismo, este también se extendía a la aristocracia y Julia brinda un testimonio valioso:
“El tres de mayo almorcé con el príncipe y la princesa Kobuchei y en esta pequeña fiesta, a la que asistió la crema de la sociedad del antiguo régimen, solo escuché opiniones políticas inusualmente optimistas, profetizando que Rusia se convertiría en poco tiempo en una república floreciente” (Ibidem, 280).
El destino militar de su marido la llevó a Kiev, la capital de Ucrania, a principios de mayo, y si bien residió allí solo un par de meses pudo apreciar el accionar de los grupos nacionalistas, y nuevamente asoció el malestar político al accionar de los bolcheviques y a agentes alemanes, pero también atribuye el crecimiento del nacionalismo ucraniano a la presencia de agentes austríacos cuyo objetivo era “unir las antiguas provincias que habían conformado Ucrania, creando un movimiento ‘nacionalista’ destinado a separarlas del gobierno de Rusia” (Ibidem, 290-93).
En los meses siguientes, Julia y su familia retornaron en un par de ocasiones a Petrogrado; en julio pudo constatar que su admirado Kerensky había perdido el control de la situación y además su personalidad había cambiado, adoptando las actitudes de un emperador, “rodeándose de lujo y guardaespaldas” (Ibidem, 315). Esta opinión era compartida por muchos de sus amigos, que referían anécdotas del desorden que existía dentro del Palacio de Invierno. Estos amigos ya habían asumido las dificultades que generaba la pertenencia a una clase privilegiada: “su aspecto había cambiado completamente, ya no usaban trajes elegantes, e incluso si iban a comer o a cenar afuera lo hacían vestidos con la ropa diaria” (Ibidem, 354).
De cualquier manera, a pesar de la desilusión que le produjo el fracaso de Kerensky como gobernante, también se manifestó con dureza contra el general Kornilov, la gran esperanza de las clases altas a mediados de 1917. Si bien le reconocía buenas intenciones, “su conducta agravó mil veces nuestra ya grave situación” (Ibidem, 316).
El deterioro de la situación social se vislumbra en un diálogo que mantuvo con un soldado en uno de sus viajes de retorno a Kiev. Ante el frío que había en el tren, y la carencia de madera para calentarse, Julia aventuró el comentario de que “pensaba que la revolución iba a remediar las falencias del antiguo régimen” (Ibidem). La respuesta fue: “es mucho peor. Antes por lo menos había orden y algo de madera, incluso provisiones; y cuando arreciaba el frío, por lo menos había vodka a mano para calentarse” (Ibidem, 317).
La situación en la capital de Ucrania en las vísperas de los sucesos de Octubre, debido a la posibilidad de arribo de las tropas alemanas se transformó en lugar de paso de la nobleza que huía de los bolcheviques: “muchos de nuestra clase estaban yendo al Cáucaso o a Crimea, diciendo que los alemanes pronto llegarían a Kiev” (Ibidem, 363).
En su última estancia en Petrogrado, ya con los bolcheviques en el poder, su relato se centra por un lado en destacar el caos que generó la situación revolucionaria y por otro en destacar todas las vicisitudes que debió atravesar con su familia para poder salir del país llevando todos los objetos de valor que poseían –dinero, joyas- lo que ocurrió hacia principios de 1918.
Su opinión respecto de la Revolución y su futuro puede resumirse en este largo párrafo, que intenta expresar además el sentir de la gente con la que se relacionaba, la aristocracia del país.
“Distintas formas de pesimismo se manifestaban en la sociedad rusa. Estaban aquellos que creían que podía superarse la revolución y que habría finalmente un acuerdo entre la nobleza y el campesinado, que podría restablecer algo de la antigua vida del país. Algunos esperan una dictadura militar como la de Napoleón en Francia. Y hay otros–entre los que me encuentro- que pronostican la llegada de un reino de terror pero que luego Rusia emergerá más fuerte y poderosa, pero impulsada por nuevos ideales, tal vez tan buenos como los de la vieja nación o aún mejores, si uno es lo suficientemente abierto como para aceptarlos y adaptar su vida a la nueva realidad” (Ibidem, 358).
Uno de los rasgos destacados del testimonio de esta aristócrata estadounidense, que lo destaca claramente de los otros textos, es su visión positiva del pueblo ruso: al considerar que todas las perturbaciones estaban ocasionadas por un grupo revolucionario pagado por los alemanes, su fe en Rusia y sus habitantes se mantuvo incólume.
Una aristócrata rusa
La condesa Edith Sollohub, cuyo apellido de soltera era Martens, era una personalidad bien conocida en las altas esferas de la sociedad de San Petersburgo. Nacida en la capital del imperio en 1886, sus progenitores, aunque también rusos, eran de origen báltico y de religión luterana. Su padre era profesor universitario de Derecho Internacional y funcionario del ministerio de Asuntos Exteriores; su madre era la hija del senador ruso Nicolás von Tuhr.
Edith Martens contrajo enlace en 1906 con el conde Alexander Michael Sollohub, un acaudalado propietario de tierras que desempeñaba también funciones en el mismo ministerio que el padre de Edith, y que participó en la guerra iniciada en 1914 como ayudante del comandante del primer destacamento de la Cruz Roja. El texto que redactó relata los recuerdos de su vida desde su niñez, pasando por su vida en una finca rural y su matrimonio, pero dedica alrededor del 60 por ciento del texto a la narración a las vicisitudes por las que atravesó desde el estallido de la Revolución hasta su huida de la Rusia bolchevique (Sollohub, 2010).
La condesa Sollohub no era una aristócrata de prácticas tradicionales: desde su niñez, si bien pasaba unas semanas al año en la capital del Imperio –tenía una casa de 18 habitaciones en el centro de la ciudad- y desarrollaba allí las actividades sociales propias de su clase – aprendizaje de idiomas, danza- la mayor parte del tiempo vivía en las propiedades de su familia rodeada de sirvientes;[9] era una amante de la vida en el campo, llevaba la gestión de la propiedad ante las prolongadas ausencias de su marido y también se destacaba por ser una entusiasta y certera cazadora. Justamente, uno de los episodios relatados en su testimonio es la visita en los primeros días de la Revolución al Instituto Smolny, sede del comando bolchevique, para tramitar un permiso para la portación de armas. Esa particularidad de su personalidad sin duda la ayudó para sobrevivir en un escenario hostil, donde “la portación de apellido” constituía un riesgo permanente, a lo que habría que agregar que su marido estaba combatiendo contra el Ejército Rojo (de hecho, murió en noviembre de 1918 y la condesa se enteró de la noticia varios años más tarde, cuando logró huir de Rusia).
El relato de su niñez y adolescencia nos ilustra respecto del nivel de vida de una familia de la aristocracia rusa. El primer contacto con la realidad de su tiempo, la condesa lo ubica a los 12 años, cuando en la mesa familiar se comentó el estallido de la guerra de 1898 entre España y Estados Unidos; su reflexión, en la medida que la recuerda a la hora de escribir sobre los primeros años de su vida fue que: “la historia no era cosa del pasado como hasta ese momento había pensado, sino que se desarrollaba en ese mismo momento … las cosas estaban cambiando y nos podía afectar también a nosotros…” (ob.cit.,39). Sin embargo, el testimonio posterior de su vida hasta 1917 muestra que su contacto con la realidad social y política del imperio era de una inocultable superficialidad. La Revolución de 1905 solo merece un par de párrafos y lo más destacable es la narración del episodio en el que –ante una huelga de carteros- su padre envió una carta abierta al principal periódico de San Petersburgo instando a que los ciudadanos se organizaran para realizar ellos mismos la distribución del correo (Ibidem, 58). La asistencia a la apertura de la Duma en la primavera de 1906 –institución convocada como consecuencia de la presión de los revolucionarios- fue la oportunidad que encontró para describir la vestimenta recomendada para un acontecimiento de esas dimensiones.
Su despertar respecto a los problemas del mundo que la rodeaba se produjo hacia fines de 1916 –ni siquiera la guerra le merece excesiva atención-[10]: el retorno de su marido del frente en virtud de una licencia los encontró a ambos en la capital del imperio en vísperas de la Revolución de febrero. Por una parte, estaban preocupados por los disturbios y sobre todo por lo que ocurría en el ejército, “donde especialmente los soldados veteranos estaban siendo influenciados por la propaganda Bolchevique” (Ibidem, 124), aunque acota que tal vez “temía que no tomaron lo ocurrido muy seriamente” (Ibidem). Pero, por otra parte, “la vida seguía como siempre: había cocktails, conciertos, cenas y bailes” (Ibidem).
Su testimonio da cuenta asimismo de los problemas de escasez que había en la capital: si bien había suficiente pescado y también papas, faltaba pan, azúcar y manteca de cerdo, “elementos esenciales en la dieta del pueblo” (Ibidem, 125). A diferencia de los posteriores hechos de octubre, fue testigo de la Revolución de febrero de 1917, que se desplegó ante sus ojos; y la impresión fue profundamente negativa, en especial el comportamiento de las masas:
“¿Era de nuevo la revolución? ¿Cómo en 1905? Aparece como una sensación siniestra a partir del desfile de una multitud gris de rostros secos, una silenciosa o a veces inarticulada multitud, de la cual uno podía solamente oír una suerte de gruñido que resonaba como un murmullo subterráneo” (Ibidem, 127).
Luego de la abdicación del emperador, la negativa de su hermano de reemplazarlo y la posterior formación del gobierno provisional, la condesa fue testigo de una multitud que desfilaba al grito de “‘Libertad, libertad’ […] y en medio de todo esto aparecía la horripilante visión de soldados gritando, corriendo, con sus chaquetas desabotonadas, sus charreteras rotas…” (Ibidem).
El impacto de estos sucesos sobre la condesa y su entorno puede apreciarse en el relato de una reunión del matrimonio llevada a cabo en esos días con un par de amigos: tanto su marido como quienes los acompañaban “no se hacían ilusiones respecto de la gravedad del momento, los tres eran poseedores de tierras y estaban en contacto cercano con la parte principal de la población, el campesinado.” (Ibidem, 128). La llegada a la reunión del hijo del dirigente político monárquico liberal Mijail Rodzianko trajo un mensaje positivo respecto de las posibilidades de encarrilar la situación por parte del gobierno provisional, pero la condesa no cambio su visión negativa del futuro:
“La optimista descripción de los comités de la Duma estableciendo una nueva organización para el país no sonaba muy realista, dado que quienes estaban a la cabeza de esos comités eran nuevos en la tarea, nuevos para pensar en gobernar” (Ibidem).
Los primeros días son descriptos como de grandes esperanzas para el pueblo: “la palabra ‘libertad’ sonaba un mensaje lleno de promesas” (Ibidem, 129), pero pronto aparecieron los primeros síntomas de alarma: para la condesa Sollohub la famosa Ordenanza N°1, que según ella “relevaba a los soldados de su deber de obediencia respecto de los oficiales” (Ibidem), tuvo el efecto de promover el ataque contra la autoridad, llegando incluso a “matar a los oficiales que ofrecían la menor resistencia” (Ibidem). Se trataba de rumores que no tenían confirmación pero servían para que afirmara que “la revolución ‘sin sangre’ estaba tomando otro rumbo, mucho más temible” (Ibidem).
Sin embargo, ella se ve obligada a reconocer que
“Después de las primeras semanas de total desorganización y temor para nosotros ‘las clases privilegiadas’ e incluso ‘la burguesía’, tal como la prensa de izquierda definía a todos aquellos que no eran obreros ni campesinos, la vida progresivamente se fue reorganizando” (Ibidem, 130).
Pese a las dificultades que experimentaba la mayor parte de la población, con abastecimientos esenciales cada vez más escasos, “algunos restaurantes estaban abiertos, los teatros prosperaban, y eran tal vez estos contrastes los que hacían que nuestra vida pareciera tan extraña e irreal desde el desencadenamiento de la revolución” (Ibidem).
Los sucesos de octubre la encontraron en la capital, pero como también destacan otras fuentes, la toma del poder por parte de los bolcheviques se llevó a cabo sin que la mayor parte de los ciudadanos percibiera lo que estaba ocurriendo. Su primera impresión fue sin embargo significativa: “El terror real de la revolución no se ha desencadenado aún sobre el país, pero instintivamente sentimos que estamos siendo conducimos hacia un destino desconocido y el futuro solo puede ser desagradable (Ibidem, 139).
Frente a este peligro, no hay quien “nos” defienda:
“y la expresión ‘nos’ incluye no solo las clases altas sino más o menos todas las personas con una cierta educación, quienes en este momento son generalmente denominados ‘burgueses’- sin ninguna distinción de clase» (Ibidem).
A partir del triunfo de los bolcheviques, la condesa Sollohub vivió una serie de peripecias que convierten su testimonio en un relato apasionante. El primero de los traspiés afectó directamente los intereses familiares: la propiedad de Kamenka fue nacionalizada a las pocas semanas de la revolución, luego de una discusión respecto de la posibilidad de mantener en su poder la casa y todo lo que ella contenía, en la que los campesinos reunidos en consejo manifestaron su temor de que ella la emprendiera a tiros. Las tres horas de discusiones fueron resumidas así: “Fue una horrible experiencia pero también útil porque me enseñó algo acerca de la inestabilidad de las multitudes” (Ibidem, 156).
De retorno en Petrogrado con sus hijos se encontró en un escenario dominado por el hambre, pero en los primeros meses de 1918, mientras el marido se marchaba de la ciudad para incorporarse a las fuerzas contrarrevolucionarias, seguía con esperanzas de que la situación política se revirtiera: “a pesar de todo lo que ocurría, manteníamos la esperanza de que el poder bolchevique colapsara y la cordura, la ley y el orden fueran restaurados” (Ibidem, 166).
Ante las crecientes dificultades, que incluían las operaciones de la Cheka en busca de miembros del antiguo régimen, la condesa decidió llevar a sus hijos a Estonia –ocupada por los alemanes- y dejarlos al cuidado de su hermana, con la esperanza de retornar a las pocas semanas; la separación, debido a las circunstancias, duró más de dos años.
Una vez en Petrogrado, la situación la condujo a pensar que la única alternativa era la huida a territorio polaco, y todos sus esfuerzos se orientaron hacia ese objetivo. Mientras tanto, para ganarse el sustento –la ración de quienes, en virtud de la clase a la que pertenecía, era la más escasa, de 200 gramos de pan negro por semana,- no solo contó con la ayuda de antiguos sirvientes sino que, munida de un trineo, trabajó durante algunas semanas transportando el equipaje de quienes llegaban a la ciudad en tren.
La primera etapa de su trabajoso periplo consistió en marchar a Moscú con la identidad de una ciudadana polaca, tomando contacto con refugiados que buscaban retornar a su país. Una vez instalada en la capital, mientras buscaba la manera de salir de Rusia, fue detenida por la Cheka y alojada durante un par de semanas en la prisión de Lubyanka. Liberada “para continuar sus estudios de latín” (Ibidem, 258), adopta una nueva identidad e inicia un viaje en tren con destino a la ciudad bielorrusa de Moguiliov, contratada como violinista de una orquesta. Una vez instalada allí, comenzó a buscar la posibilidad de marchar al frente, lo que ampliaría sus posibilidades de pasar a territorio controlado por el ejército polaco. El resultado fue positivo: logró enrolarse como voluntaria de la Cruz Roja en un tren militar que marchaba hacia el oeste. En una larga travesía que terminó en Baranowiczi, convivió durante días con soldados del Ejército Rojo, y allí aparecen con claridad, pese a su inmersión en las profundidades de la sociedad soviética, sus prejuicios de clase: si los hombres son descriptos como personajes desagradables,
“las mujeres son particularmente repulsivas con su dura expresión y su falta de atención a su apariencia. Ellas fumaban y hablaban y hablaban, y uno seguramente escuchaba mencionados en las discusiones los nombres de Marx y Lenin. Yo evitaba con cuidado atravesar esos vagones porque las miradas penetrantes de sus ocupantes me hacían sentir muy incómoda” (Ibidem, 321).
Solo en una ocasión trabó relación con un dirigente comunista, que inicialmente le pareció sospechoso pero con quién luego estableció un diálogo amable y con un cierto grado de confianza, hasta el punto de afirmar que “era muy sensible y justo, y si no hubiese sido Comunista hubiera pensado en él como un amigo” (Ibidem, 330).
Con la idea fija de trasladarse a territorio polaco, pidió el trasladado hacia el frente, y luego de convencer a un funcionario de la Cheka que se mostraba extrañado de que alguien quisiera marchar en sentido inverso al de la mayor parte de los civiles, la incorporó como auxiliar al ejército, lo que le permitió marchar a la localidad de Wolkowysk, la última localidad antes del frente, donde trabajó en un hospital hasta que el ejército Rojo retrocedió. Finalmente, luego de confesar su situación ante el doctor que con el grado de comandante era el jefe del hospital, con su ayuda logró escapar y marchar al encuentro de las tropas polacas. El 1 de octubre de 1920 su viaje a través de territorio ruso finalmente llegó a su fin.
Una española en Petrogrado
Sofía Guadalupe Pérez Eguía Casanova (1861-1958), en adelante Sofía Casanova, fue una periodista y escritora gallega que por motivos matrimoniales –se casó con Vicente Lutoslawski, miembro de una acaudalada familia polaca- tuvo ocasión de tomar contacto con el mundo aristocrático de la Europa del este. La combinación de unas buenas relaciones sociales forjadas en Madrid y un marido inestable que cambiaba de lugar de residencia con frecuencia la convirtieron finalmente en reportera itinerante del diario ABC de Madrid. Instalada en Varsovia cuando estalló la Primera Guerra Mundial, se convirtió en la primera corresponsal de guerra femenina en el mundo. Si bien se mudó inicialmente a Moscú con su familia, hacia fines de 1916 se trasladó a Petrogrado donde residió hasta que abandonó Rusia a principios de 1919, y durante ese lapso envió sus crónicas a Madrid, que luego fueron publicadas con el título de “La Revolución Bolchevista” (Casanova, 1989).[11] De retorno en Madrid continuó ejerciendo el periodismo hasta 1944, y también se dedicó a escribir novelas y poesía El pensamiento de Sofía Casanova era fuertemente conservador y su catolicismo era la piedra angular sobre la que se afirmaba su pensamiento; sin embargo, como veremos, su mirada sobre la realidad rusa presenta matices que tornan interesante su testimonio.
Su relato da comienzo en los días previos a la Revolución de Octubre, y en estos primeros momentos, su visión de la situación se manifiesta favorable a los “bolsheviks” (sic), fundamentalmente por la “hermosa” idea que manifiestan de buscar la paz. Además, se enfrenta al temor de las personas con las que se relaciona, que a Lenin y sus seguidores “no hay horror ni infamia de los cuales se les juzgue incapaces” (Casanova, 1989, 93). Por el contrario, sostiene que la situación no se modificará demasiado respecto de las últimas semanas “cuando el Gobierno provisional carecía de autoridad y de servicios de vigilancia (Ibidem.). Pero además, en su opinión, los bolcheviques luchaban por objetivos hacia los cuales mostraba cierta simpatía: “la paz y las reformas agrarias”.
Relacionada con la aristocracia y la alta burguesía rusa, su testimonio muestra de manera rotunda el rechazo que estas clases mostraban frente a la gestión de los revolucionarios, rechazo que ella en esos primeros momentos no comparte:
“La fantasía de las clases sociales aumenta y monstrualiza (sic) los sucesos, atribuyendo a los maximalistas y a su soldadesca un desenfreno de crueldad indecible. Poniendo en la balanza de la equidad nuestro juicio desapasionado, hay que decir que, aparte algunos casos cruentos, ni aquí ni en Moscú han sido peores los revolucionarios que en luchas análogas de todos los tiempos y lugares” (Ibidem, 107).
El rechazo que generan Lenin y los suyos en las clases altas los lleva a desear que los alemanes acudan para acabar con la experiencia revolucionaria: “Si entran en San Petersburgo (los alemanes. J.S.) hasta sus mismos enemigos le harán una ovación, pues el pánico que inspiran los leninistas a los burgueses les hace apreciar el orden y la disciplina de los kaiserianos” (Ibidem, 103). Sofía Casanova, en cambio, muestra comprensión respecto de los revolucionarios, y su curiosidad junto con la tarea periodística la llevaron primero a visitar el Palacio Tauride, lugar de reunión de los integrantes del Soviet de Petrogrado, y luego al Instituto Smolny, sede del gobierno bolchevique, donde tuvo una corta entrevista con León Trotsky que se publicó en España. Su opinión sobre este es muy curiosa:
“¿Es simpático Trotsky? No es atractivo. Acentúa su tipo israelita la espesa melena revolucionaria que enmarca con negrura su rostro irregular y agudo […] No se revela en él ni la voluntad; ni la inteligencia; nada, en fin, potencialmente fuerte. Podría pasar por un artista decadente, y, sin embargo, yo creo que tiene un valor irreemplazable en la Rusia actual” (Ibidem, 130).
A medida que transcurría el tiempo, su opinión sobre la Revolución y sus actores se fue modificando: el incremento de la violencia, “la criminalidad impune se harta de sangre”, con la consecuencia de que “Rusia no se democratiza, se envilece”. Para la corresponsal española la situación es responsabilidad “de los de abajo”, que campan a sus anchas. Su visión negativa del pueblo ruso no se limita a las clases bajas: “’Nos despojan de nuestro capital estos infames, exclaman los grandes señores, y nadie piensa que el crimen de los proletarios, es hijo, es biznieto de los cometidos por los autócratas sin entrañas” (Ibidem, 182). Los jóvenes miembros de la aristocracia, la clase dentro de la cual ella se movía socialmente, lo están pagando: “ahora se ven obligados a trabajar picando hielo en las calles, cosa que nunca habían hecho: “Con tal ahínco clavaban las piquetas que parecía como si se vengaran en la superficie del pétreo arroyo del desquiciamiento sufrido por su clase privilegiada” (Ibidem, 174).
Junto a la aristocracia, Sofía Casanova condena la actitud de la intelectualidad, que se ha retirado de la escena sin decir una palabra: “hay analogía entre el estado moral de los intelectuales y el de los aristócratas […] las clases que fueron directoras del cotarro zarista. En general detestan a Rusia, sueñan con expatriarse.” (Ibidem, 181).
De su juicio tampoco se salvan los países occidentales que enviaron tropas para apuntalar a los generales Blancos en su intento por destruir el régimen bolchevique: “Si repugnante es ver el desquiciamiento humano y social de los sovietistas (sic), repugnante y doloroso es ver a los soldados europeos y a los de la libre América empeñados en la campaña asiático-rusa” (Ibidem, 222).
El zar destronado no le merece mayores comentarios –su mediocridad está demasiado a la vista- pero si en cambio se ocupa de la zarina, coincidiendo con el juicio de Julia Cantacuzene –su espiritualidad la aisló del mundo- pero ampliando su crítica abarcando al pueblo ruso: “su misticismo ortodoxo fue explotado por palaciegos ambiciosos y políticos nefastos. ¡Pobre Emperatriz! Sobre ella han descargado los rusos su rabia de vencidos y su impotente encono de raza abúlica” (Ibidem, 190).
Su permanencia en San Petersburgo le permitió asistir a los festejos del 1° de mayo de 1918, ocasión en la que los bolcheviques decidieron celebrar “por todo lo alto” el día del Trabajo. Su mirada crítica la lleva a sostener que “esa muchedumbre, como la que pasea los estandartes de la revolución en las calles, no está alegre ni parece sensible al día bonancible […] este 1° de Mayo, por muy fiesta internacional que sea, no quita el hambre” (Ibidem, 196). La ocasión también es aprovechada para manifestar su profundo desprecio por los artistas que adhirieron a la revolución y participaron en la ornamentación de la ciudad: “para los infelices mortales no iniciados en los misterios artísticos de esos dibujantes y pintores, las alegorías de su creación resultan mamarrachos imposibles” (Ibidem, 192).
La noticia del ajusticiamiento del zar y toda su familia –más allá de las versiones contradictorias, que se prolongaron durante bastante tiempo- fue para la corresponsal española el acontecimiento decisivo en su condena del régimen soviético: “la dictadura de los bolcheviques es más violenta, más sucia que la de la autocracia […]” (Ibidem, 213). En esos momentos está convencida del triunfo de las tropas Blancas con el apoyo de las potencias extranjeras, pero ellos no van a resolver la situación y “antes que tal ocurra, van el rencor y el ensañamiento de las rojas muchedumbres a cometer infamias irreparables” (Ibidem, 210).
Sofía Casanova abandonó Rusia a principios de 1919, luego de sufrir algunas vicisitudes; podemos resumir su visión de la Revolución en este largo párrafo:
“Los de Lenin son las bestias de la esclavitud convertidas en fieras hambrientas. No saben nada del mundo, ni de los hombres, ni de Dios. Se les empujó a una revolución libertaria y utópica, que les entrega la tierra de los ricos y se les han puesto armas en las torpes manos diciéndoles: ‘Defiende hasta morir tus derechos de hombre. Eres libre y Rusia es tuya. Tus enemigos, los Zares, los capitalistas, quieren volver a echar sobre tus hombros y los de tus hermanos las cadenas del cautiverio, los grilletes y la mordaza de la que te ha libertado la república sovietista (sic). ¡Defiéndete, si no quieres que tus hijos y tus padres contigo se pudran en los calabozos de las cárceles imperialistas’” (Ibidem, 222).
Un escritor elitista
Iván Bunin (1870-1953) fue un escritor ruso proveniente de una familia de la nobleza rural, que ostenta el honor de ser el primero de esa nacionalidad en ganar el Premio Nobel de Literatura en 1933. Durante los años de la Revolución residió en Moscú y en Odesa. Su testimonio, titulado “Días malditos (Un diario de la Revolución)” (Bunin 2007), abarca los primeros días de 1918 en Moscú y algunos meses de 1919 en Odesa; más tarde se exilió en París, donde residió hasta su muerte. Si bien en un principio mostró una “modesta simpatía” por la izquierda, pronto, como se verá, se convirtió en un crítico sin matices de la Revolución y sus protagonistas.
El diario de Bunin tiene su primera entrada el 1 de enero de 1918, y es significativo el hecho de que todas las fechas de los comentarios se mantienen en el calendario juliano, el vigente durante el zarismo, modificado por los bolcheviques el 1 de febrero de ese año, que pasó a ser el 13, adaptándolo al calendario gregoriano que se usaba en Occidente. Aunque el comentario parezca poco significativo, constituye la manifestación de un intelectual que despreciaba sin matices el presente, lo ocurrido en Rusia a partir de la caída del zarismo.
Justamente, el primer párrafo del libro marca el tono que tendrá toda la narración: “Se ha acabado este año maldito. ¿Qué nos espera ahora? Tal vez atrocidades aún mayores. Sí. Seguramente será eso lo que nos espera” (ob. cit., 5). A lo largo de todo el texto, el autor transmite una amarga y trágica visión de los acontecimientos que se produjeron a su alrededor; y además circula por las calles de Moscú (y luego por las de Odesa) dando cuenta de la opinión de las personas con las que se vincula, o a las que oye expresarse.
Lo que aparece como uno de los principales objetivos de la obra es el de dar testimonio de uno más entre quienes sufrieron el impacto de la Revolución tanto en su posición social como en su vida material y espiritual: frente a las pasiones desatadas por quienes la protagonizaron opone la reacción de los afectados: “…precisamente nuestro ‘apasionamiento’ será de extrema utilidad para los historiadores del futuro. ¿O acaso las únicas ‘pasiones’ que valen son las del ‘pueblo revolucionario’? ¿Qué hay de nosotros, entonces? ¿No contamos, acaso?” (Ibidem, 18).
A los efectos de tener una amplia visión del pensamiento de un intelectual de la talla de Bunin hemos seleccionado algunos temas sobre los cuales se expidió en su diario.
En su opinión, ya la revolución de febrero, que acabó con el zarismo, constituía una tragedia:
«Más horrible aún era lo que sucedía a todo lo largo y ancho del enorme territorio de Rusia, donde se interrumpió el curso natural de la vida, una vida con una tradición centenaria, para ser sustituida por una existencia incomprensible, un irracional jolgorio y un antinatural desapego de todo aquello que da vitalidad a una sociedad” (Ibidem, 99).
Frente a la argumentación de que la Revolución fue el resultado de la crisis del zarismo, de un “poder retrógrado y codicioso” que la hizo inevitable, afirma que “no fue el pueblo el que inició la Revolución: fuisteis vosotros (los revolucionarios —J.S.). Al pueblo le daba igual cuáles eran nuestros anhelos o qué motivaba nuestro disgusto” (Ibidem, 47). Y la revolución saca a relucir lo peor de los hombres: “…entre los rasgos distintivos de las revoluciones están la sed de juego, la hipocresía, el gusto por las poses y la farsa. El mono que hay en cada hombre se despierta y asoma la cabeza” (Ibidem, 60).
Su visión pesimista lo lleva a sostener la imposibilidad de que una revolución pueda beneficiar al pueblo:
“¿Acaso no sabían muchos de esos instigadores que la Revolución no es más que un sangriento juego de cambio de roles, y que por mucho que el pueblo pueda ocupar durante un rato la silla de los señores, y festejar y felicitarse por esa ocupación, siempre acabará cayendo de vuelta sobre las brasas?” (Ibidem, 140).
El frontal rechazo a todas las revoluciones lo lleva a comparar los impulsores de la Revolución francesa con los líderes bolcheviques: “Saint-Just, Robespierre, Couthon… Lenin, Trotski, Dzerzhinski… ¿Cuál de ellos es el más malvado, el más sanguinario, el más vil? Naturalmente, los de Moscú” (Ibidem, 153).
Frente a este horror, la nostalgia por el Antiguo Régimen aparece con frecuencia:
“Nuestros hijos y nietos no serán capaces de imaginar la Rusia en que nosotros alguna vez (ayer mismo) vivimos, una Rusia que no valoramos lo suficiente y a la que no comprendíamos: ni todo su poder, su complejidad, su riqueza, su felicidad” (Ibidem, 58).
La hipérbole a la que es capaz de llegar no tiene límites: “Había un pueblo de 160 millones de personas, dueñas de una sexta parte del planeta ¡Y qué parte! Una que poseía fabulosas riquezas y se desarrollaba a un ritmo igualmente fabuloso” (Ibidem, 170).
Esa valoración del zarismo y de la sociedad tal como estaba organizada está acompañada, casi de una manera natural, por un desprecio visceral por el pueblo; podía transcribir las opiniones de quienes se pronunciaban en contra de la Revolución, pero quienes se manifestaban en su defensa “son voces viscerales, primitivas. La de los hombres parecen responder a una selección previa: jetas criminales, como recién llegadas de las cárceles de Sajalín” (Ibidem, 37). Es que el triunfo de “los rojos basta para que se produzca una mutación en la gente que recorre sus calles. Es como si realizaran una selección premeditada de un tipo de rostro, que transforma el paisaje urbano” (Ibidem, 93). La expresión “asiático”, utilizada en varias ocasiones para definir el aspecto general de una persona o de una muchedumbre, muestra su inequívoco racismo. Y en sus juicios iba más allá: para descalificar a los dirigentes revolucionarios asume como válidas las teorías de raíz lombrosiana: “la antropología legal contemporánea ha establecido que un buen número de los “criminales natos” tienen el rostro pálido, la mandíbula inferior groseramente pronunciada y los ojos muy hundidos ¿Cómo no pensar inmediatamente en Lenin y en tantos de sus secuaces?” (Ibidem, 199).
Ese desprecio por los revolucionarios, que implica en ocasiones un solapado antisemitismo, se aprecia en la transcripción del comentario de un crítico literario que, ante la noticia de la firma del tratado de Brest-Litovsk, clama desesperado: “¡No puedo concebir que la firma de un Hohenzollern esté al lado de la firma de un Bronstein!” (Ibidem, 26).
Al ser convocado por el Proletkult[12] para dar clases de poesía, todo su odio se manifiesta de manera explosiva:
“¿Acaso no es el colmo del horror que yo tenga, por ejemplo, que probar que es mil veces preferible morir de hambre que instruir a esa gentuza … para que se aplique a cantarle loas a sus camaradas que roban, golpean, violan, profanan templos, arrancan tiras de piel a los oficiales blancos y humillan a los sacerdotes coronándolos con cuernos” (Ibidem, 111).
Bunin estaba estrechamente vinculado con los círculos literarios del país, por lo que el apoyo de algunos escritores a la gestión de los bolcheviques da lugar a explosiones de ira: “Mas ¡qué increíble cantidad de impúdicos sujetos pueblan hoy la literatura, haciéndose pasar por fabulosos conocedores de la lengua” (Ibidem, 150). En alguna ocasión, sus diatribas tienen destinatarios conocidos, dirigentes o simpatizantes de la revolución:
“Mis amigos de Capri, los Gorki y los Lunacharski, guardianes del arte y la cultura rusa, que montaban en cólera ante la más mínima advertencia de los censores del zar (…) ¿Qué haríais conmigo si me encontraseis redactando estas criminales notas bajo la luz de un apestoso candil, o si me vierais esconder estos folios tras la cornisa como si se tratara de un objeto robado” (Ibidem, 72).
La crítica a los sectores de la creación en algún momento parece extenderse implícitamente a los sectores dominantes:
“Durante la guerra, la actitud hacia el pueblo fue de una horrible indiferencia. Se mintió criminalmente acerca de su espíritu patriótico, incluso cuando la situación había llegado ya a un punto en el que hasta un bebé podía concluir que el pueblo estaba harto de la guerra” (Ibidem, 82).
Las esperanzas del autor de liberarse de ese “infierno” en el que estaba viviendo se cifraron primero en la intervención de Alemania y luego en el triunfo de los Blancos en la Guerra Civil. Por un lado se hace eco de todos los rumores relacionados con la llegada de las tropas alemanas a la capital; en febrero de 1918 afirma “…da la impresión de que ‘se limitan a hacer el viaje en tren’ para ocupar San Petersburgo. Y parece que lo conseguirán en cuarenta y ocho horas, más o menos” (Ibidem, 19). Cuando se produce la rendición de Alemania, Bunin imagina por un instante que las tropas aliadas van a invadir Rusia para acabar con la experiencia bolchevique, pero una vez finalizada la guerra esperó con ansiedad las noticias de un eventual triunfo de los generales que en distintas regiones de la periferia se alzaron contra el gobierno bolchevique. “Hasta donde se puede tener alguna certeza, a los bolcheviques les están yendo mal las cosas en el Don y más allá del Volga. ¡Que Dios nos ayude!” (Ibidem, 161). En junio de 1920, la desesperación de los revolucionarios frente a la posible ocupación de Odesa por parte de las tropas del general Antón Denikin lo lleva a un ocasional optimismo:
“¿Cómo evitar sustraerse a la esperanza? Todos repiten al unísono que ayer se celebró una sesión secreta en la que se decidió que hay que pasar a la clandestinidad y desde allí atacar a los hombres de Denikin cuando ya estén instalados en la ciudad” (Ibidem, 187).
El diario se interrumpe el 20 de junio de 1920 porque el autor cuenta que “enterré con tal cuidado las páginas que seguían a esta que no conseguí encontrarlas cuando huimos de Odesa, a finales de enero de 1920 (Ibidem, 212).
Comentarios
No cabe duda de que el imperio zarista experimentó transformaciones importantes en el tránsito entre el siglo XIX y el siglo XX. El proceso de modernización económica adquirió dimensiones significativas, si bien localizado casi exclusivamente en ciertas zonas de la Rusia europea y tuvo, por supuesto, consecuencias en el terreno social.[13] Sin embargo, como bien analiza Arno Mayer, en muchas naciones europeas las clases privilegiadas tradicionales continuaban ejerciendo un rol dominante dentro de la sociedad, no solo en términos económicos sino también preservando sus prácticas y valores e incluso transmitiéndolos a las clases burguesas en ascenso.[14] En la Rusia liderada por Nicolás II estos privilegios se mantenían con mucho vigor. Un comentario de Henry Troyat ilustra de forma notable algo de lo que ocurría:
“En la capital del imperio, los círculos sociales eran más estrictos que en cualquier otro lugar. Alguien podía realizar una brillante carrera en el servicio del Estado, podía alcanzar el grado de general, de consejero privado del emperador, o incluso ministro, pero la puerta de ciertos salones estaba cerrada para ellos si no provenían de buena cuna o se habían casado con alguien que no correspondía a su rango” (Troyat 1979, 189-190).
Los testimonios y el diario analizados en el texto nos muestran, por un lado, la visión idealizada de Bunin y la indiferencia apolítica de Edith Sollohub, y por otro los testimonios críticos de Julia Cantacuzene y de Sofía Casanova respecto de la Rusia gobernada por Nicolás II. Estas últimas destacaban tanto la mediocridad del emperador como la situación de su mujer, aparentemente incapaz de conectar con la realidad. Mientras que para Bunin y para la condesa Sollohub el futuro se presenta desde un principio oscuro y tenebroso –más en el primero que en la segunda, que muestra alguna esperanza en la gestión contrarrevolucionaria de los Blancos-, Cantacuzene y Casanova manifiestan en principio un apoyo a la Revolución de febrero, que se va modificando a medida que transcurre el tiempo y se afianzan los bolcheviques.
Las actitudes clasistas aparecen en todos los testimonios, y se manifiesta en el desprecio por el pueblo ruso, la multitud que adhiere a la Revolución, con la excepción de Cantacuzene, que está convencida de que todo lo ocurrido es obra de espías y militantes a sueldo de los alemanes, lo que le permite reivindicar al pueblo ruso, e incluso aventurar un pronóstico favorable.
Es destacar asimismo cómo en algunos casos el patriotismo ruso de las elites era reemplazado por el ruego de que los alemanes se hicieran cargo de la situación: evidentemente, cualquier alternativa era preferible a la consolidación de los bolcheviques en el poder.
Bibliografía primaria
BUNIN, Iván (2007), Días malditos (Un diario de la Revolución). Barcelona, Acantilado.
CANTACUZENE, Julia (1999), Revolutionary Days. Chicago, R.R.Donnelley & Sons Company.
CASANOVA, Sofía (1989), La Revolución Bolchevista. Edición, introducción y notas de María Victoria López-Cordón. Madrid, Castalia.
SOLLOHUB, Edith (2010), The Russian Countess. Escaping Revolutionary Russia. Exeter, Impress.
Bibliografía secundaria
BECKER, Seymour (1988), Nobility and Privilege in Late Imperial Russia. Dekalb (Illinois), Northern Illinois University Press.
BURDZHALOV, E. N. (1981), Russia’s Second Revolution. The February 1917 Uprising in Petrograd. Bloomington e Indianapolis, Indiana University Press.
GATRELL Peter (1997), The Tsarist Economy 1850-1917. Nueva York, St Martin Press.
HASEGAWA, Tsuyoshi (1981), The February Revolution: Petrograd 1917. Seattle y Londres, University of Washington Press.
HOSKING, Geoffrey (1973), The Russian Constitutional Experiment. Government and Duma 1907-1914. Londres y Nueva York, Cambridge University Press.
LIEVEN Dominic (1990), Russia’s Rulers Under the Old Regime. New Haven y Londres, Yale University Press.
MALLY, Lynn (1990), Culture of the Future: The Proletkult Movement in Revolutionary Russia. Berkeley, Los Angeles y Oxford, University of California Press.
MASSIE, Robert K. (2004), Nicolás y Alejandra. El amor y la muerte en la Rusia Imperial. Buenos Aires, Vergara.
MAYER, Arno (1985), La persistencia del Antiguo Régimen. Madrid, Alianza.
MILIUKOV, Paul (1967), Political Memoirs 1905-1917. Ann Arbor, The University of Michigan Press.
SMITH, DOUGLAS (2015), El Ocaso de la Aristocracia Rusa. Barcelona, Tusquets.
SOCHOR, Zenovia A. (1988), Revolution and Culture. The Bogdanov-Lenin Controversy. Itaca y Londres, Cornell University Press.
SUKHANOV, Nikolai (1962), The Russian revolution 1917. 2 vols. Nueva York, Harpre & Brothers.
TROTSKY, León (2006), Mi vida. Buenos Aires, Editorial Antídoto.
TROYAT, Henry (1979), Daily Life in Russia under the Last Tsar. Stanford, Stanford University Press.
WALDRON, Peter (1997), The End of Imperial Russia, 1855-1917. Nueva York, St Martin Press.
Notas
[1] Sobre las características y problemas de la nobleza rusa en los últimos años del zarismo, pueden consultarse Rogger (1983), Becker (1985) y Lieven (1989).
[2] Sukhanov (1962). La obra culmina con los acontecimientos de Octubre.
[3] Miliukov (1967). Este testimonio se extiende solo hasta fines de junio de 1917.
[4] Trotsky (2006).
[5] La suerte corrida por algunas familias de la aristocracia tras la revolución es narrada por Douglas Smith (2015).
[6] La Revolución de 1905 constituyó un serio desafío para la autocracia zarista; la protesta social y política que se manifestó durante ese año consiguió arrebatar al zarismo la convocatoria de un organismo parlamentario, la Duma, que si bien no constituía una representación real de la sociedad rusa, constituía un avance respecto del régimen autocrático. El texto clásico sobre la Revolución de 1905 es Ascher (1988) y sobre el período de vigencia del régimen “semi-democratico”, Hosking (1973).
[7] Cantacuzene (1999, 144). Ana Vyrubova fue apresada luego de la Revolución pero los bolcheviques la consideraron “poco inteligente” y la dejaron en libertad, tras lo cual ella se exilió en Finlandia, donde vivió hasta su muerte en 1964.
[8] La investigación más completa sobre la Revolución de febrero es Hasegawa (1981), y lo ocurrido en Petrogrado es estudiado por el historiador ruso E.N.Burdzhalov (1987).
[9] Las propiedades rurales de la familia citadas en el texto son: Waldensee (cerca de la frontera con Letonia), Louisino (en la provincia de Kursk), y las aproximadamente 10.000 hectáreas compradas por su marido en Kamenka, situada alrededor de 60 kilómetros de San Petersburgo.
[10] En este aspecto, la condesa compartía el sentir de buena parte de la aristocracia que “además de un profundo odio por Rasputín, sentía una alegre indiferencia hacia la guerra” (Massie, 2004,426).
[11] El libro es acompañado de un estudio introductorio de María Victoria López Cordón.
[12] La Asociación Rusa de Cultura y Educación Proletaria (Proletkult) fue una organización creada en 1917 a partir del impulso de Alexander Bogdánov con el objeto de desarrollar una cultura propia de la clase obrera. Sobre este tema existen dos obras fundamentales. Sochor (1988) y sobre todo Mally (1990).
[13] Sobre las transformaciones experimentadas por el imperio zarista pueden consultarse Gatrell (1986) y Waldron (1997).
[14] Mayer (1985).