Namasté

Andréi Makárov (Sobre el autor)

Traducción: Alejandro Ariel González

los peces en la pecera
adivinan
que el mundo no termina
en el cristal
allí, más allá de él
está el cielo de los peces
ellos sueñan con él
y creen
que irán allí
después de morir
Iliá Kormíltsev

Una niebla opaca y húmeda se extendía sobre la pista de despegue. Un velo denso y blancuzco había devorado los aviones inmóviles junto a las pasarelas de acceso, transformándolos en siluetas oscuras e impotentes. En lo profundo de esa bruma acuosa se desplazaban unos refucilos blancos y naranjas, delatando el movimiento del personal de servicio, y se elevaba el sol. La exigua luz matinal perforaba apenas el neblinoso algodón, penetraba por los amplios vitrales del aeropuerto, caía en lánguidos brillos sobre el granito gris de la sala de espera, casi vacía. Como en el hueco que deja una mano sobre un vidrio empañado, el granito adquiría nitidez en la unión con las brillantes baldosas blancas y negras dispuestas como un tablero de ajedrez en el piso de un bar abierto. Las únicas manchas incomprensibles en medio de su vidrio reluciente, su madera oscura y su acero niquelado eran dos personas: el joven barman vestido todo de negro y un hombre robusto con un traje de camuflaje verde apagado.
El camuflaje le quedaba bien a aquel hombre, apoltronado en la silla alta junto a la barra. Se notaba que no era la primera vez que se lo ponía, y lo llevaba con propiedad. Es cierto que en los abrojos rectangulares de las mangas y del pecho no había sardinetas, pero en los hombros tenía distinciones. El rostro adiposo del hombre estaba bien afeitado y despedía un olor penetrante a loción.
–¿Va a combatir? –preguntó a media voz el barman, poniendo delante del cliente un vaso pesado con fondo grueso y llenándolo hasta un cuarto con una bebida cobriza que vertía de una botella tallada.
–¡No, qué va, gracias a Dios! Lo que faltaba –la respuesta sonó aprensiva–. ¿Qué les pasa a ustedes? En cuanto ven un camuflaje, enseguida creen que se trata de un coronel. ¡Cómo los tiene esta guerra! Voy a pescar. Al norte.
–Ah… –exclamó el barman, al parecer decepcionado–. Entonces, ¿por qué viaja solo? A pescar suele irse acompañado…
–Bueh, otra vez… Siempre con eso de la compañía –graznó el cliente–. Aunque antes yo también pensaba que conviene viajar con amigos. Quieras o no, consíguete amigos y compañeros a toda costa.
–¿Y qué tiene de malo? –dijo el barman encogiéndose de hombros.
–¿Y qué tiene de bueno?
–Usted mismo lo dice: amigos y compañeros. Pescar, sentarse, hablar con el corazón en la mano… Fraternidad masculina.
–Ay, muchacho. Qué fraternidad es esa, a decir verdad. A mí una vez me hicieron conocer su precio.
–¿En qué sentido?
–Tal como digo. Fuimos en grupo, llegamos y desempacamos. Las cañas todavía enfundadas, un amanecer diáfano; teníamos comida como para celebrar un cumpleaños. Había vodkita, whiskito; uno hasta llevó aguardiente casero para que la cosa fuera bien a la nuestra. Bueno, y la correspondiente picada: el infaltable tocino, salchichón, boquerones, arenques, salmón. Un «cinco estrellas» en el pantano.
–¿Y?
–Y bueno. En cuanto servimos la primera vuelta, de los arbustos apareció un anciano del lugar. Todo el pelo gris, la barba desgreñada, la camiseta rota, remendada, botas con caña de lona… Era un cuadro de Repin: La aparición de Cristo ante el pueblo. En una mano llevaba una caña de pescar artesanal; en la otra, colgando de unos ganchos, un par de tencas. Bien doradas, carnosas. ¡Eran unas pepitas de oro, no pescado! Clavamos los ojos en él: «Abuelo, ¿dónde pesca aquí de esos?». El anciano dijo «hum», se sorbió los mocos, miró nuestro vivac y dijo: «No dónde, sino a quién».
–¿O sea?
–Ajá, nosotros preguntamos lo mismo. Y él dijo: «Para algunos el pescado está en el agua y para otros, en una lata. Ustedes, los habitantes de la ciudad, ni siquiera tienen que desenrollar las cañas. ¿Para qué se molestan en vano? Son más tontos que una oveja: en vez de pescar armaron una borrachera». Nosotros le dijimos: «¿Qué, acá en la aldea son todos abstemios, acaso? ¿Qué nos vienes a predicar moral?». Asintió con la cabeza: «Aquí también tenemos audaces. Los más jóvenes se desviven por irse a la ciudad. Para después venir aquí con ustedes, Dios me perdone…». Hizo un gesto de desinterés con la mano y volvió por donde había venido. Mis amigos lo despidieron con una palabrota y… «¡bueno, a pescar!». Y a mí, ¿puedes creerlo?, no me tocó ni una copita, ni un bocado. «De veras –pensé–, ¿para qué carajo vinimos aquí? Podríamos haber ido a una taberna». Y lo peor es que, en cuanto nos pusimos a pescar, nadie picaba. Si nos había ojeado el anciano o nos habíamos ojeado a nosotros mismos, no lo sé. Los nuestros empezaron a insultar otra vez al filósofo de la aldea y yo les dije: «¿Por qué lo putean? Tiene razón el abuelo. No hay pescado para nosotros en estos lugares. Hemos roto con nuestras raíces. Ahora lo tenemos que buscar en la tienda».
–Y, ¿qué dijeron sus amigos? ¿Lo entendieron?
–Nah –el hombre echó un trago de whisky–. Me miraron y se llevaron el dedo a la sien, pero, ¿qué iban a decir? Nos preparamos para volver a casa. Así que no tengo más ganas de viajar con nadie.
–¿Quiere decir que ahora viaja solo? ¿Y? ¿Qué tal? ¿Ahora sí hay pique?
–¡Los peces no tienen nada que ver! Son solo un pretexto para descansar de la gente, del ajetreo. –El cliente lanzó un teatral suspiro–. Estar a solas con uno mismo…
–¿Eso ayuda?
–Sí, no mucho –respondió esquivo el camuflado–. Te suelta por poco tiempo, y luego vuelves y otra vez te zambulles en el ajetreo… Cada cual gira en su remolino. Te libras de una cosa de más, se te pega otra.
–Es bueno cuando sabes qué está de más y qué no… –dijo el barman con cierta inesperada pena, y miró más allá del pescador a la niebla, que, más amarillenta, flotaba como una espesa cortina al otro lado de los vidrios del aeropuerto–. Yo antes de en este bar trabajaba en una torre petrolera, como guardia. Allí a la mañana también, en la niebla, no se veía ni oía nada a medio paso de distancia. Era triste, aburrido. La gente parecía como elegida: rústica, interesada; iba allí por dinero. Cada cual no hacía más que pensar y hablar del salario, defendía lo suyo…
–¡Epa! –el pescador miró por primera vez a su interlocutor con más atención, como enfocando el objetivo–. ¿Y tú para qué diablos fuiste allí? No te ofendas, pero a ti te veo mejor tragando libros que entre perforadores.
–Ajá. Y ¿qué me dice del principio masculino? ¿Y de mi origen obrero? De eso en su tiempo me hablaba en detalle mi papá después de cada borrachera. Me tenía podrido. Así que decidí buscar un trabajo de hombres que me calzara justo, que tuviera romanticismo, que «oliera a taiga», como suele decirse.
–Y, ¿qué tal? ¿Acertaste?
–Nah. Todo era turbio allí. Incluso la gente. –El barman abrió los dedos de la mano derecha y después giró la mano en el aire–. Había muchos exprisioneros. En las habitaciones contiguas a la perforación dormían entre seis y ocho hombres, apretados como sardinas. Pero muchos no se acostumbraban… Insultos y más insultos, conversaciones solo sobre mujeres, caza y pesca. La monotonía te hace perder la cabeza, cada cual empieza a dar muestras de su mal carácter. Lo único que le importaba al jefe de turno es que no hubiera peleas; podías aporrear a quien quisieras si era necesario. Así que monté mis guardias, me llené de romanticismo y volví a la civilización.
–Entonces tu papá tenía razón, por más que chupara… ¿Acaso aquí está tu civilización? –dijo el pescador riendo a carcajadas–. ¿En este bar? Es lo mismo que la torre petrolera, solo que en lugar de pozo sale alcohol del cuello de la botella y enseguida se convierte en dinero. Sin oleoducto. Entiéndelo de una vez, romántico, nadie ha librado a nadie de la necesidad de ganarse el mango. Rasca a cualquiera y encontrarás un tacaño. Y cuanto más romántico sea, más lo elogiarán por lo refinado de su naturaleza. Pero, en realidad, son todos iguales: peces con dos piernas. Lo has olido bien: filosofar tras la barra de un bar es más agradable, ¿verdad?
–Ha dicho con mucha convicción eso de los peces –dijo el barman con el ceño fruncido–. Por lo visto, juzga por su experiencia, ¿no? Si todos son peces, ¿usted cuál considera que es? ¿O incluso en ese caso usted es el pescador? Al parecer, ya hubo uno así, el pescador de las almas humanas. El único problema es que lo crucificaron.
–Todavía eres joven, amigo, para razonar así –dijo el cliente, entornando los ojos con malicia–. Si vamos a hablar de Dios, él sabía lo que hacía. A uno lo hizo pez y a otro, hombre. A uno le toca pescar y al otro, ser pescado. No hay lugar para un tercero.
–Es así, claro, solo que los papeles cambian –sonrió el barman–. Ayer fuiste pescador, mañana te toca ser pescado y servir de alimento. ¿Quién es entonces el pescador, quién el pez y quién el cebo?
–¡Vaya contigo, muchacho! ¿Consideras gusanos a las personas?
–¡No considero nada a nadie! Cada cual define por su cuenta su destino, quién es, dónde está y adónde va. Pero miro a los que pasan todos los días por delante del bar y a veces me parece que no son personas, sino peces nadando. Como en una pecera enorme. Algunos solos, otros en cardumen. Sin memoria ni comprensión.
–¿Por qué sin memoria?
–Dicen que los peces dorados recuerdan solo unos pocos segundos. Eso no es vida, sino una auténtica aventura. Ven cada amanecer como por primera vez. Lo mismo pasa con las personas. Viven, trajinan, chapotean, pero tanto el agua como el mundo que los rodea les da igual. Siguen siendo los mismos. El sol, la luna, las estrellas, los remolinos, los flujos y reflujos… Vivimos sin memoria y tampoco la merecemos. Nosotros no estaremos y el mundo seguirá…
–¡Por eso a veces dan ganas de matarlos a todos! –dijo el pescador, recalcando las palabras y mirando cómo a espaldas del empleado del bar, en el espejo y en las aristas de las botellas de distinto calibre, nadaban y se quebraban los reflejos–. Pero ¿qué vamos a hacer?
–Salir.
–¿Adónde? ¿Por la ventana? Allí no se ve nada, es todo niebla.
–Salir de la cadena.
–Eso no son más que palabras –dijo el cliente con tono burlón y sonrisa irónica–. Todos son buenos solo para hablar. Pero pides un acto ¡y no hay nada!
–Este es el último día que trabajo aquí –respondió el barman–. He decidido enrolarme como voluntario. La guerra.
–¡¿En serio?! –el hombre levantó las cejas–. ¿Y esa es tu elección?
–Sí. Y no se trata para nada de dinero.
–Y, ¿de qué se trata?
–Del sentido. Hay que quitar el pellejo. Disipar la niebla. Dicen que allí, en el frente, todo se vuelve más claro, más nítido, tanto la vida como la muerte. Como estas casillas en el suelo.
–¿Crees que pondrán un fusil en tus manos y con él obtendrás claridad y salvación? ¿O quieres ver, como Raskólnikov, si eres un bicho que tiembla o tienes derecho? Todo eso son tonterías. Nadie escapa de sí mismo, amigo. Además, pueden matarte enseguida. Entonces volverás con tu papá no con cruces ni sobre una cruz, sino en una lata de cinc soldada. ¿Por qué piensas entonces que no eres uno de esos peces sin memoria ni comprensión?
–¿Y su hobby de pescar para qué sirve? Da igual si va solo o acompañado; todo lo que hace es perder el tiempo. Encima se puso un camuflaje militar. ¿De quién se esconde? ¿Qué papel quiere representar? ¿Cree que basta con agarrar la caña para convertirse en pescador? Nadie escapa de sí mismo, como usted dice.
Los ojos grises y turbios del cliente se redondearon, ardieron de ira, pero enseguida se apagaron. Se llevó la copa a los labios, la vació, pero no se la devolvió al barman, sino que la puso delante y la tomó con las manos. En el silencio que se había hecho se oyó el ruido sordo y rítmico del compresor de la heladera, debajo de la barra. El barman agarró un trapo rojo y limpió el extremo de la barra, entre el cliente y él.
El brillante reflejo de la luz del sol se abrió paso a través de la vacilante niebla, dio en la cara del joven y comenzó a centellear sobre la despareja hilera de botellas. El sol naciente empezó a disipar la blanca bruma detrás de la ventana, a despedazarla. La niebla se fue atenuando y desvaneciendo en el aire cada vez más transparente. A través de los huecos se traslucía un cielo despejado, de un azul profundo.
–Pronto permitirán los despegues –dijo el barman, señalando la ventana con el dedo; después, dirigiéndose al pescador, añadió–: No le queda mucho tiempo.
Como confirmando sus palabras, despertaron los mensajes sonoros del aeropuerto invitando a los pasajeros de los vuelos demorados, uno tras otro, a embarcar. El hombre miró el reloj táctico digital que llevaba en la muñeca izquierda:
–Han anunciado mi vuelo. Debería fumar. Dame un cenicero.
–En nuestro bar no se permite fumar. Todo según la ley –explicó el barman–. Para eso tiene una sala de fumadores al final de la terminal. Veinte metros derecho y a la izquierda.
–¡Todo en ellos es según la ley, según las reglas! ¿Quién fue el que inventó esas reglas? ¡Con tal de quitar la libertad! –dijo adrede en voz alta e indignado el hombre–. Está bien, hombre correcto. Chau. Espero que atrapes de la cola a la fortuna; te convertirás en pescador y dejarás de ser un gusano.
–Buen viaje a todos nosotros –sonrió con ironía el barman–. Que la fuerza esté contigo.
El hombre bajó de la silla, echó una mirada a la superficie del suelo, similar a un tablero de ajedrez, y, volviéndose, dijo de pronto al barman vestido todo de negro–: Mueven las blancas y ganan, ¿verdad?
–No –respondió el joven, recogiendo la copa vacía del pescador en la barra–. Después de la partida todas las piezas van a parar a la misma caja. Allí de donde las sacaron.
–Y, ¿qué hacer? ¿No jugar?
–Eso lo decide cada uno –respondió el barman.