Traducción: Eugenio López Arriazu

Nadezhda Radulova (1975) es doctora en literatura comparada (Universidad de Sofía). Es docente, escritora y traductora de poesía y prosa del inglés. Es autora de seis libros de poesía, de los cuales fueron premiados Albas (2000), Cuando se duermen (2015) y Mundo pequeño, mundo inmenso (2020), así como de la novela Aquí vive Iozhi (2023). Radulova ha sido también laureada con los premios de poesía Iván Nikolov y Nikolái Kanchev, y con el premio de traducción del inglés Krastan Diankov. Sus libros han sido traducidos y publicados en Alemania y Rumania.
Poemas
SÉ LO QUE HICISTE AQUELLA PRIMAVERA
Elegimos el lugar: junto al cantero de jacintos, ni a la sombra,
ni al sol.
Elegimos el momento: cuando en la casa
no había nadie.
La bañamos y lavamos el vestido.
Se secó rápido:
ese abril fue inusualmente cálido.
Cerramos los ojos, uno se abrió.
Se va a asustar bajo tierra si tiene los ojos abiertos.
Pegamos el ojo con cinta adhesiva.
La enterramos a poca profundidad. Lloramos. Comimos
algunos caramelos.
De la habitación de mi abuela trajimos
flores artificiales, dos rosas, una margarita, un gladiolo.
Las dispusimos en cruz y luego fuimos
al salón a jugar.
Y a esperar.
Concentrados en los huevos y los panes de Pascua,
los mayores no notaron el cambio.
O al menos eso habíamos planeado:
que nadie lo notara.
A la mañana siguiente me desperté antes que todos
los cómplices
y de inmediato corrí al patio.
Las flores no estaban,
la tierra estaba recién
removida,
y de la soga de la ropa colgaba el vestido.
De la muñeca rusa Svetlana. Lavado,
tendido al sol. Encontré la muñeca un poco después
en la habitación de mi abuela, sobre la silla junto a la ventana,
todavía desnuda.
Alguien había quitado la cinta adhesiva, pero el ojo,
que antes no quería cerrarse,
ahora no se abría.
Más tarde, la abuela murmuró que había decidido
bañar y lavar a Svetlana porque:
Bueno…
¡porque está toda llena de polvo y ceniza por los juegos
de ustedes!
No dijo más.
Y yo no dije más.
Desde entonces
no juego con esa muñeca,
pero la vigilo y de vez en cuando
levanto el párpado de plástico,
el mismo que no quiere abrirse.
Me inclino
y miro de cerca, hacia adentro,
hasta que el esqueleto del iris
se mueve y extiende sus brazos, se oscurece
la esclerótica,
y en el fondo de ese cielo otoñal gris azulado
resplandecen leones y brillan tigres.
PANDORA
Vivo encerrada en una habitación oscura.
Una vez al día, por unos minutos,
dejan que me entre un rayo de luz. Lo atrapo
y escribo en la pared.
Si alguna vez abren la puerta,
se escapará lo escrito,
yo me quedaré ciega en la luz
y sin rastro.
NÍOBE
En las fuentes se mencionan diferentes cantidades de hijos, según Ovidio
siete hijos y siete hijas. (En 1996 en Dunblane, condado
de Perthshire, Escocia, los niños son dieciséis).
El objetivo es la hybris materna. Apolo y Artemisa vengan
a Leto deshonrada. (En Dunblane, el motivo no está claro; el tirador
Thomas Hamilton finalmente se dispara).
Pero los dioses nuevamente se apiadan, transforman a la madre en piedra y
le dejan el consuelo de llorar. (Los padres de los niños asesinados en Dunblane
de alguna manera sobreviven, conocen la oscuridad, sus corazones se vuelven piedra).
¿Y qué hace el arte con esta historia?
Miremos la escultura de Níobe y su hija menor.
Por supuesto, el antiguo escultor, guiado probablemente por el principio
dramático de no representar la violencia, nos ha ahorrado el acto mismo del
asesinato, nos ha ahorrado el ekkyklema con los cadáveres de los niños.
Lo que vemos es a Níobe con su hija: ambas
de piedra, como si Apolo, asesino en este caso, pero aun así protector
de las artes, salvara a la pequeña en el momento en que Níobe intenta
envolverla en su quitón, esconderla, volver a darla a luz
dentro de sí. (Una de las madres de los niños sobrevivientes
en Dunblane cuenta el alivio que sintió al ver a su hijo
entre los vivos, y el posterior y agobiante
sentimiento de culpa,
por haber sido entonces
capaz de sentir alivio). La madre
es una piedra que llora.
De: Aquí vive Iozhi (2023)
¿ALGO DULCE ANTES DE ACOSTARSE?
Mientras la abuela estuvo viva, en la caja de té siempre había dulces o bombones de licor. Así fue como se le arruinaron todos los dientes, pero mientras la abuela estuvo viva, lo llevaba regularmente al dentista y los problemas se resolvían a tiempo.
Y ahora, a veces, cuando tenía ganas de comer algo dulce antes de acostarse, Matéi abría el colectivo rojo londinense de dos pisos de hojalata que decía «Afternoon Tea – 50 teabags». Pero allí, en lugar de dulces, solo había monedas de 50 centavos y de un lev. Matéi las juntaba todo el mes para comprar algo secreto que solo él conocía, no es que hubiera nadie más para enterarse. Pero incluso sin nadie más, un secreto es algo agradable. A veces, a fin de mes, la caja se volvía bastante pesada y su contenido se transformaba en una bebida cara. Whisky o coñac. Otras veces, no pesaba tanto y alcanzaba sólo para una o dos botellas de rakia o licor de anís. Matéi no abría las botellas, no le gustaba nada el alcohol. Pero se repetía que las guardaba para los días funestos. No sabía cómo eran los días funestos y se preguntaba si había días agraciados, ya que nadie nunca los mencionaba. Pero con el tiempo y esperando los días funestos, se habían acumulado bastantes botellas en el armario bajo la pileta, llenas hasta el tope y bien cerradas. Botellas de vidrio de distintas formas y colores, a través de las que se refractaba la tenue luz de la cocina. Algunas se convertían en palacios ornamentados, otras en modernos edificios de negocios, y otras en simples garrotes verdes. Al regresar del taller por la noche, lo primero que hacía Matéi era abrir el armario y contar las botellas. Algunos días le parecían muchas, otros días, insuficientes. Las más angustiantes eran las noches en que las botellas parecían insuficientes. Entonces no quedaba más que abrir la caja de té, contar las monedas reunidas y luego calcular los días que quedaban hasta fin de mes.
Cuando abandonó el último curso de la secundaria antes de terminarla, Matéi se dijo que era algo temporal. Iozhi, con quien solía jugar en la calle y que ahora cumplía una residencia en el servicio social, lo visitaba todos los meses y lo ayudó a encontrar trabajo, varias veces incluso lo convenció de inscribirse en la escuela nocturna. Iozhi le resultaba simpática, aunque también un poco molesta. Pero desde que cumplió veintiún años, ya nadie lo buscó por nada, ni siquiera Iozhi. Así que Matéi casi se olvidó de que había estado en la secundaria y tenía la intención de regresar.
Además de botellas, Matéi compraba algunas otras cosas secretas gracias a la caja de té. Una vez, por ejemplo, adquirió guantes de jardinería. Hacía mucho que habían muerto las plantas en el jardín de la abuela, pero los guantes, tan resistentes y duraderos, seguramente serían útiles algún día. Otra vez, se compró botas de goma. Pero tanto estas como los guantes hacía mucho que juntaban polvo en el armario de las cosas secretas.
La semana pasada surgió un problema por primera vez en el taller donde trabajaba. El dueño había venido con su perro, un animal grande y malo. Mientras Matéi revisaba las cubiertas de un cliente, el perro se le acercó por detrás, se levantó sobre sus patas traseras y le apoyó las delanteras en los hombros. Matéi se asustó; pensó que le mordería el cuello. Se había asustado de la misma manera cuando la abuela agonizaba. Se había inclinado sobre su cara para ver si respiraba y de repente ella abrió la boca y mostró los dientes. Matéi se sobresaltó y se encerró en su habitación. Cuando se atrevió a salir, la abuela había fallecido. Pero del perro no había manera de escapar. Se dio la vuelta y lo pateó. Lo pateó muy fuerte, y el perro se hizo un ovillo y gimió. El dueño del taller y del perro se puso entonces a patear a Matéi. Después lo despidió.
Durante toda una semana Matéi ocultó que había sido despedido y seguía yendo al trabajo. No es que hubiera alguien a quien ocultarlo, hasta Iozhi hacía tiempo que lo había olvidado. Para Matéi, sin embargo, era impensable quedarse en casa todo el día. Todas las mañanas se levantaba a las seis y media, se duchaba, se vestía con ropa limpia y a las siete salía a pie hacia el taller. Había decidido no gastar en boletos. Hacia las ocho, a veces incluso antes, lograba llegar. El primer día se sumió en su paso uniforme y rápido y olvidó que estaba despedido. Casi entra al taller. En el último momento, se dio cuenta, se sobresaltó y el corazón le empezó a latir con fuerza. Por suerte, nadie lo notó y se escondió en el jardín de enfrente. Le tomó un tiempo calmarse. Ahora hacía eso durante ocho horas todos los días: se sentaba en el banco del jardín frente al taller.
Ayer, sin embargo, dos de sus antiguos colegas lo agarraron por el cuello y lo echaron del jardín. Amenazaron con que si lo volvían a ver, la cosa se pondría fea. Eso lo confundió mucho. Al fin y al cabo, no había hecho nada. No quería que le pagaran por sentarse en el banco, ni mendigaba dinero de ellos. Después del desagradable incidente, Matéi paseó por el barrio para calmarse. Al mediodía, se dirigió nuevamente al taller, pero no se atrevió a entrar al jardín. Se escondió tras una esquina en la calle de al lado y se quedó ahí hasta que se le entumecieron las piernas de estar parado. Mientras estaba allí, vio que habían contratado a un nuevo trabajador en el taller. Un muchacho grande y alto. Llevaba cuatro ruedas una encima de la otra; las cambiaba en menos de quince minutos. Hablaba y reía ruidosamente, y durante el descanso de la tarde uno de los trabajadores le convidó café en un vaso de plástico.
Al anochecer, apareció el dueño con el perro. Se quedó unos treinta o cuarenta minutos, fumó varios cigarrillos, habló por el celular y, al irse, le dio la mano al muchacho nuevo y le metió un billete en el bolsillo. En todo un año de trabajo en el taller, Matéi nunca le había dado la mano al dueño.
Quedaba una hora para el fin de la jornada laboral. Matéi no esperó. Volvió a casa sin apuro. Dio un rodeo, caminaba y respiraba profundamente. Como antes, cuando se escapaba de clase y en lugar de salir por la puerta de atrás de la escuela, caminaba lentamente por el patio, junto a las ventanas de las aulas. Como si esperara que en cualquier momento alguien lo alcanzara y lo hiciera volver. Pero nadie lo alcanzaba. Nunca nadie lo persiguió.
Un poco antes de medianoche, Matéi llegó a casa y por primera vez no contó las botellas en el armario. Estaba cansado, no sentía las piernas, pero sabía que no podría dormir por un buen rato. Antes de acostarse, bajó la caja de té del estante y vertió su contenido sobre la mesa de la cocina.
A la mañana siguiente, Matéi fue en dirección opuesta al taller, hacia el mercado, donde en una tienda pequeña y descuidada vendían otras cosas secretas. Brillantes, afiladas, cortantes.
Esa misma noche, Matéi llenó la caja de té con los caramelos masticables baratos que había comprado con las últimas monedas que le quedaban. Luego se acostó y se durmió rápida y ligeramente, como cuando la abuela estaba viva. Al otro día, iría a trabajar permanentemente. Esta vez sin esconderse. Y todos se enterarían.
OFRENDA
—¿Dónde anotan para el próximo año?
Stela le hace la pregunta a un hombre, una mujer y tres niños, quizás una familia. Llevan canastas con higos; el hombre y la mujer grandes, cargadas de fruta, los niños pequeños, con cinco o seis frutos dentro.
—Depende de lo que traigan —responde la mujer en tono conspirativo—. Las ofrendas de la tierra son en esta fila. Luego están las de productos de madera, después las de metal, en la cuarta sala esperan aquellos que tragan o exhalan fuego, la quinta es para los productores de vapores y humos, la sexta para los maestros de hologramas y simulaciones, la séptima para los sanadores, trasplantadores y eliminadores, de la octava en adelante no logré recordar.
Stela saca torpemente de su mochila una pequeña botella con un tapón de vidrio redondo y se pone en la fila detrás de la familia.
—¿Esta es tu ofrenda? —interviene el hombre.
—Sí, sí —responde insegura Stela.
La botellita está llena de algo que no es ni completamente líquido ni completamente espeso. Más bien no tiene color, aunque tampoco es incolora.
—¿Qué tipo de ofrenda de la tierra es ésa? —continúa preguntando el hombre.
—La llamo ofrenda del alma —Stela baja la mirada visiblemente incómoda—, pero como las instrucciones no especifican dónde evalúan tales ofrendas, mejor me formo aquí.
—Eso no lo van a dejar pasar en la primera sala —interviene bruscamente la mujer—. Te van a echar, no te van a dejar entrar el año que viene. Esa botellita me parece una gran tontería. Andá más adelante, vas a ver lo que traen los demás, cuánto esfuerzo y recursos han puesto…
Stela gira instintivamente la cabeza como si le hubieran dado una bofetada. Mientras hablaba con el hombre y la mujer, unas veinte personas se han puesto en la fila detrás de ella. Llevan canastas con comida, nueces grandes como pelotas de golf, bananas gigantes, un anciano empuja una rueda especial que apenas arrastra un melón del tamaño de una piedra de molino. La gente en la fila también lleva animales, sobre todo gallinas, corderos y otros animales domésticos, pero más abajo, hacia el final de la fila, hay una chica con un tigre nanocristalino de color verde claro, completamente manso, y dos señoras mayores acompañadas por media docena de hormigas constructoras, cada una de un metro de altura, con patas fuertes y ágiles de aluminio brillante.
—¿Qué hay en la botellita? —insiste el hombre—. No escuches a mi mujer, siempre fue pesimista.
—Hay… —duda Stela—. Hay lágrimas. Completamente frescas. De este año.
—¡Mirá vos! —exclama la mujer pesimista—. Hace años que nadie llora. ¿De qué van a servir esas lágrimas?
—¿Pero realmente son tuyas? —insiste el hombre.
—Sí, mías. Sucedió que… lloré este año. Por primera vez en al menos siete. Y sirvió, les digo, me ayudó. Quedé satisfecha. Puede que a otro también…
—Entonces andá a la fila de los trasplantadores, séptima sala —la interrumpe la mujer—. Ese es tu lugar. Tal vez algún loco se interese por un trasplante de lágrimas.
—Así es, tiene razón mi mujer —asiente el hombre—. Por como lo describís, tenés más probabilidades en la séptima sala.
—Aunque, ¿quién necesitaría lágrimas? —sigue murmurando la mujer—. Si ya inventaron el spray contra lágrimas, tan eficaz. ¿Quién sería el que…? Vamos. Andá allá, acá solo retrasás a la gente que ha hecho su trabajo.
—No sirve para nada —oye Stela la voz de la mujer a sus espaldas mientras se aleja lentamente por el pasillo.
Durante varios días y noches, Stela va de puerta en puerta aferrando la botellita. De la fila frente a la sala siete la envían a la doce, luego a la dieciocho, después a la treinta y cuatro. Los que esperan frente a la treinta y cuatro le dicen que es la ciento setenta y cinco, y los que esperan frente a la ciento setenta y cinco la redirigen a la seiscientos veinte. Pero la seiscientos veinte está muy lejos, y el pasillo después de la doscientos dos se vuelve cada vez más estrecho y empinado. Stela está exhausta y hambrienta. Tiene ganas de llorar, pero no puede. Parece que ya no puede. Cerca de la sala número trescientos se rinde y regresa. Ahora está más tranquila y observa los sinuosos pasillos y las filas frente a las puertas con indiferencia creciente. Los recién llegados aguardan con esperanza, sin hacer otra cosa que esperar. Los que han pasado varios días de pie comen y beben. Los que llevan meses esperando están completamente demacrados, con profundas ojeras. Aquí y allá ocurren robos de ofrendas, y en casos más raros, intercambios pacíficos. En uno de los pasillos, Stela oye que seis pasillos más abajo hubo un asesinato, y en algunos de los pasillos laterales, donde generalmente es mucho más oscuro y frío, ya se libran tres o cuatro guerras locales por las ofrendas. En una semana se espera que los beligerantes se unan en dos grupos y haya una gran guerra. Cuando Stela finalmente llega de nuevo a la primera sala, la familia con los higos ya no está.
—Hace unas horas entraron —responde la chica con el tigre nanocristalino manso a su pregunta sobre si lograron inscribirse para el próximo año.
—¿Y por qué no salieron todavía? —pregunta Stela.
—Nadie sale por la puerta por la que entró —explica la chica—. Así no sabemos quién lo logró y quién no. De lo contrario, todos perderíamos la esperanza.
—Pero ¿qué garantía hay de que…? —pregunta Stela.
—No hay garantía —la chica sacude la cabeza—. Pero todos quieren un año o dos más, ¿verdad?
El patio interior del edificio, en cuyos pasillos serpentean las filas de oferentes, resulta ser enorme, al igual que el propio edificio. Al entrar desde el bulevar, no parece tan grande. Pero a la salida te recibe todo un parque, un fragmento de un mundo desaparecido: altos árboles frondosos con sombras centenarias, y entre las sombras, pequeños claros soleados. En ninguna otra parte de la ciudad quedan árboles y sombras así, claros radiantes como esos, piensa Stela. Son lo último que ves al salir, antes de abandonar el edificio para siempre. Una especie de despedida. Stela pasa junto a los árboles y los cuenta mentalmente. Son muchos, todavía muchos. Cuando se cansa de contar, se sienta debajo de uno y se apoya contra el tronco cálido. Levanta la cabeza y mira largo tiempo directamente al sol. Piensa en cómo se veía esta misma ciudad en su infancia, en el mar que una vez fue azul, en sus padres fallecidos hace tiempo, en su abuela, en su bisabuela Iozhi, cómo la sostenía firmemente por las manitas de tres años y la balanceaba en un carrusel a su alrededor, su recuerdo más temprano. Y un recuerdo un poco más tarde o tal vez un sueño. Sin imágenes. Solo la voz de Iozhi. Llora, niña, llora para que pase.
Stela cierra los ojos y sigue mirando el sol grabado en el reverso de sus párpados. Luego los abre lentamente, saca la botellita de su bolso y quita el tapón de vidrio. Vierte el contenido en sus ojos secos. Vuelve a cerrar los ojos y, después de un momento, algo empieza a fluir por su rostro, algo que no es ni completamente líquido ni completamente espeso y más bien no tiene color, aunque tampoco es incoloro. Las últimas lágrimas de este año.