Selección de cuentos y poemas de Nadezhda Radulova

Traducción: Eugenio López Arriazu

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(Nadezhda Radulova (1975) es doctora en literatura comparada (Universidad de Sofía). Es docente, escritora y traductora de poesía y prosa del inglés. Es autora de seis libros de poesía, de los cuales fueron premiados Albas (2000), Cuando se duermen (2015) y Mundo pequeño, mundo inmenso (2020), así como de la novela Aquí vive Iozhi (2023). Radulova ha sido también laureada con los premios de poesía Iván Nikolov y Nikolái Kanchev, y con el premio de traducción del inglés Krastan Diankov. Sus libros han sido traducidos y publicados en Alemania y Rumania.)

Recito mientras manejo

los nombres de los muertos,
una liturgia de segunda clase o
solo la ilusión de un vínculo, además de que
mi día sigue creciendo, infla las mejillas, se comporta como
si fuera a durar por siempre. En esta euforia de la tarde no
noto que se va la luz y recién lo veo a último
momento… En el camino yace un zorrito en la luz foránea
de kinotos. Lo chocaron, se diría, o no, me digo,
solo engaña el ocaso, empuja su pelirrojo ser
soñoliento junto a la barrera de contención. Los árboles a ambos lados rasguñan mi visión periférica antes de que
pise el freno. Y mientras todavía
no quiero
creerlo,
ya
la niebla ha caído y el camino sigue
las curvas de alguna melodía que
surge directamente de mis faros. Ni bien
empiezo a reconocer sus voces
las voces de aquellos arriba mencionados,
los mismos que eran solo nombres, ahora
suenan hostiles, me tiran como para
arrojarme fuera del auto y entonces me oigo
recitar la fórmula de la niebla, que
en verdad es un coro. Me despierto
en el lugar,
donde
la noche
fluye en celofán de escarcha. Me froto
los ojos, saco el celular del bolsillo para
descubrir que la batería se ha agotado, que este día
por fin ha terminado y que el pensamiento del fin
ha desparramado alrededor, por todos lados, hojas y ramas secas.
Conduzco en silencio como para pasar inadvertida
a través del portal de este parque de una ciudad de medianoche
y para volver bajo la luna luminiscente a
la estación de servicio, el estacionamiento, el cartel publicitario,
donde mi vida todavía es un hecho
indiscutible, y no la niebla y el ocaso,
viento
y poesía.

Una buena para nada

Me contaron que los escondí en la oscuridad, en el cuartito del altillo,
para que nadie me los tocara,
y que los olvidé hambrientos durante días. Y sin agua.
Los enterraron sin mostrármelos.

Pero hasta el día de hoy nunca les creí que haya pasado todo eso.
Ni recuerdo que nadie nunca me los diera, ni
que los tuviera en mis manos.
No recuerdo sus cuerpitos vivos, ni sus voces.
No recuerdo haber visto que abrieran
o cerraran los ojos, o que giraran sus cabecitas
en la dirección del sol.

                           Por eso el relato de
la niña de cuatro años, cuyos padres
le dan dos pajaritos para que los cuide
y que ella esconde en la oscuridad y olvida durante días hambrientos y sedientos,
hasta que se mueren, después los entierran sin mostrárselos, después…
¡Una buena para nada!, no es mi relato…
el mío es sobre unos padres que viven en otra ciudad,
donde está la vida y donde no hay niños, no hay mascotas, pero
hay todo lo que aquí no hay. Y así hasta hoy.

Esta historia, sin embargo, tampoco revela la verdad en todas
sus facetas posibles. Mi hijo, por ejemplo,
todavía no tiene cuatro años y todavía no sabe
de los pajaritos en el altillo. Pero cuando aunque sea por un momento salgo de la pieza
y oigo a mis espaldas ¡Mamá, no me dejes!, el relato de la niña y
el relato de los padres se unen covalentemente, como
dos átomos superpuestos de hidrógeno con el de oxígeno,

y el terror de si seré una buena madre me encierra
en la oscuridad del recuerdo del altillo
y me envía un hambre y una sed insaciables,
y chillidos ensordecedores.

Poesía ciega

A la salida del parque dos perros enjutos
muestran los dientes en una sonrisa infernal,
roen el rayo de sol
torpemente roto y arrojado sobre el asfalto.

Todavía ciega a las necesidades de la realidad,
mi hija de tres años
estira sin una pizca de miedo
su mano para acariciarlos y me dice:

Mis amigos los perros son suaves como el pan.

Solsticio

Esa aguja, que en la mañana cose el mundo y a la noche lo descose, primero desgarra las montañas más lejanas y las envía a la oscuridad, después las colinas cercanas en frente, y finalmente la trompa del auto, el volante, las manos. Queda brillando solo su mente, que bien conoce todo lo que recién se ha apagado.

A Iozhi no le gusta esa parte del camino, sobre todo al anochecer. En junio pasado, en una de las últimas curvas antes de la circunvalación, decidió que había atropellado a un zorro. Frenó y salió del auto, pero era solo una bola de luz concentrada que el sol poniente había arrojado en los arbustos junto a la banquina. Un momento después, el sol se ocultó por completo y el zorro desapareció, pero quedó el horror. Iozhi pasó toda la semana con el estómago revuelto y recuerdos confusos.

Y ahora, en el mismo lugar, a la hora en que esa aguja ha terminado su trabajo, en que ya regresó arriba al cielo y se queda mansa clavada en la seda oscura, la tiniebla ante sus ojos se agita de nuevo. Oscuridad y encima más oscuridad en movimiento. Pedazos de oscuridad que se mueven.

El primero aterriza casi junto a la barrera de contención, pero junto a él de pronto se alinea otro… Cuántos son, se pregunta Iozhi. Se detiene a un lado, apaga el motor y enciende las balizas. Los cuenta. Once cuervos que se han parado uno junto a otro en el camino y que la apuntan con los picos. Leyó en alguna parte que no hay que mirarlos a los ojos, que eso los perturba y pueden volverse agresivos. Pero su mirada se ha fijado en sus suaves alas de gasa, en sus picos lustrosos. Se pregunta si los miembros de esta congregación vespertina no estarán aquí para velar por un pariente cercano, o si no tendrán otra razón para ponerse en su camino.

El cuervo que aterrizó primero despliega de repente las brillantes alas y se eleva brevemente un metro sobre el suelo. El tercero en la fila desciende y aterriza en su lugar, el primero aterriza en el lugar del primero. El segundo y el cuarto hacen el mismo cambio de lugar, después el quinto y el séptimo, el sexto y el octavo y así hasta que el noveno y el undécimo intercambian lugares en una sincronía casi de ballet. El décimo vuela el último y aterriza en la baranda del lado opuesto de la ruta. Su lugar queda vacío. 

No se mueven. Se quedan parados y miran a Iozhi. Iozhi tampoco se mueve. Solo intenta no mirarlos. Por supuesto, no puede estar segura de eso, porque tienen los ojos tan negros, que en realidad son invisibles. Y no mirar lo invisible no puede ser un esfuerzo consciente. Lo invisible es una dimensión en la que es muy posible caer sin darse cuenta. Quién sabe, quizás la misma Iozhi ya ha caído allí y esa es precisamente la causa de la inusual barrera de pájaros ante el auto.

En realidad, hay una manera de ahuyentarlos, piensa Iozhi. En el mismo artículo en el que leyó sobre las vigilias de los cuervos, también se cuenta que si intentás acercárteles, lo más probable es que se asusten y salgan volando. Por eso Iozhi junta coraje y abre la puerta del auto. Pisa el asfalto tibio y se halla en medio de la respiración ruidosa del bosque.

Los primeros pasos son tímidos. De pronto se da cuenta de que lleva un vestido blanco y los brazos desnudos, el pelo recogido en una cola y tiene la cara vulnerable, por completo al descubierto. Pero ya es tarde. No la separan de los cuervos más de tres o cuatro metros. Al acercarse, ve que en realidad las alas no están inmóviles, como le parecía hacía poco, sino que se agitan como preparándose. Pero a pesar de eso, los pájaros no abandonan su posición, ni parecen sorprendidos. Iozhi se pregunta si emitir algún sonido con que asustarlos, pero le parece arriesgado; ya está demasiado cerca. Incluso tiene la sensación de que siente el susurro, el roce de las plumas… el sonido de la impaciencia.

Y justo entonces ve un lugar vacío. El que el décimo cuervo había abandonado un minuto antes para ceder al doceavo ausente. Quizás, debido al acortamiento de la distancia entre Iozhi y el lugar, cambió la imagen por un efecto de paralaje. De cerca, el vacío entre el noveno y el undécimo cuervo parece enorme, mucho más grande de lo que supondría un hombre que viera la distancia entre los otros pájaros en la hilera. Como si el lugar dejado por el décimo rápidamente reordenara el espacio en la percepción de Iozhi. Y la luna lo ilumina de amarillo pálido y lo llena de expectación. Le parece un pasaje de una escena iluminada por un proyector teatral, y no sin una razón dramática. El lugar para ejecutar un solo. Ahora Iozhi comienza a tomar consciencia de cuál es el cuervo que falta y de por qué tarda tanto en llegar. Un paso más y ya está en su lugar asignado. En ese momento los once pájaros abren las alas, remontan vuelo y dibujan un círculo perfecto sobre la cabeza de Iozhi. Y ella cierra los ojos y mueve las manos hacia ellos, dispuesta a seguirlos.

La historia termina de manera banal, como la del año pasado con el zorro. Los pies pegados al asfalto tibio, Iozhi abre los ojos para descubrir que no hay nada a su alrededor, ni cuervos ni otros pájaros. El bosque aún no ha despertado a la loca noche de verano que se avecina y el vacío es inconmensurable. Incluso la luna está lejos y su luz no ha logrado filtrarse a través de las densas copas de los árboles.  

Iozhi vuelve al auto, lo enciende y se marcha. Pronto pasará junto a la estación de servicio con el cartel iluminado. Pero esta vez no se detendrá por un café, no se sentará en la mesita junto a la ventana para escribir en su cuaderno lo que acaba de vivir. Esta noche la esperan en casa y tiene que apurarse. Mientras su vestido siga siendo blanco, veraniego y sin manchas. Mientras las plumas negras no hayan rasgado todavía la piel del sueño.

                                                                       De Cuentos de Iozhi