Muerte de un artista

Arina Óbuj (Sobre la autora)

Traducción: Daniela Arias Barragán

El camino es recto, la calle es blanca, ni un pensamiento en la mente.

Aunque por ahí vuela uno: comprar pan, pero lo olvidaré. Tendré que regresar.

Observo: gente, toda una manada, no se puede pasar. Y sobre la nieve hay cosas. ¿Será una liquidación?

Las cosas reposan una sobre otra, en una montaña, en un hormiguero. Y las personas, como hormigas extrañas, desarman esa montaña. Dan vueltas, escogen, llaman por teléfono: “Aló, hola, escucha, ¿necesitas marcos? ¿Y bastidores? ¡Es madera! En la dacha de algo servirán”.

Me sorprendo a mí misma, pues también tengo un marco en la mano. Quiero saber quién es el dueño, cuánto cuesta.

— ¿Y esto de quién es?

— No se sabe, dijeron que podemos tomarlas.

Quién dijo, qué dijo…

Marcos, bastidores, caballetes, lienzos, guitarras. Guitarras rotas. Una mujer de la edad dorada camina en círculos alrededor del hormiguero. Sabe bien que en la vida cotidiana no necesitará nada de eso, pero no puede irse con las manos vacías: se detuvo, se puso en cuclillas, metió la mano bajo el montón de cosas y con cuidado sacó de allí una lámpara. Le sonrió. Le quitó el polvo, apreció el diseño. Flores antiguas. Una lámpara con destino. La abrazó, la apretó contra su abrigo de piel de oveja y siguió por la calle hacia el horizonte luminoso. En ese horizonte hay una nueva vida. Y todo, todo, todo será diferente, con la lámpara.

No muy lejos del hormiguero hay un hombre, que, por su línea de trabajo, lo sabe todo; esa profesión es así: la de barrendero. Está de turno por la Vasílievski. Días enteros da vueltas por la isla en bicicleta. Sabe quién, dónde y por qué vive. Por eso le vuelvo a preguntar:

— ¿De quién son estas cosas?

— Murió un artista.

Conque eso es…

— ¿Y no hay familiares que recojan las cosas?

— Los familiares ya recogieron todo. Vinieron en auto dos veces. Quedó esto, no se necesita.

— ¿Y cómo se llamaba el artista?

Sopló un viento fuerte, se llevó el sonido del nombre.

Naturaleza muerta callejera: “Murió el artista”.

Marcos vacíos, cuadros sin pintar.

Los desconocidos se llevan sus cosas: las agarran y ya. Nadie sabe el nombre del artista: “No se sabe de quién”, “Dijeron que podemos tomarlas”.

Y parece que él mismo hizo los marcos, de buena calidad, a conciencia. Tomé uno para mí. Después lo pensé y lo devolví: no está bien. Me fui.

Voy a casa. Murió el artista. Vivió, vivió y murió. Los artistas deberían quedarse. En general, todos deberían quedarse.

Si el artista se fue, debería regresar. Pasarse por la Tierra, qué tal haya olvidado algo aquí. Haya olvidado decir algo. Dejó la espátula. Hay que recogerla. Puede que allá también se necesite.

Entonces, vivió el artista. En la sexta línea, entre las avenidas Malyi y Srednyi. Por su ventana se veían las cúpulas verdes de la Iglesia de la Anunciación. Es decir que cada mañana se despertaba con el golpe de las campanas. O tal vez era medio sordo y seguía durmiendo tranquilo. O tal vez iba a misa. Pero eso es poco probable. Eso es complicado en el caso de los artistas: ora creen en Dios, ora no…

Pero aquí lo más importante es: ¿creía Dios en el artista? ¿Le concedió talento o simplemente puso en sus manos el oficio?

En fin, olvidé comprar el pan.

De nuevo salgo a la calle. Murió el artista. Eso es todo. La casa-taller quedó desocupada. ¿Tenía esposa? Quizá, sí. Él pintaba sus retratos. Y la inscripción era sencilla y sobria: “Retrato de mi esposa. Año 1971”.

Entonces, continúo. Personas felices caminan hacia mí. Todos tienen regalos del artista.

El hormiguero desapareció. Quedaron apenas dos marcos.

— ¿Qué miras? —dice el barrendero. —Tómalos. De un artista a otro artista. Acepta la herencia.

*

De nuevo voy a casa. El camino es recto, la calle es blanca.

No hubo pan en la cena.