Simon Jenko
Traducción: Pablo Arraigada
En el planeta Sirio vivía en esos tiempos un hombre joven e inteligente, de nombre Micromega. Lo conocí la última vez que anduvo por la Tierra. Considero que no voy a mentir si cuento qué tan enorme era. Tal como mis cálculos me dijeron, tenía más de ocho millas[1] de alto. Como era tan alto, los pintores de retratos no dudarían de que su cintura medía cincuenta pies de circunferencia.
Su arte fue uno de los más instruidos de esa época. Tenía solamente doscientos cincuenta años sobre sus espaldas. Estudió entonces de la tradición jesuita, hizo más de cincuenta ejercicios de cálculos, y muchos más éxitos obtuvo.
Micromega empieza a crecer en las fosas. Cuando tenía cuatrocientos cincuenta años, empieza a dedicarse a las ciencias naturales. Los bichos que examinó no medían ni cien pies, y a simple vista no podía verlos. También escribe sobre ciencias naturales, pero por estas razones discute con el alcalde, quien piensa que sus escritos no son útiles para la gente, sino dañinos —le parece a él que Micromega hubiese insertado algunos pensamientos democráticos en sus escritos—. Lo llama antes del obvio veredicto. Micromega se defiende como un soldado en el campo de batalla, y seguramente se hubiese agarrado de los pelos con el alcalde si no fuera por los tres guardias que lo custodiaban. Los jurados lo encontraron culpable, algunas mujeres derramaron amargas lágrimas. El juicio lo condenaba a no volver a su hogar por ochocientos años. No se deshizo en lágrimas, no estuvo de luto cuando dejó atrás su patria. Se va, anda de planeta en planeta, para que su cuerpo y alma se desarrollen completamente. Cuando estuvo un largo rato vagabundeando, llegó a Saturno. Un extraño mundo se abrió ante él. Aunque estaba acostumbrado a ver todo tipo de seres, no aguanta la risa al ver tal gente pequeña y tan pequeño planeta. Saturno era novecientas veces más grande que la Tierra y sus habitantes medían alrededor de mil brazas[2]. Micromega ha asombrado a los habitantes de ese mundo, porque nunca habían visto a alguien tan gigante. Nuestro amigo, como un hombre inteligente, piensa que ellos también pueden ser sagaces, aunque pequeños. Se conoce con ellos, el secretario de la academia de ese entonces se hace su amigo. Discuten sobre varios temas filosóficos. Pronto se iban a pelear por unos bichos, cuando por fortuna la esposa del secretario llegó.
Ahora su sangre se enfría tan rápido como antes hervía, y continúan hablando. El ser de Sirio pregunta cuántos años la gente vive en Saturno. ‘Quince mil años’, responde el secretario, ‘y siempre se quejan que es muy poco para ellos. ‘Exactamente eso nos ocurre’, dice Micromega, ‘aunque mis compatriotas viven setecientos años’. Agrega ‘apenas empezamos a vivir, tenemos que dejarlo ya’. Continúa Micromega diciendo: ‘cuando viajaba estuve con gente cuya vida duraba mil veces más que la nuestra, pero tampoco estaban satisfechos’. Varias cosas hilaban, hasta se cansaron de todo. El siriano pensaba partir de Saturno. Le revela a su secretario lo que decide. Le ruega ir de viaje junto a él. El secretario acepta. Preparan todo para el viaje, para cuando se levanten el día siguiente. Se acuestan para renovar sus fuerzas.
Temprano se levantan para partir de Saturno. Cuando andan unas ciento sesenta millas[3], llegan a Júpiter. El secretario revela varias cosas del lugar. Después de un año, dejan Júpiter y van hacia Marte. Pero cuando ven que es tan pequeño, temen pasar la noche ahí. Siguen un largo tiempo, notan una oscura luz. Pasan cerca y ven la Tierra. A pesar de que querían seguir adelante, tenían miedo de viajar demasiado tiempo de nuevo. Entonces se detienen en la Tierra y descansan. Desayunan una montaña, que habían horneado muy bien. Después del desayuno se levantan y deciden dar una ojeada a la Tierra. Avanzan. Los pasos del ser de Sirio y su criado medían treinta mil pies[4]. Si Micromega da un paso a la vez, el secretario debe correr al menos mil doscientos pasos y queda sin aliento tras Micromega.
Ni treinta y seis veces sonó la campana que ya dan la vuelta a la Tierra. El Sol, o mejor dicho la Tierra, hace este camino en veinticuatro horas, pero debemos pensar que va más rápido si gira que a pie.
Ven todos esos charcos y arroyos, que describimos como <<mediano, gran y calmo mar, etc.>>[5]. Para el secretario no llegaban ni hasta las rodillas. Para Micromega, ni a los nudillos. Prestan atención y más atención, si en alguna madriguera (en eso que llaman Tierra) hay algún ser vivo. El habitante de Saturno piensa que no, porque no ve ninguno. ‘¡Jojo!’, dice el ser de Sirio: ‘Juzgás muy apresurado ¿No sabés que vos no podés ver muchas estrellas que yo puedo ver bien? ¿O vas a decir que no están?’.
El enano comienza a decir: también por eso pienso que no vive nadie aquí, porque no hay ningún orden en ninguna parte, los arroyos son tan tortuosos y toda la tierra está llena de granos afilados (colinas) que ya me he lastimado los pies. No es posible ni para un ser diminuto vivir aquí.
El secretario dijo: los habitantes seguramente son como bagres. Pero nuevamente Micromega lo contradice. Él mira y mira a través del diamante, pero no ve nada. Después de una larga ojeada, nota una nueva visión: un barco, que a través del mar congelado de Asia, busca andar. No sabían lo que era, pensaban que se trataba de un extraño animalito. Extiende la mano para alcanzarlo, pero tiene miedo de estrujarlo. La curiosidad no le da paz, lo toma y con cuidado lo coloca en su palma. Cuando los viajeros del mar notan que están en tierra fresca, piensan que de repente una tormenta a una roca los arrojó. Pero como el barco sigue entero, piensan que es algo distinto. Pronto se reconfortan, sus preparativos y cosas en la mano de Micromega colocan y están felices porque todos salvan sus vidas al haber sido atrapados. Micromega oye y oye por si algo se moviese. Observa a través del diamante. Al ver esto, de la alegría su mano teme mover. Ahora alguien lo pincha — le clavó uno de estos animales una estaca de metal de alrededor de un pie[6] de profundidad en el dedo —, la aparta y todo en su mano se tranquiliza. Acto seguido, Micromega y su secretario reflexionan sobre cómo podrían estos bichos verlos mejor. Micromega piensa y piensa, hasta que lo siguiente a su mente llega. Se corta sus uñas, ya que por un largo tiempo no lo había hecho. De la uña de su pulgar hace un cuerno para hablar, pone el final en su boca, y el otro lo coloca en dirección al barco, que todo cubra. Y mira maravillado —mira como alguien en su mano centellea, se inclina, levanta la carga, la lleva y otras cosas hace—. Los náufragos piensan que el sol se eclipsa. Apenas vuelven en sí, la voz del habitante de Sirio truena, y todos a la zarpa del trueno le temen, y como ortigas en el viento se sacuden. En el fondo del barco con miedo corren. Micromega presta atención en el momento que todos silenciosos y quietos en la mano quedan. Pronto se da cuenta que podría ser este el motivo. Está en silencio ahora. Después de un rato, temerosos suben a la superficie, y otra vez a trabajar comienzan.
Micromega y el secretario escuchan de pronto el murmullo como de hormigas y están atentos. Dudan si hablan o no. El de Saturno dice que no pueden hablar. Micromega no juzga antes, hasta estar convencido. Ahora ve a los animalitos, parados unos frente a otros; como uno sujeta su cabeza al suelo, otro con su mano apunta, hace señas y grita tanto que muy bien se lo escucha. El cabecilla había insultado a un esclavo porque había comido más que los demás. Una vez más, Micromega y su secretario piensan bastante en cómo se dirigirían a ellos. Micromega dice que no les pueden hablar con su voz. Le dice a su secretario que debe intentarlo él, ya que su voz es un poco más agradable.
El de Saturno habla: ¿quiénes son ustedes, cosas invisibles, y quién los ha creado para que vivan en tan pequeño planeta? ¿Están de paso, o son sus habitantes? ¿Dónde van y dónde han estado? ¿De qué viven, ya que su cuerpo es tan pequeño? ¡Son tan diminutos! Mis compatriotas ni siquiera los estimarían al verlos, pero yo me dirijo a ustedes y les ofrezco mi ayuda. Cuando los terráqueos —eran franceses— escuchan tales palabras quedan asombrados. No sabían quién era ese que en su lengua les hablaba —porque Micromega y su secretario hablaban en todas las lenguas—. Consideran que es un espíritu maligno. El sacerdote empieza a rogar, unos oran, otros blasfeman, e incluso hay otros que hacen bufonadas. Nada de todo esto ayuda. Cuando el secretario ninguna voz más escucha, se dirige a ellos. Les dice quién es él, y que tiene un camarada de Sirio que se llama Micromega. Les pregunta, además, si ellos pueden pensar en algo inteligente y si también tienen un alma inmortal. A un topógrafo la pregunta le parece ofensiva, toma su aparato, lo mide y grita: Querido Señor, quien usted sea, creo que tiene cien mil millas[7] de altura… ¿Qué?, grita el de Saturno. Justo de tal altura soy, ni más ni menos. ¡Qué diablos! Esto me midió, cuando yo pensé que eras un tonto. Y yo ni siquiera lo puedo ver.
¡Oh, insolentes! Pensaba que aquí, seguramente, viven en paz por su pequeño tamaño. Pero ¿cómo es que sobre sus pequeñas necesidades se amenazan y discuten entre ustedes? Casi que los pisotearía a todos ¡No lo hagas!, dijeron los filósofos. Antes que diez años pasen, la mano de Dios va a alcanzarlos a todos. Micromega se muestra. Por un tiempo unos a otros se miran perplejos, entonces Micromega les pregunta de nuevo: cuéntenme, queridos amigos, ya que ya me han dado a tantas preguntas inteligentes respuestas, ¿qué les pasa a sus almas después de la muerte? Los filósofos se miran unos a otros con los ojos como platos, y ninguno la respuesta correcta puede dar ni la saben. Micromega y el secretario de la discusión se ríen, tanto que al primero una barca de su mano al bolsillo se le cae, donde sólo tras una larga búsqueda la encuentra otra vez. Por última vez, por las respuestas complejas a los filósofos elogia. Por su espíritu les promete un libro, el cual va a llenar escribiendo todos los estados espirituales. Otra vez, porque ya ochocientos años pasaron, el habitante de Sirio y el de Saturno volvieron a su hogar. En el viaje otra vez se encuentran con los filósofos, que le piden el libro y él se los da. Los viajeros vuelven hacia su casa, y los filósofos, con el maravilloso libro, junto al rey van. El rey está feliz de abrirlo, esperando enterarse de todos los secretos que discutían por tan largo tiempo. Cuando examina con detenimiento las hojas, no ve nada. Micromega había estafado a todos.
Notas
[1] Un equivalente a casi trece kilómetros.
[2] Es decir, poco más de 1.8 kilómetros.
[3] Esto es un poco más de 257 kilómetros.
[4] Lo que equivale a un poco más de nueve kilómetros.
[5] Esto es una posible referencia a mares y océanos, siendo el mediano el Mar Mediterráneo, el gran el Océano Atlántico y el calmo, el Océano Pacífico.
[6] Medida equivalente a unos treinta centímetros.
[7] Un equivalente a 160934 kilómetros, aproximadamente.