Andréi Makárov (Sobre el autor)
Traducción: Daniela Arias Barragán
El césped cortado a la inglesa era tan uniforme que causaba fastidio. “Solo el diablo entiende a esos ingleses” pensó Mark, apartando la mirada de los cuadrados verde brillante separados por caminos de baldosas. “¿Por qué tienen que alinearlo todo como con una regla? ¿Qué tiene de malo en Europa la hierba común y corriente? Aquí hay un roble como cualquier otro, pero ¡cuánta verdad hay en él! Su tronco teñido de un marrón negruzco, sus ramas entrelazadas y sus hojas que adquieren tonos ocre en el otoño. ¡Encantador! Bajo un roble como ese puedes hacer lo que quieras: tomar té, abrazar a tu mujer y hasta pintar un cuadro. Y en la veranda, donde los albañiles están pendientes de cada centímetro, el caballete parece un rover lunar que llegó a Marte por equivocación. Llevo tres horas buscando los colores y no encuentro nada… ¿Será que lo pinto todo de verde?”
—¡Querida! —gritó entrando a la casa—. ¿Te molestaría servirme un té?
—¡Ten paciencia! —fue la respuesta—. En unos veinte minutos.
Esa aguda voz femenina y ese eterno “ten paciencia”… Cuando estaban construyendo la dacha, Marina soñaba delirante con la brumosa Albión[1]. Luego fueron de vacaciones a Londres, recorrieron sus suburbios en carro, admiraron sus casitas “de juguete” con techos de tejas rojas y ese césped tan bien cortado, en el que de cuando en cuando aparecían gentlemen bien abotonados con ruidosos cortacéspedes.
—Mira, ¡qué belleza! —dijo Marina—. Todo en su justa medida. Relaja la vista. La hierba es verde en invierno y en verano los arbustos están bien cortados, los ladrillos son color naranja, la cerca es blanca y el tejado es rojo. Nosotros, en cambio…
—¿Será que no ven bien? —sugirió Mark, provocando una oleada de indignación en su mujer—. ¿Será que de otro modo les cuesta ubicarse en su propiedad? La verdad es que a mí esta Inglaterra a veces me recuerda a una caja llena de cubos. La caja está ahí, los cubos son bonitos, pero no se puede hacer nada especial con ellos.
—No, pues, será que nosotros sí hacemos algo especial —resopló la mujer—. A donde mires, es un basurero. En cualquier dacha hay las mismas cosas: un cobertizo destartalado, un mangal oxidado y un barracón con pintura desconchada en tablas desiguales. ¿Será que eso es lo que te gusta? Pues no, cuando construyamos nuestra hacienda, sin duda lo haremos al estilo inglés. Ya verás, en un lugar así nos sentiremos como aristócratas. ¡El entorno es lo que nos ennoblece!
—¿Y eso para qué? —se interesó Mark—. Estamos tan lejos de la verdadera aristocracia como Moscú de Roma.
—¡Pues yo quiero! —respondió Marina—. Siempre he soñado con salir a la veranda por la mañana, sentarme en un elegante sillón ante una mesita delicada y tomarme una tacita de café en calma. ¡Siempre con glaseado, tostadas doradas y tocino crocante! Una lady como Dios manda.
—Jmm…
—Y tú puedes acomodar tu caballete al lado y pintar como Lord Byron. Yo te traeré té en una bandeja de plata. Verdadero té con bergamota. Se llama “Earl Gray”. Five o-clock.
—Byron no pintaba. Escribía poesía.
—Tal vez no tenía veranda. Los poetas son gente pobre. Si hubiera tenido una, hubiera sido pintor. Era un privilegio de Lords. Churchill hasta fue presidente, y también pintaba cuadros.
—No era presidente, sino primer ministro.
—Ese no es el punto. Tú me entiendes.
Siguieron discutiendo un buen rato, pero al final Mark se rindió. ¿Y es que acaso un hombre normal intentaría extinguir la pasión de una mujer por el orden y las tareas domésticas? Mejor dejar que se entretenga. Siempre y cuando no se entrometa, no husmee con preguntas sobre negocios, no le haga supervisar personalmente la construcción para indagar sobre el precio de los guardaescobas y las puntillas. Ya tenemos una veranda para acompañar el césped indicado, maldita sea. Pero al lado, a unos metros de la cerca, todo es de verdad, los colores, las líneas y la vida… Sin embargo…
En el césped recién cortado se posó una torcaz inigualable. No era una paloma cualquiera, ni un vencejo ni un zorzal, sino literalmente una torcaz, un gran pájaro de un gris metálico con un cuello verde que brillaba con un dorado teatral.
—El conjunto completo. Un idilio británico —sonrió Mark y se volvió para mirar su lienzo. Allí, unas pinceladas transparentes de ocre claro delineaban el contorno del cuadro previsto. Una figura femenina yacía en un sillón de estilo “barroco”. Una pose descuidada, con una blusa puesta frívolamente, un cigarrillo en los dedos delgados y en la otra mano una bebida en una copa. En su regazo un libro abierto. “¿Kitsch? —pensó—. Pues no caballeros británicos. Se equivocan. Aquí todo se trata de la mirada. La mirada de la mujer sentada debía contrastar con el ambiente sensiblero de salón tal como la cinta policial contrasta con el espacio que la separa de la escena del crimen. Todo debía revelarse en esa mirada: la mentira, la indiferencia, la lujuria, el tributo a la tradición y la disposición a volver de inmediato a los instintos más bajos y animales. Esa era la idea. En lugar de la aburrida mujer vampiro, una moderna mujer-farsa. Y ni siquiera una mujer, sino una trampa. Deseable, atractiva, lista para abrirse ante el primer contacto y luego cerrarse de golpe para siempre… hasta la muerte.
Pero no lograba que la mirada le quedara bien. Ya lo había intentado muchas veces. Llevaba tres años intentando pintar esa escena, y el desván se iba llenando poco a poco de bocetos fallidos con rostros inacabados. En ocasiones parecía que estaba cerca, a solo un par de trazos, pero… La idea se extinguía y lo kitsch del ambiente desafiaba la idea del artista desde cada rincón del lienzo hasta derrotarla.
Marina se encogió de hombros al principio: “Pero ¿qué te falta? El sillón quedó bien, como uno de verdad. Y la blusa tiene estilo. Me gustaría tener una así. Y una figura como la mía…” Pero poco a poco el proceso empezó a irritar a la mujer.
—Termina de dibujar uno al menos —le dijo ella—. La colgaremos sobre la chimenea. Es el lugar adecuado. Todo sirve para algo.
Mark no contestó.
—¿Qué se les puede explicar a esos pajaritos azul metálico y cuello verde dorado? Hay uno de ellos dando vueltas por el césped en busca de bellotas… Seguro que también se hace el aristócrata. Un pájaro aristócrata. Me pregunto a qué sabrá si lo ponemos en un horno a cocinar.
Sin embargo, el panorama cambió. Un gato pelirrojo vecino, descarado y alborotador, que consideraba que esa propiedad era su colonia personal, entró por la rendija de la cerca agazapándose y estirándose. Como suelen hacer los colonizadores experimentados, no solo se entretuvo en el territorio conquistado, sino que estableció amistad con los nativos: Marina al principio le gritó groserías, pero después se acostumbró a encontrar por las mañanas cadáveres de ratoncitos y topos en camino al porche. Al parecer, según el gato eso debía ayudar a que los propietarios aceptaran las visitas no autorizadas. Esta vez el depredador no pensó en la diplomacia. La paloma torcaz, que se paseaba despreocupada por el césped cortado, era una presa codiciada por el gato, un inusual y gordo trofeo. Si tenía suerte, podía devorarlo de un bocado con todo y plumas y huesos. El cazador miró a su alrededor rápida y atentamente; se fijó en Mark, pero pensó que no estorbaría en una buena causa. La torcaz era un ave de paso, sin dueño, y no tenía derecho a la protección humana.
—¿Puedo continuar? —preguntaron sus ávidos ojos amarillos—. ¿No te opones?
Mark asintió:
—¡Adelante! ¡Ataca!
El gato comprendió y, acurrucado en el suelo, fingió ser la primera hoja caída del otoño. Lenta y pausadamente, al compás del contoneo del plumífero amante de bellotas, el asesino pelirrojo avanzó hacia su objetivo.
—¡Que el diablo se lleve ese césped verde de los ingleses! —pensó Mark—. ¡Y las cercas blancas y lo demás! Ellos se sienten incómodos al aire libre. En un espacio abierto luchan o conspiran. En casa, en la isla, quieren tener un rincón en el que haya claridad y tradiciones. Por cierto, es interesante que en Rusia los que se rodean de cercas son los kurkul[2] codiciosos o los difuntos. En cambio, los ingleses ponen cercas alrededor de los vivos, y en los cementerios las lápidas se erigen como dientes de dragón; si no encuentras la tumba que buscas, puedes pararte ante cualquier otra. No hay diferencia. Solo los muertos son libres. Vives tu vida, adornas lo que te rodea, recoges bellotas ¡hasta que un gato bárbaro atraviesa tu cerca y está a punto de devorarte las entrañas! Con todo y tu orgullo gris con vetas metálicas y doradas. ¿Cómo lo llamarán después? ¿Libertador?
La torcaz chilló con fuerza y metió el pico en la hierba. El gato hizo un nuevo acercamiento hacia su presa. Tan cerca del suelo como pudo, se aproximó al roble y se escondió en su base, entre los espesos arbustos de madroño. Mark vio los ojos del gato brillar con la luz del sol: “Pasión animal depredadora. Viva, real. ¿Cómo llevar esa pasión al lienzo, para que la verdad se asome por debajo de lo falso?”. El gato se preparó para el salto final, con todo su cuerpo balanceándose como un negro en una oración protestante, cuando a espaldas de Mark sonó la voz de su mujer desde la casa hasta la veranda:
—¡Su té, sir!
La torcaz dejó de pisotear el césped y estiró la cabeza alerta. El gato no dudó ni un segundo. Levantándose bruscamente del suelo con sus patas, lanzó con rapidez su ardiente cuerpo cobrizo en dirección a la víctima. Pero… no lo consiguió. ¡Le faltó un centímetro! Se oyó un golpe fuerte, acompañado de un silbido, y el gran pájaro gris metálico, desplegó sus anchas alas y se elevó en el aire ileso. Hacia el cielo claro y azul, por así decirlo. Hacia la libertad. El gato, con decepción, siguió con la mirada a la bestia emplumada, movió nerviosamente la cola y giró la cabeza hacia Marina. Olvidándose de bajar la pata delantera, el depredador evaluó a la mujer. Luego, al parecer sin encontrar nada digno de reproche, se dio la vuelta…
—Qué lástima —Mark expresó así el pensamiento pasajero del gato.
—¿De qué hablas? ¿Traje el té que no era?
—No es el té. Asustaste a la presa. Dejaste a la bestia sin su presa —suspiró Mark con fastidio.
—¡Pues hice bien! ¡Aquí no se puede cazar sin licencia! ¡En mi propiedad! Lo último que necesito es una paloma muerta en mi césped. Además de ratones y los topos —dijo la mujer en tono de reina inglesa.
—No es una paloma, es una torcaz.
—¿A quién le importa? Es una maldita paloma. Entonces encontraste de quien preocuparte. Si ese gato fuera doméstico, lo entendería, pero es callejero, vive en la calle. Ese tonto debería dar las gracias por encontrar vecinos tan amables que le dieron de comer, que no dejaron que estirara la pata en invierno. Tiene parches por todo el pelaje, a lo mejor tiene herpes —refunfuñó Marina con remilgos y añadió desafiante—: ¿No te da pesar ese pajarito tan bonito?
—No.
—¿Y ahora por qué?
—La caza es algo natural. Quien tiene suerte, tiene suerte.
—En mi opinión, es una cuestión de principios: si eres un vago, mejor ni te metas en propiedad ajena. Busca tu presa en el bosque.
—Pero si a ti te sirve. Acaba con los ratones.
—Yo no lo llamé a pedirle ayuda —Marina movió las cejas.
—A lo mejor piensa que eres una reina y te deja ratones muertos como ofrenda —sonrió Mark—. Como si dijera: ¡Sírvase, su Majestad!
—¿Te estás burlando? —La reina inglesa escrutó a su príncipe consorte—. ¿O me estás diciendo que me lo tomo muy en serio?
—Marish —dijo Mark en tono conciliador—. Estoy intentando dibujar y captar el ambiente. Estoy reuniendo mis pensamientos y observando la naturaleza. Y tú, además de esa taza de té me trajiste todo un debate sobre las ventajas de tener animales domésticos en casa. ¿Es que tienes envidia? ¿No te basta? Pues tengamos nuestro propio gato. Tendrás tu propio favorito, por así decirlo.
—No entiendo —Marina se llevó las manos a los costados—. ¡¿Qué estás insinuando, ah?! Y sabes qué, si uno va a tener una mascota, debería ser algo prestigioso. Un Rottweiler, por ejemplo. O qué otro… Un Doberman. O un danés jaspeado.
—¿Y un perro para qué? Son como mocosos y además he escuchado que no son muy inteligentes… No como los gatos.
—¿Sigues con tus burlas? —Marina fulminó a su marido con la mirada—. No entiendes nada. Imagínate nada más: los dos sentados al atardecer bajo un cerezo en flor, como los japoneses, bebiendo té. Champaña a un lado, en un baldecito con hielo, para que se mantenga fría. Y whisky también. Al fondo música romántica. ¿Recuerdas que siempre pedías que pusieran a Talkov para mí en el restaurante cuando me estabas cortejando? ¿Cuál era? “La ciudad que no existe”.
—No es Talkov, es Kornelyuk.
—¡Ahhh, sí, sí! ¿Por qué será que me acordé de Talkov? Por eso es que te amo —Marina besó a su marido en la nuca—, porque tienes buena memoria. Y pues sí. A mis pies tendría un perro, blanco y moteado. Y yo tendría un vestido blanco que caería hasta el suelo.
Se oyó un crujido en los arbustos al lado de la cerca. Una cola pelirroja resplandeció y el gato, decepcionado definitivamente, untó su vientre claro con tierra mientras pasaba por debajo de la cerca en dirección el bosque.
—Marin, ¿por qué no vamos a dar un paseo por el bosque? Recogemos setas… —preguntó Mark, dejando a un lado su brocha y dirigiendo al cazador una mirada francamente envidiosa.
—¿Para qué?
—Pues… ¿cómo decirlo? Las hojas crujen, el sol brilla, las torcaces vuelan. Podemos adentrarnos en el bosque y encontrar un lugarcito, extender una manta, recordar nuestra juventud…. Por cierto, puedo llevar un poco de champaña de la nevera. Todavía nos quedan un par de botellas.
—¿Cómo así? ¿Recordar qué?
—Como la primera vez que nos besamos. Ya sabes, cosas así.
—¡Cálmate! ¿Qué bosque? ¿No te basta con tu propiedad?
—Claro… Y dices que amas la belleza.
—Ya encontré la belleza. ¿Acaso vamos a alimentar a los mosquitos? Hay un montón de cosas arrastrándose por ahí: hormigas, arañas, garrapatas, y gente como tú, cazadores de setas, también.
—Antes eso no te molestaba…
—Te acordaste. Cuando era joven no tenía casi nada. En ese entonces necesitaba un marido. Una mujer inteligente puede soportar cualquier cosa por un objetivo elevado —Marina levantó el mentón con orgullo y, entrecerrando los ojos, miró el pueblito—. Ya no tenemos el mismo estatus como para tumbarnos entre los arbustos. Después me dolería la espalda, tendría agujas de pino en los calzones y en el brasier…. ¿Qué problema tiene la cama? El proceso es el mismo, y si es por el aire fresco, pues abrimos la ventana. En la cama hay una mosquitera. Muy romántico.
—Ajá. Y para el perro estará muy bien. Que se siente a mi lado, a mirar —Mark se volvió de nuevo hacia el caballete y dio una ligera pincelada de ocre, murmurando para sí—: “Me falta solo un último paso, y ese paso es más largo que la vida…”.
—No me gusta ese ánimo tuyo —dijo Marina frunciendo el ceño—. Por una vez estamos juntos fuera de la ciudad y te pones a fastidiarme. El señor necesitaba un romance en el bosque. Con mosquitos y jejenes. ¿Es que te quedaste mirando al gato? Dale, pinta tu cuadro. Termina al menos uno.
—¿Y ahora por qué tan molesta?
—¿Cómo que por qué? Cuando estamos la ciudad, soy la que limpia y cocina. Solo aquí puedo relajarme un poco de la vida cotidiana, ser una lady de verdad. Una casa bonita, el terreno bien podado, un marido artista, todo como lo de los blancos. Y entonces ¿me vas a comprar un vestido blanco?
—¿Para tomar té con champaña bajo un cerezo? ¿Como los japoneses?
—Por lo menos.
—Pues bueno… —Mark sonrió y con la voz de Abdullah en “Sol blanco del desierto” dijo—: “Una buena esposa, un buen hogar — qué más necesita un hombre para afrontar la vejez…”
—¿Qué es lo que no te gusta? ¿Es que te quieres bajar del barco?
—Yo no tengo ganas de envejecer todavía. Está bien. Compraremos un vestido. Por cierto, ¿qué vamos a comer hoy? ¿Qué tal pollo a la parrilla? Lo que no puede comer el gato, ¿lo pueden comer los reyes?
—Estoy harta de tus parrillas. Ve a la tienda y trae pescado. Voy a preparar ukha[3].
—¿Ukha? —Mark silbó decepcionado—. Sopa de pescado.
—¿Y cuál es la diferencia?
—La ukha se prepara con lo que uno mismo pesca. En el fuego. En un caldero. Con un carbón.
—Cómpralo tú mismo. Y cuando lo cocine, le puedes poner todo el carbón que quedó ayer a tu plato.
Mark se encogió de hombros.
—¿Entonces tengo que terminar de pintar hoy? Oye, Marin, ¿cuándo vamos a empezar a vivir? Todavía nos estamos instalando…
—Interesante —Marina empezó a “actuar como reina” otra vez—. ¿Y qué sugieres? El negocio ahí va más o menos, con los niños todo va más o menos, no has terminado ni un cuadro, todo el desván está lleno de lienzos, y todo está a medio hacer. Si no fuera por mí, todavía habría aquí un remolque de construcción. Agradece que tengamos a alguien en la familia que ponga orden.
—Está bien. No nos saquemos de quicio. Es un día tan agradable. ¿Quieres pescado? Te traeré pescado.
—Así sí. Un hombre de verdad debe cumplir los deseos de su mujer.
—¿Y la esposa?
—¿Qué?
—¿Qué opina ella de los deseos del hombre? ¿Ella tiene algún deber o cómo es la cosa?
—Eso no se cuestiona, cumpliremos tus deseos también. Sólo asegúrate de crear primero las condiciones adecuadas. Puedes empezar por el vestido.
—Pero si tengo que ir a por el pescado.
—¡Pues entonces ve! ¡¿Qué haces ahí sentado?!
Cuando se acercaba a la puerta para abrirla, Mark vio de repente a un gato pelirrojo que le resultó familiar y que se paseaba como un húsar a la sombra de un arbusto escarlata, junto a la cerca, envuelto en tentáculos de parras de color púrpura, estableciendo relaciones con una gata evidentemente doméstica que había salido de la nada. Su cuidado pelaje gris ahumado relucía y brillaba como el cuello de visón de un abrigo caro. El gato rugió, hundiendo los dientes en el pelaje de la dama, mientras que la gata, apretada contra el suelo, se estremecía y maullaba mansamente.
—¡Donde puso el ojo puso la bala! No le funcionó con la torcaz, y entonces se cogió a la gata…. ¡teniente! ¡Si no tienes suerte en la caza, tendrás suerte en el amor! Si quieres un amor grande y puro, ve por él… —Mark se maravilló ante la escena y envidió al gato por segunda vez—. Así como respira, vive. Apasionadamente y sin límites. Y a ti, querido, te espera la tienda, una caja rectangular que encaja con precisión en la esquina derecha del cruce. Y discretamente encajas en ella tú también…
En el pueblito Mark se encontró con unas vallas de acero austeras y altas, detrás de las cuales asomaba una variedad de casas ocultas a la sociedad, algunas con ridículas molduras ornamentadas en las fachadas, pórticos antiguos, columnas falsas, otras al estilo de las casas alemanas con entramados de madera y chalés alpinos, y otras más tapizadas en la tradición soviética de las dachas con carros pintados o manchados. En el portón y en las verjas se veían los números de las viviendas, y aquí y allá había carteles con inscripciones en letras grandes: “Cuidado. Perro feroz”, “Videovigilancia”, “La propiedad está siendo vigilada”.
—La realidad convirtió la vida en geometría —sonrió Mark para sí—. Maldito espacio euclídeo. Ángulos, ángulos, ángulos. Una civilización de ángulos rectos. Ángulos con números… Redundancia absoluta. Y sin individualidad. Y las molduras no ayudan. ¡¿Cuándo empezamos a cambiar curvas por ángulos rectos?! ¡¿Prados florecientes por ese monótono césped inglés?! Ahora ella quiere un perro de mármol. Pero los negocios, incluso los más típicos, siempre están a la vista. En la esquina.
Un costado del nuevo edificio de cristal de un piso que quedaba junto a la carretera principal estaba ocupado por la cadena de supermercados “Pyaterochka”, mientras que en el otro había una farmacia y una pescadería-carnicería con el inesperado nombre de “Carne y pescado”.
—¿Y por qué “carne” va primero que “pescado” y no al revés? —Esa pregunta sin sentido le interesó a Mark por alguna razón—. Aunque… el pescado está más cerca del final. Incluso en el dominó, “pescar” es el final del juego. Game over. ¡Cuenta tus puntos y no te muevas! Incluso si todavía tienes fichas en tus manos… No pesques.
Un joven tayiko administraba la tienda. La sección de pescado constaba de dos vitrinas refrigeradas. En la primera, una variedad de pescado fresco y ahumado descansaba tras un cristal en bandejas de acero, con sus escamas brillando fríamente. “Plata y cobre juntos”, pensó Mark. “Con cabeza o sin cabeza. Los ojos de los peces no te miran. No te miran en absoluto. No reflejan nada. Es como un cristal vacío. Incluso en vida, no había pasión en ellos. No son ojos amarillos de gato con pensamientos ardientes e insolentes…”
En la segunda vitrina, en pequeñas bandejas de poliestireno, los pescados se vendían troceados, junto a otros pequeños mariscos. Bellamente dispuestos, en hileras rectangulares uniformes. El tayiko esbozó su sonrisa obligatoria, satisfecho de sí mismo. Dientes desiguales de fumador. Te mira de manera servil y traicionera, con grandes ojos almendrados, como un perro de corral:
—Buenos días, respetado señor. Elija, estimado señor. Todo es fresco y muy sabroso. ¿Quiere que le ayude a elegir?
Encima de cada bandeja hay un cartel con el nombre del producto en letras grandes de color rojo brillante y el precio en letras pequeñas negras. Para saber qué bandeja se necesita, hay que leer atentamente las inscripciones, como en un cementerio. “Me pregunto por qué se guía la gente cuando elige de antemano su lugar en el cementerio. ¿Acaso no da igual dónde te entierren? Si uno ya no siente nada… ¿Y qué más da que el césped sobre el que te entierran sea de corte inglés o un prado de flores silvestres? Si te recuerdan dentro de mil años, no será porque hay o no un monumento pulido y brillante, con o sin césped…”
Mark pinchó, como le había pedido Marina, la carcasa de bacalao y pidió también un róbalo de mar entero con cabeza.
—Pago electrónico, por favor —el vendedor asintió, entregándole el paquete.
Al coger el pescado de las manos de Mark, Marina se paralizó de repente y se estremeció con torpeza. Algo imperceptible había cambiado en su marido. Había inhalado la frialdad del río gélido.
—¿Pasó algo? —preguntó tímidamente, temblando.
—No. No pasa nada —dijo con voz uniforme e impasible—. ¿El pescado está bien?
—Creo que sí —dijo la mujer, mirando a su marido—. Es solo que tú estás distinto…
Mark miró a Marina. Ella volvió a estremecerse.
—¿Te dio frío? ¿Quieres que te caliente?
El sol ardiente centelleó un instante en sus ojos, igual que el otro día en los del gato pelirrojo vecino, y luego se apagó de inmediato, convirtiéndose en un vacío helado.
—¿Vamos al segundo piso? —Le tendió la mano a su mujer.
—Pues… ahora no —se quitó la mano de encima y se apartó—. Mejor más tarde, después. Tengo que tender las sábanas. Y tú dijiste que ibas a terminar de pintar….
—Lo que tú digas —sonrió Mark y se dirigió a su caballete.
El rostro sin pintar de la mujer lo miró interrogante desde el lienzo. Él cogió los tubos rojo y amarillo, exprimió un poco de pintura en la paleta, la mezcló y aplicó de golpe el color resultante en el lienzo. Una atrevida y brillante línea naranja cruzó los ojos de la chica.
—Mark —de repente oyó la voz de su mujer cerca—, decidí no preparar ukha. Tenemos que irnos hoy. Llamó mi mamá. Mañana va a ir al cementerio con la tía Zina a visitar a la abuela. Me pidió que las lleve.
—¿Y por qué de repente lo necesita con tanta urgencia? No es un aniversario.
—No sé. Dice que quiere limpiar la tumba antes del invierno.
—¿Acaso no fue hace poco? ¿Y para qué ir antes del invierno? Todo se cubrirá de nieve de igual modo, y tendremos que volver a limpiar en primavera. Es trabajo desperdiciado.
—El diablo sabe por qué. Simplemente quiere ir —Marina miró el lienzo y se quedó pasmada—: ¿Por qué tachaste los ojos con naranja? ¿Tu chica va a ser pelirroja?
—Exacto, pelirroja —sonrió Mark.
—¿Ahora te gustan las chicas así? —preguntó Marina con suspicacia, agitando desafiante su pelo rubio oscuro.
Mark, sin mirar atrás, permaneció en silencio. La autopista de seis carriles se elevaba en línea recta como una cinta gris hasta la colina, sobre la que se alzaban viviendas de tejados color granada en cubos dispersos y agujas puntiagudas con cruces doradas que brillaban bajo los rayos del sol que ya se marchaba. Los carros avanzaban sombríos hacia la ciudad: los días despejados habían terminado, mañana caería una fina llovizna. Eso dijeron en el Centro Hidrometeorológico, por Dios….
En el maletero del Toyota blanco, un bacalao y un róbalo sin cabeza, entre cubitos de hielo, descansaban en una olla de acero, fuertemente agarrados por bolsas. Chris Rea cantaba para ellos con voz grave y aterciopelada desde los altavoces del carro:
And still I stand this very day
With a burning wish to fly away.
I‘m still looking, looking for the summer.
Marina dormía, dejando caer la cabeza contra la ventanilla lateral.
—Fue un buen día…. —pensó Mark—. Pero ya pasó. Todo fue en vano… No hay salida… Ninguna salida. Sólo hay una habitación. Con un techo blanco. En la casa que construiste. Con vista al césped cortado. Y el eterno five-o-clock… Cuando llegue el invierno, lo cubrirá todo: el césped, los cementerios, a ti… ¿Quién crees que eres? ¿Un artista? Eso es tan falso como el resto de tu vida. El muerto no puede crear al vivo. Ni siquiera puede regocijarse de verdad en los vivos…”
Arrugó la nariz y pisó el acelerador, y el velocímetro marcó primero a ciento treinta, y pronto a ciento cincuenta kilómetros por hora. Mark permanecía impasible. El Toyota mantenía la trayectoria en el carril de la izquierda. Alumbró con las luces largas a los carros que iban delante y estos cedieron el paso.
—Así es… justamente —sonrió para sí.
—Mark, ¡¿a dónde vas tan rápido?! ¡No puedes hacer eso aquí! —exclamó de repente Marina, abriendo los ojos—. Conduce como se debe.
Mark guardó silencio. “Como se debe, dices”. Una locura demoníaca se encendió en sus pupilas.
—Más despacio, te digo. Es peligroso. No vas solo, piensa en mí —la voz de Marina sonó como una campana de alarma.
Levantó el pie del acelerador y frenó. Justo entonces, un todoterreno negro y anguloso chocó a toda velocidad contra el carro que tenían detrás. El Toyota salió despedido hacia delante, se golpeó contra el todoterreno y giró sobre la vía. Un taxi Volkswagen amarillo lo golpeó tangencialmente, y el camión de carga que venía detrás tropezó con él, golpeó su capó, saltó y se dobló formando una letra “L”: otro ángulo en la ortografía de la vida. Mark sólo tuvo tiempo de exhalar “Maldita sea…” cuando el grito atónito de Marina cortó el chirrido desesperado de los frenos y el enorme semirremolque blanco como la nieve se desplomó sobre el Toyota, aplastando el capó y parcialmente el interior del coche. El maletero dañado del Toyota se abrió como una cáscara agrietada por el impacto y expulsó todo su contenido sobre la autopista, incluida la olla de pescado. Los paneles aislantes del camión se agrietaron y se rompieron como los témpanos de un iceberg que se derrite y se desmorona, y el Toyota destrozado quedó sepultado bajo los innumerables cadáveres de pescado recién congelado que quedaron esparcidos. Un dolor agudo y helado atravesó a Mark de un lado a otro.
—¡Ay! —Gritó y se desplomó.
Una ligereza inexpresable se apoderó de él. No sintió nada, ni una sola célula de su cuerpo, y se limitó a mirar… a mirar con una visión nublada lo que aún podía percibir. Desviando ligeramente los ojos, vio a su mujer, abrochada con un cinturón poco seguro y cubierta hasta la garganta con relucientes pescados como si fueran de plata. Marina lo miraba fijamente, sin pestañear, con mirada vidriosa, y pequeños copos de hielo resbalaban lentamente por su piel sedosa y bronceada como gotas sobre un cristal empañado.
—Tantos peces, pero una sola vida… —el pensamiento salpicó y empezó a desvanecerse en círculos concéntricos—: Otoño… gato… gato… torcaz… carne… pescado. Carne y pescado… ¡¡¡Pescado!!!
Unos ojos amarillos de pupilas estrechas y verticales aparecieron ante él sin sonreír, temblaron y se disolvieron en una bruma turbia. Respiró alterado y agitadamente, hasta que la oscuridad que llegó de repente, como un tsunami, le sumió en su asfixiante abrazo, obligándole a cubrirse humildemente los párpados. Todo se apagó.
Un gato erizado color ocre-dorado se paseó por el claro frente a la veranda, donde unas horas antes había estado el caballete de Mark. Se detuvo, adoptó la postura de su antepasado egipcio y entrecerró los ojos lánguidamente ante el jugoso círculo anaranjado que ardía en el horizonte. Una pelusa de plumas azuladas sobresalía de su boca.
—¡Qué atardecer tan apetitoso! —parecía pensar.
La bestia pelirroja apretó los párpados dulcemente durante un momento, ignorando el silencio de la casa. Los suaves rayos del atardecer coloreaban las paredes encaladas en tonos rosas y morados, penetraban por las vidrieras del primer piso y caían sobre un lienzo inacabado que había en el caballete junto al escritorio. En el lienzo, una joven con una blusa al estilo de Tiziano y rostro inacabado, sentada en un sillón barroco de color ultramarino, fumando un cigarrillo y con un vaso de whisky en la mano, se inclinaba sobre un grueso libro macizo con las páginas en blanco. Una afilada línea con la textura del color naranja brillante le cruzaba los ojos. Un hombre de Vitruvio la miraba en silencio desde una reproducción en la pared. Encerrado por el creador en un círculo y un cuadrado a la vez, estiraba dos veces los brazos y las piernas y parecía incapaz de decidirse. En la mesa de al lado, sobre una toalla beige, había pinceles lavados, estrictamente paralelos entre sí, para que se secaran. La próxima vez los debían guardar en el estuche de lona. Mañana será un día gris y tenue, pero habrá un nuevo amanecer. Lloverá, según anunciaron. El Centro Hidrometeorológico, por Dios. La hoja caerá. Pero ni el gato ni la torcaz derramarán una lágrima. Y la campana no sonará.
[1] Puede ser un guiño al término peyorativo “pérfida Albión” que se usaba para referirse a Inglaterra entre el siglo XVII y XVIII.
[2] Término despectivo para referirse a los campesinos y agricultores prósperos de la Rusia zarista que poseían tierras y contrataban trabajadores. Se utilizó para designar a aquellos que habían sido condenados por oponerse a las colectivizaciones.
[3] Sopa rusa clara, elaborada con diversos tipos de pescado y tubérculos.