Andréi Platónov
Traducción: Omar Lobos
I
“¡Cuán racionales las maravillas de natura, querido hermano mío Bertrand! ¡Cuán copiosa es la recondidez de los espacios es algo inconcebible aun al más poderoso entendimiento e insondable al más noble corazón! ¿Vees acaso, aun si con la mente, la morada de tu hermano en la profundidad del continente asiático? Sé que no se te alcanza. Bien sé que tus miradas están cautivas de la estrepitosa Evropa y las muchedumbres de mi natal Newcastle, donde los hombres de mar abundan siempre y una mirada culta ha en qué solazarse.
Cuanto con más saña se apiña en mi alma la aflicción por el terruño, más nítidamente me carcome esta vida anacoreta.
Los rusos son blandos de carácter, obedientes y sufridos en los luengos y duros afanes, pero salvajes y oscuros en su ignorancia. Mis labios se han pegado de no proferir palabra culta alguna. Solamente doy a los mayorales las señales convenidas en mis obras, y ellos dicen en alto la comanda a los obreros.
Natura en estos lugares es profusa: los bosques maderables han vestido de abrigo los ríos todos, y ten en vista además que las llanuras están tapadas dellos por completo. La ávida fiera gana su vida a par del hombre, y los rusos lugareños tienen dellas gran desasosiego.
Empero, granos y carne hay aquí en abasto, y la copiosa alimentación me ha provocado obesidad, a pesar de mi aflicción anímica por Newcastle.
Esta carta no lleva tanto detalle como la precedente. Los comerciantes, que marchan a Azov, Kafa y Constantinopla, ya han compuesto sus navíos y se disponen a partir. Es con ellos que envío este envío gráfico, por que alcance cuanto antes Newcastle. Y los negociantes se apresuran pues el Tanais[1] puede secarse y entonces no tener a flote los cargados barcos. Mas no es grande mi pedido, y con esto te será bastante.
El zar Peter es persona asaz potente, aunque disperso y ruidoso en balde. Su raciocinio es semejante a su país: cubierto por la abundancia, pero salvaje por la evidencia de bosques y fieras.
Empero, es enteramente inclinado a los foráneos navegantes y furibundo en la generosidad para con ellos.
En la desembocadura del Voróniež fue por mí construida una esclusa de dos cámaras con un dique, lo que dio auxilio a los arreglos de las naves en lo seco sin causarles un gran rompimiento. Construí asimismo un gran dique y una esclusa con compuertas, dotándola de dimensiones suficientes para el paso del agua. Después hice otra esclusa con dos grandes compuertas, a través de las cuales pudieran pasar grandes embarcaciones a bien se las pudiese cerrar en cualquier tiempo en el espacio cercado por el dique, y dejar salir el agua cuando los barcos entren a ella.
Y en ese trabajo pasaron 16 meses. Y con ello llegó otro trabajo. El zar Peter quedó conforme con mi labor y me ordenó construir otra esclusa más alta, por hacer el río Voróniež navegable hasta la ciudad misma para embarcaciones de 80 cañones. Y esta carga soporté en 10 meses, y nada acaecerá a mis obras mientras sea el mundo mundo. Bien que es débil el terreno en el lugar de la esclusa y embatían surgentes poderosas. Las bombas alemanas se volvieron endebles por las tales surgentes, y por esas surgentes seis semanas se paró el trabajo. Entonces hicimos una máquina, que liquidaba 12 barriles de agua por minuto y trabajó 8 meses sin descanso, y entonces fuimos por lo seco a lo hondo del cauce.
Después de tan duros afanes, Peter me besó y me entregó mil rublos plata, que son dineros nada despreciables. También me dijo el zar que ni Leonardo da Vinci, inventor de las esclusas, la hubiere hecho mejor.
Y la seriedad de mi pensamiento está en que quiero, mi amado Bertrand, llamarte a Rusia. Aquí son asaz pródigos con los ingenieros, y Peter es gran promotor de obras ingenieriles. Personalmente oí de él que es menester construir un canal entre los ríos Don y Oká, poderosos ríos indígenas.
El zar desea crear un tracto de agua continuado entre el mar Báltico y el Negro y el Caspio, a bien de superar los vastos espacios del continente hacia la India, los reinos Mediterráneos y Evropa. Harto meditado es esto por el zar. Conjetura para ello ofrecen el comercio y el estamento de los mercaderes, que todo, ten en cuenta tú, lo produce en Moscú y ciudades aledañas; y además las riquezas del país tienen su sitio en lo hondo del continente, del cual no hay salida, salvo coligando con canales los grandes ríos y navegando por ellos de los persas hasta San Petersburgo y de Atenas a Moscú, y ansí cerca el Ural, al Ládoga, las estepas calmucas y demás.
Pero el zar Peter para esta obra capital gran menester ha de ingenieros. Y el canal entre el Don y el Oká no es poca cosa, y es imperioso aquí un gran celo y mayor conocimiento.
Y he aquí que he prometido a Peter zar que llamaría a mi hermano Bertrand de Newcastle, que yo estoy cansado, y amo y echo de menos a mi prometida. Cuatro años llevo viviendo cual salvaje, y el corazón se me ha secado, y la razón se ofusca.
A vuelta de este escrito escríbeme tu decisión sobre este caso, y yo te daré consejo para el viaje. Será duro para ti, pero dentro de cinco años volverás a Newcastle en opulencia y terminarás tu vida en el terruño en sosiego y abastanza. Para ello no aflige afanarse.
Transmite a mi prometida Anna mi amor y mi nostalgia, que en breve duración regresaré. Dile que ya solamente me alimento de lo que sangra mi corazón por ella, y que me espere. Luego adiós, y mira con cariño el mar querido, el alegre Newcastle y la Inglaterra natal toda.
Tu hermano y amigo, ingeniero William Perry”.
Año de 1708, octavo día de Agosto.
II
La primavera de 1709 en la primera navegación a San Petersburgo arribó Bertrand Perry.
El viaje desde Newcastle lo efectuó en el viejo buque “Mary”, muchas veces visto en los puertos australianos y surafricanos. El capitán Sutherland estrechó a Perry la mano y le deseó un buen viaje por el temible país y un pronto regreso al hogar natal. Bertrand le agradeció y puso pie en tierra, en ciudad ajena, en un vasto país, donde lo esperaba un difícil trabajo, la soledad y, quizás, una temprana ruina.
Transitaba Bertrand sus 34 años, pero su rostro lúgubre y afligido y las sienes con canas lo hacían de 45.
En el puerto recibieron a Bertrand un emisario del soberano ruso y el agregado del rey inglés.
Tras decirse unas mutuas palabras aburridas, se apartaron: el enviado del soberano fue a su casa a comerse su papilla, el agregado inglés a su buró, y Bertrand al aposento que le habían asignado cerca del depósito naval.
Los aposentos eran limpios, vacíos, placenteros, pero angustiaban de silencio y de confort. En la ventana veneciana batía el desierto viento del mar, y el fresco proveniente de ella más le hablaba a Bertrand de la soledad. En la maciza y baja mesa había un sobre lacrado. Bertrand lo abrió y leyó:
“Por orden del Soberano y Autócrata de toda la Rusia, el Colegio de Ciencias ruega atentamente al ingeniero naval anglo Bertrand Ramsey Perry apersonarse en el Colegio de Ciencias, Instituto de Canales Acuáticos, que local propio en la Avenida de Circunvalación posee.
El soberano ha observancia personal del avance del proyecto de vinculación de los ríos Don y Oká –a través de Lago Iván, Río Shat’ y Río Upá–, por lo que procede en el trabajo proyectual apresurarse.
Con ello cabe también a Usted darse prisa al Colegio de Ciencias, admitiéndose empero un descanso tras el cruce marítimo, cuanto a los sentidos y la física corporal sea conforme”.
Por orden del Presidente,
Intendente principal y Jurisprudente
Colegio de Ciencias – Heinrich Wortman
Bertrand se acostó con la carta en el ancho diván alemán e inopinadamente se durmió.
Se despertó por la borrasca que tronaba inquieta en la ventana. En la calle, en la tiniebla y la desolación, caía intranquila una espesa húmeda nieve. Bertrand encendió la lámpara y se sentó a la mesa frontera a la ventana pavorosa. Pero nada había para hacer, y quedó pensativo.
Pasó un largo tiempo, y la tierra hacía rato había recibido ya a la lenta noche. A veces Bertrand se abstraía y, girándose de golpe, esperaba encontrar la habitación nativa de Newcastle, y tras la ventana, el paisaje de la populosa y cálida bahía y la confusa franjita de Europa al horizonte.
Pero el viento, la noche y la nieve allá en la calle, el silencio y el fresco en las estancias, señalaban a Bertrand otra amplitud de la ubicación de su vivienda. Y aquello a lo cual tan luengo se negaba en su conciencia, al instante cubrió su fantasía.
Mary Carboround, su veinteañera novia, ahora, probablemente, camina por las verdes calles de Newcastle y lleva en su blusa una ramita de lilas. Quizás otro la lleve del brazo y le susurre convincente de un amor falaz, lo que permanecerá ignorado a Bertrand por los siglos. Dos semanas navegó hacia aquí, y qué no puede suceder en este plazo en el loco y fantasioso corazón de Mary…
¿Y acaso puede una mujer esperar un marido cinco años o diez, creciéndole el amor a una imagen invisible? Apenas si. Entonces hace tiempo ya que el mundo todo sería noble.
¡Y si a retaguardia se tuviera un amor fidedigno, cualquiera sería entonces capaz de ir caminando hasta la luna!
Bertrand llenó la pipa de tabaco indio.
–¡No obstante, Mary tenía razón! ¿Para qué necesita un marido negociante o simple marinero? Ella me es amorosa y es muy lista…
Los pensamientos de Bertrand iban impetuosos, pero en turnos y observando un compás claro.
–Tienes harta razón, pequeña Mary… Recuerdo hasta cómo olías a hierba. Recuerdo que dijiste: necesito un marido como el errante Iskander, como el veloce Tamerlan o el indómito Atila. Y si un marino, pues entonces como Américo Vespucci… ¡Sabes mucho y eres sabia, Mary!… En verdad tienes razón: si un marido te es más caro que la vida, ¡que sea pues más interesante y raro que esta! De otro modo te hastiarás y la desdicha será tu perdición.
Bertrand escupió frenético la rumia de tabaco y dijo:
–¡Sí, Mary, demasiado aguda para una razón joven! Y yo tal vez no valga una mujer así. ¡En cambio qué bueno acariciar una cabecita despierta como esa! ¡Me consuela que bajo la trenza de una mujer viva un cerebro ardiente!… ¡Pero aún veremos!… ¡Por ello es que vine a esta tristísima Palmira! La epístola de William no intervino en tal destino, pero ayudó a decidirse al corazón…
Bertrand se entumeció y empezó a recogerse para dormir. Mientras se figuraba a Mary y mentalmente discurría con ella, sobre San Petersburgo la ventisca había llegado a enfurecer y, acortándose junto al edificio, helaba las estancias.
Envolviéndose en la manta, cubriéndose por encima con el capote marino de un eterno paño del diablo, Bertrand dormitaba, y una sutil viva tristeza, sin cejar, sin obedecer a la razón, fluía por todo su cuerpo seco y fuerte.
En la calle resonó un extraño ruido bronco, como si un navío se rajara en toda su orladura por un golpe del hielo; Bertrand abrió los ojos, paró el oído, pero el pensamiento se le abstrajo por el sufrimiento y se durmió sin darse cuenta.
III
Al día siguiente en el Colegio de Ciencias Bertrand tomó conocimiento del proyecto de Pedro. El proyecto había sido solo iniciado.
La tarea del zar consistía en crear un curso continuo para naves entre el Don y el Oká, y a través de ello, de toda la comarca aledaña al Don con Moscú y las provincias del Volga. Para ello era imperioso realizar grandes obras de esclusas y canales, para cuya proyectura había sido llamado Bertrand de Britania.
La semana que siguió se le fue a Bertrand en conocer los documentos de estudio según los cuales era preciso proyectar las obras. Los documentos resultaron respectables y habían sido reunidos por gente que sabía: el ingeniero francés general mayor Trusesson y el técnico polaco capitán Cickiewsky.
Bertrand estaba satisfecho, pues los buenos estudios facilitaban el pronto comienzo de los trabajos de construcción. El secreto pensar de Bertrand se guardaba en el objeto de que él se había fascinado con Pedro ya en Newcastle y quería devenir su copartícipe en la civilización del salvaje y misterioso país.
Y entonces hasta Mary ansiaría poseerlo de marido.
Iskander conquistaba, Vespuci descubría, y ahora era llegado el siglo de las construcciones: al guerrero ensangrentado y el viajero fatigado los había desplazado el ingeniero pensante.
Se afanaba Bertrand dura pero felizmente, la pena de su separación con su prometida en el trabajo se aplacaba.
Vivía él en aquellas mismas estancias; no frecuentaba las reuniones de almirantes y civiles y se hurtaba a trabar conocimiento con las damas y sus maridos, aunque había algunas mujeres mundanas que buscaban el trato del inglés solitario. Bertrand condujo el trabajo como un barco, con cuidado, juiciosa y velozmente, eludiendo en sus croquis bancos de arena y rabiones teoréticos.
Hacia comienzos de julio el proyecto estaba listo, y los planos pasados en limpio. Se expusieron al zar los documentos, los aprobó, y a Bertrand ordenó recompensar con 1.500 rublos plata y en adelante instituirle un sueldo de 1.000 rublos cada mes y nombrarlo maestre y constructor principal de todas las esclusas y canales que el Don y el Oká unir debían.
En lo inmediato Pedro dio la orden a los generales gobernadores y voivodas por cuyas provincias las esclusas y canales habrían de construirse, porque ellos socorrieran con asistencia plena al ingeniero principal en todo lo que sea que exija. A Bertrand se le dieron derechos de general y subordinación debía solo al zar y al comandante en jefe.
Después de la plática oficial Pedro se levantó y tuvo hacia Bertrand un discurso:
–¡Master Perry! Conozco a tu hermano William, ese envidiable naviero fluvial aun con la gloria hermanar puede la fuerza acuática mediante hábiles constructos. Mas a ti, a diferencia, se te encarga labor harto industriosa, con que pensamos los ríos más capitales de nuestro imperio conectar por los siglos en un solo cuerpo acuático y con ello prestar alto socorro al comercio mundial, a más de coadyuvar a cualquier hecho militar. Mediante tales obras hemos resuelto firmemente en tratos con los reinos paleoasiáticos a través del Volga y el Caspio entrar y el mundo todo, cuanto sea posible, con la culta Evropa desposar. Y a más nosotros mismos, al comerciar con todo el mundo, nutrirnos un tantito, y que el pueblo tome la mano a la maestría foránea.
En pro de ello te encargo a los trabajos dar comienzo sin tardanza: ¡ese corredor naval será! Y a los que resistencia hayan de hacerte –tú denúnciamelo con los correos–, viva y pronta punición. He aquí mi mano, ¡mi garante! Principia firme, lleva la obra con sapiencia, y puedo agradecer, ¡mas también sé zurrar a los apáticos al bien del estado y a los opósitos a la voluntad del zar!
Aquí Pedro, con rapidez ilegítima en su cuerpo macizo, se acercó a Bertrand y le sacudió la mano.
Luego Pedro se dio vuelta y marchó a sus estancias, carraspeando y respirando pesadamente al paso.
Tradujeron a Bertrand el discurso del zar, y le gustó.
El proyecto de Bertrand Perry consistía en las siguientes partes: construir 33 esclusas de piedra caliza y granito; cavar un canal unificador desde la aldea Liubovka en el río Shat’ hasta la aldea Bóbrikov sobre el Don de una longitud de 23 verstas; limpiar el río Don y ahondarlo para el curso de buques desde la aldea Bóbrikov hasta la aldea Gay, en una longitud de 110 verstas; además de eso, el lago Iván, de donde efluye el Don, y asimismo el canal todo, con un terraplén y espolones de tierra rodear y cerrar.
En total, por ende, era necesario construir 225 verstas de vía naval, una de cuyas puntas estaba en el Oká y la otra se internaba con un canal de 110 verstas en el Don. El ancho del canal debía proveerse en 12 sáyenes, y la profundidad en 2 arshines.
El comando de la construcción fue previsto por Bertrand en la ciudad de Epifañ, en la provincia de Tula, pues en esa ciudad confluía el centro de las futuras obras.
Junto con Bertrand debían marchar otros cinco ingenieros alemanes y diez escribas del Despacho de la Adminstración.
El día de la partida cayó 18 de julio. Este día hacia las 10 de la mañana en las estancias de Bertrand debieron estar prontos los carruajes, para hacerse a un camino sordo y paciente, manteniendo el rumbo a un punto imperceptible: Epifañ.
IV
Mientras vive el alma su siglo en el mundo, tiene allí que penar.
Reunidos para una comida copiosa, los cinco alemanes y Perry confiaron cargarse de alimento para una jornada.
Y, realmente, colmaron sus vientres con holgura, preparándose para la larga contemplación de los apagados espacios rusos de ese entonces.
Ya Perry había colocado en el cajoncito de viaje paquetes con tabaco, la última cosa que hacía ante cada viaje. Ya los alemanes las cartas a sus familias concluían, y el menor de ellos, Karl Bergen, de golpe rompió en sollozos de la incontenible angustia que le apretaba el corazón por su joven, aún amada mujer.
Y aquí se sacudió la puerta por el brusco golpe de una mano oficial: así podía golpear un enviado ya para arrestar, ya para anunciar la clemencia del zar enfurecido.
Pero era un emisario del Despacho Postal.
Pidió le señalaran al capitán-ingeniero anglosajón Bertrand Perry. Y cinco manos alemanas, con lunares y pecas, le señalaron al inglés.
El emisario lanzó hacia delante absurdamente el pie y con respeto entregó a Perry cierto sobre con cinco lacrados.
–¡Señor, servíos recibir envío del estado anglosajón!
Perry se apartó de los alemanes hacia la ventana y abrió el sobre.
“Newcastle, Junio, 28
¡Mi bravo Bertrand! No esperas tú esta nueva. Me resulta difícil afligirte pues, probablemente, mi amor por ti aún no me ha dejado. Pero ya arde en mí un nuevo sentimiento. Y mi razón mezquina se empeña en atrapar tu imagen querida, que tan afligidamente adoraba mi corazón. Mas tú eres ingenuo y cruel: en pos de oro navegaste a una tierra lejana; por una gloria extraña arruinaste mi amor y juventud que esperaba ternura. Soy mujer, soy débil sin ti, como una ramita, y entregué mi vida a otro.
¿Recuerdas, mi bravo Bertrand, a Thomas Reis? Es él quien se ha convertido en mi marido. Te afliges, ¡pero reconoce que es excelente y tan afecto a mí! Alguna vez lo rechacé y te preferí a ti. Pero tú te fuiste, y él largo tiempo me ha consolado en mi horror y en mi angustiado amor por ti.
¡No te entristezcas, Bert! ¡Me da tanta lástima por ti! ¿Pensaste de verdad que yo necesitaba como marido a un Alejandro de Macedonia? No, yo necesito uno fiel y amado, y después que cargue carbón en el puerto o navegue como simple marinero, solo con que cante a todos los océanos canciones sobre mí. ¡Esto es lo que necesita una mujer, tenlo en cuenta, tonto Bertrand!
Ya hace dos semanas que fue nuestra boda con Thomas. Él es muy feliz, y yo también. Creo que hay un niño agitándose bajo mi corazón. ¡Ves, qué pronto! Esto es porque Thomas es mi amado y no me dejará, y tú te fuiste a buscar colonias, tómalas, que yo he tomado a Thomas.
¡Adiós! No te entristezcas, y si estás por Newcastle, visítanos, estaremos contentos. Y si mueres, te lloraremos con Thomas.
Mary Carboround-Reis”.
Perry, sin recobrar el juicio, leyó tres veces seguidas la carta. Después echó un vistazo a la inmensa ventana: destrozarla le daba lástima, oro habían pagado a los alemanes por el vidrio. ¿Romper la mesa?, no había en existencia cosa pesada con que. Darle en el semblante a un alemán, a un ser indefenso, y uno de ellos había llorado tanto. Mientras se enardecía la ira en Perry, y él flaqueaba en su aritmético juicio, su ferocidad encontró salida por sí misma.
–¡Herr Perry, su boca no está en orden! –le dijeron los alemanes.
–¿Eh? ¿Qué pasa? –ya sin fuerzas y sintiendo la tristeza preguntó Perry.
–¡Séquese la boca, Herr Perry!
Perry se arrancó con esfuerzo la pipa de los dientes hincados en ella. Y los dientes, apretando la pipa, se agarraron tanto de sus nidos que rompieron las encías, y de ellas corría una sangre amarga.
–¿Qué pasó, Herr? ¿Una desgracia en casa?
–No. Se acabó, amigos…
–¿Qué se acabó, Herr? ¡A ver, por favor, diga!
–La sangre se acabó, y las encías crecerán. ¡Marchemos a Epifañ!
V
Los viajeros agarraron por la vía de Posolsk, que a través de Moscú llega hasta Kazán, empalmando luego de Moscú con la Ruta Kalmuka, camino tártaro a la Rusia por el lado derecho del río Don. Hacia ella debían los peregrinos hacer una vuelta, para luego a través de las carreteras de Idovsk y Hordobazar y los pequeños mojones alcanzar Epifañ, su futura morada.
El viento en contra, junto con la respiración, soplaba la pena del pecho de Perry.
Con adoración observaba él esta naturaleza, tan rica y tan contenida y avara. Se encontraban con tierras que eran todas minerales fertilizantes, pero en ellas crecía una vegetación nada suntuosa: el flaco elegante abedul y el afligido álamo temblón cantante.
Incluso en el verano el espacio era tan retumbante como si no fuera un cuerpo vivo, sino un espíritu abstracto.
De cuando en cuando en el bosque se mostraba una iglesita, de madera, pobre, con signos de estilo bizantino en su arquitectura. Cerca de Tver Perry notó incluso dos góticos en un templo de madera, con toda la mezquinería de ayuno protestante del edificio en sí. Y en Perry sopló la tibieza del terruño, la avara razón práctica de la fe de sus padres, que entendía la vanidad de lo no terrenal.
Las inmensas turberas junto al bosque atraían a Perry, y sentía en sus labios el gusto de una riqueza increíble, oculta en estos oscuros suelos.
El alemán Karl Bergen –aquel que había llorado en San Petersburgo ante la carta– pensaba en lo mismo. Al aire él revivía, se excitaba, olvidaba por un tiempo a su joven mujer y explicó a Perry, tragando saliva:
–England es schachtmeister. Rüssland, torfmeister![2] ¿Hablo lo cierto, Herr Perry?
–Sí, sí, exacto –dijo Perry y se dio vuelta, advirtiendo la terrible altura del cielo sobre el continente, imposible sobre el mar y la estrecha isla británica.
De vez en cuando pero pasablemente, los viajeros comían en pobladitos al paso, Perry bebía enteras garrafas de kvas, en el que encontraba no poco gusto y un facilitador de la digestión en viaje.
Dejando atrás Moscú, los ingenieros largamente recordaron su música de campanarios y el silencio de las vacías torres de tormento en cada esquina del Kremlin. Especialmente admiró a Perry el templo de Basilio Beato, este terrible esfuerzo del alma de un artista grosero por lograr la sutileza y –junto– el fasto redondo del mundo dado al hombre en don.
A veces se tendían ante ellos espaciosas estepas y tierras de pastizales, en las que no había ni rastro de camino.
–¿Y dónde está huella de Posolsk? –preguntaban los alemanes a los cocheros.
–Esta es –señalaban al espacio circular los cocheros.
–¡Pero no se nota! –exclamaban los alemanes, mirando el terreno.
–La huella es nomás el rumbo, ¡y no tiene que estar apisonando! Hasta Kazán es así, ¡todo uno! –aclaraban, cuanto era posible, los cocheros a los forasteros.
–¡Ah, esto es estupendo! –se reían los alemanes.
–¡Y si no cómo! –afirmaban serios los cocheros–. ¡Así se ve más y es más ancho! ¡Si la estepa ves, alegría tenés!
–¡Asaz notable! –se asombraban los alemanes.
–¡Y si no cómo! –asentían los cocheros, y se sonreían maliciosos barba adentro, para que a nadie fuera ofensivo.
Pasando Riazán –ciudacita ofendida y poco acogedora– ya raramente vivía gente. Corría aquí una vida de cuidados y aislada. Ya de los tártaros había quedado el miedo, ojos asustados hacia cada pasante, lo oculto del carácter y despensitas cerradas, donde se escondía de reserva algún bien mísero.
Con asombro reparaba Bertrand Perry en las ralas fortificaciones con templuchos en medio. En torno a tales improvisados fuertes vivían los lugareños en isbitas apiladas. Y era evidente que se trataba de recién asentados. Más antes todos se guardaban al abrigo de terraplenes de tierra y muros de madera, cuando los tártaros por el pastizal estepario alcanzaban estas regiones. Y a más vivían en esos fortincitos sobre todo siervos del estado, mandados aquí por los príncipes, y no cerealicultores de provecho. Y ahora, crecen pueblecitos, y en otoño retumban las ferias, es de balde hoy que el zar ya con los suecos o los turcos combate y el país se arruina.
Enseguida los viajeros debieron doblar por la Ruta Kalmuca, la vía tártara por el borde del Don hacia la Rusia.
Una vez, al mediodía, un cochero agitó sin necesidad el látigo y dio un silbo exorbitado. Pararon los caballos.
–¡Tanais! –gritó Karl Bergen, asomándose de la diligencia. Perry detuvo el carruaje y bajó. En el remoto horizonte, casi contra el cielo, brillaba como una fantasía de plata una franja viva. Como la nieve en la montaña.
–¡Helo ahí, el Tanais! –pensó Perry, y se horrorizó del designio de Pedro: tan grandiosa resultaba la tierra, tan señalada la vasta naturaleza a través de la cual había que construir el corredor de agua para naves. En los croquis en San Petersburgo era claro y factible, pero aquí, en el cruce del mediodía hasta el Tanais, resultaba falaz, difícil y tremebundo.
Perry había visto los océanos, pero así de misteriosas, espléndidas y grandiosas yacían ante él estas secas tierras inertes.
–¡A la Ruta! –gritó el cochero delantero–. ¡A bandearla en brazadas! ¡Para sin falta hacer noche en la carretera de Idovsk!
Los corceles de avena agarraron y marcharon a todo lo que daban, de consuno con los hombres impacientes.
–¡Estate! –exclamó de golpe el cochero delantero, y en señal a los de atrás levantó el látigo.
–¿Qué pasó? –se apercibieron los alemanes.
–Nos olvidamos subir el guardián –dijo el cochero.
–¿Por qué métoda? –ya calmos preguntaron los alemanes.
–Al parar había corrido al barranquito por sus necesidades, ¡me fijé, y no estaba en asiento de atrás!
–¡Oy oy, capataz con barba! –expresó con causa el segundo cochero.
–¡Allá viene, pelando la estepa, rango pelado, agarrándose la bragueta! –se tranquilizó el cochero culpable.
Y arrancó el peregrinaje, sosteniendo el rumbo al mediodía, a las carreteras de Idovsk y Hordobazar, y de ahí, a los pequeños mojones de Epifañ.
VI
El trabajo en Epifañ fue emprendido enseguida.
La lengua mal conocida, un pueblo extraño y lo desesperado del corazón sumieron a Perry en una bóveda de soledad.
Y solamente en el trabajo era expulsada toda la energía de su alma, y él se enfurecía a veces sin causa, de modo que sus subalternos lo apodaron Comandante del Presidio.
El voivoda de Epifañ alistó a todos los muyiks de su dominio: uno partía piedras y las acarreaba a las esclusas, otro cavaba la tierra en el canal, otro limpiaba el río Shat’ con el agua a la barriga.
–¡Y bien, Mary! –murmuraba Bertrand, divagando a la noche por su aposento epifañense–, ¡la pena no podrá conmigo! ¡Mientras tenga húmedo el corazón, estaré a salvo! Construiré el canal, el zar me dará mucho dinero y… a la India… ¡Ah, qué pena me das, Mary!…
Y, embrollándose en el sufrimiento, las ideas pesarosas y las fuerzas excedentes de su cuerpo, Perry se dormía pesadamente y alienado, angustiándose y clamando en sueños, como los niñitos.
Cerca del otoño vino a Epifañ Pedro. Quedó desconforme con las obras:
–Bajo el alero sí, se afligen, mas no tratan de acelerar su pro a la patria –dijo el zar.
Efectivamente, lentos iban los trabajos, por más que se encarnizara Perry. Los muyiks se hurtaban a la obligación, y los caporales bribones huían a lugares ignotos.
Lugareños insolentes entregaron a Pedro peticiones en las cuales se hacían cargos a los malos jefes. Pedro ordenó instruir una encuesta, de donde resultó que el voivoda Protásiev por grandes dádivas liberaba de sus obligaciones a muyiks del Estado, y a más se había guardado un millón de rublos para cualquiera gasto extra y registros exigibles que eran del erario.
Pedro ordenó azotar a Protásiev con el knut, y después lo envió a Moscú para completar el proceso, pero allá antes de tiempo de tristeza y vergüenza se murió.
A la partida de Pedro, cuando el oprobio no se había aún olvidado, otra desgracia cayó sobre los trabajos de Epifañ.
Karl Bergen llevaba los trabajos en Lago Iván, con un talud de tierra lo había cercado, para elevar el agua en él hasta la hondura necesaria para el paso de navíos.
En septiembre Perry recibió de él un reporte donde se señalaba:
“La gente llegada, en especial los funcionarios moscovitas y los maestres bálticos, por voluntad de Dios casi todos yacen enfermos. Grande es su decaimiento, y enferman y mueren más por la fiebre y hínchanse. La gente humilde del lugar aguanta, pero ante cualquier fatiga y priesa del trabajo en el agua del pantano, que se ha refrescado con cercanía de otoño, se empeñan armar rebelión. Concluiré que, si así sigue adelante, sin jefes y masters podemos encontrarnos. Y por ello espero presurosas órdenes de ingeniero constructor principal”.
Perry ya sabía que los maestres del Báltico y los técnicos alemanes no solamente se enfermaban y morían en los pantanos de Shat’ y el río Upá, sino además huían a su terruño por caminos secretos no sin agarrar grandes dineros.
Perry temía los anegamientos de la primavera, que amenazaban destruir las obras comenzadas e impotentes. Él quería llevarlas a un estadio en que no fueran peligrosas, para que las aguas del deshielo especial daño no causaran.
No obstante, alcanzar eso era difícil: los funcionarios técnicos morían y escapaban, y los muyiks más se disturbaban y poblados enteros no acudían al trabajo. Solamente Bergen podía no arreglarse con esas fechorías y no sanar los disturbios del pantano.
Entonces Perry, para truncar aunque sea un solo mal, publicó por las obras y voivodatos adyacentes una orden: so pena de muerte, que a los extranjeros, maestres de canales y esclusas, no dejaran pasar en parte alguna, ni nadie los proveyera de víveres ni vendiera caballos ni les dieran a préstamo.
Y bajo la orden Perry puso la firma de Pedro, para amedrentar y hacer cumplir: que después el zar lo regañara, pero no se podía ir a verlo hasta Voróñež, donde estaba equipando la flota del Azov, para recibir su firma y perderse dos meses de tiempo.
Pero ni aun así se logró amilanar a los muyiks.
Entonces Perry vio que en balde acometió con tanto ahínco los trabajos, y tan innúmeros obreros, gente de servicio y artesanos había en ellos de golpe empeñado. Habría que comenzar los trabajos más en frío para dejar que el pueblo y artesanos agarraran la mano a labor tal y espabilaran.
En octubre los trabajos se pararon por completo. Los ingenieros alemanes ponían todas sus energías en dotar de protección humana las obras y materiales preparados, pero ni eso se conseguía. Sobre esto los alemanes enviaban con cada ocasión a Perry reportes para que él los licenciara, pues el zar podía apalearlos cuando venga, sin tener ellos culpa.
Una vez el voivoda de Epifañ vino en domingo a ver a Perry.
–¡Berdan Ramzeich! ¡No sabés qué te traigo! ¡Descaro sin límites!
–¿Qué es? –preguntó Perry.
–¡Pues mirá, Berdan Ramzeich! Vos cavilá en el documento callandito, y yo me quedo aquí… ¡Esto no parece un hogar ni por asomo, Berdan Ramzeich! Pero qué decir, no tenemos mujeres como para vos. Eso lo veo y me compadezco…
Perry abrió la misivita:
A Pedro Primero Alexéich, monarca y soberano de Rusia.
“Nosotros, tus siervos tuyos y campesinitas, el otro año, ilustre soberano, fuimos destinados a tu obra de canales y esclusas sin despegarnos, en tiempo de arado y sembrado y segado no estuvimos en nuestras casitas hasta hoy por el trabajo, y por aquel trabajo no juntamos el trigo de otoño, y el de verano no lo plantamos y no hay quien lo plante ni con qué y por falta de caballos no hay en qué andar, y aquel de los nuestros y campesinitas que tenía vieja provisión de trigo molido y no molido hasta ese trigo la gente de servicio y de trabajo, yendo a tu servicio, ilustre soberano, y a Epifañ al trabajo, mucho tomaron sin pago, y el restante por voluntad de Dios fue comido por las lauchas sin dejar resto, y mucho a nosotros y campesinitas esos hombres de servicio y de trabajo causan ofensa y despojo y a las doncellas todas, juzgá vos, les dieron de comer antes de tiempo”.
–¿Olés, Berdan Ramzeich? –preguntó el voivoda.
–¿Cómo fue a dar a usted? –se asombró Perry.
–Pues, por un tontín: a mi escribiente dos semanas que le venían pidiendo tinta o decir el compuesto por una pata de jamón. Solo que mi escribiente Yoj también es dueño, les da tinta, pero los espía, y así llegó a saber de la misiva… ¡Porque no hay tinta en Epifañ más que en lo del voivoda, y los tintes del compuesto no los sabe nadie!…
–¿Acaso de verdad hemos mortificado tanto al pueblo? –preguntó Perry.
–¡Pero qué decís, Berdan Ramzeich! ¡Tenemos un pueblo tan caradura y tarambana! Hagas lo que hagas, no parará de escribir súplicas y andar con quejas, es de balde que sea analfabeto y no sepa el compuesto de la tinta… ¡Pero esperá, que ya lo meteré en el cepo! Ya les mostraré lo que es llevar la contra y dale escribir al zar… ¡Es un castigo de Dios! Y para qué les enseñaron a decir palabras… ¡Así como no saben leer y escribir, hay que desenseñarles las palabras orales!…
–¿Y usted tiene informaciones, voivoda, desde Lago Iván? ¿Están allá enteras las columnas de obreros a pie y las carretas que mandó con guardianes de Epifañ?
–¡Cuál colunas! ¿Las que mandé a Spas? ¡Pero qué decís, Berdan Ramzeich! Un guardián, hará diez día, vino de allá y contaba que los de a pie se fugaron todos en Iaik y Jopiér, y las familias, esto es cierto, están muertas de hambre en Epifañ. No tengo paz de estas mujeres, y aparte, hay un veterano de porquería que quiere meterme una denuncia… ¡Me prevengo del soberano, Berdan Ramzeich! Si me cae, no tendrá miramiento en apalearme. ¡Vos intercedé por mí, Berdan Ramzeich, te lo pido por el Dios inglé!…
–Está bien, intercederé –dijo Perry–. Bueno, ¿pero las carretas de caballos trabajan en Iván?…
–¡Qué va, Berdan Ramzeich! Los caballos le ganaron de mano a los de a pie: por las estepas y caseríos perdidos se dispararon y escondieron. ¿Y los vas a hallar? Lo malo es que los caballos se estenuaron en los trabajos y ya no sirven más para el arado, y muchos cayeron fayecidos en la estepa… ¡Es así, Berdan Ramzeich!
–¡Sí! –exclamó Perry y se apretó con las manos su firme cabeza flaca, en la que ahora no había consuelo alguno.
–¿Y entonces qué piensas hacer, voivoda? –preguntó Perry–. ¡Porque yo necesito obreros! Como quieras haz, pero dame de a pie y de a caballo, si no las esclusas me las va a barrer la primavera, ¡y el zar no me lo dejará pasar!
–¡Como querás, Berdan Ramzeich! Tomá mi cabeza si querés, en Epifañ quedaron solo las mujeres, y en la restante tierra voivodal zumba el saqueo. ¡No puedo mostrarme por mi voivodato, cómo voy a hallar obreros! Tengo un solo caminito: ¡la cabeza que salvé del pueblo, me la va a llevar el zar!
–¡Esto no es asunto mío! Aquí está la ordenanza, voivoda, para la semana: en Lago Iván poner 500 de a pie, 100 montados; en la esclusa que está en la aldea Storoyeváia Dubrovka, 1500 de a pie y 400 montados; en la esclusa Ñujovskói 2000 de a pie y 700 montados; y en el canal Liubovskói, entre el Shat’ y el Don, 4000 de a pie y 1500 montados más, y además en la esclusa Gaievskói unos 100 montados y unos 600 de a pie. ¡Ten, toma la orden, voivoda! ¡Que toda esta fuerza de trabajo esté en su lugar en una semana! ¡No lo haces, y envío reporte al zar!…
–¡Pero, Berdan Ramzeich, oíme!…
Perry lo cortó:
–No escucho más. Basta ya de venir a mí con pesadumbres y a cantar canciones, ¡no soy una novia! ¡Que haya obreros, que las quejas no las necesito! ¡Ve a tu voivodato y hazme gente viva!
–¡A la orden, Berdan Ramzeich, a la orden, mi señor! Solo que no saldrá de esto un rábano, por mi difunta madre…
–¡Vete a tu voivodato! –dijo irritado Perry.
–Autorizá entonces, Berdan Ramzeich, que por lo meno hasta la primavera deje de acarrear granito. Asusta a los muyiks, es un peso tremendamente bárbaro y a más rompible, no sirve en Liútoreç…
–Autorizado –contestó Perry, alcanzando que ahora no estaba para nuevos trabajos, lo hecho preservar a tiempo del derrame:
–¡Solo que vete, voivoda! ¡Eres muy palabrero, y para obrar, un pícaro sin seso!
–¡Agradecemos por la piedra! ¡Me despido, Berdan Ramzeich!
El voivoda pronunció bajito unas palabras más y se alejó.
Las últimas palabras las dijo en la lengua local, en epifaño, por eso Perry nada entendió en ellas. De haberlas comprendido, no habría visto en ellas para él nada bueno.
VII
Para el invierno los cinco alemanes ingenieros también vinieron a Epifañ. Les habían crecido las barbas, habían envejecido en ese medio año y a todas luces se habían asalvajado.
A Karl Bergen lo roía la cruel aflicción por su germana mujer, pero él había firmado con el zar un acuerdo de un año, y no se podía irse antes de ello: bravo era en la época el escarmiento ruso. Por eso el joven alemán temblaba de horror y de angustia familiar, y el trabajo se le caía de las manos.
Los otros alemanes también se habían venido abajo y lamentaban haber venido a Rusia por tan largos rublos.
Solo Perry no se entregaba, y la pena del corazón por Mary encontraba salida en su energía feroz.
En el consejo técnico con los alemanes Perry dejó claro que la situación con las esclusas a medio hacer era amenazante. Las aguas primaverales podían arrasar las obras por completo, sobre todo las de las esclusas de Liútoreç y Murovlianski, de las cuales ya en agosto habían huido todos los obreros.
De la última ordenanza de Perry el voivoda de Epifañ no puso nada: ya fuera su mala voluntad en ello, o de verdad no se podían arrear obreros.
Al considerar los trabajos, los ingenieros no habían pensado cómo preservar las esclusas de la primavera. Perry sabía que el zar Pedro ordenaba a los ingenieros que construían los barcos que vistieran camisones negros sepulcrales. Si la botadura y el nado de prueba de un nuevo barco iba perfectamente, el zar daba al ingeniero constructor una recompensa de unos cien o más rublos, según el tonelaje del navío, y con sus propias manos quitaba al ingeniero el camisón mortuorio. Ahora, si el barco hacía agua y se ladeaba sin motivo, o más que eso, se hundía en la misma orilla, el zar confería a tales constructores pronto ajusticiamiento, la decapitación.
Perry no temía la pérdida de su cabeza, no obstante la admitía, pero a los alemanes no les decía nada.
Se asentó el gran invierno ruso. Epifañ se cubrió de nieve, los alrededores enmudecieron definitivamente. Parecía que las gentes viven aquí en gran aflicción y torturante aburrimiento. Pero en realidad, había que ver. Iban a visitarse para muchas fiestas, bebían vino que hacían ellos, comían repollo fermentado y manzanas maceradas y algunas veces se casaban.
Acorralado por el aburrimiento y la soledad, uno de los alemanes, Peter Forch, se casó por Navidad con una boyarda de Epifañ, Ksenia Tarásovna Rodiónova, hija de un rico mercader de sal. Su padre tenía su convoy de cuarenta carretas, que peregrinaba entre Astracán y Moscú con veinte carreros, abasteciendo de sal a las provincias de la medianoche. El propio Tarás Zajárovich Rodiónov en su juventud había sido carrero. Peter Forch se radicó en lo del suegro y en poco tiempo engordó por la vida en paz y una esmerada alimentación.
Todos los ingenieros, bajo el comando de Perry, hasta el nuevo año europeo se ocuparon con celo de componer los croquis de ejecución, hacer el cálculo de los materiales gastados y mano de obra, y asimismo proyectaron todos los medios para el pasar sin peligro de las aguas primaverales.
Perry escribió al zar un reporte donde desplegó todo el historial de los trabajos, señaló la fatal escasez de obreros y puso en duda un final favorable. En copia Perry dirigió su reporte al embajador anglo en San Petersburgo, por las dudas.
En febrero a Epifañ arribó un correo del zar con un sobre para Perry:
A BERTRAND PERRY
INGENIERO CONSTRUCTOR PRINCIPAL
de las esclusas y canales de Epifañ
entre los ríos Don y Oká
“El rumor de tu trabajo inepto llegó precedente a tu petición. Por este no aplicarse observo que el pueblo de Epifañ es un bribón y no obra en su provecho, mas por sobre ello es a ti a quien le sigue imponer con más tesón mi voluntad y tener mano firme sobre los subalternos, pues ninguno estaba en condición de resolverse a inobediencia, sea un master forastero o hombre del vulgo.
Habiendo analizado un círculo de ideas tocantes a las esclusas de Epifañ, he tomado medidas fundamentales para el actual verano.
A tu voivoda lo eché y le fijé una penitencia: de Azov conducir brulotes a Voróniež por los grandes bancos de arena. Y como nuevo voivoda te envío a Grishka Saltykov, persona firme y caminada, que conozco y es bravo para dar pronto escarmiento. Te será primera ayuda con la fuerza de a pie y la de tiro.
Además de ello, declaro el voivodato de Epifañ en situación de guerra, y la población de muyiks la destino por completo a soldados. Luego te envío tenientes y capitanes de selecta condición, los cuales con los destacamentos de reclutas y milicianos de Epifañ vendrán a tus trabajos, y tú te consideras pleno general, y a los ayudantes y masters subalternos distribúyeles asimismo rangos que convengan.
En otros voivodatos adyacentes que están bajo la órbita de tus trabajos, establecí asimismo el estado de guerra.
Si en el presente verano fallas con las esclusas y canales, fíjate tú mismo. Ser británico, no te servirá de consuelo”.
Perry se alegró de tal respuesta de Pedro. El éxito de los trabajos después de tales reformas en Epifañ estaba ahora asegurado. Solo con que la primavera no jodiera especialmente y el esfuerzo del año anterior no fuera a pérdida. En marzo Perry recibió de Newcastle una carta. La leyó como una nueva del otro mundo, a tal punto se había empezado a herrumbrar su corazón hacia su pasado destino:
“Bertrand
El día de año nuevo murió mi primerizo, mi hijo. Todo el cuerpo me duele de solo recordarlo. Tú perdona que te escriba, siendo ahora alguien extraño, pero tú creías en mi sinceridad. Recuerdas, yo te decía: al primero que una mujer entrega su beso, lo recordará toda la vida. Y yo te recuerdo y por eso te escribo sobre mi don perdido, mi pequeño hijo. Me era más querido que mi esposo, más querido que tu recuerdo y más querido que mí misma. ¡Oh, cuántas veces más querido que todos mis tesoros más sanguíneos! No voy a escribirte sobre él, si no me pondré a llorar y no terminaré tampoco la segunda carta. La primera te la envié hace un mes.
Mi marido se me ha vuelto por completo ajeno. Trabaja mucho, va por las noches al club marino, ¡y yo estoy sola y me hastío tanto! Mi único consuelo es la lectura de libros y mis cartas a ti, que voy a escribirte con frecuencia, si no te ofendes.
¡Adiós, querido Bertrand! Me eres caro como un amigo, y cual si fueras un pariente lejano, tengo en ti un sentimiento de dulces recuerdos. Escríbeme cartas, voy a estar muy contenta de recibirlas. En la vida me sostiene solamente el amor a mi marido y el recuerdo de ti. Pero mi niño muerto me llama en sueños a compartir con él sus tormentos y su muerte. Y yo sigo viviendo, madre desvergonzada y cobarde.
Mary
N.B. En Newcastle hace una primavera calurosa. Tal como antes, en días claros se ve la costa de Europa más allá del estrecho. Esta orilla siempre me recuerda a ti, y por ello más me da tristeza.
¿Recuerdas los versos que me escribiste en una carta tuya alguna vez?
…hacer posible una pasión penosa y ardua,
Prenda de un alma querida por los dioses…[3]
¿De quién son estos versos? ¿Te acuerdas de tu primera carta a mí, donde me confesaste tu amor, por vergüenza de decirme de frente las palabras fatales?, yo entonces comprendí la valentía y la modestia de tu naturaleza, y me gustaste”.
Después de la carta la humanidad embargó a Perry y un tierno sentimiento de sosiego: quizás estaba satisfecho con la desdicha de Mary: el destino de ambos estaba ahora parejo.
No teniendo en Epifañ conocidos cercanos, comenzó a visitar a Peter Forch; tomaba allá té con dulce de guindas y platicaba con la mujer de Forch –Xenia Tarásovna– sobre la lejana Newcastle, el cálido estrecho y la orilla europea que se hacía ver desde Newcastle en días transparentes. Solo de Mary Bertrand no hablaba con nadie, ocultando en ella la fuente de su humanidad y sociabilidad.
Corría marzo. En Epifañ ayunaban, llamaban melancólicos a los templos ortodoxos, y los campos ya negreaban en las divisorias de aguas.
La buena disposición anímica de Perry no menguaba. A la carta de Mary no contestó nada, y además al marido no le habrían de gustar sus cartas; y de escribir palabras corteses corrientes no tenía ganas.
Ahora los muyiks andaban de soldados. Y el nuevo voivoda, Grigori Saltykov, recorría hecho una furia el voivodato sin pausa ni clemencia; los edificios carcelarios estaban atestados de muyiks insumisos, y el tribunal de penas voivodal, también pieza de azotes, obraba de continuo, metiéndoles a látigo razón a los muyiks por el trasero.
Obreros de a pie y de tiro ahora había en abasto, pero Perry veía cuán esto era no firme: cada hora podía estallar una revuelta, y no solo todos huirían de los trabajos, sino que de rabia arrasarían las obras.
Pero la primavera resultaba hostil: de día corría el agua en pequeñas porciones, mas por las noches se cortaba. El agua se escurría por las esclusas como a través de un balde malo; por eso los alemanes y obreros de guardia alcanzaban a taponar con un talud de tierra las grietas que se distinguían en las válvulas, y no ocurrían grandes arruinamientos.
Perry estaba asaz conforme y más frecuentemente visitaba a la ahora solitaria consorte de Forch, platicando con su padre de los cargueros de sal, de las invasiones tártaras y las dulces hierbas de los viejos pastizales de la estepa.
Finalmente, se inflamó con un fuego veraniego la magnífica primavera de provincias, y con ello se aplacó la juventud de la naturaleza. Llegó la madurez y la rabia del verano, y la vida toda por la tierra se empezó a alarmar.
Perry resolvió para el otoño todos los canales y esclusas concluir. Tuvo añoranza del mar, del terruño, del viejo padre, que vivía en Londres.
La tristeza del padre por el hijo se medía por la ceniza de su pipa: de angustia por el hijo el padre fumaba sin sosiego. Así le había dicho al despedirse:
–¡Bert! Cuánto tabaco tendré que quemar hasta que te vea…
–¡Mucho, padre, mucho! –contestó Bertrand.
–¡Ya ningún veneno me hace nada, hijito! Pronto probablemente comenzaré a mascar hoja de tabaco…
A comienzo del verano el trabajo fue con prisa. Asustados por el zar, los muyiks se afanaban con tesón. No obstante, ciertos cavernícolas huían y se ocultaban en alejadas ermitas. Y algunos caporales levantiscos se hablaban en voz baja y atraían huestes enteras al Ural o las estepas kalmukas. Tras ellos se fijó persecución, pero nunca obtenían de ello resultado alguno.
En junio Perry recorrió los trabajos. Encontró suficientes su celeridad y consumación.
Y Karl Bergen lo alegró por completo. En Lago Iván, en el más bajo fondo, descubrió un pozo-hueco sin fondo. De allí venía al lago tanta agua de surgente que alcanzaba para alimentar complementariamente los canales en los años de sequía escasos de agua. Había solamente que terraplenar en Lago Iván el talud de tierra del pasado año un sayen más, para juntar del pozo más agua para el lago, y luego dejar pasar esta agua a los canales por una salida especial, cuando se hubiere menester de ello.
Perry aprobó el hallazgo de Bergen y ordenó aquel pozo limpiar con una bomba y bajar por él con una red un gran tubo de hierro para que el pozo no se llenara nuevamente. Entonces al lago habría de ir aún más agua, y en sequía el curso acuático no se quedaría sin caudal.
El miedo y la duda aguijonearon el orgullo de Perry cuando regresaba a Epifañ. Los proyectos petersburgueses no se ajustaban a las condiciones naturales lugareñas, y sobre todo a las sequías, que en estos lugares no eran raras. Y resultaba que en un verano seco justamente no alcanzaría el agua para los canales y el curso acuático se volvería un camino terrestre de arena.
Al llegar a Epifañ Perry comenzó a recalcular sus números técnicos. Y resultó aún peor: el proyecto había sido realizado según datos locales de 1682, cuyo verano había abundado en humedad.
Tras hablar con lugareños y el suegro de Forch, Perry adivinó que aun en años mediocres de nieves y de lluvias los canales tendrían tan poca agua que por ellos ni una barca pasaría. Y de un verano seco no había ni que hablar: solo polvo de arena se levantaría sobre el cauce del canal.
“¡Entonces a mi padre tal vez no lo vea más! –pensó Perry–. ¡Y no iré a Newcastle y no veré las orillas de Europa!”
Su única esperanza residía en el surgente en el fondo de Lago Iván. Si diera mucha agua, con él se podrían alimentar los canales en años que soplara el viento seco.
Pero, con todo, este descubrimiento de Bergen no devolvía al alma de Bertrand el quieto sosiego que había tenido después de la carta de Mary. En secreto él no creía que el pozo en Lago Iván fuera capaz de contribuir con abundante agua, pero ocultaba su desesperación tras esta pequeña esperanza.
Ahora en Lago Iván se hacía la construcción de una plataforma especial, desde la cual perforarían más profundamente el pozo subacuático e introducirían en él un ancho tubo de hierro.
VIII
A comienzos de agosto Perry recibió de Karl Bergen un reporte de servicio. Se lo trajo el voivoda Saltykov:
–Acá tenés, su excelencia, un escrito que te llegó. Mis muchachos me contaban que toda esa liendre de muyiks en estos días se las tomó callandito de la esclusa de Tatinka. Así que yo respeto de esa esclusa te doy tranquilidá: mañana todas las mujeres de las que se escaparon los muyiks, todas las arriaré a Tatinka. Y los huidos los cazaré y entregaré al tribunal militar de campo. Les sacaré la cabeza, así van a aprender. ¡Ya verás!…
–¡Estoy de acuerdo, Saltykov! –dijo aplastado por las preocupaciones Perry.
–Entonces, ¿querés decir, su excelencia, que firmarás las penas de muerte? Te anticipo que ahora vos sos acá el caporal de todo.
–De acuerdo, firmaré… –respondió Perry.
–Otra cosa, general, mañana vienen a ecsaminar la hija. Un pretendiente de Moscú, hijo de comerciante, quiere esposarse con mi Feklusha y llevársela. Vení al agasajo…
–Le agradezco. Puede que pase. Gracias, voivoda.
Saltykov se fue; Perry desgarró el sobre de Bergen:
“Confidencial
¡Colega Perry!
Del 20 al 25 de julio se realizó la perforación del pozo subálveo en Lago Iván, para su ahondamiento, ampliación y limpieza. Por esta comisión vuestra, la consecuencia debía ser un intenso flujo de aguas subterráneas al Lago Iván.
La perforación se detuvo en el décimo sayen por causas que se dirán más abajo.
A las 8 de la tarde del 25 de julio, la mecha dejó de arrastrar arcilla pantanosa y salía con arena menuda seca. Yo estuve presente sin separarme en este procedimiento.
Al partir de la plataforma de perforación para alcanzar la orilla por una necesidad casual, descubrí una hierba que asomaba sobre el horizonte del agua, que antes no había advertido. Al poner pie en la tierra firme de la orilla, oí que aullaba un perro, Pliushka según su apodo lugareño, que se alimenta del rancho de los soldados. Esto me turbó un tanto, a pesar de mi fe en Dios.
Los obreros soldados me demostraron que desde el mediodía y hasta este momento el agua en el lago mengua. La hierba subacuática quedaba al desnudo y se veían dos islotes no grandes en medio del agua.
Los soldados habían entrado en miedo pánico y decían que habíamos atravesado de largo el fondo del lago y el lago ahora se secará.
Efectivamente, en la orilla se veía claramente la marca del agua de ayer, y asimismo la actual, y la diferencia era medio sayen más abajo.
Al volver a bordo de la plataforma, ordené terminar la perforación y comenzar sin demora la clausura del conducto. Para ello bajamos al pozo subálveo una tapa de hierro de un arshin de diámetro, pero de golpe fue arrastrada a la profundidad subterránea y se perdió. Entonces empezaron a fijar en el conducto un caño galvanizado repleto de arcilla. Pero también lo empezó a chupar el conducto, y lo arrastró. Y la succión sigue aun hasta ahora, y el agua del lago tira irreversible para allá.
La explicación a ello es simple. Con la mecha perforadora el master atravesó la capa arcillosa impermeable que sostenía el agua en Lago Iván.
Y bajo aquella arcilla yacen secas arenas sedientas, que ahora chupan agua del lago, y se tragan también los elementos de hierro.
Y en adelante desconozco qué hacer, por lo que ruego órdenes vuestras”.
El alma de Perry, que no temía ningún espanto, ahora se estremeció en un temblor, como es propio de la naturaleza humana. Bertrand no soportó tal estatura de la pena y se echó a llorar lastimeramente, apoyando la frente en la mesa.
Su destino lo perseguía por doquier: había perdido la patria, después a Mary, ahora ocurría este desbarajuste en los trabajos. Sabía que no se reportaría vivo de estos espaciosos cañadones y no vería más ni Newcastle, ni Europa en la otra orilla, ni al padre con su pipa, ni a Mary por última vez.
La habitación vacía y baja resonaba del frenético rechinar de dientes y llanto de Perry. Volteó la mesa y se debatió en la estrechez, aullando por el borboteante sufrimiento y perdiendo toda compostura. La fuerza de la pena se enfurecía en él y se imprimía como salía y sin control alguno por parte del juicio.
Calmándose luego, Bertrand sonrió y se avergonzó de desesperación tan vergonzante. Después sacó un librito de la valija y empezó a leer:
“ARTHUR CHAMSFIELD
EL AMOR DE LADY BETTY HUGHES
Novela en tres tomos y 40 partes
¡Señora! Mi corazón rebosante de amor, padeciendo y gimiendo, os convoca a vos con un decir angélico: ¡preferidme a mí a todos los hombres mundanos o tomad de mi pecho este corazón y sorbedlo, como un huevo líquido!
¡Un remolino oscuro conmueve las bóvedas de mi cráneo, y la sangre arde como brea líquida! ¿No has de darme abrigo, señora Betty? ¿Acaso no temes la pena mortuoria que llevarás por alguien ajeno a ti pero fiel?…
Mistress Betty, yo sé que mister Hughes me disparará pólvora vencida con su viejo fusil, ni bien me acerque a vuestra casa. ¡Pues que suceda! ¡Que mi destino fatídico se exprese!
¡Soy un asesino de hogares! ¡Pero el corazón busca clemencia bajo la enagua de la querida, donde late su corazón bajo las colinas de sus pechos ingenuos!
¡Soy un vagabundo desamparado! ¡Pero ruego condescendencia a vuestro sólido consorte!
Me aburrió amar a los caballos y demás animales, y busco amor en un ser más calificado, la mujer…”
Perry se quedó yerto en un sueño inopinado, pero profundo y fresco, y el libro cayó al suelo, sin leer para siempre pero interesante.
Cayó el atardecer; la habitación se enfrió, se ensombreció y se colmó con la morriña de los rayos poco claros de un cielo misterioso y como lejano.
IX
Pasó un año considerable: un luengo otoño, un larguísimo invierno y una tímida, anómala primavera.
Finalmente de repente brotaron las lilas, esas rosas de la provincia rusa, un don de las modestas empalizadas y señal de una ilusión aldeana ineludible.
Todo el grupo de obras, que llevaba por nombre Curso Estatal de Agua del Don y del Oká, se había completado.
Se presumían largos años de navegación de buques no grandes y significativos, como conviene a un país terrestre.
El bochorno se asentó desde mayo. Al principio los campos empezaron a aromar por los cuerpos de plantas jóvenes, pero después, en junio, vinieron de allá despojos de hojas marchitas y el olor fuerte de flores agriadas por la peste del calor: no había lluvia.
Para probar las esclusas y canales el soberano envió al ingeniero francés general Trusesson, acompañado de un colegio especial de tres almirantes y un italiano ingeniero.
–¡Ingeniero Perry! –declaró Trusesson–. ¡Por mandamiento del soberano emperador propongo a usted poner dentro de una semana toda la vía del Don al Oká en condiciones de ser navegada! Tengo plenos poderes de su majestad para examinar todas las obras acuáticas, a fin de determinar y establecer su idoneidad y conformidad con los propósitos del soberano.
–¡Como ordene! –respondió Perry–. ¡El curso de agua será pronto dentro de cuatro días!
–¡Oh, esto es estupendo! –proclamó conforme Trusesson–. ¡Ejecute, ingeniero, y no retenga nuestra partida a San Petersburgo!
A los cuatro días las trabas de las compuertas fueron bajadas y el agua comenzó a acumularse en los piletones de las esclusas. No obstante, el acopio era tan insignificante que aun en los lugares hondos no se juntaba más de un arshin. Además de ello, cuando el agua, cerrada por las esclusas, se alzó apenas en el río, las surgentes subterráneas dejaron de aflorar. Sobre ellas se asentó el pesado lecho del agua y las ahogó.
Al quinto día, agua en los espacios entre las esclusas había cesado de añadirse por completo. Aparte hacía bochorno, falta de lluvia, y de las vigas no manaba nada.
Desde el río Shat’, de la esclusa de Murovlianski se soltó una barca cargada de madera, con un calado de cinco cuartos de arshin. Habiéndose apartado de la esclusa media versta, encalló en medio del cauce.
Trusesson y su colegio probador iban en troikas bordeando el curso de agua.
De los campesinos, salvo los obreros necesarios, no había ninguno en la apertura del curso acuático. Los muyiks no esperaban que esta desgracia fuera a abandonar Epifañ, y por el agua ninguno se disponía a nadar; quizá, un borracho alguna vez cruzaría vadeando esta agua de través, y eso a las perdidas: un compadre en esos tiempos vivía del compadre a unas doscientas verstas, porque un vecino no tomaba de compadre al vecino: las mujeres no hacían amistad.
Trusesson injuriaba en francés y en inglés, pero era una injuria impotente. Y en ruso no sabía. Por esto ni siquiera los obreros en las esclusas se asustaban del general: no comprendían qué gritaba y salpicaba con la boca este general ruso de los forasteros.
Y que habría poca agua y no se podría navegar, todas las mujeres en Epifañ lo sabían ya de un año antes. Por esto los moradores al trabajo lo miraban como un juego del zar y cosa de forasteros, y decir para qué torturan al pueblo no se atrevían. Solamente las mujeres de Epifañ tenían lástima al sombrío Perry:
–Buen mozo, alto, serio, y no parece viejo, pero con mujeres no anda. A lo mejor alguna pena, o sepultó a la mujer; quién lo conoce, no cuenta… Y mucho más desgraciado si le mirás la cara, da miedo…
Al día siguiente equiparon cien muyiks como medidores. Los muyiks se lanzaron a vadear. Solo en las represas de las esclusas nadaban un poquito, si no en todas partes se podía vadear. En las manos llevaban pértigas y los capataces marcaban en ellas la profundidad, pero más los medidores medían con las piernas y luego contaban por cuartas, y las cuartas en algunos eran de medio arshin. La mano entonces tenía un palmo poderoso y para trabajos de medir no era apta.
A la semana todos los cursos de agua estaban medidos, y Trusesson consideró que ni siquiera una barca podría pasar por todas partes, y en ciertos lugares el agua no alzaría ni una balsa.
Y el zar había ordenado construir una hondura para que navíos de diez cañones pudieran sin peligro nadar por ella.
El colegio de Trusesson elaboró una noticia de la prueba y la leyó a Perry y sus alemanes subalternos.
En la noticia se decía que los canales, y lo mismo los riachos de las esclusas, no servían para la navegación y conducto de naves por causa de la poquedad de agua. Los gastos y trabajos había que considerarlos en balde y en provecho de nadie. A posteriori se proponía que fuera la voluntad del zar quien dispusiera.
–Sí –dijo un almirante de los secuaces de Trusesson–, ¡realizaron el curso acuático! ¡Eterno hazmerreír realizaron, grandes cargas del pueblo gastaron!… Oprobio, enteros pesares trajeron al zar, ¡y a mí una úlcera me agarró de tales asuntos!… Bueno, ¡ahora a ver, alemanes! Y tú, inglés milagroso, ahora espera el knut, ¡y eso todavía es clemencia!… Da miedo reportar esta noticia al zar, ¡nos romperá el hocico!…
Perry callaba. Sabía que el proyecto se había ejecutado según los estudios del propio Trusesson, pero de todos modos él no tenía para qué salvarse.
Al día siguiente, a la salida del sol, Trusesson se marchó con su gente.
Perry no sabía dónde meter su habitual capacidad de trabajo, y paseaba en las estepas días enteros, y por las noches leía novelas inglesas, pero otras, no “El amor de Betty Hughes”.
Los alemanes se hicieron humo a los diez días que se fue Trusesson. El voivoda Saltykov armó tras ellos una batida, pero los guardianes rastreadores aún no habían vuelto.
En Epifañ de los alemanes se había quedado solo el casado Forch, como hombre amante de su esposa.
El voivoda Saltykov había establecido sobre Perry y Forch una vigilancia no ostensible, pero tanto Perry como Forch lo sabían. Saltykov esperaba algunas órdenes de Petersburgo y no se dejaba ver de Perry.
Perry se embruteció de corazón, y su pensamiento se volvió taciturno por completo. Empezar a hacer alguna cosa seria no tenía sentido. Sabía que lo esperaba la punición del zar. No obstante, escribió en sentido breve al emisario británico a Petersburgo, solicitándole librara un súbdito del rey británico. Pero Perry sentía que el voivoda no mandaría su carta en la ocasión de turno o la empaquetaría en la maleta oficial y la enviaría al Prikaz Secreto Petersburgués.
A los dos meses Pedro envió a un expreso con un sobre secreto. El correo del zar iba en carruaje, tras el carruaje corrían los chicuelos, y el polvo tras ellos era coloreado por el arcoíris que hacía el sol vespertino.
Perry estaba en esa hora junto a la ventana y veía toda esta marcha veloz de su propio destino. Enseguida adivinó a qué vino el enviado, y se acostó a dormir para acortar el tiempo innecesario.
Al día siguiente, al albear el sol, golpearon en lo de Perry.
Entró el voivoda Saltykov:
–Súbito inglés, Berdan Ramzeich Perry, te anuncio la voluntad de su majestad imperial: desde esta hora no sos general, sino persona civil y encima delincuente. Deberás ser arriado a pie a Moscú con guardianes para la punición del soberano. ¡Preparate, Berdan Ramzeich, dejá libre la instalación oficial!…
X
A mediodía Perry marchaba por el continente ruso medio y contemplaba las hierbecitas que hallaba al paso. A su espalda llevaba una bolsa, y al lado los guardianes.
Esperaba un camino lejano, y los guardianes eran buenos, como para no gastar en balde el alma en rabia.
Dos guardianes eran de familia de Epifañ. Ellos le dijeron a Perry que mañana desde la mañana comenzarían a azotar en la pieza de torturas al alemán quedado, Forch. El zar como que no le dio ningún otro castigo, solo flor de paliza y echarlo a su país.
El camino a Moscú resultó tan largo que Perry olvidó adónde lo llevaban, y se cansó tanto que quería que lo entregaran cuanto antes y lo mataran.
En Riazán los guardianes de Epifañ fueron cambiados. Los nuevos guardianes dijeron a Perry que no fuera a haber guerra con el estado anglo.
–¿Por qué sería? –preguntó Perry.
–El soberano, dicen, pescó un amante en los menajes de dormir de la zarina, ¡y no va que era el enviado inglés! ¡El zar Pedro le cortó la cabeza y se la mandaron a la zarina en un morral de seda!…
–¿Será cierto? –preguntó Perry.
–¿Y vos pensás? –dijo el guardián–. ¿Viste al zar nuestro? ¡Un hombre inmenso! ¡Cuentan que a ese enviado con las manos le arrancó la cabeza, como una gallinita! ¿Es broma eso? Nomás yo escuché que por mujeres el zar no toca al pueblo para guerra…
Llegando al fin del camino Perry no sentía las piernas. Se le habían hinchado, como si llevara botas de fieltro.
Un viejo guardián en la última pernoctada sin que viniera a cuento dijo a Perry:
–¿Y a vos dónde te llevamos? ¡Tal vez a la pena de muerte! Este zar de ahora es capaz de cualquier atrocidad… ¡Yo me hubiera disparado! ¡Y vos vas como un pollito! Las sangres, hermano, tenés muertas, ¡yo me pondría hecho una fiera y no me dejaría apalear, menos que me maten!…
XI
A Perry lo llevaron al Kremlin y lo entregaron a la cárcel de la torre. Nada le decían, y Perry dejó de atormentar su destino.
Por la angosta ventana toda la noche vio ese lujo de la naturaleza –las estrellas– y se asombraba de este fuego vivo en el cielo, ardiendo en su altura y libre albedrío.
Tal conjetura alegró a Perry, y despreocupado sobre el bajo suelo profundo se echó a reír del alto cielo, que reinaba feliz en un espacio que cortaba la respiración.
Perry se despertó de golpe, sin recordar cómo se había dormido. Se despertó no por sí mismo, sino por las personas que estaban de pie ante él y hablaban bajo, sin despertar al recluso. Pero él se despertó solo, al presentirlas.
–Bertrand Ramsey Perry –dijo el celador, sacando un papel y leyendo el nombre–, por orden de su majestad emperador soberano se te condena a ser decapitado. Ignoro cualquier otra cosa. ¡Adiós! ¡Dios te tenga en su gloria! ¡Eres con todo una persona!
El celador salió y atrancó de afuera la puerta, no sin haber luchado con el hierro.
Se quedó la otra persona, un rufián enorme, solo en pantalones prendidos con un botón y sin camisa.
–¡Sacáte los calzones!
Perry empezó a quitarse la camisa.
–¡Te estoy diciendo abajo los calzones, ladrón!
Al verdugo le resplandecían con un sentimiento salvaje y cierta bullente felicidad los ojos azules que ahora se volvían negros.
–¿Dónde está tu hacha? –preguntó Perry, habiendo perdido toda sensación, salvo un pequeño desagrado, como delante del agua fría a la que ahora esta persona habría de arrojarlo.
–¡Hacha! –dijo el verdugo–. ¡Yo sin hacha me encargaré de vos!
Como un brutal filo cortante se clavó la conjetura en el cerebro de Perry, ajena y terrible a su naturaleza, como una bala a un corazón vivo.
Y esta conjetura reemplazó en Perry el sentimiento del hacha en el cuello: vio la sangre en sus ojos enmudecidos y enfriados y se desplomó en los abrazos del verdugo aullante.
A la hora en la torre hizo sonar el hierro el celador.
–¿Listo, Ignatii? –gritó a través de la puerta, con la mirada en el piso y poniendo el oído.
–¡Esperá, liendre, no entrés! –rechinando los dientes y resoplando contestó de allá el verdugo.
–¡Qué satanás! –rezongó el celador–. En mi vida vi como este: ¡mientras no se le pase la ferocidad, entrar es un peligro!
Empezaron a llamar a la plegaria “Digno es”, iba terminando la misa matutina.
El celador entró a la iglesia, tomó un panecillo para el primer desayuno y se proveyó de una velita, para la lectura solitaria de la tarde.
* * *
El voivoda epifañense Saltykov recibió en agosto, para la fiesta del Salvador de las Manzanas, un sobre perfumado con estampillas de un estado foráneo. Estaba escrito el sobre no como nosotros, pero había en ruso tres palabras:
Para Bertrand Perry
Ingeniero
Saltykov se asustó y no sabía qué tenía que hacer con este sobre a nombre de un muerto. Pero después por cualquier cosa lo puso tras la repisa de los íconos, para perpetua población de las arañas.
1927
Notas
[1] En las antiguas fuentes grecorromanas, el río Don.
[2] Inglaterra es maestro minero, Rusia, maestro de turbas (en alemán).
[3] Versos del poema “Parasha”, de Iván Turguéniev.