Rodolfo Ruiz Vázquez
Empedernido fumador, me adentré en Un nuevo nombramiento de Alexander Bek con un cigarro humeante entre los dedos, para hallarme con otro mi igual. Alexander Leóntievich Onísimov devora sin placer cigarro tras cigarro, a veces prendiendo el siguiente cuando el anterior no se ha extinguido. El humo ceniciento que enturbiaba mi habitación se correspondía con un argumento que, al principio, parecía gris, opaco. La sensación de grisura devenía sofocante conforme yo asistía a un mundo novelístico limitado a interiores de edificios gubernamentales donde se desarrollaban asuntos también grises, relacionados con trámites y jerarquías burocráticas, y donde se hablaba demasiado de otra materia literalmente gris: el acero.
Esa grisura, sin embargo, ya desde las primeras páginas revelaba una variada, si bien tenue, paleta: un cuello de camisa impecable en su blancura, un rostro macilento pero pulcramente rasurado, la fulgente aparición de unos colmillos afilados si Onísimov se enfurece, o el brillo fulminante en sus ojos verdes cuando se apasiona…
Ojos que, por lo demás, como la tez, acusan “algo de amarillo en los blancos”. Y esos dientes, “alguna vez blancos como almendras”, habían adquirido “un viso cremoso” por causa del tabaco, al que Onísimov se aficionó tarde en su vida. A esto hay que añadir un temblor en la mano que, no obstante, Onísimov reprime con rigurosa disciplina. Y eso que sólo tiene cincuenta y cuatro años.
En el presente narrativo de la novela, Onísimov, el eficiente ministro del acero, fiel defensor del partido comunista y acerado en el cumplimiento del deber, ya manifiesta un precoz avejentamiento, da indicios de flaqueza. ¿De dónde dimanan estas tempranas y ominosas señales? ¿Y por qué, tras años de fidelidad ciega en su cargo como ministro, lo designan de la nada embajador en un país del norte de Europa, el nuevo nombramiento que pregona el título?
En el pasado se ocultan las claves. Alexander Bek nos lleva a las semillas de una enfermedad en estado embrionario a través de los recuerdos de Onísimov y de otros personajes, en un ida y vuelta que, sin previo aviso, corta las escenas comprehendidas entre la designación, el cumplimiento de sus nuevas funciones y el pleno desarrollo de la enfermedad para recontar momentos determinantes en la vida del protagonista. Amén de efectiva por la expectación que despierta, esta técnica resalta una incipiente falencia que el perseverante Onísimov no se perdona: el hecho de remembrar en detrimento de sus obligaciones, que para él son sagradas y de las que ahora lo distraen sus enfadosos recuerdos. Y culposos también.
En ningún momento se especifica dónde ejercerá de embajador Onísimov. Él, con humor amargo, apoda “Silenciolandia” a su nuevo hogar, y así se le designa en toda la narración; burlesco mote que más bien parecería aludir a la propia Unión Soviética. Aquí todos callan lo que sienten, y los que no lo hacen sufren las consecuencias. Sergó, un cercano amigo de Alexander Leóntievich, confronta directamente a Stalin; Onísimov, a la pregunta hecha por el Amo de si está con él o con su amigo, elige al Amo. Al poco, Sergó se suicida.
Paradoja donde las haya: Sergó muere porque no calló, mientras que Onísimov enferma por haber callado. Solamente vemos llorar a Onísimov dos veces: al enterarse de la muerte de su amigo y, después, en el instante en que, pese a los escamoteos de los médicos, que le ocultan su verdadero mal, reconoce con lacerante intuición que está próximo a morir. Y el único desahogo verbal que se permite llega demasiado tarde, cuando ese torrente de palabras ya no puede sanar el tumor derivado de un arraigado silencio.
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Puesto que el narrador irrumpe en escena desde el primer párrafo, donde se presenta a sí mismo en primera persona, el lector infiere que Un nuevo nombramiento se desarrollará al modo de una crónica fidedigna. Es, de hecho, una novela en clave, basada en la vida del político Iván Tevosián, publicada originalmente en Alemania en 1971 y traducida por primera vez al español en 2021 por María del Mar Gámiz Vidiella.
Si se trata de una crónica fidedigna, ¿cómo penetrar entonces en ese intimismo silenciado? Al inicio de la novela, el narrador alude a conversaciones que sostuvo “con las personas que fueron más o menos cercanas a [Onísimov]”. Más adelante, reconoce la importancia que el diario de Chélishev, especialista en altos hornos, tuvo en la construcción del relato. Chélishev es un agudo observador e íntimo camarada de Onísimov. Durante sus funciones como embajador, en una de las varias visitas que recibe de Chélishev con ocasión de una exposición internacional de la industria en Silenciolandia, se verifica la catarsis que Onísimov nunca se había permitido. Además de lo que figura en los diálogos pertenecientes a este episodio, ¿habrá consignado Chélishev los sentimientos más profundos de un Onísimov incapaz de contenerse? “Brotan más y más confesiones…”, menciona el narrador con referencia a ese desahogo.

Probablemente no. Lo que Onísimov guardaba requería infinitas sesiones de diván. Chélishev sólo presenció una. Pero su natural observador lo hacía capaz de rellenar los vacíos con inferencias, y el narrador podía hacer lo propio. A falta de una confesión exhaustiva, lo que se aprecia en la superficie admite conjeturas de plausible exactitud. Dentro de la estética realista de Un nuevo nombramiento, los sentimientos reprimidos afloran tácitos en detalladas descripciones de los gestos y los rasgos físicos. Enmarcadas dentro de un estilo llano, éstas carecen, asimismo, de alambicamiento, pero en cambio ocupan gran parte de la obra, intercalándose en los insustanciales o codificados diálogos, o acompañando a Onísimov y a otros en la soledad de sus rutinas cotidianas. Un ademán, un tono de voz, un rubor súbito en las mejillas, las pocas lágrimas que aparecen a lo largo de la novela: ahí están cifrados los conflictos interiores de hombres y mujeres que, si hablan, se limitan a tocar temas laborales, sin dejar que asomen las llagas aún abiertas de su alma. Cada personaje tiene un repertorio personal de inveterados tics, los cuales, por un lado, cumplen la función de leitmotivs en el sentido wagneriano, tipificando la presencia escénica de los actores. Por otro lado, y es aquí donde cobran su verdadera relevancia, son, ante todo, síntomas que permiten la auscultación de los dilemas, ambiciones, miedos y esperanzas cuyo análisis representa la auténtica preocupación de Bek. El narrador elige ciertas mañas y cualidades físicas e insiste reiteradamente en ellas, y aunque las reformula de diversos modos, permanecen en esencia invariables en cuanto símbolos. No son, pues, meros adornos, sino indicadores de algo soterrado.
Pero, al margen de estos indicadores, el narrador también allana la mente de los personajes, siguiendo sus reflexiones, su flujo de conciencia, su sentir. La contradicción salta a la vista. Al asumirse omnisciente, parecería que el narrador no merece credibilidad. Bek, proyectándose en el narrador y fusionándose con él como su cómplice, se justifica con un válido cinismo:
Al meterse, con el derecho que tiene el escritor, en el mundo interior de Onísimov, adonde Alexander Leóntievich casi nunca iba, el autor —se asume— no traiciona el espíritu de investigación científica presente en este libro. La fantasía, la conjetura se apoyan aquí también en fuentes fiables, a veces en documentos que llevan el nombre de ‘humanos’.
Lo que piensa Onísimov puede diferir, en la forma, de lo que Chélishev suponía que pensaba su amigo, pero hay bases para que el narrador fantasee y, por supuesto, calcule con precisión lo esencial de ese discurso interno, ya sea partiendo de confesiones expresas o, simplemente, de cierta gesticulación, de cierto brillo en la mirada. Lo mismo aplica al novelista Bek y a Tevosián como objeto de estudio. Lo que Bek haya añadido de su cosecha es, en todo caso, la ampliación de esbozos y fragmentos a partir de un ejercicio de imaginación deductiva, y esta libertad se la concede, y se la exige, el arte, pues de otro modo la novela, de ceñirse a la mera exposición de datos duros, carecería de interés, por cuanto se reduciría a un desfile de figuras herméticas y de apariencia gris; figuras que, desarrolladas por una lúcida inventiva, descubren abisales y complejos entresijos, el principal atractivo de Un nuevo nombramiento.
Más que de la burocracia estalinista, Un nuevo nombramiento es una radiografía íntima de los seres sofocados por ella. A esta sensación de asfixia, similar a la que nos invade en El proceso de Kafka, la apuntalan los escenarios en que transcurre la mayor parte de la trama: oficinas, despachos y gabinetes claustrofóbicos que encierran a quienes de suyo están encerrados en sí mismos. La placa radiográfica con que, cerca del final, se confirma el cáncer de Onísimov podría verse como el punto más concreto de un profundo escrutinio a una enfermedad que comienza con la mordaza que impone el Kremlin, pasa por el sofocado sufrimiento interior de hombres y mujeres que se guardan sus pesares y culmina en un tumor maligno causado por la cerrazón.
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Cualquier discurso oficial basado en la persecución de una utopía conduce, por simples razones etimológicas, a un ineludible desengaño: ¿cómo llegar a El Dorado cuando no existe? En este caso, la utopía que Stalin y sus admiradores persiguen es El Acero. Pero los expertos en metalurgia, y vaya si Onísimov sabe del tema, conocen el fenómeno de las escamas, unas burbujas de hidrógeno que con frecuencia se alojan al interior de una pieza de acero durante su cohesión, y que causan paulatinas e irremediables fisuras en el material, lo condenan a la condición de chatarra.
Ciertamente, la presencia del acero es ubicua en la novela, así como la mención de ciertos términos de la metalurgia; pero la reiterada referencia a procedimientos y técnicas industriales no exige al lector un dominio de ellos. Estas menciones resultan indispensables por la temática, pero pasan fugazmente y a segundo plano mientras el autor penetra en los sentimientos embotellados de los personajes, que callan por temor y, a la vez, por el acartonamiento que la burocracia les imprime. Entonces el acero se reafirma como símbolo de la rigidez e intransigencia que petrifican un sistema atado a la voluntad de un solo hombre, y de las cuales participan muchos de los personajes y el propio Onísimov, férreo, contumaz y obsesivo. Irónicamente, la visión de túnel que Onísimov achaca a otros llevándose las manos a los parietales, formando una especie de “anteojera de caballos”, es la misma que lo conduce a su fatal suerte.
La fe ciega nunca paga al fiel. Onísimov dio todo por el partido, sacrificando la amistad, la salud. Incluso tira por la borda las propias convicciones en calidad de ingeniero con el solo fin de acatar las órdenes de Stalin, obcecado en implementar un sistema de fundición basado en las ideas del científico Liesnij, a todas luces inútil y que, en efecto, a la postre no da resultados. No confiaba en Liesnij y, de todas formas, claudica a los desatinos de éste porque el Amo sí confiaba en él.
Asimismo, el aferramiento a esas convicciones lo lleva a desacreditar, durante su desempeño como ministro del acero, innovadoras técnicas que contradicen todo lo que a la sazón se conocía en la Unión Soviética sobre métodos de fundición, y a enemistarse con quien se las propuso. Maduradas por un sagaz ingeniero llamado Golovniá, conocido como el “Joven” por ser el menor de dos hermanos, dichas técnicas dan frutos tras la muerte de Stalin y abren un horizonte promisorio en el ámbito de la industria del metal.
¿Qué significa el nuevo nombramiento diplomático que le endilgan a Onísimov sino una muy respetuosa y “diplomática” manera de desecharlo una vez muerto el Ídolo, una vez puestas a andar una serie de reformas? El triunfo de Golovniá el “Joven” gatilla la entrada de una generación con ideas frescas, deseosa de deshacerse de una praxis y una nomenklatura obsoleta, chatarra teórica y humana que incluye a Onísimov.
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Ahora bien, los metales, incluido el acero, pueden ser elásticos. Inclusive resquebrajables. En un ensayo, Juan José Reyes dice de Ibargüengoitia que no necesitaba valerse de rebuscamientos retóricos para ridiculizar a sus personajes. Valiéndose de un estilo sin bisuterías, semejante al que Robertson Davies denomina plain style, dejaba que sus personajes se desenmascararan solos, que de forma involuntaria saliera a la luz el ridículo del que nadie está exento.
Bek comparte esta aproximación a la literatura. De la asfixia (encierro colmado de humo) y de la rigidez (el omnipresente acero), el lector sale a flote asiéndose a las subrepticias burbujas, que elevándolo a la superficie le devuelven la respiración gracias a una estética visual sucinta y elocuente (“En el rostro amarillento y pálido le había aparecido una capa grisácea. Parecía como si a lo amarillo le hubieran mezclado ceniza”), pero sobre todo gracias a un sutil, casi impalpable, sentido del humor. No es necesario caricaturizar a Onísimov: él encarna, por sí solo, una caricatura. Su perfeccionismo y lealtad lo hacen sufrir a un grado indecible al explicar erróneamente ciertos datos de los cuales un ensimismado Stalin ni siquiera se percata, y a exponerse a una lesión cuando, de visita en una fábrica, por cerciorarse de un posible fallo durante la fundición, pisa un montón de material candente, se lastima los pies y, retirándose, consciente de su estúpida temeridad, se pregunta si el director de la fábrica se estaba burlando.
Tampoco se precisa la exageración en lo que respecta a los demás personajes. Enhiestos, envirotados, el enfoque realista de Bek los vuelve mórbidos y masticables. La cicatriz que la hierática esposa de Onísimov, Elena Antónovna, luce en la parte alta de la frente, donde casi no le nace el cabello, da pie a que el médico que cuida de su esposo reflexione sobre lo fácil que sería remediarla con una cirugía plástica; este pequeño aparte da un aspecto grotesco no a la cicatriz, sino a la austeridad espartana, a la devoción hacia la Causa por encima de frivolidades, que distinguen a Elena Antónovna. Tal para cual: Onísimov no puso reparos a la cicatriz no porque amara a Elena, sino porque la vio como una “camarada firme, confiable”, como confiable es la distancia entre las dos camas en que el matrimonio duerme separado.
El mismo Chélishev, quizá el más juicioso de los personajes, no escapa del ridículo. Habiendo hablado en público sobre las dos grandes sorpresas de que había sido testigo y en las que había participado durante su paso por el mundo de la metalurgia, siente una doble humillación al notar que su discurso saldrá a la prensa bajo el título de “La tercera sorpresa”. Humillación doble toda vez que él, un viejo de setenta y cinco, posiblemente ya no formará parte de la reestructuración por venir, y porque, en un cruel viraje del destino, la nueva generación anuncia un futuro esplendoroso apropiándose del término con que él había elogiado los logros de la vieja guardia. Pero Chélishev no exterioriza su descontento: cumple y firma la galerada.
El triunfo y optimismo de Golovniá se materializan en una bufa estampa que figura en las últimas páginas. Pagado de sí mismo, sostiene un pato de plumaje policromo que recién cazó, y se lo presenta como obsequio a un anonadado Chélishev. Él, habiendo pronosticado que el cazador volvería con las manos vacías, tal y como Onísimov había augurado el fracaso de sus reformas, no sabe qué hacer con la presa y la rehúsa tajantemente. No es un regalo nacido de la amistad, sino una humillante ostentación de poderío lanzada por quien ya otea, en el horizonte, un nuevo y asequible El Acero. Mientras Golovniá el “Joven” presume su trofeo y divisa un prometedor mañana, el desahuciado Onísimov, tras esas lágrimas nacidas de un breve y lúcido desengaño, vuelve a creer en los falsos diagnósticos con que los médicos le ocultan su incurable cáncer, en la posibilidad de una mejoría. Cruel contraste de esperanzas, aunque idénticas en la ingenuidad de quienes las conciben y en el inevitable derrumbamiento que las aguarda. En su momento, a Golovniá el “Joven” también lo desplazará una nueva camada, si no es que antes la Unión Soviética se disuelve…
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Así y todo, no pienso que el humor haya sido la principal motivación del autor. El humor emerge en la cauda de una crítica implacable contra el estalinismo. Hace falta empatía para no ensañarse con los seres que habitan la novela. Son víctimas de un sistema que los amordaza y encadena sin remedio. En ese sentido, dice mucho que Pizhov, un célebre escritor adherido a la poética oficial, ría “a carcajadas cuando verdaderamente no está alegre”, y que termine suicidándose. Algo semejante pasa durante la lectura: en más de una ocasión, la compasión desarticula el escarnio.
Por otra parte, esta óptica caritativa provee al lector de otras tantas escamas para agrietar el metálico rigor que permea la novela. Antes de la partida de Onísimov a Silenciolandia, tenemos atisbos de Andriúsha, el hijo del protagonista, un joven inquieto, indeciso, un poco libertino en su afición a la poesía, y que desmerece de la firme determinación y atildamiento de Onísimov. El padre lo juzga débil y vacilante, sin sospechar que el hijo hace mucho le perdió el respeto y la admiración, y que lo ve con un afecto entremezclado con lástima.
Onísimov y el resto del reparto son personalidades complejas. Perennemente entregadas al deber, al cumplimiento de las órdenes, tienen repentinos destellos de humanidad, de dulzura, de amor. Antes de que Andriúsha creciera, de que se individualizara, Onísimov aspiraba con fervor la almohada del bebé, lo abrazaba con ternura. Luego vino el distanciamiento, la frialdad en el trato. En el fondo, estas personalidades sienten. No es posible verlas desde un solo ángulo, como tampoco es admitible condenarlas sin más. A diferencia del Kremlin, la novela no es monolítica, sino que se presta a múltiples abordamientos. La burla es uno de ellos; pero también está la compasión.
Siguiendo este ejercicio empático, me quedaré con una imagen conmovedora: Liesnij, el inventor del fallido sistema, hospitalizado luego de sufrir varios infartos y un derrame cerebral, pide que se conserve alguno de los hornos desarrollados por él, sin saber que ya habían sido destruidos.