«Ladridos lejanos», de Aleksandr Kuprín

Diego Castillo

La editorial bogotana independiente Poklonka nos trae una bella antología de cuentos caninos llamada Ladridos lejanos, cuyo único autor es un hombre que amaba a los perros: Alexander Kuprín. Y, con su esmero y lucidez habituales, la editorial seleccionó los textos con el eminente traductor argentino, el encargado de mostrarnos el mundo ruso y la versatilidad de estilos de la música kupriniana: Alejandro Ariel González.

Es una suerte que la obra de Kuprín, de la primera mitad del siglo XX y que en su cultura y su lengua es muy leída y vigente, comience a conocerse en nuestra lengua, donde apenas si tenemos libros suyos. Así, Ladridos lejanos viene a sumarse al catálogo de exquisitos libros de Kuprín en ediciones distintas, entre las más recientes:  El duelo y Sulamita, de Nevsky Prospects, El brazalete de granates, en Ediciones Invisibles y La estrella de Salomón, editada en Alba. Y, por otro lado, en virtud de clásico junto a El hombre anfibio, de Beliáev, Ladridos lejanos marca una sutil modulación o vertiente en Poklonka, cuyo catálogo ha estado más ligado a ciertos nombres contemporáneos, ante todo rusos y luego nórdicos.

Pero esbocemos un breve perfil del autor, para luego hablar del libro.

Como novedad literaria rusa para la imaginación extranjera, la obra de Alexander Kuprín dimana una potencia, ejerce un encanto y patenta un dominio no del todo ajenos a su propia vida, en la cual perteneció a distintas clases sociales y ejerció diversos oficios, semejante a un camaleón que adopta el color del medio, o a un actor que ha de sufrir ciertas metamorfosis.

No es casual que haya sido escritor sin proponérselo.

Oriundo de Navrochat, la actual óblast de Penza y pequeña ciudad de la Rusia central, de padre funcionario y madre tártara, Kuprín se educó en una escuela para huérfanos y en dos cuerpos militares de Moscú, hasta graduarse como teniente y retirarse del servicio en 1894, con veintitres años. Aunque ya había escrito su primera novela corta el año anterior, el cambio intensifica ese élan vital que implosiona en su libros y que, acaso por aquel sueño de ser actor, lo impulsa a vivir en otras pieles: periodista, artista de circo, cazador y dentista; y con el mismo amor por los perros, entre otros animales sobre los que también escribió, aprendió a entrenar cucarachas con su hija y practicó bastantes deportes, incluida la lucha francesa, como bien nos recuerda Anastasia Belousova, docente de la Universidad Nacional de Colombia. Tales oficios y aficiones ampliarán su sensibilidad y su visión del mundo. Además vivirá en sitios como Volin, Sumi, Kiev y San Petersburgo.

Como pensaron Nietzsche y los estoicos, andando el tiempo, al parecer destino y carácter, el hombre y la historia, pautan sus órdenes con una aviesa e inextricable relación: la fama literaria y la primera revolución rusa de 1905 lo alcanzarán en Crimea, en Sebastopol, con una novela elogiada por escritores como Tolstoi, Chéjov, Gorki, Andreiev y alguien dificilísimo para el encomio, si no mortífero: Ivan Bunin. Allí, en Sebastopol, Kuprín alzará la voz horrorizado ante la represión contra los marineros sublevados del crucero Ochákov, por lo cual lo exilian a Balaklava, donde ayuda a ochenta marineros que habían escapado de la misma bahía de Sebastopol. Entonces llega un segundo matrimonio con Elizaveta Heinrich. Y cae la noche: con poco dinero, Kuprín vuelve al periodismo, y los acontecimientos se precipitan: llega la primera guerra mundial, donde se hace teniente hasta que lo dan de baja por fragilidad de salud. Con los inicios de la Revolución de febrero, viaja a Finlandia y luego, por disensión con los bolcheviques, emigró a París, donde vivió más de quince años y trufó su oficio literario con el lábil placer del alcoholismo. En 1937 retorna a su patria y muere el año siguiente, como si la patria y la carne, la tierra y el polvo, así congregados, fuesen lo mismo.

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   Bogotá, Poklonka, 106 pp.  ISBN 978-958-52698-1-1

Ahora bien, si la riqueza de una vida no siempre es proporcional a la diversidad de una obra, el caso de Kuprín es “singular”: once volúmenes conforman su obra completa. Y Ladridos lejanos es una lente cóncava y convexa de su idiosincrasia, una parte que refleja el todo: la variedad de registros, por no decir estilos ni géneros, es patente. Para comenzar, “Balto” y “Barry” son breves elogios que rinden homenaje al heroísmo de sus protagonistas reales, y a ciertos lectores nos recuerdan los elogios de Marcial a los perros de sus amigos, esas elegías o epicedios del poeta romano, en sus epigramas. Pero la prosa de Kuprín, su afecto por sus héroes, nos dejan sentir una pátina más familiar y más exótica a un tiempo, así no sean perros rusos. En este sentido, un tono aretológico permea la mayoría de perfiles perrunos del libro. Y nos quedamos saboreando algunos pasajes de “Barry” donde Kuprín habla del sentimentalismo, con ironía, o rememoramos cómo pinta los sepultureros y el cementerio animal: con el soplo moral de un espectro que habita entre flores y tumbas, su mirada calla entre el rumor del Sena y el eterno reposo. De “Ralf”, de su tono de mito o leyenda con que inicia el relato y de su segundo párrafo sobre Járkov hasta su desenlace final, podríamos decir que roza la crónica. De “Barbós y Zhulka” se diría que parece un cuento con aire de fábula, donde el amor perruno es la medida moral -como en casi todos-, pero el tema de la muerte y su asunción animal nos deja un sabor extraño de lo inefable. El cuento “Zaviraika” parece un cuento clásico: su historia de la “Pierna Muerta” del general Kritsov, el amigo de Pushkin, le da visos fantásticos; los detalles de la hacienda de Nóvgorod, del arte cinegético, de la comida y las aventuras, además de la época precisa de la historia –“cuatro años antes de la Gran Guerra”-, le dan una compacidad, una fluidez pasmosas.

“El caniche blanco” es un relato realista, casi una nouvelle que abarca poco menos de la mitad del libro. Su aventura nos muestra el paisaje humano y moral mediante una troupe que viaja buscándose la vida: un viejo organillero, un niño y un perro presentan su espectáculo para comer con las escasas kopeikas que ganan. El narrador nos pinta Crimea y la naturaleza meridional del país, sus dachas, sus comidas, su arquitectura y costumbres con precisión y profusión. El desarrollo del relato, su colorido, son magistrales. La crítica a la diferencia de clases y a la estulticia y avaricia humanas se confunden entre la forma y el fondo de la narración, rasgo artístico más que ideal. Y detalles como la historia del organillo demuestran soltura y humor, una voraz curiosidad, un conocimiento de la tierra y del hombre, con la plasticidad y el humanismo inherentes a la sensibilidad de Kuprín.

Por último, los “Pensamientos de Sapsán” y “La felicidad de los perros” son relatos donde estos animales piensan y hablan, donde nos revelan e insinúan el medio en que viven, su moral y costumbres, sus conflictos, desde “abajo” En este sentido, hay una vasta tradición literaria donde no solo los perros desfamiliarizan nuestra percepción de la realidad y la verdad, como lectores, sino que encontramos otros animales, lo mismo que otros personajes y caracteres. Un ejemplo clásico es El Asno de oro, de Apuleyo. Otros son los personajes que encarnan a los locos, a los bufones y, sobre todo, a los personajes de donde venimos todos: los niños. Shakespeare, Faulkner y Proust tienen consabidas obras con los tres tipos.

Pero nos quedaría la tradición literaria sobre el tema perruno, que entroncaría a Kuprín con una lista muy vasta y de primer orden. Y cualquier lista comportaría menos un desdén selectivo que una azarosa y justificada simetría con la variedad de estilos kuprinianos. Así, recordemos a Cipión y Berganza, de El coloquio de los perros, de Cervantes. O a Esopo, el perro que acompaña al narrador de Pan, de Hamsun, en su retiro alpestre; recordemos a Belbo, el animal que “huye como las liebres” y descubre sutilezas del mundo al yo que narra La casa en la colina, de Pavese; o a Flush, el cocker spaniel de la escritora Elizabeth Barrett y el cómplice de sus amoríos con el poeta Robert Browning, como imaginó Virginia Woolf desde la perspectiva canina.

¿Servirá de algo esta pedantería?

Tal vez sí, tal vez no. Quizá nos servirá para saber que Ladridos lejanos engloba esos espíritus y estilos, dialoga con ellos desde el mundo ruso. Para saber que siempre y en todo tiempo necesitamos aprender a amar a los animales. Para observar desde otras perspectivas o mirar desde “el culo del mundo”, como dijo Lobo Antunes. Y acaso para mirar y presentir detrás de la vida aquella filigrana del todo que nos envuelve y nos conecta, como ese perro de la portada del libro, un hermoso grabado de Shishkin que se titula y nos señala “Detrás del arroyo”.

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