Alfredo Martín Torrada[1]
Jaroslav Seifert (1901-1986) nació en la ciudad de Praga, en el barrio obrero de Žižkov. Hijo de una familia humilde, su padre fue un comunista moderado que se ganó la vida trabajando en diversos oficios: fue cerrajero en una fábrica de muebles, empleado en una caja de ahorros, y también vendedor de cuadros (por sólo nombrar algunos). Si bien la consagración de Seifert tocó su punto más alto con la obtención del premio Nobel en 1986, dentro de su ámbito nacional su obra fue importante ya desde sus inicios. Su primer poemario, Ciudad en lágrimas (Město v slzách), fue publicado en 1921, apenas tres años después del surgimiento de Checoslovaquia, y a un año de que cofundara, junto a otros poetas, la agrupación Devětsil. Un colectivo artístico que comenzó ligado al arte proletario, para luego girar hacia las vanguardias, hasta crear el poetismo. Un movimiento de vanguardia nacional que encontró en el multifacético Karel Teige a su teórico principal y que planteaba
…un estilo de vida, una actitud y una forma de comportamiento (…) que representaba la noción vanguardista de la unidad del arte y la vida en una sociedad ideal, donde el trabajo se parecería a la actividad artística en ser libre y lúdico. En esta sociedad futura, la diferencia entre arte culto y arte popular desaparecería porque el arte comprendería todas las actividades humanas, sea escribir cartas de amor, hacer acrobacia, jardinería, o cocina (Levinger, 2002: 3).
Para Vítězslav Nezval (miembro de Devětsil y otro de los poetas checos más destacados del siglo XX) el poetismo “marcaba el final de la literatura tradicional y los géneros poéticos, y anunciaba el surgimiento de la poesía para los cinco sentidos” (Ibid.: 4).
La aparición —y posterior consolidación— de Seifert significó para la literatura checa saldar la deuda respecto a la existencia de un gran poeta, cuya obra se constituyera como voz y símbolo de un movimiento autóctono y nacional, condensadora de la lengua y el sentir popular. Hasta ese momento, el panorama de la poesía checa, aunque no carente de nombres de peso, sólo parecía contar con voces de genios individuales, que habían construido sus obras de manera aislada. Esta deuda (referida a la existencia de un gran poeta nacional) es la que han señalado tanto Roman Jakobson, como el poeta y crítico literario Viktor Dík:
La historia de la lengua poética checa recuerda en parte (..) la historia de las lenguas que no han conocido koinés, carentes de un centro cultural de larga duración, fuertemente sujetas al fraccionamiento dialectal. La poesía checa no conoció escuelas poéticas consagradas, clásicos reconocidos del verso (Jakobson, 2015: 11)
Tenemos una serie de interesantes individualidades, dignas de atención, pero falta una tradición continúa. ¿Dónde está el hijo espiritual de Mácha? ¿Dónde la sangre de la sangre y el espíritu del espíritu de Vrchlický? ¿Quién siguió el camino de Zejer? ¿Dónde está el hermano que hubiese bebido el vino de los fuertes en el vaso ofrecido por Otokar Březina? (…). En nuestra literatura encontramos una trágica carencia de hijos espirituales (Dík, 1922, cit. en Jakobson, 2015: 45).
El surgimiento de una agrupación como Devětsil, la concreción de un programa poético autóctono y nacional, la consolidación de Praga como centro cultural en el cual conviviría una generación de poetas que sentaron las bases de la poesía checa moderna (“un desierto sucedió a la agitación de los años veinte y treinta, periodo en el que la poesía checa conoció una especie de edad de oro” [Flores, 2006: 66]) sirvieron para llenar aquel vacío señalado. La configuración de la figura de Seifert como símbolo y aglutinante de esa koiné, a la que hacía referencia Jakobson, encontró uno de sus primeros puntos de concreción en su elección como presidente de la Unión de Escritores Checoslovacos en 1968. Este año es importante porque ese año fue, si no el único, uno de los pocos momentos en los que se respiró un verdadero aire de libertad dentro de los años de la Checoslovaquia comunista[2]. En su estudio sobre el poeta, Dana Loewy rescata un recuerdo de Kundera, que también permite vislumbrar hasta qué punto el nombre de Seifert comenzaba a saldar esa “trágica carencia de hijos espirituales” que señala Dík, al asentarse como una figura dentro de la cual podía encontrarse la justificación primera de una nación:
Sigo viéndolo delante de mí. Caminaba con dificultad, con muletas. Y tal vez por la enfermedad, cuando estaba sentado, parecía una roca: inamovible, sólido, firme. Sentimos alivio cuando estuvo con nosotros. ¿Qué justificación de su existencia puede dar una pequeña nación condenada? La justificación estaba aquí: el poeta, de hombros cuadrados, las muletas apoyadas en la mesa, la prueba tangible del genio de una nación, la única gloria de los impotentes (Kundera, cit. en Loewy, 1995: 38).
Aunque ya desde su segundo poemario, la obra de Seifert —que atraviesa prácticamente todo el siglo XX— comienza a evolucionar hacia el poetismo (para pasar luego por el verso libre, y volver más tarde a la rima, para cerrarse en el clasicismo) el comienzo de su literatura —aquellos versos con los que comienza a construir los cimientos de su poesía— respondieron —como ya se ha mencionado— a la poesía proletaria que proponía el grupo de Devětsil. Esta filiación estética se encuentra explicitada dentro de su primer poemario, en el prólogo que, publicado bajo la firma de “U. S. Devětsil”, fue redactado por Vladislav Vančura. En él se define al poema como el “logro de un trabajador”, destacando que ha llegado el tiempo en el que “la revolución impregna el mundo”, y que retumba “la lucha de clases”; afirmando sobre el final que será de “el mundo comunista» el que nacerá “del caos”.
A través de este prólogo Vančura afirma que con el poemario de Seifert se inicia una nueva era en la que las “fabricaciones ingeniosas y tontas de los hombres de letras ya no cuentan para nada, (…) porque el canto te exhortará a ti [lector], porque la lucha es tu herramienta. [Y porque] este libro es sobre la clase y usted es el contenido” (Vančura, s.f.: 265)[3]. Regidos por estas premisas, los versos que componen los dos primeros poemarios de Seifert, Ciudad en lágrimas y El amor mismo (Samá láska [1923]) cantan a la vida proletaria, resaltando la injusticia social y denunciando el sufrimiento y la violencia que acechan a la clase obrera[4], como tantos otros poemas vinculados a la denuncia social, pero siempre con la ciudad de Praga y, especialmente, con el barrio de Žižkov como marco de referencia. Así, sus dos primeros poemarios, aun dentro de los postulados comunistas, parecen dejar muchas veces de lado la internacionalidad del movimiento (el “¡Proletarios del mundo uníos!”), para posar su mirada en la cotidianidad de un mundo cercano, que no es otro que el del propio barrio, y el de aquella ciudad por la que el yo lírico se mueve. Un espacio que ha rodeado al poeta durante toda su infancia y juventud: “Entonces, su experiencia fue muy importante y, como dije, nunca perdió esa conexión con su experiencia. Así que realmente no puedes separar a Seifert de Žižkov. Es tanto un poeta de Žižkov como un poeta de Praga” (Partridge, 2020).
La presencia de Žižkov en la poética temprana de Seifert es destacada por Partridge al señalar que “el trasfondo proletario que él tenía y el carácter obrero de Žižkov se encuentran muy presentes en sus primeras colecciones” (2020). En los poemas “Chicos del suburbio” (“Děti z předměstí”) y “En una pequeña calle suburbana” (“V předměstské uličce”), ambos de su primer poemario, el barrio, en tanto periferia, se encuentra presente ya desde el título; pero, además, junto al barrio, otros rasgos claves de su poética, como lo son la presencia de la ternura, la calidez y la esperanza.
El clima con el que se inicia “Chicos del suburbio” es un clima de penuria y desamparo, en el que la voz lírica describe en primera persona la llegada de un grupo de niños a la sala de espera de un hospital: “Estábamos semidesnudos y pálidos como la tiza/ nosotros los chicos del suburbio/ porque vencidos estamos todos y sobre el pecho de todos se arrodilla/ la miseria suburbana” (1995: 269). Ese clima inicial, sin embargo, es interrumpido, primero, por la aparición de unas ventanas que «nos hablaban en un extraño y oscuro discurso de felicidad» (269), y luego por la exaltación de la figura del médico y su ternura:
Un doctor vino a nosotros con lentes oscuros,
bajo el cual se borraron las sonrisas,
(esos eran vasos de disimulo,
tal vez también un mal presagio,)
sus manos temblaban bajo el peso de nuestras miradas
y estaba triste.
Sin embargo, cuando nos impuso las manos
con tanta dulzura y amor,
de hecho, me pareció tan sabio
como el Maestro Lantner, fabricante de violines (1995: 269)
La conclusión del poema llega —en consonancia con el ideario del poemario— con la invitación a la esperanza y a la futura revolución a través de la voz del médico: “Ya saben, muchachos,/ todos ustedes deben recuperarse una vez más,/ para que cuando en las calles del mundo ese gran concierto sea,/ todos puedan jugar desde una puntuación roja/ ¡la sinfonía revolucionaria!” (en Loewy, 1995: 270).
En “En una pequeña calle suburbana” (el otro poema ya mencionado), lo único que interrumpe la opresión provocada por las fábricas (que coronan en las sombras de la noche la fisonomía del barrio: “Por la noche la fábrica yace sobre un féretro como la hija de Jairo,/ el manto de luto de la noche su forma envuelve” [Ibid.: 298]) es la cándida melodía que, en medio de la jornada laboral, se filtra por las ventanas:
Y cuando me paré frente a ella, de repente me susurraba
desde una pequeña ventana de una casita, que se veía aún más pequeña,
sonidos en el dulce crespúsculo,
ella era una canción de cuna, y calmaba gentilmente
mi alma dolorida (Ibid.: 299).
En las primeras líneas de “Pobre” (“Chudý”), la ventana —uno de los objetos que funcionará durante todo el poemario como elemento catalizador— se repetirá como aquello que permite encontrar consuelo: “Tengo una ventana/ en la que flotan cielos primaverales/ como un pequeño barco sobre un río con una bandera rosa” (1995: 304). La contemplación idílica, a través de la cual continúa el poema (“Tengo un perro/ con ojos humanos”, “una libreta azul/ y en sus páginas/ treinta y tres nombres de amorosas chicas”, “un amor que baila en el césped primaveral”), resulta al final interrumpida por una voz que se adelanta a futuras críticas, posiblemente provocada por la complacencia presente en esos versos (“Claramente, alguien vendrá a decir/ para mi fe eso no sería suficiente” [Ibid.: 305]). Pero la función de esta voz no se limita únicamente a la defensa anticipada, sino que servirá también para reafirmar, una vez más, la fuerza de la esperanza:
Sin embargo, yo soy un sabio;
porque estoy aprendiendo de las órbitas de las estrellas,
y creo
en el manifiesto comunista,
creo que ese día llegará
cuando yo también estaré contento.
Yo creo,
que yo también algún día seré el amo,
y alto, alto, alto sobre Praga
volaré en un aeroplano (Ibid.: 305).
Esta utilización de la ventana como elemento a través del cual la voz lírica recupera —en esa ciudad en lágrimas— algo de belleza, candor y esperanza, aparece también en “Oración en la vereda” (“Modlitba na chodníku”); incluso cuando la contemplación resulte interrumpida abruptamente: “Cuando me sentí más feliz/ y una mujer rubia me miraba desde una ventana/ un tranvía atropelló a un perrito/ uno de esos preciosos que llevan un lazo rosa”. A pesar de la muerte sorpresiva, que corta el momento de felicidad, el poema no cae en la tristeza o la penuria, sino, bien por el contrario, en la reflexión y la esperanza; tal como lo señala Loewy: “La escena está repleta de descripciones, el narrador recuerda su propia mortalidad, el tiempo fugaz y reza para morir luchando en las barricadas, y no masacrado como el indefenso perro” (Ibid.: 116)[5].
Esta constante presencia de la esperanza, la candidez, y la ternura es destacada también por Clara Janés, quien coincidirá en que en Ciudad en lágrimas:
…aparece ya un rasgo que será sobresaliente en la obra futura de Seifert: una calidez que arropa el final del poema, como si con una mirada de extrema comprensión, (…) el poeta disolviera toda arista y quitara gravedad para dejar que los conceptos se eleven y destellen en lo alto. Así, en (…) “Ciudad pecaminosa” tras enunciar la corrupción que ha desencadenado la cólera de Dios, recuerda que este prometió que la presencia de dos justos salvaría la ciudad, y concluye:
“Era primavera
por el vergel paseaban justamente dos enamorados
profundamente embriagados por el olor
del espino en flor…” (Janés, 1996: 8-9)
La sucesión de imágenes que propone “Ciudad pecaminosa” (“Hříšné město”) —“la lluvia de azufre, el fuego y los retumbantes truenos”, la “cólera divina” (Levinger, 2002: 103)— enlazan directamente al poema con la destrucción bíblica de Sodoma y Gomorra[6]. Pero en el poema de Seifert no parece quedar del todo claro si es sobre los hombres sobre quien recae el pecado o si más bien es sobre la propia ciudad (entidad suprahumana, que nace y se fortalece en base a las desigualdades y el sudor de los trabajadores). La duda se refuerza especialmente al recordar que todo el libro se encuentra atravesado por la estética del arte proletario, y que no es otra que la ciudad (desde el nombre del libro, hasta el título de este mismo poema) la protagonista central del poemario. Si bien los primeros versos se encargan de enumerar a los “fabricantes, (…) soldados, (…) boxeadores, (…) inventores, (…) ingenieros, (…), generales, (…) comerciantes, [y] (…) poetas patriotas” que habitan y mandan sobre la ciudad, no se plasmarán sobre ellos acusaciones explícitas; así como tampoco se plasmarán sobre otros en el resto de los poemas.
Muy por el contrario (y tal como ocurre en “Ciudad pecaminosa”, con la aparición de esos amantes que pasean) resulta ser siempre ante la presencia humana cuando los poemas de Ciudad en lágrimas se alzan en ternura y esperanza. Así ocurre con los muchachos y el joven doctor en “Chicos del suburbio”, con los nombres de las amorosas chicas en “Pobre”, o con la mujer rubia que mira a través de la ventana en “Oración en la vereda” (por sólo mencionar algunos ejemplos). Las imágenes que trae consigo la ciudad, por el contrario, siempre se presentan cargadas de sombras, de opresión y de violencia, inherentes (según la línea ideológica del arte proletario) al propio capitalismo.
Ya en los primeros versos del “Poema introductorio” resalta la ciudad (como ente autónomo) el centro de los ataques, “Imagen angular del sufrimiento”, en la que “ningún ruiseñor canta y ningún abeto huele dulcemente,/ donde esclavizado no está sólo el hombre, sino la flor, el pájaro, el caballo y el humilde perro” (en Loewy, 1995: 255).
En el ya mencionado “En una pequeña calle suburbana”, es la fábrica puntualmente la que se erige como eje de maldad, para la cual la voz lírica busca “palabras injuriosas y blasfemas/ con que humillar[la]”, ya que su “aire que chorrea acero” es quien “socaba las fuerzas de los vivos/ y [sus] correas de transmisión” quienes “arrancan miembros humanos” (Ibid. : 298-299). De esta manera, la ventana (que, tal como ya se ha destacado, cumple un papel clave dentro del poemario) se propone como un filtro, cuya doble funcionalidad consiste, por un lado, en resguardar al hombre de la ciudad; mientras que, por el otro, permite recoger los momentos de sutil belleza que, como lugar de resistencia, es capaz todavía de engendrar el barrio.
Porque no son otros más que el barrio y las propias casas, aquellos lugares que el poema presenta como refugios ante el dolor de la gran ciudad. Aquellos refugios a los cuales retornan los trabajadores, luego de abandonar los centros urbanos y sus febriles jornadas de trabajo. Una operación que resulta interesante, además, porque los siniestros rasgos con que se presenta a la fábrica se alejan de la descripción idealizada que frecuentemente es utilizada dentro de la estética proletaria[7].
En esta misma línea, este primer poemario de Seifert (cuyo tono se prolongará —en gran medida— hasta el siguiente) ya plantea ciertas singularidades respecto a las normas estéticas que rigen en general al arte proletario. Una de ellas, consistente en centrar la mirada en las penas de los trabajadores siempre desde la cercanía, con el barrio de Žižkov, constantemente de fondo. De tal manera que, al final, el escenario se vuelve un protagonista más del poemario.
Esta inclusión le permite a Seifert crear un espacio en el que se manifiesta una pena más íntima —menos abstracta y universal, más concreta y cercana, más propia— que aquella que, muchas veces, rige a la poética proletaria. En “El otro”, cuento en el que Borges imagina un encuentro consigo mismo, el autor argentino[8] plantea, a su manera, esa misma distancia, entre el abstracto sujeto universal (al que constantemente parece apuntar la poética proletaria) y el hombre concreto y cercano, que cruzamos día a día:
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
(…)
…me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres. El poeta de nuestros tiempos no puede darle la espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.
—Tu masa de oprimidos y parias —le contesté— no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien (Borges, 2000: 16-17).
A través del poema “Diciembre de 1920” (“Prosinec 1920”), Seifert recuerda los últimos días de Josef Kulda (cerrajero asesinado por la policía durante una protesta laboral) en lo que es un claro ejemplo de cómo la atención del poemario se centra en existencias y sucesos cercanos, naturales del barrio y la ciudad. Estas marcas del poemario (a partir de las cuales se desplaza al sujeto universal, centro de la estética proletaria, para sustituirlo por el hombre de a pie, el individuo concreto que camina por las calles de Žižkov) es uno de los primeros elementos que anticipan la metamorfosis que sufrirá el arte proletario a manos de Devětsil. Una metamorfosis que cobrará fuerza con el siguiente poemario del autor, en el cual, tal como lo señala Clara Janés (1985) puede observarse la transición entre dos etapas poéticas diferentes. Los poemas reunidos en El amor mismo presentan una continuidad estética respecto del arte proletario, pero, sin por ello, dejar de introducir, a su vez, nuevos aspectos propios del poetismo[9].
Si bien, por un lado, se incluyen poemas como “Versos en conmemoración de la revolución” (“Verše na památku revoluce”), cuya intención se decanta ya a partir del propio título, u “Hora de paz” (“Hodina míru”), en donde incluso la ventana vuelve, como elemento reconciliatorio entre el ser y el mundo, en medio de una ciudad que oprime y agobia[10]. También, por el otro, se presentan poemas en los que el desplazamiento que inicia Seifert (desde la estética del arte proletario hacia el vanguardismo) se vuelve ya evidente. Al referirse a esta transición, Dana Loewy explica que, en “El amor mismo”, “el universo de Seifert se ha expandido. De la preocupación por el cambio social de su entorno, (…), el poeta busca ahora abarcar toda la vida moderna de una sola vez”, y si bien “el poeta todavía canta inspirado en la ´calle´ (…) el propósito de la canción ya no es únicamente el cambio social radical, proclamado desde las barricadas” (p. 130). Así, en “París” (“Paříž”) (pieza del poemario que mejor refleja el carácter transicional del volumen) el poema se inicia con la imagen de una Praga opresiva y deprimente, ante la cual irrumpe, en contraste, la París del exotismo, la cultura y las vanguardias:
Ya ni siquiera me atrae caminar por la orilla del río
cuando al atardecer sobre Praga la nebulosa oscuridad se posa,
las aguas están turbias, nada te dicen,
van a dar en el Elba cerca de Mělník.
Tampoco me hace gracia caminar siempre
por las mismas calles donde no hay nada nuevo que ver,
y sentarme después por las tardes en un banco del parque
donde los policías con una linterna arrojan la luz sobre los enamorados.
Todo es aquí tan triste, y las cosas suceden,
la vida, nunca sale de su carril,
(…)
¿por qué, por qué nos fue con el destino dado vivir justamente aquí?
¡Allá en el occidente, junto al río Sena, está París!
Al anochecer, cuando en el cielo se extienden las plateadas estrellas,
va mucha gente por los bulevares y circulan muchos coches,
allí hay cafés, cines restaurantes y bares modernos,
la vida allí es alegre, bulliciosa, se agita y arrastra,
hay allí célebres pintores, poetas, asesinos y apaches,
allí suceden cosas insólitas y nuevas,
allí hay bellas actrices y detectives célebres,
bailarinas desnudas bailan en los varietés de los suburbios,
(…)
De sus poetas de allí valoro mucho a Iván Goll,
pues precisamente le gusta ir al cine, como a mí,
y piensa que, entre los hombres, el más triste es Charlie Chaplin (en Loewy, 1995: 316-318).
La mención a Iván Goll (poeta francoalemán que formó parte de los primeros círculos vanguardistas, cuya poética recoge aspectos del expresionismo, el dadaísmo y el surrealismo) es otra marca que revela el acercamiento de Seifert al mundo de las vanguardias. Así como también lo son los versos que componen “Lira eléctrica” (“Elektrická lyra”), poema que abre el volumen, o “Un marinero” (Námořník).
En el primero, la musa a la que llama el poeta es la “musa moderna de nuestros tiempos”, la que “con un tímido movimiento a las ocho de la noche desvela/ la cortina roja en la pantalla blanca del cine” y la que “guía la mano del ingeniero, mientras dibuja el plano de un rascacielos estadounidense” (Ibid.: 310). La vinculación de la musa con el cine es particularmente significativa porque es precisamente el cine el que representaba para Teige (teórico principal del poetismo) “la verdadera enciclopedia del nuevo arte”. La asociación de la musa con el rascacielos también es importante, ya que su inclusión prefigura características esenciales del poetismo, como lo son el canto a los avances tecnológicos, al exotismo y a las tierras lejanas. Estos dos últimos, principalmente, son aquellos que constituyen el marco escénico de “Un marinero”. En él, un grupo de navegantes (que en “un bar llamado «Ballena»” bebe “grog en tazas humeantes”) es contrastado con el último de sus integrantes, quien vaga “por el puerto, entre una muchedumbre colorida/ echando humo de su pipa a la luna amarilla” y va “por estrechos callejones”, buscando a aquella muchacha que le dé su amor “en su viaje alrededor del mundo” (Ibid.: 347-348).
Será a través de la inclusión y tratamientos de estos (y otros) temas, ausentes en Ciudad en lágrimas, que El amor mismo funciona como cierre a una primera poética apoyada en el entusiasmo, que, aunque repleta de alegorías, giraba en torno a la vida del obrero, al barrio y a la esperanza. Al tiempo que abre un camino de innovaciones que irán tomando fuerza hasta concretar su desarrollo en el marco del poetismo, movimiento que terminará imponiéndose como nueva vanguardia nacional.
Bibliografía
Borges, J. L. (2000). El libro de arena, Buenos Aires: Alianza.
Flores, M. Á. (2006). “La poesía checa en los avatares del siglo XX”. En Poetas checos del siglo XX. Editorial Letras Vivas. Ciudad de México.
Jakobson, R. (2015). Acerca de la poesía checa, particularmente en relación con la rusa. Córdoba: Editorial Universidad de Córdoba.
Janés, Cl. (1985). “Los poetas de Praga”. En: Los cuadernos del norte. Año VI, número 31. Disponible en: cvc.cervantes.es/literatura/cuadernos_del_norte/pdf/31/31_83.pdf (visitado el 12/09/2022).
—. (1996). “Preliminar”. En Praga en el sueño (trad. Janés, Cl.). Barcelona: Icaria Editorial.
Levinger, E. (2002). “Arte vanguardista checo: Poesía para los cinco sentidos”. En: Revista hueso húmero. Lima: Francisco Campodónico F. y Mosca Azul Editores.
Loewy, D. (1995). The early poetry of Jaroslav Seifert: Translation theory and practice. Tesis doctoral. University of Southern California.
Partridge, J. (2020). “Jaroslav Seifert: Nobel Prize laureate still loved across generations”, entrevista realizada por Ruth Fraňková para Radio Praga. 16 de septiembre de 2020. Disponible en: english.radio.cz/czech-books-you-must-read-8506310/14 (visitado el 21/01/2022).
Seifert, J. (1996). Praga en el sueño (trad. Janés, Cl.). Barcelona: Icaria Editorial
Notas
[1] Este artículo es una versión levemente adaptada de uno de los apartados de la tesina de grado La literatura checa de la primera república: La consolidación de una literatura menor durante las primeras décadas del siglo XX, presentada en la Universidad Nacional del Litoral. Defendida el 11 de marzo de 2024.
[2]Dicha Unión, de hecho, fue disuelta por el gobierno, y la obra de Seifert quedó censurada al poco tiempo de comenzar el proceso de normalización, que acabaría con la Primavera de Praga.
[3]Estas citas, y todas las extraídas provienen del libro de Dana Loewy, The early poetry of Jaroslav Seifert: Translation theory and practice (1995), en inglés en el original, traducidas del checo por la propia autora. Su traspaso al español es mío.
[4] Por fuera del prólogo de Vančura, varios títulos de los poemas permiten de antemano comprobar la filiación de estos dos poemarios al arte proletario. Así ocurre con “Revolución” (“Revoluce”) y “Pobre” (“Chudý”) en Ciudad en lágrimas; y con “Versos en conmemoración de la revolución” (“Verše na památku revoluce”) en El amor mismo.
[5]Esta y todas las citas tomadas de Loewy (1995) en inglés en el original. La traducción es propia.
[6]Las referencias y alusiones al mundo religioso sobrevuelan constantemente el poemario. Así, Dana Loewy, destaca que “la imagen de una nueva génesis engendrada por el caos domina el poema de Seifert ´La Creación del Mundo´ y trae a colación la interesante fusión de lo religioso y la imaginería revolucionaria” (1995: 110). Y más adelante: “Seifert se toma libertades con las metáforas religiosas, pero este uso no está impulsado por una intención sacrílega o paródica. Más bien, el poeta seculariza los símbolos bíblicos de una manera similar a la forma en que idealiza concretamente a la revolución” (Ibid.: 112).
[7]Loewy afirma al respecto que “El poema (…) describe a la fábrica como un monstruo dormido que despierta al amanecer” que “absorbe la fuerza de los vivos y los mutila”, agregando que “la tecnología se presenta como arrogante y belicosa, cuando las chimeneas parecen cañones apuntando a todo el cosmos” (p. 115).
[8]La vinculación con Borges no es casual. Nacidos con dos años de diferencia (1899 uno, 1901 el otro), sus vidas recorrieron prácticamente todo el siglo XX (ambos fallecen en 1986). También el recorrido poético/literario de ambos puede dividirse en tres grandes y mismas etapas: una inicial, ligada al arte proletario (en Borges plasmada en su poemario inédito “Los ritmos rojos”), y en la que la ciudad adquiere un lugar preponderante (Ciudad en lágrimas en uno, Fervor de Buenos Aires, en el otro); un marcado protagonismo dentro de vanguardias nacionales vinculadas al dadaísmo y al surrealismo (martinfierrismo y poetismo); y la consolidación y el reconocimiento mundial una vez asentados dentro del clasicismo.
[9]“El amor mismo no tiene más tradiciones que la suya propia y la de la atmósfera de la juventud y de la revolución de hoy. En cuanto a la materia, está exclusivamente situada en el mundo proletario. De ella, la colección extrae un nuevo espíritu creativo y una nueva audacia. (…) [y] celebra sus placeres sociales, que son: el canto, el baile, el teatro, la patria europea, las tierras exóticas, y toda la belleza del mundo” (fragmento del epílogo al poema firmado por Devětsil [1995: 358]). Toda la belleza del mundo (Všecky krásy světa), es, además del título de uno de los poemas del volumen, el nombre que recibirá, muchos años después, el libro de memorias de Seifert, último libro del autor, y único escrito en prosa.
[10]“cuando tus manos con grilletes están encerradas/ por el mundo de hoy/ cuando la vida ajetreada/con su alboroto en los callejones/ en la ventana parpadee/ cuando los autos conducen y las bocinas lloran/ las fábricas se elevan con sus chimeneas negras/(…)/ duro es el pan que diariamente repartimos/ y se amarga bajo la mirada/(…)/ El cristal de las ventanas y en ellos las verdes plantas/ separados del mundo por ellos/ son como sordinas en violines/ cuando la calle está sumando, el mundo corriendo/ aquí sólo se escucha un zumbido como el de las abejas/ y el mundo es como si no fuera otra cosa más que flores/ cuando ves a través de esa ventana (1995: 19-20).