La octava noche

Gueorgui Gospodínov (Sobre el autor)

Traducción: María Vútova

Texto cedido por la Editorial Impedimenta, incluido en G. Gospodínov, Acerca del robo de historias y otros relatos (2024).

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Cierta noche, su bisabuelo salió a pastorear sus ovejas lejos del pueblo, en un prado resguardado al lado del bosque. Se estaba quedando dormido cuando, pasada la medianoche, la hora de las brujas, algo le empujó el hombro por detrás. Al instante se quedó mudo y sordo de horror. No había nadie detrás de él. Alguna oveja debió de moverse y rozarle la espalda. Pasó el resto de sus días sumido en la sordera y el mutismo.

De niño, esa historia siempre le hacía reír. Una oveja.

Más tarde, solía contarla como la cosa más aterradora que había oído nunca. ¿Qué demostraba, en efecto? Que la muerte no lleva una marca en la frente. Una oveja…

Una tarde volvía a casa del trabajo, como de costumbre. Por aquel entonces, ya le atormentaba la idea de que estaba perdiendo el oído poco a poco. A veces le ocurría que no podía oír el reloj, el teléfono o las palabras pronunciadas en voz baja. Los amigos incluso empezaron a bromear con ese miedo suyo. Abrió la puerta, el tufo de tres ceniceros llenos a rebosar de colillas le golpeó desde el interior (la noche anterior había invitado a unos colegas), se tumbó en el sofá y encendió la radio situada junto a su cabeza. La radio se iluminó, pero no emitía ningún sonido. Enseguida encendió el televisor; desde él una mujer leía las últimas noticias del día, pero no se oía nada. No se oía nada. Nada…

Y justo entonces, un instante antes de morir de terror, oyó con toda claridad las palabras ¿Finges que no me oyes, zorra?, procedentes de algún lugar del piso de arriba, donde el vecino borracho pegaba regularmente a su mujer. Fue una revelación. El hombre subió el volumen del televisor y oyó claramente a la presentadora desearle buenas noches.  Entonces recordó que el sonido apagado no era más que una broma de sus invitados de la noche anterior.

Sietes meses después, de verdad se quedó completamente sordo. Como de broma.

*

Señoras y señores:

En el decurso de mis muchas, de mis demasiadas conferencias, he observado que se prefiere lo personal a lo general, lo concreto a lo abstracto.

Así comenzaba el señor Jorge Luis su séptima conferencia nocturna, refiriéndose a su «modesta ceguera personal». Este hombre demostró ser muy previsor al elegir la ceguera como tema de su séptima noche y, en mi opinión, como tema de todas sus noches previas y posteriores. La ceguera, señoras y señores, como ustedes mismos adivinarán, otorga muchas prerrogativas a quien hace uso de ella. Al contrario que la sordera, dicho sea desde la modestia de mi propia sordera personal y parcial, de la que les hablaré en esta octava y extraordinaria noche de nuestro seminario que felizmente está tocando a su fin.

Y bien, demasiado tarde comprendí que somos nosotros mismos los que, a lo largo de nuestra vida y con una insistencia inexplicable, reclamamos las desgracias que el destino (o el nombre que ustedes quieran dar a esa instancia) nos concede en su infinita generosidad. Recuerdo un juego que inventamos de niños, en el que había que elegir entre dos males. ¿Preferirías perder una pierna o un brazo? Naturalmente, uno prefería conservar la pierna, aunque ahora no podría explicar a qué se debía dicha naturalidad. Otra elección desesperante era escoger entre el ojo y la oreja.

¿Qué preferirías que te ocurriese: quedarte ciego para siempre, o estar sordo de por vida?

Diecinueve años después, al perder por completo la audición en un oído y parcial pero progresivamente en el otro, fui consciente de la cruel soltura con la que antes había elegido la sordera.

Señoras y señores:

Ahora, traten de recordar si no han deseado alguna vez poder consumirse lenta e inexorablemente, afrontar con dignidad y fingida indiferencia lo que está por venir, dejar una irresistible impronta con sus últimas palabras, una lágrima en el ojo universal, derramada esta vez por ustedes. Pues bien, este deseo se cumplirá, señoras y señores. Dios escucha todas nuestras súplicas, aunque rara vez distingue entre el bien y el mal.

En fin, después de haber elegido la sordera en su día, durante muchos años intenté corregir lo incorregible, librarme de ella. El diagnóstico fue neuritis acusticus acompañada de un zumbido constante en los oídos, pérdida progresiva de la audición y posibles trastornos consecuentes en el aparato vestibular. Los médicos a los que consulté a lo largo de todos esos años se dividían en dos categorías: sinceros y prometedores. Los primeros: A estas alturas, ni Dios puede ayudarle.  Los segundos: Las terminaciones neurosensoriales son realmente difíciles de regenerar, pero disponemos de un amplio registro de neuromediadores, vasodilatadores y fármacos que ayudan a la circulación. El cerebro humano es… Naturalmente, elegí a estos últimos a pesar de su dudosa logorrea. Así, sometí a mi cuerpo a largos procedimientos con fármacos que cambiaban constantemente, eran cada vez más agresivos y, por tanto, cada vez más frustrantes a posteriori. Para mí eran más bien una retahíla de nombres. Persuadiéndome de que precisamente en los nombres radicaba su fuerza, los incorporé a extrañas prácticas meditativas repitiendo hasta el infinito: nivalin, duzodril, dibazol, tanakan, betaserc, vastarel… Y otra vez: nivalin, duzodril, dibazol… Los pronunciaba en voz alta para que pudieran penetrar directamente en el oído externo, atravesar el oído medio (auris media), deslizarse por la trompa de Eustaquio, pasar ilesos por el martillo, el yunque y el estribo y facilitar sus fonemas sanadores a la intrincada estructura del oído interno (auris interna).  Allí, al inicio del laberinto membranoso, yacía, como el Minotauro, un caracol (cochlea), al que también había que sortear, sin matarlo, para acceder por fin al órgano de Corti que albergaba las células muertas del oído. Era allí donde debía producirse la milagrosa resurrección. Pero, al parecer, la energía fonológica de aquellos nombres no era suficiente. Entonces recurrí a denominaciones más exóticas, alternativas a las susodichas, como ginseng con jalea real de las montañas de China septentrional, mumiya de Mongolia, aceite de oliva griego calentado y cristales de incienso, hasta la boñiga de vaca reseca (calentada) tan familiar en mis latitudes geográficas. Me remonté al siglo XVII y, hurgando en un libro de remedios me topé con lo siguiente: Si el oído está gemebundo, maja unas hojitas tiernas de zarzamora, mézclalas con miel y aceite de oliva, calienta y añade unas gotas de manteca de oca… Y otro, aún más categórico: En caso de sordera: sangre de cabra y grasa de pato, las bates y las viertes en la oreja.

Señoras y señores, la enfermedad nos convierte en niños y nos hace correr detrás de cada cometa.

Cuando llevaba siete años con un tratamiento condenado al fracaso, tiré la toalla y me entregué a sus brazos. Nadie hasta entonces había deseado mi cuerpo durante tanto tiempo, y ya no podía rechazarla más. Mi oído se recogió en sí mismo, en el interior de su propio cuerpo, y sin que nada ya lo molestara siguió emitiendo sus propios ruidos. Si presionan la concha de un molusco o de un caracol contra su oreja, se harán una idea fugaz. ¿Captaba el oído algo imperceptible para cualquier oído sano, o las extrañas metamorfosis de la enfermedad lo habían transformado de receptor en generador de un nuevo idioma, un nuevo lenguaje, en un oído parlante?

De este modo, el oído, señores, da la espalda a la sociedad como un chulo cualquiera, como un dandy aburrido de la vida, como un romántico atenazado por la pena universal. Se cierra, señoras, como aquellos tulipanes que recogen su corola al atardecer y cuando hace mal tiempo. Esta abertura corporal se torna un escudo, un escudo blando y rosado, un corsé para nuestra paz interior.

Me di cuenta de algo más: la pérdida del oído devuelve el mundo a fronteras cercanas y visibles, a la pretelecomunicación. El teléfono y la radio se vuelven inútiles; el sordo pierde el sonido invisible. El consuelo está en un mundo nuevo, al alcance de la vista, cuyas fronteras llegan hasta los labios, las expresiones faciales y los gestos. Entonces, señoras y señores, el ojo se convierte en el auténtico oído.

Observando fijamente los labios que articulan con claridad, el ojo capta el sonido en el momento mismo en que nace, en el instante en que sale del útero y toma posesión de un cuerpo fugaz o, más bien, de sus contornos que se desvanecen.

Así, el ojo capta la o bien redondeada, la e ligeramente aplastada, las explosiones bilabiales de la be, la pe, etc. Un ojo-oído, un odo o un ojido.

Una noche, poco después de renunciar a todo tratamiento y cuando aún disponía de cierta audición residual, decidí entregarme a la recopilación de sonidos que debía oír a toda costa antes de quedarme completamente sordo. Una especie de mina de oro, una colección completa de grabaciones que la memoria podría reproducir en las largas horas de sordera.

He aquí una pequeña parte de la lista de cosas que hay que oír:

Lluvia otoñal sobre huertos de manzanos.

La respiración de una pareja durante su primera noche.

El sonido de una sandía demasiado madura reventando.

El chorro de un hombre que orina.

El susurro de la seda al escurrirse.

El lánguido zumbido de las moscas en una casa de campo sobre las dos de la tarde.

El estertor del cerdo recién sacrificado ahogándose en su sangre.

El tintineo de una cucharita en una taza de porcelana con té de Ceilán.

El bostezo de mi padre antes de acostarse.

El siseo de una lagartija deslizándose entre las fresas.

El borboteo de una olla en una estufa de leña.

El rascar de un lápiz duro sobre la hoja de papel.

(…)

Y, por último, qué más podría añadir, señoras y señores, salvo que el sonido de los aplausos protocolarios no entra en la lista que acaban de conocer. Mi oído ya se niega a reconocer ese sonido y mi ojo solo ve palmas que se juntan y se separan.

Ya es hora de despedirme y retirarme al Shahriar, el hotel que los atentos anfitriones de este seminario han tenido la amabilidad de ofrecerme. Al fin y al cabo, todos estamos aquí para intercambiar historias y pagar nuestra estancia.

Una noche, al comprender que perdería definitivamente el oído, decidió hacerse con un gato. Había leído que los gatos tienen una sofisticada estructura auditiva y otros sentidos afinados. Se pasaba el día entero observando al gato erguir las orejas en dirección a unos sonidos que eran ya inalcanzables para él, y así se sentía tranquilo y a salvo de sorpresas. Le gustaba decir que el gato era su perro. Pasó el tiempo y el hombre empezó a imaginarse que aquello no era un gato sino su propio oído perdido. En lugar del gato veía una gran oreja ronroneando, la suya propia.

Una noche, ese hombre desapareció de repente junto con su gato y nadie volvió a verlos nunca. Durante un tiempo, los vagabundos contaban horrorizados que un hombre con cabeza de gato —o, más bien, un enorme gato con cuerpo humano— deambulaba entre los contenedores de basura y en los sótanos. Pero nadie creyó esas historias y pronto todo cayó en el olvido.