La metafísica de los motivos literarios en Andréi Platónov. Una lectura de la novela «Moscú feliz»

Svetlana G. Semiónova[1]

Traducción: Alejandro Ariel González

Cuando se emerge de la lectura de esta obra de 1933-1936, regalo inesperado que nos ofrece Platónov, uno siente que sí, que hay algo familiar, que se trata de ese mundo único de Platónov con sus manías y tics, con su gran demencia, con sus personajes conocidos: incluso se encuentran desperdigados pequeños pasajes, combinaciones de palabras que el autor ha utilizado en sus cuentos, en sus vástagos más logrados; diríase que ha sabido llevarlos de la mano y alojarlos en unos pocos pliegos. Es un milagro que no desapareciera ese mundo, precisamente ese, concreto y valioso, pues ya se estaba deshaciendo en hojas decrépitas y su frágil texto escrito a lápiz se estaba borrando (¡gracias a M. A. Platónova, que conservó esas hojas en su archivo, y al meticuloso restaurador, N. V. Kornienko!). Pero la reacción a este evento milagroso es al principio algo extraña. Recordemos el fervor crítico-literario que habían suscitado El mar juvenil, Los cimientos/La excavación (Котлован), Chevengur, la velocidad con la que corrían las plumas, que a través de la actualización polémica y del puntilloso análisis hermenéutico creaban toda una industria de investigación sobre el renacido Platónov. En este caso, sin embargo, solo Iuri Naguibin, casi al final de su vida, reseñó Moscú feliz como «la novela más terrible de Andréi Platónov»,[2] como un cuento de hadas genial y ominoso acerca de distintos tipos de monstruos y chiflados del «convencional mundo soviético». Aun cuando en alguna que otra entrevista y cuestionario el nombre de Moscú feliz sonó casi como el suceso literario más grande y asombroso de comienzos de la década de 1990, no se aclaraba en qué consistía ese carácter asombroso, salvo acaso la referencia a lo «enigmático» del fenómeno. Y solo en 1999 apareció el tercer número de la antología «El país de los filósofos» de Andréi Platónov. Problemas de la creación, que reunía los materiales de una conferencia de 1996 dedicada a esa novela.[3]

En una ocasión, el poeta y filósofo A. K. Gorski dijo de Pushkin que era «un autor aún no leído y casi intonso».[4] Y, si respecto del poeta difícilmente alguien estuviera de acuerdo con una afirmación tan paradójicamente aguda (en cualquier caso, antes de conocer la opinión del propio Gorski sobre los aún no advertidos y «exuberantes brotes de tendencias regeneradoras en el erotismo»[5] del jardín creativo de Pushkin), en el caso de la nueva novela de Platónov pareciera que ello fuera la pura verdad. Por desgracia, durante mucho tiempo permaneció intonsa y no leída; en todo caso, en la cantidad y calidad de lectores que se merecía.

Por esa razón, quisiera proponer a los lectores el viejo y buen método de la lectura lenta y analítica de dicha novela: qué hay realmente en ella, en qué entramado textual, temático y metafórico ese hay vive y se desarrolla. Entonces la reflexión sobre la novela, sobre sus personajes, sobre su espíritu e idea obtendrá más posibilidades de acercarse a la verdad de la obra; en todo caso, se abrirá camino hacia ulteriores búsquedas y revelaciones de esa verdad.

Pero primero digamos algunas palabras generales sobre Moscú feliz. La novela fue creada en el período acaso más penoso del Platónov escritor, cuando, después de la publicación en 1931 de su relato En provecho (Впрок), Platónov, declarado por Stalin y la unánime crítica un «canalla» hostil, un «agente de los kulaks», un cantante de los «estúpidos y chiflados» y suprimido por cinco años de la literatura soviética, intentaba, según sus propias palabras, «romperse a sí mismo los huesos», quebrar la espina dorsal de su «errónea» estética y concepción del mundo. ¿Qué resultó de ese proceso de «reforjamiento» y «refundición» declarado sin ambages y de moda en aquel entonces? En mi opinión, poco de lo que deseaba y exigía de él la opinión pública reinante.

Platónov se formuló de este modo su «estrategia de reeducación»: con el fin de «eliminar sus errores y defectos», primero abrirse paso, aunque más no sea, con el solo «pensamiento publicístico», para luego avanzar con todo el «torso». Pero, por mucho que lograra «avanzar» en sus artículos crítico-literarios (en realidad, cediendo más de una vez y de un modo mecánico a las exigencias de la época), el «torso» de su creación artística lo tiraba obstinadamente hacia atrás. A uno lo deja estupefacto el contraste entre cómo Platónov intenta sinceramente reconstruirse, cómo, adoptando premisas dadas y primitivas, ajusta cuentas con su recorrido artístico, con sus «catástrofes» ideológicas y estilísticas, menoscabándose hasta alcanzar el nivel de comprensión de la época, y lo que expresa en sus cuentos y relatos, donde se mantiene inexorablemente fiel a sí mismo, a la genial sinuosidad de su mirada y estilo. No podía hacerlo de otra manera; de lo contrario, su lápiz no escribía, la trama no cuajaba, las imágenes no aparecían, el motivo no se perfilaba, las comparaciones no resultaban… Empezaba a escribir y enseguida incluía lo propio y solo lo propio. Tomemos la misma Moscú feliz: está en medio de las obras que, según él mismo anunció, correspondían a su nueva etapa de reconstrucción («¡ya pronto verán todos cómo me he corregido!»), pero, en lugar de ello, de su pluma sale otro fragmento de ese universo platonoviano único en su tipo. Juzguen ustedes mismos: cada año, el escritor pone arriba de la mesa creaciones importantes, verdaderas obras de arte; en 1932, El mar juvenil y 14 isbas rojas; en 1933, Viento de basura y los primeros capítulos de Moscú feliz; en 1934-1936, Dzhan y «Entre animales y plantas». Ese período se cierra en 1937, con la publicación en la editorial Sovietski pisátiel («El escritor soviético») del libro El río Potudán (que incluye siete cuentos y casi sus mejores obras: «El río Potudán», «La inmortalidad», «El tercer hijo», «Fro», «Una casa de adobe en un jardín provincial», «Semión» y «Takir», escritos entre 1934 y 1936). Y enseguida sobre el escritor se abate un nuevo golpe, esta vez impiadosamente preciso y singularmente doloroso: en lo más blando del «torso» (empleando de nuevo la palabra de Platónov). El artículo de A. Gúrvich («Krásnaia nov» [«El erial rojo»], 1937, núm. 10), bien fundado y a su modo perspicaz, escrito en el género de denuncia honesta, puso efectivamente al descubierto, por primera vez, los recónditos nudos nerviosos del mundo platonoviano: su profundo carácter metafísico, su obstinación en el problema de la muerte y de la imperfección fundamental de la existencia, la «extravagante aflicción cristiana y el martirio», el «bolchevismo religioso, monástico», la «disposición religiosa del alma» de sus personajes. Ahora bien, ¡¿qué significaban tales constataciones para los años 1930?!

Después de esa derrota crítica, la creación de Platónov, por lo visto, atraviesa una nueva metamorfosis defensiva. Desde entonces, y hasta la muerte del escritor, sin contar los cuentos de guerra, solo aparecen sus seis libros para niños, que incluyen versiones de cuentos populares. Y es sorprendente: esa retirada en apariencia forzada al mundo de la infancia le permitió a Platónov expresar, con una pureza ideal y una sabiduría infantilmente ingenua, sus aspiraciones más secretas y temerarias, realizar el criterio cristiano del «sean como niños». Pero Moscú feliz fue escrita antes de la segunda derrota crítica que sufrió Platónov y forma parte de las obras «maduras» —con múltiples planos y focos— del escritor. Los nudos lírico-grotescos de ese mundo platonoviano se atan allí donde se cruzan ideales elevados, que no tienen cabida en el mundo, con caricaturas y sucedáneos, con las confusiones y apariencias de la época. Y, si bien los ribetes extremadamente grotescos de Chevengur, Los cimientos y El mar juvenil desaparecen en Moscú feliz, esta novela, a su manera, conserva un elemento fantasmagórico y surreal.

Así pues, apenas unas cincuenta hojas oficio, ¡y tenemos una novela! Sí, una novela, y no una nouvelle con su trama compacta, unilineal y pocos personajes; aquí hay muchos destinos que se entrecruzan o se rozan sin saberlo, que se convocan y se repelen: un contrapunto claramente sinfónico y novelesco, aunque en forma bien sucinta y condensada.

Y uno desea recorrer la novela sin prisa y reflexivamente, siguiendo la secuencia en la que la construyó Platónov. Comienza con esa impresión profundamente traumática que se grabó en la conciencia de un niña aún muy pequeña (la futura protagonista) y que luego se alojaría en su subconsciente para surgir de allí en diversos momentos de su vida: «tras despertar de un sueño aburrido», la niña ve desde su ventana a un hombre que corre por la calle con una antorcha encendida «en una aburrida noche del tardío otoño»; luego se oye un disparo y un grito —es evidente que a ese hombre lo han matado—, y luego ya resuenan otros tiros y el rumor de voces en la cercana prisión.[6] Por cierto, adviértase cómo desde la primera frase de la novela comienza ese uso frecuente y habitual —para el escritor— de la palabra «aburrido», de lo que hablaremos más adelante. Con ese cuadro vivo de un movimiento impetuoso y ardiente y, enseguida, del abatido portador de la antorcha (según el sonido conservado en la memoria) ingresa —sin que la propia niña lo sepa— la revolución de octubre, que inauguró la época en la que ella viviría y actuaría. Ese mismo tiempo revolucionario, con sus siniestros e inevitables acompañantes —las epidemias y el hambre—, la priva del padre, y la «niña hambrienta y huérfana» parte en un azaroso vagabundeo por el país, sumiéndose, a causa de su insoportable sufrimiento —como suele suceder en Platónov—, en un letargo del alma, en una pérdida absoluta de conocimiento, para una vez (como en un nuevo nacimiento) despertarse en Moscú, en un orfanato, ya con el significativo nombre de Moscú (en honor a la capital) Ivánovna (en honor al soldado corriente del Ejército Rojo caído en combate) Chestnova («en reconocimiento a la honradez de su corazón»). Esa imagen congelada del momento de su despertar condensa un gran significado: de pronto Moscú adquiere conciencia de sí misma junto a la ventana de un aula, mirando «la muerte de las hojas en el bulevar»  (diríase una continuación de su ocupación aún inconsciente), y enseguida, ya consciente, lee un letrero que hay enfrente: «Biblioteca y sala de lectura obrero-campesina A. V. Koltsov». Esa misma noche, tras haber comido por primera vez en su vida una hamburguesa «hecha de vacas» (como les han explicado a los alumnos), escribe una composición sobre la vaca. En una primera variante, el escritor se proponía ofrecer un texto más manifiestamente metafísico ligado con el motivo —constante para él— de la devoración como rasgo inalienable del orden existente del mundo (desde luego, a través de la vivencia indirecta de la niña: «Cuento de una niña sin padre y madre sobre la vaca. Vacas hay pocas, porque se las comen. La vaca tiene piernas en los cuatro rincones. De las vacas hacen hamburguesas y le dan una a cada uno […] Las niñas se hartaron de hamburguesas, están acostadas, duermen y largan olor. Me aburro»). En la versión definitiva, lo que tenemos es ya «Cuento de una niña sin padre y madre: sobre su futura vida», es decir, el triunfo del impulso imperativo y consciente a partir del cual Moscú se forzará a vivir y construir su persona: «Ahora nos enseñan la mente, pero la mente está en la cabeza, por fuera no hay nada. Hay que vivir en verdad trabajosamente, yo quiero vivir una vida futura, que haya galletas, mermelada, bombones [nótese que ya no hay hamburguesas — S. S.] y siempre se pueda pasear en el campo entre los árboles…».

Y al terminar la secundaria, Moscú, como una auténtica e instruida hija de su tiempo, desea lo que requería el joven ideal de la época: «Sus manos anhelaban actividad, el sentimiento buscaba orgullo y heroísmo, y en su mente un destino aún misterioso, pero elevado, celebraba de antemano». Pero ya desde el mismo comienzo de su vida adulta se perfila el futuro modelo de su existencia, desgarrada por dos impulsos contraopuestos: su extraordinario encanto femenino la atrae apasionadamente hacia los hombres, que intentan encerrarla cual «inalienable patrimonio suyo» en la estrechez del amor de un solo hombre (como le sucedió a los diecisiete años, cuando se casó con un «hombre casual» que se aferraba a ella), pero, a la vez, ella huye y huye irremediablemente de ellos, hacia la lejanía de su destino… Así, la primera vez, atravesada por «una atroz vergüenza por su vida», abandona de inmediato al marido y deambula todo el día por Moscú hasta que, de noche, en el banco de un bulevar, la elige un hombre en apariencia «insignificante» (con esa oculta y encendida esperanza de que ella «se enamoraría súbitamente de él») que resulta ser Víktor Bozhkó, joven de treinta años, planificador urbano y, más tarde, trabajador del «Trust Industrial de Pesos y Medidas». Precisamente él descifró ahí mismo, y con toda precisión, la respuesta de Moscú a su pregunta de qué era lo que más le gustaba: «Me gusta el viento en el aire y otras cosas más», y la envió a la escuela de aeronáutica.

Con la aparición en las páginas de la novela de Bozhkó, un apasionado esperantista que mantiene a diario correspondencia con camaradas de distintos rincones del mundo, en la narración se introduce un nuevo motivo ideológico: el del singular mesianismo proletario, que en los años 1930 se había convertido en la creencia de que la URSS era una patria feliz y prometida para los desdichados trabajadores de todos los países de la tierra. Justamente en los mismos años en los que Platónov escribía Moscú feliz, N. A. Berdiáiev escribía Las fuentes y el sentido del comunismo ruso, donde demostraba la asombrosa metamorfosis de la idea rusa, la «nacionalización del comunismo ruso», cuando la URSS, la nueva patria socialista, había adquirido los rasgos de un reino sagrado fundado en una idea y un ideal ortodoxos únicos, cuando «se había producido una suerte de identificación de dos mesianismos, el mesianismo del pueblo ruso y el mesianismo del proletariado»: «El pueblo obrero y campesino ruso es el proletariado, y todo el proletariado mundial, desde el francés hasta el chino, es el pueblo ruso, el único pueblo en el mundo. Y esa conciencia mesiánica, obrera y proletaria, va acompañada de una actitud casi eslavófila respecto de Occidente. Occidente queda casi identificado con la burguesía y el capitalismo».[7] Berdiáiev recuerda que, en una reunión, un comunista francés se expresó del siguiente modo: «Marx dijo que los obreros carecen de patria; eso era cierto, pero ahora ya no lo es; tienen una patria: es Rusia, es Moscú».[8] Lo mismo escribe el personaje de Platónov a sus innumerables destinatarios —blancos, negros y amarillos— en todos los continentes. Quien escribe recurre a un modelo típico de sus epístolas ideológicas: «Querido y lejano amigo. […] aquí todo se hace más y más bien; el bien común de los trabajadores aumenta día a día; el proletariado mundial acumula una inmensa herencia en forma de socialismo. […] Dentro de unos cinco o seis años habremos reunido una inmensa cantidad de cereales y toda clase de comodidades culturales, y los mil millones de trabajadores de las otras cinco sextas partes del mundo podrán venir con sus familias a instalarse para siempre, y que el capitalismo se quede desierto si allí no se produce una revolución». A un negro que ha perdido a su esposa Bozhkó lo llama de inmediato a la URSS: «Allí podría vivir entre camaradas más dichosamente que en familia». Motivo que ya conocíamos por Chevengur: el motivo de la camaradería como un nuevo tipo de parentesco —por la pertenencia de clase— como alternativa al caduco parentesco familiar.

En el caso de Platónov puede hablarse de un singular «pensamiento por motivos» que se refleja claramente en su creación. Un motivo artístico-filosófico (aquí la escritura de cartas y la carta misma) que pasa con frecuencia de una obra a la otra es el modo de expresión predilecto y poéticamente condensado del pensamiento del autor, de los diversos aspectos de su modo de sentir el mundo. Ya nos detendremos más adelante en el variado abanico de tales aspectos.

Con Bozhkó se inicia uno de esos motivos constantes ligados con el nuevo tipo de personaje-soñador y reformador: el flagrante contraste entre un ideal bello y grandioso, la audacia de transformar en su totalidad el mundo, la frenética actividad en esa liza y la lamentable y ridícula deformidad de su física: la de su aspecto, la de su cuerpo, la de su vivienda, la de su percepción interior de sí mismo. Cada cual cobija su idea universal, resuelve un enigma universal, aspira a «volar y ser feliz», a ser inmortal y entablar amistad con todos los hombres del globo terráqueo, pero, a la vez, es interiormente infeliz, se siente olvidado, embargado de soledad y tristeza, y solo en sueños se alegra de encontrar a su difunta madre. Víktor Bozhkó, que duerme bajo «una frazada grasienta e impregnada de lado a lado de humanidad» насквозь прочеловеченным») (¡he aquí el genial micronivel platonoviano de la palabra!), también sueña que «era un niño, que su madre vivía, que en el mundo era verano, había calma y crecían grandes arboledas». Y también se embriaga ideológicamente con la «alegría general», aunque «era presa de la tristeza».

Al principio, Moscú Chestnova va a visitar a Bozhkó una vez por mes, agradecida por su ayuda (durante sus dos años de preparación, él ha corrido con la mayor parte de los gastos); después se queda a vivir con él. Moscú, a diferencia de los personajes masculinos de Platónov, está dotada de una reserva extraordinaria de vitalidad; es una mujer joven, de «sonoro corazón», cuyos latidos recios y uniformes dejan estupefactos a quienes se acercan a ella y ahuyentan incluso a los mosquitos y mariposas que casualmente se posan en su pecho; posee un «cuerpo poderoso y templado», sus ojos irradian «la claridad de la dicha» sobre un rostro sano y tostado, y toda ella, a sus diecinueve años, se halla en vísperas de esa irresistible «humanidad femenina» que traspasa de lado a lado a todos los hombres que se cruzan en su camino. «La salud y la fuerza de su corazón», la inusual belleza natural de toda su complexión física alimentan su serena seguridad en el futuro, su inconsciente admiración de sí misma, su feliz percepción de su propia persona (percepción naturalmente estable y asombrosa en aquel mundo de personajes masculinos disarmónicos y dislocados). En una palabra: ¡Moscú feliz! Así es como ingresa ella en la narración: abierta a la naturaleza, a los espacios celestiales, al sol, al viento y al mundo en general, el cual, según su primer sentimiento, se ajusta bien a ella, «a su cuerpo, corazón y libertad». Durante el desayuno en el departamento de Bozhkó, en un sexto piso del centro de la capital, «Moscú soñaba algo sobre la naturaleza: fluía con el agua, soplaba con el viento, se revolvía sin cesar y agitaba su inmensa y paciente sustancia como en un delirio febril… La naturaleza sin falta merecía compasión: tanto se había esforzado para crear al hombre — como una mujer indigente que ha parido mucho y ahora ya se tambalea de cansancio…». Aquí es evidente que el propio escritor completa el pensamiento de su protagonista, fundiendo la sensación de ella con su propia comprensión del hombre como cima de un prolongado y tenso esfuerzo evolutivo de la naturaleza, con la implícita conclusión de la necesidad de una acción recíproca por parte del hombre que la restaure y la anime.

Pero pronto Moscú se vio obligada por primera vez a poner a prueba su feliz armonía con el mundo. Convertida ya en instructora subalterna en su escuela, una vez, mientras planeaba «libre y solitaria» con su nuevo paracaídas, impregnado de una laca especial que repelía la humedad de la atmósfera, lo prende fuego sin querer con unos fósforos y, tras surcar el cielo como una bengala, logra salvarse gracias al paracaídas de reserva. Pero, mientras «volaba con las mejillas rojas y encendidas, y el aire le desgarraba con brusquedad el cuerpo, como si no fuera el viento del espacio celestial, sino una sustancia muerta y pesada», y la tierra se aproximaba «aún más dura e impiadosa», tuvo un rapto de lucidez en el que vio el reverso, el lado cruel, destructivo y despiadado de la naturaleza y el mundo: «¡Así es como en realidad eres, mundo! —pensó sin querer Moscú Chestnova, desapareciendo a través de la oscuridad de la niebla—. ¡Eres blando solo cuando no te tocan!». Los principales personajes masculinos que desfilan más tarde en la novela pertenecen justamente a quienes tocan activamente este mundo y tropiezan con la terrible resistencia y misteriosa naturaleza de las cosas y con su propia vil y perecedera naturaleza.

Sin embargo, antes de encontrarnos con el primero de ellos, el cirujano Sambikin, nos aguarda aún un fugaz contacto con uno de los personajes más importantes de la novela, el reservista Komiaguin, que ha elegido su propia posición en este mundo aburrido y mortal. Después de prenderse fuego en el aire, a Moscú Chestnova le prohíben volar por dos años. Le dan dos habitaciones en el cuarto piso de un edificio recientemente construido en el que viven personas cuyas profesiones son bien recibidas por la nueva realidad: constructores, pilotos, ingenieros, filósofos… Durante un tiempo Moscú se entrega a una vida solitaria, contemplativa y soñadora —vida predilecta en el mundo platonoviano—, y pasa los días y parte de la noche, como alguna vez lo hiciera Sonia Mandrova en los capítulos citadinos de Chevengur, sentada en el alféizar, sintiendo la «vida de la ciudad universal», del inmenso organismo vivo, y conectada a ella con su libre imaginación como una fuerza catalizadora: «Moscú Chestnova deseaba no tanto experimentar ella misma esa vida cuanto garantizarla — permanecer días enteros junto a la palanca de freno de una locomotora, llevando gente al encuentro de otra, reparando las cañerías de agua, pesando medicinas para los pacientes en balanzas farmacéuticas — y apagarse a tiempo como una lámpara cuando otros se besan, absorbiendo ese calor que hasta hacía un momento era luz». Ser todos al mismo tiempo y estar en todas partes: ese deseo semiinconsciente de una ubicuidad y una comunión universal verdaderamente divina abruma el alma de los personajes de Platónov y los coloca de vez en cuando en algún piso alto, junto a una ventana abierta, y los sume por días y meses en una vida beatíficamente contemplativa. He aquí uno de los constantes motivos lírico-poéticos del universo platonoviano. En ese estado, los personajes olvidan cerrar las puertas de su departamento, por el que alguien deambula, se aloja (como, en el caso de Chestnova, ese desconocido pesador de leña de Ielets) y roza ligeramente, de un modo exteriormente imperceptible, la existencia de la protagonista, o penetra profundamente en su vida (como Serbínov en la de Sonia).

ПлатоновPero vivir así no es posible por mucho tiempo; la realidad hace valer sus derechos a la pertenencia concreta del hombre a un lugar y un asunto concretos, y Moscú, siguiendo la hoja de ruta de la juventud comunista, ocupa un puesto en la oficina de reclutamiento del distrito. Allí, en medio de la «indiferencia ideológica» de la decoración oficial, se produce su encuentro con el reservista, un hombre extraño que sorprende a Moscú por cómo ha logrado evadir todas las obligaciones sociales masculinas: no ha servido ni en el Ejército Blanco ni en el Ejército Rojo, en general se las ha arreglado para escapar al servicio militar y a cualquier reclutamiento y ha dejado pasar tres años desde el vencimiento del plazo para volver a registrarse. La primera página dedicada a esa figura traza un expresivo retrato de un singular tipo existencial, que se refleja en su aspecto («ante ella […] había de pie un hombre cuyo rostro, ya desde hacía mucho tiempo demacrado, estaba cubierto por las arrugas de una vida triste y las aburridas huellas de la debilidad y la paciencia; su ropa estaba tan gastada como su tez, y daba abrigo al hombre solo gracias a las viejas inmundicias que habían penetrado en la decrépita tela…»), en su avergonzada y aturdida reacción ante «el encanto y fuerza» del rostro de Moscú («¿por qué he perdido toda mi vida en vano tratando de mantenerme a mí mismo?…»), en su respuesta acerca de su vida («no vivo muy bien») y en su rápida huida de allí «en dirección a su desconocida vivienda para existir de una u otra manera hasta el ataúd, sin registro ni peligro». E incluso es asombrosa y precisa la reminiscencia de un verso en prosa de Baudelaire: «Por un instante, se figuró unas nubes en el cielo — le gustaban porque no le concernían y era ajeno a ellas» (cuyo nombre y, en parte, metafísica aparecerían más tarde en la célebre nouvelle de Camus Чужой, traducida al ruso como Постороний).[9]

Moscú, al sentir una especie de culpa por esa «negligente y desgraciada vida ajena», intenta dar con él en «los meandros del barrio Baumanski», se informa sobre él en la administración del edificio, donde se apiña gente que llena su vida con ajetreos, trajines, conversaciones hueras, «el agotamiento de sí misma en naderías». Y, según se desprende de la explicación del administrador del edificio, resulta que el reservista, por lo visto, es también un caso flagrante de ese «agotamiento de sí mismo»: existe por sí mismo, sin ningún interés e iniciativa, de un modo aburrido y lánguido, «como pensionado de tercera categoría»; lo único que hace es pasar incansablemente todas las noches con mujeres «incultas, que no valen la pena», desgastadas por la vida… En el patio de ese edificio menesteroso y abandonado en el que vive el reservista, Moscú ve a un viejo violinista que le toca a Beethoven y tiene la rara visión de las extrañas profundidades de la sustancia del mundo, que parece desesperado por su propio principio de existencia, insensible e impenetrable: «Todo el mundo alrededor de ella se había vuelto de pronto acerbo e intransigente — solo compuesto por objetos duros y pesados, y una fuerza oscura y rústica actuaba con tanta furia que ella misma caía en la desesperación y lloraba con voz humana, extenuada, al límite de su propio mutismo». (Ese motivo metafísico, que se origina en la obra de los filósofos V. Soloviov y N. Fiódorov, así como la imagen del viejo músico, los encontramos después en el cuento de Platónov «El violín»). En este episodio se traza imperceptiblemente —en lo que se refiere al motivo— un puente hacia el siguiente capítulo de la novela, el quinto, donde, por fin, aparece Sambikin, el buscador de la inmortalidad: «Enfrente de él, del otro lado de la cerca, construían un instituto de medicina para buscar la longevidad y la inmortalidad, pero el viejo músico no podía entender que esa obra era una extensión de la música de Beethoven, mientras que Moscú Chestnova no sabía qué estaban construyendo». En cambio el autor sí lo sabe y transmite su pensamiento a su atento lector: el arte, en sus representaciones más elevadas, es movido ante todo por la voluntad de alcanzar la inmortalidad. Pronto veremos cómo entiende la inmortalidad ese personaje de Platónov, ese reformador de un país lanzado hacia el futuro, el país del proletariado mundial.

El cirujano Sambikin, joven de veintisiete años y rostro enorme con «el aspecto de un animal afligido», con una nariz tan desproporcionadamente grande incluso respecto de su «cuerpo largo y magro» que eso le confería una apariencia de singular mansedumbre, nos recuerda los primeros personajes-reformadores de Platónov. Al igual que ellos, «descuidado y sucio por economía de tiempo», está enteramente absorto ni más ni menos que en «el demencial destino de la sustancia» y siente el constante «terror ante su responsabilidad». Su agitada mente mantiene en el foco de su imaginación esa gran construcción, ese grandioso trabajo con la materia del mundo que se despliega a lo largo y a lo ancho de su país; Sambikin, como si fuera un médium de gran sensibilidad, parece estar interiormente conectado con el alma colectiva de los preocupados y responsables constructores de la «tierra soviética» y, al igual que estos, no duerme y se levanta de un salto en medio de la noche, ardiendo de impaciencia por hacer algo, y de inmediato. Llama a ese mismo instituto de medicina que se está construyendo, en el que ya han abierto dos áreas, y se lanza enseguida a salvar de la muerte a un niño de siete años con un enorme tumor en la cabeza, más precisamente, a asistir en la operación para eliminarlo. El penetrante relato de la intervención quirúrgica en el cráneo del niño es, a su modo, una meditación práctica de Sambikin sobre ese delgado y misterioso límite entre la vida y la muerte que tanto ocupa su mente y corazón, deseosos de conocerlo y destruirlo en pro del triunfo de la vida. El autor escoge una dolencia efectista y contundente; se trata de una patológica y aterradora forma de desarrollo de los tejidos, que se hinchan literalmente a ojos vistas y amenazan con interrumpir en cualquier momento y para siempre la conciencia y la vida, y no de alguien cualquiera, sino de un niño encantador que sufre pacientemente y aún casi no ha vivido. «Detrás de la oreja izquierda del niño asomaba una bola que ocupaba media cabeza y estaba llena de sangre y pus pardo y caliente; esa bola parecía una segunda y extraña cabeza que le chupaba al niño su desfalleciente vida». Como siempre, Platónov opera en un campo metafórico sumamente expresivo y condensado. La conciencia que abandona el cuerpo del niño se concentra en «la distante y triste imaginación de los sueños», en la que aparecen objetos de la infancia significativos y familiares en Platónov: un clavo olvidado, viejo y cubierto de óxido (despojo y olvido al nivel de los objetos); un perrito con el que alguna vez había jugado y que ahora también yacía muerto en la basura; el verano; la sombra de la madre… y he aquí que estos se borran, «la vida descendió aún más», ardiendo apenas «con un sencillo y oscuro calor» en algún lugar en lo profundo de los tejidos. Por mucho que Sambikin, en una extrema y apremiante tensión de sus fuerzas y de su atención, guiado por «el preciso sentido de su arte», haya limpiado el tumor y llegado ya a la última y delgada «placa ósea que rodea el cerebro», no puede eliminar completamente los estreptococos de la putrefacta infección (el microscopio se los muestra todos), y entonces el desesperado cirujano comprende: «Para acabar definitivamente con los estreptococos debía despedazar no sólo toda la cabeza del paciente, sino también el cuerpo entero hasta las uñas de los pies». Tan indisolublemente entrelazadas están la salud y la enfermedad en el cuerpo del hombre, tan profundamente se ha alojado ese microbio patógeno en los tejidos, las fibras y los líquidos del organismo, que ya es tan inherente a ellos como la sombra a la luz, como la muerte a la vida. ¿Cómo separarlos y apartarlos sin destruir en el proceso el propio cuerpo del hombre «hasta las uñas de los pies»? Platónov escoge las siguientes palabras para describir las acciones de Sambikin: «Tomó un instrumento filoso y brillante y entró con él en la esencia de todo asunto: el cuerpo humano» (una reminiscencia no del todo clara y ligeramente modificada de la célebre expresión de N. Fiódorov: «Nuestro cuerpo será asunto nuestro»). Sí, precisamente el cuerpo, el mortal organismo humano constituye la esencia de la penosa perplejidad de Sambikin; en él reside la médula de su principal tarea y causa vital. «Enseguida comprendió hasta qué punto el hombre es todavía un ser de estructura débil e improvisada — no más que un confuso embrión y el proyecto de algo más real, y cuánto hay que trabajar aún para desplegar, a partir de ese embrión, la elevada y sublime imagen enterrada en nuestro sueño…». He ahí el núcleo de la nueva conciencia evolutiva de la que están dotados los personajes-experimentadores de Platónov: la acción transformadora debe dirigirse no solo al mundo exterior, sino ante todo al propio hombre, a su imperfecta naturaleza, contradictoria y en crisis. Al igual que en todos esos personajes, la principal y «clamorosa necesidad» (por usar una expresión de El conducto etéreo) de Sambikin es el incesante trabajo de la cabeza, la creciente función —al punto de obturar las otras— del pensamiento, que se convierte en acción creativa: «Pensaba siempre y sin cesar; si dejaba de hacerlo, su alma enseguida empezaba a dolerle — y otra vez trabajaba en imaginar el mundo en su cabeza, para transformarlo».

En el siguiente capítulo, el sexto, que en cierto sentido es el principal de la novela, Platónov reúne en un club local una suerte de asamblea de destacados jóvenes comunistas del nuevo mundo: hay allí ingenieros y pilotos, médicos y pedagogos, artistas y músicos, trabajadores de choque;[10] todos ya han alcanzado una fama temprana y se avergüenzan un poco de ella. Entre ellos están Sambikin, Moscú Chestnova y un nuevo personaje de la novela, el célebre ingeniero y mecánico Semión Sartorius, «ingeniero calculista de relevancia mundial». Allí también está Muldbauer, constructor de aviones de alta altura, con el cual irrumpe por un momento en la novela un motivo proveniente del repertorio ideológico de la selección activamente natural: la conquista del espacio extraterrenal, el nuevo destino espacial de la humanidad. Mientras escucha a la joven comunista Kuzminá, que interpreta en el piano la novena sinfonía de Beethoven, Muldbauer se figura «lejos de la cálida y verdosa tierra […] el serio y verdadero cosmos: un espacio mudo que arde esporádicamente con las señales de las estrellas», y piensa que el camino hacia allí ya «hace mucho que está libre y despejado», pero que la humanidad sigue sin emprenderlo: «Mejor acabar cuanto antes con los atroces desvelos terrenales, y que el viejo Stalin dirija la velocidad y el empuje de la historia humana más allá de la gravedad terrestre — para la gran educación de la tierra — para la gran educación de la razón en el coraje de un acto que ya hace mucho está destinada a ejecutar».

En el transcurso de la velada se despliega un auténtico desfile de las ideas más arcanas de esos personajes investigadores y reformadores. Durante la cena de camaradería, el mecánico Sartorius habla con fervor de «la técnica, la verdadera alma del hombre», del futuro «ser técnico y compenetrado que de modo práctico, a través del trabajo, sentiría el mundo entero» y sustituiría el ser parcial de hoy, de clases; sin embargo, Sartorius desarrolla, al igual que Bozhkó (quien, por cierto, al final de la reunión se suma desapercibidamente a todos), su visión de la mesiánica conciencia proletaria, que en él adquiere tintes mitológicos: entre los hombres de la Antigüedad, los constructores y creadores eran trabajadores-cíclopes mutilados por los aristócratas, quienes les sacaban un ojo en señal de su eterna esclavitud, y he aquí que «transcurrieron tres o cuatro mil años, cien generaciones, y los descendientes de los cíclopes salieron de la oscuridad del laberinto histórico a la luz de la naturaleza, retuvieron la sexta parte de la tierra, y el resto de esta vive esperando su llegada».

Todos los pensamientos y palabras son guiados por ese anhelo y sentimiento que allí mismo expresa la romanza basada en un poema de Iazikov: «Tras el muro de la tempestad / Hay un país bienaventurado…». Y si para Bozhkó ese «país bienaventurado» ya «se extendía tras la ventana» y su preocupación era solo conservar «cada migaja» de su bien, la osadía de los otros personajes es ontológicamente más seria, ya que está imbuida de un impulso transformador y escatológico hacia la transmutación total de la naturaleza de las cosas. Muldbauer coloca ese «país bienaventurado» en la «azul altura de la paz», en el «etéreo país de la inmortalidad», donde el hombre será alado «y la tierra la heredarán los animales». Muldbauer desarrolla su teoría de la inmortalidad invitando al género humano a trasladarse a una altura de entre cincuenta y cien kilómetros de la atmósfera, donde, en su opinión, «las condiciones electromagnéticas, lumínicas y térmicas son tales que cualquier organismo vivo no se fatigará ni morirá, sino que será capaz de vivir eternamente en medio del espacio violeta». A lo que el célebre mecánico, con su sentimiento ya inflamado por Moscú, expresa una duda interior de principio: «Sartorius sonrió aburrido; habría querido ahora quedarse solo en lo más bajo de la tierra, acomodarse incluso en una tumba vacía y vivir sin separarse de Moscú Chestnova hasta la muerte».

Por lo demás, precisamente aquí Platónov subraya la famosa sobriedad de sus buscadores y soñadores: «Los asistentes conocían o adivinaban las lúgubres dimensiones de la naturaleza, la extensión de la historia, la longitud del futuro y las verdaderas escalas de sus propias fuerzas; eran personas racionales y prácticas que no se dejaban seducir por hueras ilusiones». Pero, acaso, quien siente más profunda y dolorosamente que todos —pese al carácter demencial y fantástico de sus búsquedas— la desmesurada dificultad de la tarea es Sambikin: él sabe en la práctica, como un hombre que ha penetrado en las entrañas mismas del cuerpo humano, dónde reside el principal obstáculo, la principal piedra de toque. Sambikin va a la velada inmediatamente después de haber vendado al niño que había operado, niño que casi no tiene esperanzas; «llegó abatido de aflicción por la estructura del cuerpo humano, que oprimía entre sus huesos mucho más sufrimiento y muerte que vida y movimiento». ¡Con ese cuerpo, con esa imperfecta estructura no llegarás muy lejos en los grandes asuntos espaciales! Sambikin puede suponer, al ver la «resplandeciente animación» de Moscú Chestnova (cuyo corazón late de ese modo porque «quiere volar»), que «alguna vez, fenecidos milenios atrás, el cuerpo humano volaba. […] La caja torácica del hombre representa alas plegadas». Ahora bien, ¿cómo volver a desplegarlas, cómo sacar al hombre de su lamentable y penosa naturaleza mortal? Sambikin también está obsesionado con la idea y la tarea práctica de la inmortalidad. Trabajando con cadáveres, ha descubierto entre las secciones de algunos órganos (ante todo del corazón y el cerebro) huellas de cierta sustancia misteriosa que, según se ha establecido, posee una singular fuerza vital; Sambikin supone que el organismo preserva esa sustancia desde la infancia y la secreta como «última carga de vida» en el momento de la muerte, pero, por desgracia, ya como «un disparo fallido en el interior del hombre». Encontrar la fuente de esa poderosa «humedad infantil», extraerla del cadáver que por un tiempo se convierte en su reservorio y, con esa «fuerza creadora», rejuvenecer e inmortalizar a los que aún viven: esa es la esencia de su idea, que gravita obsesivamente sobre su mente y experimentos; y allí, sentado a la mesa, él, «sin tocar la comida», no deja de examinar «la futura inmortalidad».

El aspecto originario de su idea, que conocemos por sus reflexiones durante esa velada, asombra —entre otras cosas— por su inmoral aberración: se trata de «convertir a los muertos en una fuerza que alimentaría la longevidad y la salud de los vivos»; dicho de otro modo, en material para quienes aún viven. En esa forma especialmente grotesca y fisiológica se repite la lógica en la que vive todo el viejo mundo natural (contra el cual precisamente se rebelan los personajes de Platónov), que se alimenta del polvo de los muerto y hace pie en su vida y logros para su propia elevación. De modo que si alguien siente la tentación superficial de ver aquí un reflejo de la idea de N. Fiódorov se equivoca: en el pensador ruso se trata de la realización divino-humana de la principal aspiración cristiana: la resurrección de todos los muertos; la mera inmortalidad de los futuros y bellos habitantes del Olimpo sobre los huesos de los muertos Fiódorov la consideraba profundamente inmoral. De manera velada, las acertadas interpretaciones y las elevadas osadías de Sambikin, héroe de su tiempo revolucionario y clasista, se ven desvirtuadas por su escala de valores, por considerar el pasado y a quienes han vivido anteriormente como material y abono para el futuro.

Esa velada en el club local muestra a los personajes de la novela la culminación luminosa de sus creencias, esperanzas, sentimientos de unidad con sus camaradas de búsqueda; lo que sigue después es ya el fracaso, la decadencia, la crisis. Allí las mujeres, ataviadas «en la mejor seda de la república», y los hombres, vestidos con buenos trajes, se sientan a la mesa común alegres y animados; abiertos al contacto, entre ellos surge «el genio común de la sinceridad vital y de la feliz rivalidad en inteligente amistad». «Chestnova Moscú quería salir e invitar a cenar a todos: ¡al fin y al cabo, el socialismo estaba llegando! Por momentos se sentía tan bien que deseaba abandonar de algún modo su propio ser, su cuerpo en el vestido, y convertirse en otra persona — la esposa de Gunkin, Sambikin, el reservista, Sartorius, una trabajadora de una hacienda colectiva en Ucrania…». Los tabiques entre el «yo» y el «otro», que con tanta frecuencia atormentan a los personajes de Platónov, caen por un momento, como si todos hubieran pasado por anticipado a un estado de comunión, de transfiguradora y paradisíaca unidad general (la unión de todos), como si ya ahora «volaran y fueran felices», inmortales como los hombres del futuro. Huelga mencionar qué incongruencia existe entre la realidad y esa utopía realizada por un instante en los corazones y en la imaginación; basta con figurarse no ese «socialismo» metafísico, sino el real, en el que «una hacienda colectiva en Ucrania» en ese momento acaso se moría de hambre. En efecto, ¡Platónov terminó los primeros seis capítulos en el año 1933! De modo que el derrumbe, la decadencia, la crisis, aquello que se abatirá posteriormente sobre los personajes se ajusta por entero a esa flagrante incongruencia.

Sin embargo, en el alma de nuestros personajes principales, Sambikin y Sartorius, se filtra un mismo y penoso gusanillo que enseguida socava la integridad de su espíritu: el creciente sentimiento de amor por Moscú Chestnova. Pero, si Sambikin logra ahuyentarlo por el momento con determinación («¿cuánto pensamiento y sentimiento debía expulsar de su cuerpo y corazón para albergar allí el cariño por esa mujer?»), Sartorius, «hombre desabrido» de pequeña estatura, «de rostro bueno y taciturno», «ancho e impreciso», «semejante a una localidad rural», es herido en lo más profundo de su ser y solo le queda reflexionar con impotencia sobre su insufrible estado: «¡Ay, qué canalla es la física! —comprendió Sartorius su situación—. ¿Ahora qué me queda sino la estupidez y la felicidad personal?». En vano maldice: «Vete, déjame otra vez solo, vil elemento! Soy un simple ingeniero y un racionalista, te rechazo como a la mujer y el amor… ¡Mejor adoraré el polvo atómico y el electrón!». Y al mismo tiempo —a despecho de su cabeza— su corazón late y arde de una demencial adoración hacia ella, hacia ese «ser único, el más conmovedor en el mundo». Además, él le gustó a la propia Moscú, lo que ella le confiesa con su habitual franqueza (ella «se entregaba rápido a su sentimiento y no ejecutaba la femenina política de la indiferencia»).

El séptimo capítulo de la novela está dedicado a su viaje nocturno a las afueras de la ciudad inmediatamente después de su encuentro en el club. Se despliega un motivo ligado con el amor sexual, uno de los más importantes en la creación de Platónov en general. Aquí, a su manera, tenemos el pico ideológico de su devaluación; aquí, como en ninguna otra parte, este motivo se despliega en cuadros detallados, profundamente significativos y en grado sumo expresivos. Esa superación del «yo» egoísta, el traslado del centro de gravedad de la propia persona hacia el otro, ese significado y valor absoluto que adquiere el objeto bajo un sentimiento apasionado e idealizador —sobre el que ya había escrito V. Soloviov en El sentido del amor— aquí está representado —como siempre en Platónov— en imágenes y detalles condensados y penetrantes, al límite del riesgo estético. La conmoción de todos los sentimientos de Sartorius, la concentración en un solo punto (mejor dicho, en una sola persona), la adoración de cada una de las células de Moscú y de todo lo que a ella está ligado están tensadas al máximo y se revelan en una poética de shock expresionista. «Chestnova le dio los zapatos para que él se los llevara; de modo imperceptible, Sartorius los olfateó y hasta los tocó con la lengua; ahora Moscú Chestnova y todo lo que concernía a ella, incluso lo más impuro, no suscitaba en él ninguna aversión, y podría haber mirado los desechos salidos de ella con suma curiosidad, ya que ellos también acababan de formar parte de una persona estupenda».

Su proximidad física en un foso de delimitación (como en una tumba) cubierto «de cálida maleza» pone de manifiesto toda la vanidad y tormento de la forma de amor existente, que no proporciona una auténtica integridad, fusión y unidad. «Impotente e insignificante», «Sartorius se puso de pie; era el mismo de antes, como si nada hubiera ocurrido. Eso lo desconcertó a él mismo: su plañidero sentimiento de atracción por ella no había obtenido ningún consuelo — el corazón le dolía por Moscú tan en vano como si ella hubiera muerto o fuera inalcanzable». En esta novela de Platónov, es precisamente a través de una mujer (y de la gran atracción que ella ejerce sobre todos los hombres) que se siente la singular insatisfacción de la unión amatorio-carnal; Moscú Chestnova no considera dicha unión un instante supremo de la vida que viene a coronar la apasionada existencia humana: «Ahora he adivinado por qué la vida en pareja es mala. Porque es imposible unirse mediante el amor». No se trata de algo asombroso, de algo hermoso, sino que «no es gran cosa», «no es más que una necesidad, no la vida principal». Por esa razón es por la que Moscú, después de aquello, confiesa triste y aburrida: «Me da lástima de algo… Por mucho que viva, la vida nunca se me da como yo quiero». Por eso abandona con tanta resolución a Sartorius y a sus demás hombres, rechazando el destino que estos le proponen como si fuera una trampa, un manifiesto desacierto, y se da prisa en alejarse de ellos con la esperanza de encontrar en alguna parte la auténtica vida. Aquí, el sentido del amor, en absoluta consonancia con V. Soloviov, no puede realizarse en modo alguno en la unión sexual. La adoración no puede convertirse por esa vía en divinización.

Como es sabido, V. Soloviov elevaba el verdadero acto del amor a la causa de la lucha contra la muerte, a la inmortalidad y transformación de la persona; por último, a la resurrección de todos los que habían vivido anteriormente, para «el desarrollo supremo de cada individualidad en la más absoluta unidad de todos».[11] Los personajes reformadores de Platónov están interiormente movidos —con mayor o menor grado de conciencia— por un anhelo íntimo, pero su ideal pierde ese apoyo fundamental sin el cual ni Fiódorov ni Soloviov concebían el asunto de la transformación del mundo y del hombre, a saber: la fe en Dios con tonos prometeicos. Además, sus frenéticas tentativas prácticas de realizar su sueño abundan precisamente en aquello que el propio Soloviov denominaba «pormenores prematuros y, por tanto, dudosos e incómodos»,[12] los cuales son particularmente numerosos en el trabajo del cirujano Sambikin, que busca recetas para la inmortalidad.

A Sambikin lo acucia la impaciencia de su corazón, imbuido por el dolor de una existencia mortal; le parece que es posible hallar una ganzúa para los enigmas del ser y de inmediato, de modo milagroso, revelar las fuentes de la renovación radical de la naturaleza del hombre. Sambikin «aún creía que era posible ascender de una vez a una montaña desde la cual los tiempos y los espacios se abrirían a la habitual y gris mirada del hombre». El mecánico Sartorius representa otro enfoque: el lento y precavido camino del conocimiento, de la experiencia («comprobarlo aún mil veces en el experimento»), de la invención. Y las precipitadas teorías de Sambikin sobre el «misterio fundamental de la vida» (con una de ellas el cirujano va a visitar al mecánico a su nuevo trabajo en el Trust de Balanzas de la República, donde se ha empleado por pedido de Bozhkó) arrancan en Sartorius sonrisas interiores por la «ingenuidad» de su camarada: «La naturaleza, según sus cálculos, era más difícil que esa instantánea victoria, y no se podía encerrarla en una única ley».

Sin embargo, Sartorius y Sambikin intentan resolver, desde distintos ángulos, una misma tarea que deriva de su «preocupación por la organización definitiva del mundo». Sartorius trabaja con la sustancia inerte, el hierro, la electricidad, elementos y fuerzas de la naturaleza y diversos artículos humanos, inventando y realizando objetos nuevos, inteligentes y útiles para los hombres. Sambikin, por su parte, se interna en «la estrecha e indigente estructura de todo el cuerpo» humano con el fin de modificarlo, lo que por ahora resulta infinitamente dudoso e incómodo. Abandonado por Moscú, quien huyó de él y de su amor en dirección a la «innumerable vida», Sartorius, presa de una viva nostalgia por ella, «abandonó el camino principal de la técnica y olvidó su fama de mecánico, que podría haberse convertido en mundial»; así comenzó su camino de descenso hacia un olvido y un anonimato cada vez mayores. Todavía en una oficina pronta a ser liquidada, reprimiendo su insoportable sentimiento por Moscú, se la pasa inventando día y noche nuevas balanzas para la república, objeto que, a pesar de su antigüedad, es ideológicamente central para un sistema en el que cada cual debe ser medido con toda precisión en función de su trabajo, un «instrumento de honor y justicia, un sencillo e indigente aparato que calcula y protege el bien sagrado del socialismo, que mide la comida del trabajador de la fábrica y de la hacienda colectiva en función de su labor creativa y del cálculo económico», como reflexiona Bozhkó en su entusiasmo mesiánico-socialista.

Tanto Sartorius como Sambikin pertenecen a las filas de los personajes platonovianos que rompen con la norma habitual y moderada de existencia: se olvidan de comer y de dormir, ambos son torpes, asimétricos (con la única diferencia de que uno es corto y el otro es largo); diríase que son seres humanos en transición hacia un nuevo tipo. Es característica la descripción de cómo se presenta Sambikin en casa de Sartorius: «Sambikin, que evidentemente hacía mucho que no dormía ni comía, desfalleció y, desesperado, tomó asiento», y cuando ambos, resignados «a causa del cansancio», se acuestan a dormir sin desvestirse bajo la ardiente luz, sobre un sofá común y corriente, su «corazón y mente seguían moviéndose en sordina en su interior, apurándose a procesar sentimientos habituales y tareas universales en su debido plazo».

Por la mañana, Sambikin lleva a Sartorius a su instituto experimental para mostrarle cómo extrae de cadáveres frescos aquella misteriosa sustancia vivificadora. Sigue la escena salvaje y chocante de la disección del bello cadáver de una joven mujer, de la extracción de su corazón (para estudiar en él las huellas de esa misma sustancia) y de la localización del alma en el «vacío del intestino». De esa manera tan expresionista Platónov, por boca de sus personajes, expresa el hecho infame de que hasta el día de hoy los hombres siguen en manos del principal Soberano animal, el Hambre: «Este vacío en el intestino absorbe toda la humanidad y mueve la historia universal». «Llenaremos ese vacío; entonces otra cosa pasará a ser el alma». Ese siniestro episodio, cuyo verdadero sentido dilucidaremos más adelante, condensa un motivo constante en la obra de Platónov: el enigma de la muerte, la incomprensible transición de un hombre que recién respiraba y sentía, era infinitamente querido por alguien, a la carne muerta e inmóvil. (Aquí este contraste es realzado por el encanto y la juventud de la difunta). Al ver a la difunta muchacha de «ojos claros abiertos», el mecánico «se sintió mal; decidió salir corriendo cuanto antes del instituto y regresar a su trust, acudir al comité local y solicitar algún tipo de camaraderil ayuda contra el horror de su sufriente corazón». Precisamente ese horror es el que motiva la demencial resolución del cirujano de encontrar a cualquier precio esa sustancia vivificante de reserva, esa «cisterna de inmortalidad» encerrada en el interior del hombre. Unos deseos extraños, en los que es muy fácil ver una patente perversión con un preciso nombre médico, acuden a Sambikin mientras anatomiza a la joven: «Es bonita —dijo con vaguedad el cirujano; por su mente pasó la idea de casarse con esa muerta, más atractiva, fiel y solitaria que muchos vivos; luego le vendó solícito el pecho destruido» que él mismo acababa de cortar. En ese capítulo ocho el autor solo esboza un motivo que ocupará un lugar más central en el capítulo diez; entonces también nosotros tendremos más fundamentos para hallarle la clasificación conveniente: patología sexual o algo complemente distinto…

Entretanto, el autor vuelve a poner ante el lector a un personaje ya bosquejado anteriormente, el asombroso reservista. Después de hacer el amor con Sartorius en las afueras de la ciudad, Moscú Chestnova, otra vez lanzada hacia un indefinido delante, deambula largas horas y viaja por la ciudad-tocaya sin objeto alguno, observando la «menuda basura» de la vida general y sintiendo con particular agudeza que «a los hombres nada los unía». En ese momento de triste abandono, Moscú se dirige a casa de ese hombre que una vez la había dejado estupefacta. Entonces Platónov da mayor relieve a ese tipo humano ya esbozado y a su singular elección personal en este mundo triste y mortal. En su interior, Komiaguin (aquí se menciona por primera vez su apellido) no siente sino vacío, huera serenidad («no soy nada»), ha barrido muy minuciosamente su mundo interior de cualquier pensamiento, sentimiento o deseo, y en cuanto algo semejante surge en él, enseguida aplasta los brotes, «por ejemplo, mediante una vida intensificada con mujeres o un prolongado sueño». Komiaguin ha tomado sus medidas contra el sufrimiento y la angustia de una vida mortal con conciencia de sí: sofoca sin cesar toda labor del corazón y de la mente. Hubo un tiempo en el que había vivido de otro modo: pintaba cuadros (por cierto, sin acabar ninguno), llevaba un diario y componía versos que interrumpía por la mitad (dicho sea de paso: Platónov le regala un fragmento de un verso que él mismo escribió cuando era adolescente).

«Y así llegó un mes de agosto de uno de esos corrientes años. La tarde avanzaba y extendía por el cielo un prolongado y triste sonido que se alejaba, suscitando angustia y pena en cada corazón abierto. Esa tarde, Moscú Chestnova llamó a la puerta de Komiaguin». Detengámonos por un instante y escuchemos con atención esa opresiva música de una naturaleza antigua, posterior al pecado original, que perece en cada una de sus criaturas individuales; dicha música vibra en cada célula del mundo platonoviano. De ella ocultó todos sus sentimientos Komiaguin, anestesiando al máximo su propio sentimiento de la vida: «Si en realidad no vivo; solo estoy involucrado en la vida; de alguna manera me han enredado en este asunto. […] Pero yo no tengo ganas de nada; todo el tiempo me olvido de que vivo, y cuando me acuerdo me entra el espanto», explica a su bella e inesperada visitante. Como si continuara esa explicación, saca de los trastos que amontona debajo de la cama su cuadro favorito, también inconcluso, aunque su idea y atmósfera están expresadas con total evidencia: allí, en el umbral de una casa grande de «aspecto desolado», «en la que, seguramente, se conservaban pasteles y frascos con confitura y había una cama de madera acondicionada casi para un sueño eterno», cierto «campesino o mercader acomodado, pero sucio y descalzo», que acaba de despertarse, orina desde el porche y mira indiferente hacia un mundo huraño», mientras que en un anexo «una anciana campesina […] con expresión de estúpida mira un lugar vacío en el patio». Aquí es muy elocuente esa cámara congelada con una vida semianimal, inmóvil, sin conciencia de sí («todo seguía siendo constante, el viento soplaba desde los harapientos y desapacibles campos, y el hombre ahora regresaría a la calma — a dormir y no soñar, para vivir la vida más rápido y sin memoria»); todo el pasaje se desarrolla como el consabido motivo filosófico del triste absurdo de semejante existencia.

Y luego Platónov no se cansa de representar su motivo: en el departamento de Komiaguin se presenta su exesposa, «una mujer desgastada, extenuada desde tiempos remotos», y él le pide a Moscú que los deje a solas en aras de la intimidad matrimonial: «Olía mal; me dio hijos, pero murieron… Dormíamos juntos, sucios. Se ha vuelto un hermano para mí, y ahora se está poniendo flaca y fea. Nuestro amor se ha convertido en algo mejor — en nuestra pobreza común, en nuestro parentesco y tristeza entre abrazos…». Moscú experimenta sentimientos encontrados e inquietantes: por un lado, comprende esa variante de desvalido consuelo humano, e incluso está dispuesta a una monstruosa aceptación de ese destino, ya que involucra a sus pobres hermanos terrenales («algún día vendré con usted y seré su esposa»), pero, por el otro, se aparta de Komiaguin como de un «lamentable difunto», como de un pequeño reptil de esos que veía en la infancia, e interiormente protesta contra la propia existencia de tales personas («¡por uno así todos los hombres parecen escoria, y a los que son como él se los revienta con lo primero que se encuentra a mano!»). En el oscuro pasillo, apoyada contra un caño de desagüe, Moscú Chestnova, «irritada y desdichada», oye a través de la pared de la habitación de Komiaguin «los sonidos de un amor extenuado y la respiración del humano desfallecimiento», siente «vergüenza y miedo» y los terribles latidos de su corazón. Su principal impulso vital es «compartir su vida con alguien» (lo ideal sería con todos a la vez, con toda la república soviética), lo que la lleva por la vida y la arroja en brazos de otra persona masculina (como diría Platónov), y en ese imprevisto y monstruoso espejo se somete a otra prueba. «Pero, cuando ella hacía lo mismo, no sabía que para un tercero aquello era igualmente triste, y sin saber por qué». Pero ahora ella lo sabe y vuelve a huir de allí; otra vez se trata de un desacierto («no, no pasa por aquí el camino principal de la vida que se pierde en la distancia — en el amor pobre, en los intestinos y en la celosa comprensión de los precisos detalles, como hace Sartorius»), y ella confía en dar finalmente en el blanco.

Pero el autor aún no ha desarrollado por completo su idea, ya reconocible en el personaje de Komiaguin; más aún, en ese mismo capítulo nueve de la novela avanza hacia su definitiva generalización, luego de ofrecer un ejemplo brillante de pensamiento por medio de motivos literarios. Al salir del edificio del reservista, Moscú camina hacia el centro de la ciudad; se detiene con frecuencia junto a las ventanas de los edificios y mira a través de ellas: tanto le interesa esa variada vida de la gente; pero, poco a poco, «su tristeza se volvía más y más intensa»: «Todas las personas se ocupaban solo de un egoísmo mutuo con sus amigos, de sus ideas favoritas, del calor de los nuevos departamentos, del confortable sentimiento de su propia satisfacción. Moscú no sabía a qué apegarse, adónde entrar para vivir de un modo feliz y corriente». Su apremiante deseo de fundirse con los demás, con todos en una suerte de amistad eterna e imbuida de compenetración proviene del ámbito de esos anhelos metafísicos que también tienen los personajes masculinos de Platónov y que revelan su afán por otro tipo de existencia: transterrenal, no egoísta y mortal, no aislada y apasionada, sino transparente y unida, inmortal.

A todo esto, Moscú siente un intenso deseo de comer y entra en un restaurante nocturno donde pide de cenar, aunque no tiene dinero. La imagen de ese restaurante emerge en la novela como un verdadero estudio filosófico que lleva sutilmente hasta su final lógico la idea del autor. «La orquesta no dejaba de tocar una insensata música europea que contenía fuerzas centrífugas; después de bailar al son de esa música, daban ganas de acurrucar el cuerpo en el calor y acostarse por largo tiempo en un estrecho y apartado ataúd». Esta sola frase —desde luego, no soltada al azar, sino bien medida— posee un enorme significado ideológico: la música europea es la metáfora de la fundamental elección occidental de valores, donde, en el centro, se halla el individuo atomizado que tiende centrífugamente solo hacia su mismidad e interés, hacia el estrecho ataúd final; sí, aquí no se prevé ninguna salida del orden mortal de la existencia; aquí ese orden ha sido interiormente aceptado y los hombres intentan instalarse —por un tiempo y lo más confortablemente posible— dentro de sus límites. La aceptación de la estúpida e infinita sucesión y sustitución de generaciones a las que depara una misma suerte, desde el nacimiento hasta la muerte, aceptación que subyace a esa elección y a la vieja vida natural, asume la expresiva forma del repetitivo y cíclico movimiento en redondo de la danza en la sala esférica del restaurante, que también «parecía girar»: «Allí una persona no podía en absoluto evadirse de lo corriente — de la redonda esfera de su cabeza, donde sus pensamientos rodaban por caminos trillados desde antaño; del saco del corazón, donde viejos sentimientos se agitaban como apresados, sin admitir nada nuevo, sin perder lo habitual…». El autor recurre con insistencia a la figura del círculo, de la desoladora y condenada rotación alrededor de él («muchos invitados olvidaban dónde estaba la puerta y, asustados, daban vueltas en un mismo sitio…», «la música giraba rápido, como la angustia en una huesosa y redonda cabeza de la que no hay salida»). Como contrapeso a esa figura aparece otra, esa por la que viven los personajes reformadores de Platónov: Moscú recuerda a sus camaradas, en cuyos pechos «no giraba ese pensamiento esférico y eternamente repetitivo que alcanzaba la desesperación — en su lugar, allí estaba la flecha de la acción y la esperanza, tensada para el irrevocable movimiento hacia la lejanía, hacia el directo y cruel espacio». Y cuando uno de los nuevos admiradores de la encantadora Moscú, al mismo compás con el que «la orquesta seguía tocando variaciones, como haciéndolo rodar por la superficie interna de una esfera hueca y sin salida», le murmura «un secular pensamiento» también circular «acerca de su amor y aflicción, de su soledad», Chestnova lo corta en seco: «Deje ya de pedalear en el aire». Y la nueva embestida circular del admirador, con su apelación al destino y a la suerte: «Nacemos y morimos en el pecho de la mujer. […] Así está escrito en el guión de nuestro destino, en el círculo entero de la felicidad», Moscú esgrime directamente el vector escogido por sus camaradas: «Pues viva usted en línea recta, sin guión y sin círculos».

Cuando escapa del esférico espacio del restaurante, luego de rechazar con alegría la propuesta de su nuevo conocido de dirigirse los dos juntos a las afueras de la ciudad, al campo, a la oscuridad (donde ella acaba de estar con Sartorius, de modo que se le presenta una nueva vuelta de lo mismo), Moscú Chestnova, embargada por una sensación de juvenil fuerza y libertad, marcha a vivir en línea recta, línea que la conduce a las obras del metro y a su convocante letrero. «Ser partícipe en todas partes»: eso es lo que moviliza a nuestra protagonista, que, tras dar por cierto tiempo a su feliz «indeterminación de la vida» un necesario contenido concreto, acepta enseguida aquel llamamiento al trabajo. Allí, en la excavación del metro, la deja el autor; la deja por varios meses, desde agosto hasta el invierno, sin preocuparse por referirnos algo acerca de su vida diaria y cotidiana — hasta que se produce una nueva desgracia, una nueva situación límite, cuando la propia existencia de Moscú Chestnova, al igual que en el episodio del paracaídas que se le prendió fuego, vuelve a pender de un hilo.

En el siguiente capítulo de la novela, el décimo, Platónov se dirige otra vez a Semión Sartorius, que durante ese tiempo, sin tener noticia alguna de su querida Moscú, a la que le ha perdido el rastro, ya ha inventado balanzas precisas y originales y alguna cosa más, pero no ha logrado dominar la angustia de su corazón, «su estrecho y empobrecido sentimiento, que sin cesar amaba a Moscú Chestnova». Las profundidades de su alma están imbuidas de «la obsesiva desesperación de un melancólico sentimiento», pero, aun sobre ese fondo, no cesa el trabajo de reflexión acerca de las cuestiones más malditas, que se le presentan con tanta agudeza que lo obligan a tomar la inmediata decisión que escapa de su boca: «No vengas, Moscú; ahora no tengo tiempo…». Mecánico genial, siente la construcción y la vida de las máquinas por dentro, hasta el último tornillo, hasta su sufrimiento en el agotador servicio a la infatigable humanidad urbana. Y se formula su elevada tarea con una definición tan precisa como un mecanismo: «Determinar la ley mecánica interior del hombre de la que deriva la felicidad, el sufrimiento y la muerte». Pero, además, cala más hondo que Sambikin en la «esencia del asunto», en el propio hombre: difícilmente el hambriento intestino sea el alma del hombre, la «pasión de la vida»; no cree en eso de que «su sentido de succión es del todo racional y cede a la satisfacción»; si eso fuera allí, el género humano ya haría mucho tiempo que habría logrado armonizar su naturaleza y moverla hacia delante, y «la historia universal no habría sido tan larga y casi estéril». Una racionalidad de otra índole, oscura, «algo diferente y peor, más oculto y vergonzoso» anida en la naturaleza del hombre y lo estira en el potro de su naturaleza paradójica, trágica y vil.

¿Qué es eso «repugnante» que hay en nuestro cuerpo, como dice Víktor Bozhkó en la conversación con Sartorius acerca del alma? Y ahí nuestro esperantista y empleado del Trust Industrial de Pesos y Medidas recuerda con mucho tino cómo en su adolescencia deseaba que todos en el mundo murieran para quedar solo en medio de todos los bienes terrenales y con una «solitaria y hermosa muchacha» de la que no se separaría. Todo separa en esta tierra: las circunstancias, el azar, los caprichos y la inconstancia de aquel a quien nuestro corazón ha elegido; todos los demás son rivales en el camino del amor y, en general, en el de la vida. Entonces elimina a todos, despeja el lugar; no hay variantes, solo Yo y Ella; todo alrededor es solo Mío: he aquí una fantasía adolescente, ingenuamente malvada, «filosóficamente» marginal (para andar por casa; un Stirner redoblado). A eso Sartorius, tras pensar en Moscú, confirma: «¡Qué parecidos somos todos!, ¡un único y mismo pus nos recorre el cuerpo!». Ahí los personajes se asoman a corrientes subterráneas más escabrosas que la lucha por el alimento y que involucran la existencia humana: la mismidad egoísta, la unicidad del «yo» cuando todos los demás aparecen como algo inconcebible e imposible, como cosas ajenas y molestas, y además ese instinto terriblemente fuerte por poseer eso otro que acucia nuestro sentimiento y nuestra pasión. Así, poco después, cuando Bozhkó lleva la cuestión de la aflicción personal del mecánico a la presidencia del comité local y le arrima a la mecanógrafa Liza —una rolliza virgen con una comprensión típicamente posesiva del amor— para disiparle el dolor y la nostalgia por Moscú, esa Liza, para que nadie excepto ella atente con su sentimiento y atención contra su amado, como si se tratara de un ser deforme, piensa «en si habría alguna manera indolora e imperceptible de estropear su apariencia». Desea con pasión que Sartorius sea «odioso para todo el mundo», e incluso cuando él sonríe a alguien en sueños a Liza le saltan «lágrimas provocadas por el dolor de los celos y una furia desbordante». No por nada los personajes de la novela, que sueñan con superar la vieja naturaleza del hombre, luchan tanto contra esos sentimientos en su interior y anhelan tanto salir a otro como continuación de su propio «yo», a cierta unidad vagamente ansiada de todos con todos.

«Estoy harto de ser todo el tiempo el viejo hombre natural; mi corazón se aburre»; ese mismo aburrimiento que impregna toda la percepción del mundo y de sí mismo en las obras de Platónov (en este capítulo hasta las lluvias son «aburridas» y Sartorius siente «odio y aburrimiento») es un sentimiento metafísico que revela la extenuación, la carga, lo indebido de una existencia caída y mortal. Los personajes predilectos del escritor (el «pobre espiritual» siempre constituye su núcleo) sienten con agudeza la fundamental y mortal pobreza de la existencia humana y, diríase, anhelan despojarse de todos los velos que suelen enmascararla: por ejemplo, huir de algún lugar destacado, prominente en la vida y buscar el destino terrenal más lamentable, donde no cuenta la belleza de la ropa o de la vivienda; reducirse, en la percepción interior de sí mismos, hasta un «cuerpo monótono», hasta la única propiedad perecedera y temporal, y así mostrar con mayor precisión, sin ninguna ilusión y adorno, la esencia misma de nuestro ser prestado, transitorio, efímero.

Y esa asombrosa percepción interior del aburrido estado de la existencia posterior a la caída es en Platónov profunda y absolutamente seria; es imposible privarlo de ella, y por mucho que se intente distanciar a los personajes de Platónov de él mismo (lo que es incorrecto si se lo lleva al extremo), sus ideas obsesivas, sus arrebatos reformadores no pueden ser desechados como si se trataran de un mero absurdo: sí, pueden verse alterados por los valores de la época, pueden verse enturbiados, pueden adquirir una forma absurda y grotesca, pero el impulso que los mueve es para el propio Platónov absolutamente legítimo y verdadero.

Y el socialismo, para sus personajes, solo se justifica si puede no solo disponer sobre principios más racionales y controlables el mundo social o incluso el espontáneo y natural (en el sentido del «derecho al tiempo atmosférico» de Gorki), sino ante todo regular la triste, lamentable y autodestructiva organización del propio hombre. «De veras —reflexiona Bozhkó—: rehagamos el mundo entero y todo estará bien. ¡Piensa cuánta inmundicia ha calado la humanidad al cabo de miles de años de bestialidad! ¡En algún lugar habrá que meterla!…». Y descubrimos que ese inspirado predicador epistolar de la conciencia mesiánica socialista «hacía mucho tiempo que, en secreto, temía por el comunismo: ¡no fuera cosa que lo profanara el espíritu ajeno que a cada momento se elevaba desde el fondo del organismo humano! En efecto, el antiguo y prolongado mal se había arraigado profundamente en la carne de la vida; incluso es posible que nuestro propio cuerpo no sea más que una úlcera compacta y resistente o una patraña que se separó adrede del mundo entero para vencerlo y devorarlo en soledad…». Por asombroso que parezca, esos ateos y admiradores del nuevo sistema están sorprendentemente cerca de la crítica filosófico-religiosa del ideal socialista, pues superan (a su manera, en sus reflexiones espiritualmente dementes y visionarias) aquello que esta reprochaba a dicho ideal, a saber: el mezquino diagnóstico meramente sociológico de las causas del mal en el hombre. Ellos, como si fueran hombres de conciencia cristiana, están atravesados por la profunda corrupción interior de la naturaleza post-caída del hombre («repugnante», «úlcera», «putridez»), por la fundamental contradicción e imperfección de esta. Sartorius mide el propio éxito o fracaso de la idea mundial y de la práctica del socialismo con una balanza ontológica en la que la pesa del éxito supone una antropología completamente diferente, que incluye también el requisito de la transformación artística de la naturaleza del hombre: «Ahora es preciso comprenderlo todo, porque o bien el socialismo logra llegar hasta el último recoveco del interior del hombre y drenar el pus acumulado gota a gota al cabo de los siglos, o bien no sucederá nada nuevo y cada habitante se irá a vivir por separado, abrigando con cuidado en su interior ese terrible recoveco del alma para otra vez, con voluptuosa desesperación, hincarse los dientes uno a otro y convertir la superficie de la tierra en un desierto solitario con el último hombre arrasado en llanto…».

Entretanto, las deletéreas fuerzas que amenazan constantemente la lamentable e indefensa organización del hombre se han manifestado en la encarnación misma de la vitalidad y de la encantadora humanidad femenina, en la feliz Moscú: en un cerrado paso subterráneo del metro, donde ella trabaja, unas vagonetas se le van encima, la atropellan y le aplastan el muslo derecho. La joven trabajadora es ingresada con una gran hemorragia en el instituto de Sambikin, justamente una noche en la que él está de guardia. El cirujano está sentado ante una mesa sobre la cual yace aquel mismo niño que él había operado, pero que había muerto el día anterior. «Sambikin, en su prolongada soledad, acariciaba el cuerpo desnudo del muerto como la propiedad más sagrada del socialismo, y en su interior se calentaba una pena desierta, no resuelta por nadie». No es casual que precisamente en ese momento su corazón, atravesado por la muerte del niño, realice una corrección fundamental a la idea que ya conocemos: Sambikin ha comprendido que la sustancia vital que investiga, esa «carga no gastada de energía vital», debe intentar dirigirla a la restauración de los propios muertos: «Sambikin estaba convencido de que la vida es solo una de las escasas peculiaridades de la materia eternamente inerte, y que esa peculiaridad se oculta en la estructura más resistente de la sustancia, por eso los muertos, para revivir, necesitan tan poco como antes necesitaban para morir». Antes de que le lleven a Moscú, intenta extraer de la «materia muerta» del niño «esa alegre y poco conocida sustancia reservada para una vida prolongada, pero no acontecida».

Sus ocupaciones parecen una increíble salvajada, algo demencial, sacrílego, grotesco. También luce así, a primera vista, la escena de la amputación de la pierna —oscurecida e hinchada de «sangre muerta»— de Moscú Chestnova. Primero se desarrolla un motivo predilecto de Platónov: las visiones que sus personajes tienen antes de morir o cuando están gravemente enfermos y bajo el efecto de la anestesia, visiones densamente saturadas de una disposición filosófica, del pensamiento del autor. Mientras Sambikin le corta la pierna, Moscú se figura que corre por una calle «hacia un mar vacío donde alguien lloraba por ella», y por el camino la atormentan animales y hombres: los primeros le arrancan pedazos de su carne y se los devoran; los segundos le quitan la ropa, se aferran a ella y no la dejan escapar; sus huesos ya se los empiezan a sacar, entre crujidos, unos niños que pasaban, y ella sigue corriendo y corriendo con el único deseo de «salir ilesa, aunque fuera como un ser insignificante compuesto por unos pocos huesos secos». En esa pesadillesca condensación se le revela a la protagonista la ley de la mutua devoración y sustitución que reina en el mundo. Tal es, en el hombre, la fuerza del ansia interior por existir: salir ileso, no sucumbir, conservar el bien supremo, es decir, la vida, aunque sea en su forma más reducida y lamentable.

Безымянный1Cuando Moscú despierta, ve que solo ha perdido un miembro; el ávido mundo por ahora se ha apiadado de ella y no la ha carcomido hasta los huesos, no la ha podrido hasta convertirla en un polvo ligero e insensible. «Sambikin, inclinado sobre ella, la abrazaba y le manchaba con sangre los pechos, el cuello y el vientre», «le dio un beso en la boca», de la que salía un sofocante olor a cloroformo. Su amor por Moscú es tan exaltado que eso no lo detiene: «Ahora podía inhalar cualquier cosa que exhalara ella». Envía la pierna amputada a su casa, para guardarla como parte de su ser querido, aunque Moscú dice juiciosamente sobre sí misma: «No soy una pierna, ni un pecho, ni un vientre, ni ojos… ni yo sé quién soy…». Y cuando al día siguiente Moscú ya está en el umbral de la muerte («comenzó a tener fiebre y a orinar con sangre»), Sambikin, enloquecido de amor y de un «pesar insoportable», se decide al primer experimento práctico en la realización de su idea: prepara una «misteriosa suspensión» obtenida del «corazón y la glándula tiroides del niño muerto» y la rocía «sobre el cuerpo de Chestnova». Al otro día, el insomne y angustiado cirujano encuentra a una «mujer flaca y trémula», la madre de aquel niño; juntos entierran a este «con el pecho vacío en un ataúd»: su fuerza vital de reserva por ahora no lo ha salvado a él, sino solo a Moscú Chestnova. Nuevos aspectos y profundidades de la existencia humana han alcanzado a nuestro buscador: «Una vida extraña, desconocida, se abría ante él — una vida de pena y del corazón, de recuerdos, de necesidad de consuelo y cariño. Esa vida era tan grandiosa como la vida de la mente y del celoso trabajo, pero más muda».

Volvamos a hacernos la pregunta: ¿en verdad muchos actos de Sambikin son tan extrañamente patológicos y salvajes? Es posible, sí, siempre que permanezcamos en el nivel de la conciencia de la época, que remonta su genealogía intelectual hasta Karl Marx o, ampliemos, hasta la época del Renacimiento y la modernidad; pero basta con dirigirse a la profundidad de los tiempos, a la vivificante mitología antigua, que planteaba los problemas de la vida y de la muerte con un materialismo e incluso un fisiologismo audaz y desconcertante (precisamente en ese estilo creaba a menudo Platónov), para que el aspecto de las cosas cambie de modo drástico. Recordemos el Antiguo Egipto con su asombrosa cultura funeraria y sus mitos de resurrección, la celosa conservación de la integridad del cuerpo de los muertos (momificación). Uno de los argumentos centrales de la mitología egipcia relata cómo el malvado dios del desierto, Set, mató por medio del engaño a su hermano Osiris, lo hizo entrar en un sarcófago, lo cubrió con plomo y lo arrojó a las aguas del Nilo, y que la fiel esposa y hermana de Osiris, Isis, halló su cadáver y extrajo de él una poderosa fuerza vital con cuya ayuda engendró de él a su hijo Horus, quien más tarde resucitaría al padre (según otras versiones del mito, es la propia Isis la que resucita a Osiris). Nuestro Sambikin, en sus búsquedas —con un intervalo de varios milenios—, parece seguir las huellas de la diosa egipcia. Muchos actos chocantes del cirujano de Platónov —con todo su brusco naturalismo y fisiologismo— respiran una antigua mística mitológica, material y corporal. Es imposible comprender las acciones del personaje de Platónov (y, tras él, la idea del autor) dentro de los límites de una conciencia habitual, profana o culturalmente estrecha, que puede sin más calificarlas de enfermedad, patología, necrofilia. Hay que tener en cuenta un hecho de capital importancia: la necrofilia, como se sabe, es movida por la pulsión de muerte y destrucción, mientras que Sambikin, por el contrario, es movido por el impulso de restauración y resurrección, de transformación del cuerpo humano.

¿Y acaso toda atención amorosa o compasiva hacia un cadáver es indicio de necrofilia? Recordemos —salvando todas las infinitas distancias y proporciones— el supremo modelo del Dios-Hombre: las lágrimas y la aflicción de Cristo al ver a Lázaro, ya en descomposición, antes de realizar su gran obra de resurrección, una de esas obras de sanación del ser mortal y natural de las que dijo: «El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre»,[13] mostrándolas por tanto como una misión a una humanidad sobre la que se ha derramado la gracia y ha emprendido el camino de la divinización. Es cierto que, en el caso de los personajes-reformadores de Platónov, en ello reside toda la dificultad; Cristo dijo: «El que cree en mí», es decir, quien actúa dentro del flujo de la gracia divina, en cooperación con Dios, mientras que aquí la instancia divina ha desaparecido por completo (mejor dicho, ha sido eliminada de la conciencia por las enseñanzas de la época); de ahí esa aburrida languidez, ese fondo angustiante y desesperanzado propio de la pérdida de la gracia de Dios, de la cotidiana falta de fundamento, casi del abandono existencial y del absurdo sobre el cual se elevan y se precipitan con tan poca convicción todas las osadías ontológicas de los personajes.

Hacia el final de la novela, en rigor, lo que queda es ese único fondo, ese «deprimente proceso de invariable existencia». Si al comienzo se manifestaba por aquí y por allí una alegre y elevada melodía de entusiasmo —los jóvenes constructores, la intacta energía de la transformación, los sueños, la mirada al horizonte: todo lo podremos—, poco a poco la vida mortal, las leyes del mundo material y físico doblegan a todos y sobreviene un proceso de despojo de sí, de retiro de la actividad, de olvido, de desilusión, de decadencia. Eso lo veremos literalmente en todos los personajes de la novela. Además, el escritor comprimió ese proceso en los dos años que dura la acción.

Por un tiempo, Semión Sartorius intenta inscribirse en el habitual destino de la felicidad humana con la mecanógrafa Liza («vivió con ligereza e incluso alegría, entregándose al amor, a visitar teatros y a placeres corrientes»). Pero ya hacia el invierno, cuando Moscú sufre el accidente, dejan de interesarlo las balanzas y las estrellas que había aprendido a «pesar a la distancia»; sin embargo, no muere en él la atracción por «el misterio de la vida humana», la necesidad de «hallar para cada cuerpo humano una vida grandiosa e inexistente» (si bien todo ello no es sino un sueño interior diríase ya poco eficaz). Paulatinamente, Sartorius es olvidado por sus antiguos camaradas, pierde «la fama de ingeniero de toda la Unión Soviética», lo echan de su lugar de residencia y se instala en una dependencia de poca importancia, donde sofoca mecánicamente con el trabajo «ese doliente y tedioso sentimiento» que aún experimenta por Moscú Chestnova, que para él ha desaparecido en la realidad; solo la ve en sueños, «lamentable o ya fallecida, inmersa en la pobreza en vísperas de su sepultura», es decir, en su última verdad, desprovista de todos los velos, en su último resto sobre la tierra. (Advirtamos este constante motivo platonoviano). En la proximidad amorosa con Liza huye «de una angustia insoportable, solo para agotarse y cambiar de pensamientos»; después «dormía por largo tiempo, con el corazón macilento, y se despertaba en manos de la desesperación. Moscú Chestnova tenía razón: el amor no es comunismo (el futuro) y la pasión es triste».

Este motivo, que ya hemos analizado, sigue desarrollándose y profundizándose, hasta convertirse temporalmente en el elemento argumental que da forma a la novela; gira alrededor de Moscú como la encarnación de la irresistible atracción femenina. Entretanto, al cabo del invierno, el amarillento y reseco cuerpo de la protagonista se ha ido lentamente expurgando para la vida, para un nuevo renacimiento primaveral — junto con la naturaleza que está fuera de la clínica, con «las ramas flacas y desnudas de un árbol del patio del hospital». A finales de abril, Sambikin la lleva a su casa «con unas muletas nuevas y resistentes» (Moscú no tenía adónde ir, aunque en su fuero interno había decidido que, en tanto «mujer coja», ahora se casaría con Komiaguin), y luego al sur, al mar. Pero aquí también, a pesar de su prótesis y de su bastón, Moscú se ve rodeada por «la atención […] de hombres que habían engordado durante su descanso»; es tal el agitado y erótico enjambre que arrastra con ella que los hombres escriben en su bastón sus iniciales y «símbolos de alocadas pasiones» que solo delatan «cómo querían hacerle hijos». Incluso un viejo montañés que ha quedado embelesado con el encanto de Moscú le lleva, en un día de primavera, una cesta de uvas que ha conseguido fuera de estación y satisface así uno de esos súbitos y fuertes antojos que la joven ha empezado a tener después de la enfermedad, y que se manifiestan en impaciencia «por cualquier tontería»; además, le entrega un trapito con una uña de su dedo gordo y le explica así su extraño regalo: «Tengo sesenta años, por eso te regalo mi uña. Si tuviera cuarenta, te habría traído mi dedo, y si tuviera treinta, me habría quitado también la pierna que a ti te falta». De esa manera tan intensa, elegantemente caucasiana y apasionadamente alegórica se manifiesta una y otra vez el enorme poder de la atracción amorosa por la otra bella mitad, incluso en los hombres íntegros y cercanos a la naturaleza. También conoce el tormento del amor una hijo de la ciudad, el cirujano Sambikin: «Las entrañas le dolían como si se estuvieran pudriendo despacio, y en su vacía cabeza se consumía de pena un único e indigente pensamiento: el amor al empobrecido y tullido cuerpo de Moscú»; deambula horas enteras en un bosque de montaña, rogando «a toda la naturaleza que lo soltara y le diera por fin reposo y capacidad de trabajo», hasta que al fin traslada su penoso sentimiento del corazón a la cabeza en calidad de «enigma intelectual» y abandona a Moscú para dedicarse previamente —hasta el posible y ya eterno reencuentro con ella («hasta la mortal cremación»)— a su desentrañamiento: «Resolver por separado el problema del amor en su conjunto».

En ese estado de «abismada meditación sobre las tareas más importantes de la humanidad» para alcanzar «la claridad universal y el acuerdo en todos los puntos de la felicidad y el sufrimiento» encuentra a Sambikin en un día de invierno (de modo que ya ha transcurrido más de medio año desde el viaje al Cáucaso) Semión Sartorius, quien ha ido a verlo ya desesperado por encontrar a Moscú (ella «no estaba en ninguna parte: ni en persona ni en los informes del registro de domicilios»). Ahí se entera, por boca del cirujano, de que Moscú se ha casado finalmente con Komiaguin e incluso ha cambiado de apellido; luego de obtener sus señas, se dirige a aquel mismo patio en los meandros del barrio Baumanski donde alguna vez Moscú buscó al reservista. El Instituto de Medicina Experimental, recién acabado de construir, reluce al otro lado de la cerca con sus luces eléctricas, mientras que el viejo violinista —como todo en el mundo de esta novela— ha llegado al fondo de su decadencia: ya no toca para los hombres, permanece sentado con su gorro y el arco y pide limosna para su jubilación.

Sartorius entra en el pasillo del edificio comunal y se detiene ante la puerta del departamento de Komiaguin; al igual que otrora Moscú, se apoya contra un caño de desagüe. Lo que sucede en la vivienda del reservista lo oímos a través de sus oídos. Toda la escena, que abarca el penúltimo capítulo, el decimosegundo, es acaso la más teatral y expresionista de la novela, la cima de su poética grotesca y demencial-visionaria. Oímos las conversaciones de Moscú con su «marido y compañero de cuarto»: descubrimos que es él quien corría con una antorcha en aquella oscura noche de octubre, con un cielo «tan bajo que no había cómo… respirar…». Se desbarata así todo el carácter heroico y trágico de la profunda impresión infantil: resulta que todo era mucho más prosaico y que el prototipo real de ese trauma no era en absoluto un mártir que sucumbía, sino ese hombre lamentable y desgastado que estaba a su lado («ahora estás quemado y chamuscado»), lo que él mismo reconoce sin problemas: «Estoy desapareciendo. Soy una vieja canción. Mi itinerario llega a su fin. Pronto caeré en el barranco de la muerte personal». Moscú (a la que Komiaguin llama «Musia») no deja de chirriar y hacer ruido con su pierna de madera, resopla cuando se desviste para dormir, injuria con las palabras más soeces a su marido («eres un ciego entre ortivas»), no lo deja acostarse a su lado («¡ahora verás cómo te acaricio! —respondió amenazante Moscú—. ¡Te aplastaré con mi pata de palo si no espichas!») y le exige que se retire voluntariamente de la vida («Ya deja de vivir. Muere como un héroe —propuso Moscú, tenaz como una serpiente»). Komiaguin se comporta con mucha mansedumbre, está dispuesto a morir en el acto, pero antes, es cierto, verifica por si acaso sus bonos del Estado: no sea cosa que haya ganado una suma importante y pueda darle a su vida un cauce más correcto y acabado. Como un condenado a muerte, recibe un poco de tiempo y recuerda el pasado, pero nada surge en su memoria, excepto la monótona sucesión de estaciones del año y del tiempo. Le pide a su Musia que le cubra bien la cabeza con una gruesa frazada y se la ate debajo con una soga para que no se deslice. Haciendo sonar su pierna de madera y lanzando suspiros, Moscú realiza con sencillez y naturalidad esas extrañas acciones y se acuesta a dormir.

El enamorado mecánico pasa toda esa delirante noche en el pasillo y se convierte en testigo no solo de los acontecimientos que se desarrollan en el departamento de Komiaguin, sino también de la baja vida colectiva en el edificio comunal: en un lugar se oyen «los regulares sonidos de una cópula», sisea el depósito de pared del excusado, por los tubos de desagüe corren espasmódicamente torrentes de inmundicias, un solitario inquilino grita en medio de una pesadilla, mientras que alguien le reza a Dios y le pide «algo fáctico» (así se despliega uno de los motivos de la vida de la gran ciudad, pero no en un panorama general, como en otros pasajes de la novela, sino, por así decir, en un enfoque estrechamente uterino). Sartorius sufre con paciencia y solo aguarda a que Komiaguin muera para poder entrar, ver a Moscú y estar a solas con ella, como alguna vez lo estuvieron en las afueras de la ciudad. Y cuando eso sucede, nosotros junto con él no solo oímos, sino que también vemos esa puesta en escena guiñolesca: arde la radiante luz eléctrica; Moscú está en la cama, bajo una sábana; en el suelo, sobre una yacija hecha con viejos periódicos «Izvestia» de 1927, yace inmóvil Komiaguin, envuelto hasta la cabeza en una frazada y con los dedos y los talones asomándole por las medias agujereadas. Sartorius toca esos dedos y talones: sí, están helados, «debe estar muerto», y se echa en la cama para abrazar a Moscú.

Moscú ya está algo quebrada y endurecida por la vida; su imagen pierde esa anterior y triunfante luminosidad; se llama a sí misma «coja, flaca y psíquicamente enferma» (explicándole así a Sartorius por qué «sentía vergüenza de vivir entre sus antiguos amigos, en una ciudad compartida y bien ordenada», y que «por eso decidió ocultarse en casa de su pobre conocido para esperar un tiempo y recuperar el ánimo»); en especial, es en su trato a Komiaguin cuando su imagen se convierte, diríase, en la hipóstasis de una mujer infame, arpía, «escarnecedora», casi de una Baba Yagá con su pierna de hueso. Pero, para Sartorius, ella es «la anterior y amada Moscú, aún más entrañable e íntima», y se alegra de que «su felicidad y fama se hubiera provisoriamente detenido»; pasa la noche con ella, que ora llora, ora se avergüenza y oculta su pierna de madera; cuando Moscú despierta, su rostro luce «encantador», «pacífico y bueno como el pan».

El cierre estrafalario y bufonesco del episodio lo marca el renacido o, mejor dicho, nunca muerto Komiaguin (se las arregló para no asfixiarse bajo la frazada), que permanece pacientemente acostado en el suelo, sin moverse y sin sentir envidia, «testigo del amor nuevamente realizado de Sartorius»; a la mañana, sin embargo, se ha «congelado» y le pide a Musia que lo deje acostar a su lado, a lo que ella «abrió un ojo y dijo: “¡Bueno, ven!”». «Komiaguin empezó a librarse de la sofocante frazada; Sartorius desapareció tras la puerta en dirección a la ciudad, sin despedirse». El absurdo teatro de esta escena de la novela, con su comicidad cruel y fácil de decodificar —la esposa está con un amante en su cama mientras el marido se ahoga en un rincón— representa el motivo más importante de la novela, que el protagonista al final resume así para sus adentros: «Sartorius comprendió que el amor proviene de una pobreza universal que aún no ha sido erradicada e impide hallar un destino mejor, superior».

Aquí Moscú, mutilada, «psíquicamente enferma» y caída en la condición de lamentable decorado vuelve a estar en su línea argumental principal, que ya hemos mencionado anteriormente. En efecto, ella no es una inventora como Sartorius ni una experimentadora con el cuerpo humano como Sambikin, sino una singular hipóstasis femenina de un nuevo personaje que anhela una feliz vida en común. Y su principal puesta a prueba es esa fusión física y amorosa que le proponen los hombres. Ella siente más agudamente que los demás la imperfección del amor sexual, que no alcanza el objetivo deseado. La desunión de las personas no desaparece, como tampoco lo hace (sobre todo en los hombres) la angustia del amor, la insaciable ansia de una unión transformadora con la otra mitad infinitamente amada. Y después los personajes se separan — con profundo pesar, vergüenza, aburrimiento. Cuando Komiaguin, refiriéndose a sus frecuentes amoríos con mujeres, dice: «¡Eso no era felicidad, sino la pobreza de la mera sensualidad! El amor es una necesidad amarga y nada más», Moscú, en medio de una ráfaga de insultos al marido, reconoce por única vez: «¡Pues no eres tan estúpido, Komiaguin!».

Sí, Komiaguin no es nada estúpido, e incluso es profundo a su manera, revelando con su persona una singular variante pacífica de la rebelión metafísica contra las leyes de este mundo natural, mortal y aburrido. Recordemos a esos rebeldes de Dostoievski que, si bien en una nota mucho más desgarradora y estridente (por ejemplo, Ippolit Teriéntiev de El idiota), se niegan categóricamente a aceptar la existencia «en unas condiciones tan burlonas» en las que cierta «armonía del conjunto» va acompañada de su definitivo aniquilamiento personal. He aquí las reflexiones lógicamente «irrebatibles» del suicida ideológico del artículo «Sentencia» (Diario de un escritor, octubre de 1876): «¿Qué derecho tenía esta naturaleza de hacerme venir al mundo, como consecuencia de ciertas leyes eternas, […] consciente, por tanto, sufriente? […] Yo no puedo ser feliz […] puesto que sé que mañana mismo todo esto será destruido: yo, toda esta felicidad, todo el amor, toda la humanidad se convertirá en nada, en el anterior caos»,[14] lo que lo lleva a decidir aniquilar, si no la naturaleza (cosa que, por desgracia, no está en su poder), al menos «a mí mismo, únicamente a causa del aburrimiento de sobrellevar una tiranía en la que no hay culpable».[15] Komiaguin también, a su modo, devuelve el billete de la existencia humana «consciente, por tanto, sufriente», ya que sistemáticamente, con sus propios medios, sofoca esa conciencia cultivando una vida semianimal y está dispuesto, como acabamos de ver, a retirarse por completo de ella.

En el último capítulo de la novela, Sartorius encuentra por azar a Komiaguin en el ajetreo de la plaza Kalanchióvskaia. En la escena que acabamos de describir ellos no se han visto, si bien estaban juntos en una íntima comunión con un mismo ser, de modo que, cuando «un hombre nebuloso» se dirige a Sartorius para pedirle que le indique dónde se halla la fábrica de ataúdes más cercana, este solo recuerda haber oído en alguna parte aquella voz. Ante la curiosidad de Sartorius, el desconocido muestra el documento, donde figura su apellido, Komiaguin, y su ocupación, jubilado, pero ese apellido no le dice nada al mecánico. El ataúd, según le explica el transeúnte, lo necesita no para un ser querido —su esposa vive, solo que lo ha abandonado (última noticia que tenemos en la novela acerca de Moscú, a quien no reconoce ya el propio Sartorius) y otra vez se ha marchado hacia los confines de la vida—, sino para sí mismo, ya que desea conocer por anticipado y con lujo de detalles «todo el itinerario de un difunto» para averiguar con precisión «qué arroja el balance de la vida: dónde y según qué formalidades se produce la definitiva exclusión de un hombre de la plantilla de ciudadanos». «Quiero recorrer de antemano ese itinerario —espeta su pensamiento a ese hombre que ha encontrado en la calle—, desde la vida hasta el completo olvido, hasta la liquidación absoluta de cualquier ser». He ahí lo más terrible que espera a todos, la «liquidación absoluta»; la sociedad se libra de uno mediante un rápido ritual, y haya uno vivido o no, las olas de la vida se cierran sobre el difunto, que no ha dejado en la superficie nada del hombre que ha sido. Cualquier ciudadano normal ahuyentaría como sea un pensamiento semejante, tratando de aferrarse de algún modo a la existencia: ocupaciones, realizaciones, hijos… (pero ¿dura mucho esa protección?); en cambio, nuestro lamentable Komiaguin, que no es sino un metafísico estoico y temerario, no deja de repetirse que precisa y literalmente será así, que desaparecerá como si nunca hubiera existido. De esta manera, en la última ocasión en la que la novela se detiene en el destino de este personaje bastante importante vemos su esencia: la oculta y profunda ofensa por el orden mismo de la existencia, por el sino de desaparecer sin dejar huella, ofensa que aquí adquiere una forma en apariencia resignada, pero que en realidad es demencial y visionariamente acusadora. Dicha ofensa es común a Komiaguin y a los personajes-reformadores, solo que en el primero, a diferencia de los segundos, carece de toda esperanza y osadía por cambiar el orden de las cosas en el mundo cósmico y humano.

Es interesante que Semión Sartorius, el último personaje con el que nos deja Platónov en el capítulo final de Moscú feliz, encuentra su variante personal de comunión con esa mayoría de seres vivientes que se pierden en el anonimato y desaparecen sin dejar rastro. Inmediatamente después de su amor con Moscú en la cama de Komiaguin siente de un modo singular su soledad, su desunión con esos millones de personas que ya «se movían en las calles, llevando en su interior una vida diversa», así como su inalterable reclusión en su «monótono cuerpo», que puede con facilidad «yacer en un rincón» como el supuestamente difunto Komiaguin. Entonces a Sartorius se le ocurre un nuevo pensamiento: la posibilidad de ampliarse y superarse, «debía investigar en toda su extensión la vida corriente mediante la transformación de sí mismo en otras personas», mediante la penetración «en todas las almas ajenas». A través de sus ojos surge la imagen de Moscú, ya no de la mujer, sino de la «amada ciudad» (por lo demás, el vínculo entre ambas es evidente; según una de las variantes de la novela, el padre le da ese nombre a la hija justamente en honor a esa «ciudad maravillosa […], hogar central, hogar de la patria»), ciudad «que crecía a cada minuto hacia el porvenir, agitada por el trabajo». Si tan solo pudiera aprender de esa fuerza de autosuperación y renovación; y Sartorius resuelve: «Seré como la ciudad de Moscú».

Deja a la mecanógrafa Liza, el trabajo en el trust de pesas y balanzas (tanto más por cuanto esa dependencia ha sido felizmente cerrada), pierde de pronto la vista (los médicos que le lleva Sambikin consideran que la causa de su afección reside «en las recónditas profundidades del cuerpo, quizás en el corazón») y, luego de pasar un mes entero en su casa, en un proceso de «indefinida transformación», sale al mundo con una nueva y «afectada vista» y una firme resolución. Deambula por la ciudad, llevando «su cuerpo como un peso muerto, como algo fastidioso, triste y transitado hasta su pobre final»; examina sin cesar los rostros de las personas que le salen al paso, midiendo en quién convertirse: «Lo abrumaba, como un pálido placer, la vida ajena oculta en un alma desconocida», e intenta imaginársela en su cabeza y sentirla en su corazón.

El motivo del retiro en el otro, de la comunión con la suerte del más pequeño y olvidado (hasta la adquisición, que en la novela se realiza literalmente, de un nombre y un destino ajenos), se convierte en el principal elemento configurador de la trama del capítulo final de la novela. Por su contenido, ese motivo es muy complejo, variado y heterogéneo: el impulso de retirarse en la existencia del tú, muy importante a la luz de las supremas aspiraciones conciliares a un mundo transformado; el sentir al otro no como una cosa ajena, cuando no hostil, sino como a sí mismo, pero juntos —en la variante radical de Sartorius—; la huida de sí mismo, el deseo de esconderse de la propia tragedia existencial-mortal, de la propia tarea; por último, un elemento de psicoterapia personal de Platónov transferida al personaje en unos años en los que, quizás, lo más seguro era desaparecer y esfumarse en un Gruniajin cualquiera. Un subtexto bastante siniestro se desliza como la enorme sombra de un atento comendador justamente en el lugar y en el momento en que el antiguo y gran inventor imagina en quién sumergirse, en quien reencarnarse: «Un Stalin modesto y sonriente custodiaba en las plazas y calles todos los caminos abiertos del fresco y desconocido mundo socialista — la vida se extendía hacia una lejanía de la que no había retorno».

Sin embargo, el estrato metafísico más profundo de este motivo se manifiesta en la escena de la visita de Sartorius al mercado Krestovski, que adquiere la forma de un brillante estudio lírico-grotesco. El autor presenta el rastro como el último y lamentable sumidero de existencias humanas ya indiscernibles que han dejado tras de sí solo objetos sueltos y anónimos que pasan de mano en mano, desde aquellos que han «perdido su sentido de la vida —batas de ciertas mujeres extraordinarias, sotanas de pope, cuencos decorados para bautizar a los niños, levitas de gentilhombres fallecidos, dijes para relojes de bolsillo» hasta «prendas de personas que habían muerto recientemente […] y ropa infantil destinada a niños que habían sido concebidos», pero que no habían nacido por cierta causa. Se describe en detalle una hilera especial en la que se vendían retratos «de mercaderes hacía mucho tiempo fallecidos y novios y novias de ciudades de provincia»; esos retratos atraen particularmente la atención del personaje, que permanece largo rato ante ellos, examinándolos e imaginándose cómo sus lápidas «servían ahora para pavimentar las veredas de las nuevas ciudades y una tercera o cuarta breve generación pisaba en algún lugar la inscripción» con sus nombres completos, patronímicos y apellidos, la indicación de su antiguo lugar en la vida y epitafios ingenuos. Lo que Sartorius hace después de comprar en el mismo mercado un nuevo documento a nombre de cierto «Semión Ivánovich Gruniajin, treinta y un años, oriundo de Novi Oskol, empleado de comercio, comandante de un pelotón de reserva», es literalmente la realización, si se quiere, de un gesto simbólico de comunión con esa mayoría de la humanidad cuya última inscripción funeraria (cierta «doncella Anna Vasílievna Strizhova» o «Piotr Nikodímovich Samofálov, mercader de la segunda categoría de la ciudad de Zaraisk») ya ha sido borrada o pronto lo será por los pies de las nuevas generaciones. En el sistema del ideal creador de vida y resucitador del escritor aquí hay también una rebelión interior inconscientemente realizada por el personaje de la novela contra el ideal de la inmortalidad cultural —el único por ahora aceptado y respetado por la humanidad—, que salva del olvido solo a unos pocos destacados y elegidos. Ese sorprendente arrebato de agarrar y saltar del tren de la vida, que quizás lo conduzca a uno a la gloria, en cualquier apeadero abandonado y desaparecer allí sin dejar rastro («¡ahora me ocultaré y desapareceré en medio de todos!»: así suena ello en el alma de la antigua celebridad de la ingeniería), ese arrebato aparece más de una vez en la obra de Platónov y constituye uno de sus motivos permanentes.

Aquí, en Moscú feliz, Sartorius convierte voluntariamente su vida en una ilustración de ese arrebato: un inventor mimado por el país, en el umbral de su fama mundial, se retira del brillante y visible proscenio, se oculta en un rincón de servicio de poca importancia y luego se despoja por completo de su ampuloso nombre teatral, latino, para desaparecer bajo el opaco y vulgar apellido de Gruniajin. Así comienza su segunda vida: entra a trabajar, como corresponde a un «empleado de comercio», en el sector alimenticio, en una «fábrica insignificante de Sokólniki», donde se desempeña «con honestidad y celo», y por las noches, «agobiado por la soledad y la libertad», deambula por los bulevares, importuna de vez en cuando a las nocturnas y soñolientas cobradoras de los últimos tranvías con un pedacito de «amor privado y fugaz que no dejaba huellas». Poco a poco se va entusiasmando también con su trabajo (hace toda clase de perfeccionamientos y arreglos) y con el ocio cultural: colecciona y lee libros de filosofía, comienza a preocuparse por su aspecto y la comida e incluso a «soñar con una esposa afectuosa, única». El destino de Gruniajin hace valer cada vez más sus derechos, si bien él trabaja por cierto tiempo como un humilde ingeniero de guardia valiéndose de los conocimientos de su anterior existencia.

Sin embargo, la vida no tarda en plantear al Sartorius que aún queda bajo Gruniajin una nueva elección. En su colectivo de trabajo ha ocurrido un drama: cierto buen mozo, el montador principal Kostia Arábov, «prendado de la jefa de brigada, una francesa de la Juventud Comunista llamada Katia Bessonet-Favor», abandona a su esposa y a sus dos hijos de once y ocho años y el mayor de ellos se pega un tiro «con el arma de un vecino». Como explica Gruniajin a la conmovida francesa que ocasionó la separación: «La naturaleza es más seria; no se anda con trucos», y es imposible engañarla por medio de astucias; Kostia colocó en un extremo de la palanca un poco del «oro gratis» del amor de una bella muchacha y, para alcanzar el equilibrio, necesitó «una tonelada entera de tierra de cementerio que ahora cubre y aplasta a su hijo…». Y he aquí que el propio Gruniajin se lanza a equilibrar algo en el tenebroso pesar ajeno: le propone casamiento a aquella madre desconocida, abrumada por la vida, exasperada y abandonada y se queda a vivir con ella. Esa mujer, Matriona Filíppovna Cheburkova, «de rostro feo y absurdo hasta la lástima, […] ojos descoloridos, mudos por el solitario esfuerzo de los quehaceres domésticos», pechos flácidos y huesudo cuerpo de hombre, con un dolor inconsolable por su hijo (en el cual, sin embargo, hay cada vez más «una oscura embriaguez con su propia aflicción»), evacua en su inesperado marido «su propia irritación y desdicha», es enfermizamente cruel y exigente con él, lo golpea con lo primero que encuentra a mano tan pronto como él llegue un poco tarde del trabajo. Encima el segundo hijo, Semión, que a su corta edad ya ha visto mucho en la vida, lo trata con rigor y lo amenaza con «clavarle una lezna en el vientre» si no se porta bien». Faltaba menos: el pequeño es una persona seria; un domingo va a ver con su padrastro una comedia soviética y la critica porque «para él esos problemas eran ínfimos; él mismo había soportado más». En ese estado de voluntaria humillación de sí mismo, de ascesis filosófica, en la forma de la más módica y tétrica existencia humana, abandona Platónov a su personaje en el final abierto de Moscú feliz. Y he aquí el último pensamiento y sentimiento que el escritor consideró necesario compartir con su posible lector futuro para despedirse de él. Iván Stepánovich Gruniajin (ex-Sartorius, cuyo apellido por línea paterna, como aparece ya al comienzo de la novela, es de origen campesino: Mascabarba), se inclina sobre su esposa, que está durmiendo, y observa «todo lo indefensa que era, su rostro lastimeramente contraído en un angustiado cansancio, mientras sus ojos estaban cerrados como si fueran buenos, como si en ella, cuando yacía sin conciencia, descansara un antiguo ángel. Si toda la humanidad yaciera y durmiera, por su rostro sería imposible conocer su verdadero carácter y sería posible engañarse». Ese buen sentimiento y ese pensamiento triste, que ponen convencionalmente un punto provisional a la novela, son partes de ese enorme metatexto que representa toda la obra de Platónov.

¡Qué significativo y brusco contraste entre el comienzo y el final de Moscú feliz, contraste ligado a la metafísica del destino humano y al examen de los valores de la época! Al inicio, vuelo, entusiasmo, planes y obras; luego van irrumpiendo fuerzas externas deletéreas y fuerzas internas irracionales. Todos los personajes de la novela conocen una u otra forma de menoscabo y decadencia: la mutilada Moscú, tras pasar por humillaciones y decepciones, desaparece en alguna parte; Sambikin queda rígido en el pasmo de su idea fija; Bozhkó se casa con la mecanógrafa Liza, abandonada por Sartorius; el propio Sartorius-Gruniajin se convierte en el sumiso pollerudo de su desdichada y arpía mujer; Komiaguin se compra un ataúd y se prepara para su completo aniquilamiento. A pesar de que la novela está imbuida del espíritu y de detalles propios de su tiempo, creemos que constituye, ante todo y desde el punto de vista formal, un fragmento único, íntegro y acabado del universo metafísico de Platónov. Como en ninguna otra parte, en sus motivos se reconoce una psicoterapia lírico-poética, un intento del escritor de librarse de sus traumas espirituales en un tiempo en el cual, en su libro de notas, podía aparecer la siguiente reflexión: «La tragedia del desplazado, la tragedia del “abandonado”, del innecesario cuando se construye un mundo brillante, la tragedia del “jubilado”, ¡es un gran tormento!».[16]

Los trece capítulos de Moscú feliz condensan la enorme riqueza —que aún estamos lejos de abarcar— de los motivos lírico-filosóficos de la creación de Platónov, muchos de los cuales, como hemos visto, están aquí expuestos con una audaz profundidad reflexiva y una estética expresionista, con una mirada estereoscópica que no teme no poder dar cuenta de su visión, puesto que la realidad, la vida y la naturaleza son siempre más profundas, complejas y vastas que cualquier modo de abordarlas y que cualquier osadía, incluso de la más bienintencionada.

Notas

[1] Capítulo del libro Юродство проповеди. Метафизика и поэтика Андрея Платонова, Москва, ИМЛИ РАН, 2020, pp. 121-164 [La santa locura de la prédica. Metafísica y poética de Andréi Platónov, Moscú, Instituto de Literatura Mundial de la Academia de Ciencias de Rusia, 2020]. Agradecemos a Anastasia Gácheva por la gentil autorización a su publicación.

[2] Литературная газета, № 6, 5 de febrero de 1992.

[3] «Страна философов» Андрея Платонова. Проблемы творчества. Вып. 3. / Ред.-сост. Н. В. Корниенко. М.: ИМЛИ РАН, Наследие, 1999. Las citas de la novela Moscú feliz corresponden a la edición académica incluida en esa edición.

[4] А. К. Горский — О.Н. Сетницкой и Е. А. Крашенинниковой. 5 декабря 1938 // Горский А. К. Сочинения и письма: В 2 т. М.: ИМЛИ РАН, 2018, pág. 594.

[5] Ibid.

[6] Aquí y en adelante, la cursiva es mía. [Nota de la autora]

[7] Бердяев Н. А., Истоки и смысл русского коммунизма, М.: Правда, 1990, pág. 118.

[8] Ibid.

[9] La autora enfatiza un matiz semántico de la palabra francesa «étranger»: «ajeno». En castellano, la obra de Camus es conocida como El extranjero, lo que no deja de ser problemático. [N. del T.]

[10] Así se denominaba al trabajador que superaba la norma de producción asignada. [N. del T.]

[11] Соловьев В. С., Сочинения: В 2 т., Т. 2, pág. 540.

[12] Ibid., pág. 547.

[13] Juan 14, 12.

[14] Достоевский Ф. М., Полн. собр. соч.: В 30 т., Т. 23. Л.: Наука, 1981, pp. 146-147.

[15] Ibid., pág. 148.

[16] Платонов А. П., Записные книжки. Материалы к биографии / Публ. М. А. Платоновой, сост., подгот. текста, предисл., примеч. Н. В. Корниенко. М.: Наследие, 2000, pág. 183.

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