La llave perdida, o what is done, that is done. Cuento de preguerra.

Slava Serguéiev (Sobre el autor)

Traducción: Alejandro Ariel González

(Primera publicación en ruso: Slava Serguéiev, El viaje de Fomá, Moscú, 2019).

1

Esto sucedió a principios de septiembre de dos mil… bueno, digamos catorce, en el Día de la Ciudad.

En general, no soy aficionado a esa clase de eventos multitudinarios, pero la última y la anteúltima vez el Día de la Ciudad en el centro de Moscú no estuvo para nada mal. Puestos de libros viejos en los bulevares, intervenciones de poetas, jazz del bueno; en los cafés, un público correcto, no agresivo, sin esa insolencia pagada de sí misma y, aunque no tengo nada de snob, sin esas multitudes de yahoos[1] con banderas, torsos desnudos, tatuajes en las mejillas y las correspondientes expresiones en sus caras y en sus palabras… Los yahoos pasean en Sokólniki,[2] en el Parque de la Victoria y más hacia el «perímetro», como se decía en una famosa novela fantástica de Harry Harrison…

Se dice que todo ese esplendor se debe al hoy retirado K., exvicealcalde de cultura, pero yo entiendo poco de intrigas políticas, así que guardaré silencio.

Creo, sin embargo, que el asunto no se reduce solo a K…

Es verdad que alguien ya ha dicho en Facebook que el centro de Moscú es una suerte de gueto para hámsteres de oficina a fin de que no nos enfademos demasiado y no marchemos a la avenida Sájarov o a la plaza Bolótnaia,[3] pero diré: ¿y eso qué tiene? A la avenida Sájarov vamos a seguir marchando, y el hecho de que las autoridades de la ciudad no sean tan descaradas como en el gobierno del maestro Luzhkov,[4] ¿tiene acaso algo de malo? En tiempos de los zares también hubo distintos gobernadores de la ciudad, y algunos de ellos, según los recuerdos de los contemporáneos, gozaron del afecto de los moscovitas.

Pues bien, a eso de las siete de la tarde llegué a uno de esos establecimientos del centro calcados «a la francesa» al que suelo acudir. Por suerte, en la calle encontré una mesa libre; me senté, pedí un café, me respaldé y suspiré… «Qué bien», pensé. O, más precisamente: «Nada mal». El incipiente crepúsculo, el aroma a hojas secas que llegaba desde el bulevar, los rostros agradables alrededor, las casas antiguas: si no del todo Europa, sí la Rusia de antes, esa que, al parecer, hemos perdido. Podría fantasearse así: estoy en Moscú… ella es eterna, y ha soportado tanto y a tantos que dan ganas de desentenderse: príncipes, mongoles, polacos, zares, Napoleón, secretarios generales… Y también soporta a los de hoy, qué se le va a hacer. Todo pasará, se convertirá en polvo… etcétera.

Y, si se lo mira así, tanto mejor. Uno se siente más tranquilo. Sobre todo si en ese momento no piensa en absoluto en la política y en que «allá lejos hay combates sangrientos»…[5] Pero en ese momento ni siquiera deseaba pensar en eso, ya que la conciencia (o un demonio) sugieren una pajita salvadora a la cual aferrarse: «¿Y yo qué puedo hacer?»

¿Yo voté por Pu? Nunca, ni siquiera la primera vez. A la avenida Sájarov suelo marchar, aunque últimamente comprendo que, en cierto sentido, eso no sirve de nada. Pero ¿marcho? Sí, marcho. ¿Qué más quieren?…

Tomé el café, fumé un cigarrillo (alejándome un paso de la terraza, ya que respetamos la nueva ley; eso tiene un aspecto estúpido, pero no olvidemos que muchas cosas hoy tienen un aspecto estúpido). ¿Recuerdas cómo en los tiempos soviéticos, cuando eras un escolar, escondías el cigarrillo en la manga? Recuérdalo mejor: todos nosotros somos ahora un poco «escolares» delante de un maestro severo. Aunque ya Herzen escribía que «todas las restauraciones, todos los restablecimientos han sido siempre una mascarada».[6] Esto también vamos a tenerlo en cuenta, ¿de acuerdo? Me quedé sentado un rato más, mirando a las mujeres que pasaban…

Después pagué, fui al bulevar, caminé a lo largo de las filas de libros, compré uno. Era bueno: las memorias del poeta Evgueni Rein, amigo de Brodski. Ya no todos se acuerdan; Rein ahora es casi un clásico; pero en la época soviética era un semidesdichado; su primer libro de poemas, diminuto, salió apenas en 1987, cuando había cumplido 46 años; si bien no era disidente, sencillamente trataba «con aquellos con los que no había que tratar»… «Pushkin ya hacía nueve años que yacía en la tumba; Lérmontov, diecinueve, y yo publiqué mi primer librito, delgadito, como el de un muchacho…», me dijo con ironía. (Alguna vez tuve el placer de conversar largo rato con él, de hacerle una entrevista para un medio gráfico). Tiene la mirada adusta y penetrante, suele decir cosas absolutamente implacables, pero su principal virtud es que las dice tranquilo, sin esa histeria que a veces se encuentra en los opositores «profesionales», histeria que no hace más que reforzar el atontamiento y la confusión general…

También quise comprar en los puestos un libro grueso de Leonid Dobichin, una edición de los años 1990, pero escatimé el dinero: me pedían 900 rublos… «Después», pensé; pero, cuando me senté en el café, me arrepentí. A Dobichin lo publican con muy poca frecuencia, dos veces desde la caída de la URSS, pero era un escritor notable, y su historia, fielmente expuesta en el prólogo, es aleccionadora.

Pero he aquí lo curioso, una sincronicidad según Jung: en el libro de Rein tropecé con un ensayo donde hablaba de Dobichin a fines de los años 1930. Curioso, ¿verdad?

Pues bien: como es sabido, después de la «crítica» de la Unión de Escritores, que lo acusaba de «formalista», Dobichin… se suicidó. El hecho ocurrió en 1936, de modo que una tragedia semejante era del todo probable: el hombre se asustó sobremanera, pues lo que solía seguir a la «crítica» era perfectamente conocido. Aunque también existe otra versión, según la cual Dobichin… montó su suicidio, dio dinero a los médicos de la ambulancia, huyó y después trabajó largo tiempo de agrónomo en la provincia de Leningrado. No escribía nada; en la guerra fue llevado por los alemanes a Alemania; después de la guerra regresó por alguna razón a la URSS, acaso porque simplemente se encontró en la zona de ocupación soviética; cumplió su condena, vivió hasta el XX Congreso del Partido Comunista y el discurso de Jrushov, pero, por precaución, «no emergió» y siguió trabajando de agrónomo… Rein cita incluso algunos documentos… Una historia fantástica, pero popular en Rusia; una variante más del cuento del starets Fiódor Kuzmich[7] que deja una esperanza —esto ya no concierne a la persona de Dobichin—: Se puede engañar a un poder antropófago.

Así pues… Me senté a «mi» mesa preferida, en un extremo; por suerte, no estaba ocupada; me senté con el libro y crucé mis piernas. Pedí una copa de vino blanco seco y también el periódico: en ese café siempre se puede leer gratis el Kommersant, así como en los cafés de Estados Unidos se puede leer The New York Times… Primero hojeé a Rein, leí una historia más acerca de cómo en su juventud había encontrado en una calle de Leningrado al famoso y premiado poeta stalinista Vissarión Saiánov; ahora casi nadie se acuerda de él —sic transit gloria mundi—; me parece que de niño llegué a ver sus libros en los estantes de las librerías soviéticas… Bueno, Rein le citó a Saiánov sus primeros poemas; este se conmovió, invitó al joven a que le hiciera compañía, lo llevó a un restaurante y allí, en compañía, en medio de conversaciones de borracho sobre fútbol y mujeres, el joven Rein le preguntó a quién consideraba el mejor poeta contemporáneo. A pesar de que Stalin ya no vivía y el XX Congreso ya había dejado de hacer ruido, corría el año 1957 y Saiánov se asustó, no respondió nada, y solo después, cuando condujo a Rein al vacío y nocturno malecón, le susurró al oído: Pasternak… «¡Qué miedo había entonces! —escribe Rein—.[8] El malecón estaba desierto y él susurraba… Quiera Dios que eso no vuelva a repetirse».

En el año 2000, cuando vi ese libro por primera vez, la réplica de Rein parecía inverosímil, ridícula: a pesar de todos los defaults de entonces, existía casi la seguridad de que la Unión Soviética había espichado y que ese miedo nunca se repetiría.

Pasaron catorce años, un lapso no menor, y ya no diría tan categóricamente la palabra «nunca». «Nunca digas nunca»… Había una película estadounidense con ese nombre.

Pedí más vino y miré vagamente el bulevar; un tipo bien vestido, de gran tamaño y con mirada severa se sentó en una mesa contigua. Por alguna razón recordé, seguro que por asociación, cómo en ese mismo café, tres o cuatro semanas antes, tres hombres gordos y borrachos importunaban no de la mejor manera a la joven camarera, y un joven apuesto empezó a defenderla. El guardia, como siempre en tales casos, dio muestras de una asombrosa prudencia y observaba la situación sin entrometerse. Pues bien, cuando el joven intercedió, dos de los tres hombres primero se refrenaron, pero el tercero se enfureció; no recuerdo exactamente lo que dijo, pero el sentido fue el siguiente: que todos ellos trabajaban en la policía o en la fiscalía, y qué te metes, muchachito, en lo que no te importa. ¡¿Buscas problemas?!…

Y todos los presentes, entre ellos el valiente joven, este humilde servidor y, a decir verdad, los muy escasos clientes indignados, nos aplacamos un poco. Es decir, nos acobardamos. Yo atiné a levantarme, a intervenir, pero recapacité: lo único que me faltaba era enredarme con unos policías de civil borrachos; vaya entretenimiento… Una velada agradable, como suele decirse. Pensando de ese modo, me senté y unos diez minutos después me enfadé terriblemente: con mi miedo.

Porque esa muda contemplación mía, más la idea de que «lo único que me faltaba era enredarme», era pura humillación, si vamos a llamar a las cosas por su nombre. No solo mía, repito: en el café había más personas, pero yo solo puedo responder por mis sentimientos, por mi persona, aunque también adivino los sentimientos de los demás. Pero, para cuando me enfadé, el grupo de borrachos, por suerte, ya se retiraba y se subía a un jeep blanco y enorme con tres cincos en la patente; las letras no las recuerdo… Los borrachos, once more, cerraron las puertas y arrancaron. Todos los ciudadanos de nuestro país conocen ese «rugido» del todoterreno y, sin querer, al oírlo hunden la cabeza entre los hombros…

¡Por cierto! Esa escena notable tuvo lugar bien avanzada la noche del mismo día de agosto de 2014 (ahora nadie se acuerda; yo mismo tuve que buscar largo rato la fecha precisa en Internet), cuando Zhírik[9] hizo su célebre anuncio de que, por así decir, el destino de la guerra y de la paz en Europa depende solo de un hombre: Pu. Doy fe de que ese día el ánimo en la ciudad estaba un poco abatido, aunque muchos con los que hablaba respondían: «¡Bah! Son pavadas. ¿Para qué hacerse mala sangre? Asustan a Occidente… Solo lo hacen para asustar… Es Zhirinovski… Lo dice a propósito… etc.».

Y, a lo mejor, esos gordos del jeep blanco y grande también reaccionaron a su manera a ese ánimo y a ese anuncio.

Tal vez habían entendido a Zhírik así: «A ver, ¡¿quién manda ahora en casa?!…».

Después de todo, el comisario Bliumkin había blandido alguna vez su Browning y las listas de fusilamiento en la taberna El perro vagabundo…[10] Estos apenas si molestaban a una camarera.

O quizá ellos también se asustaron del anuncio de Zhírik; me consuelo con la fantasía expresada en la célebre frase «ellos también son personas». Por lo demás, entonces en verdad me pareció que uno de ellos, el más borracho, estaba un poco «confuso» emocionalmente. Pero vaya uno a saber por qué: quizá había discutido con su esposa, quizá había tenido una disputa con sus jefes, y yo aquí fantaseando con que había reaccionado a la «situación política»…

Soy en general un bicho optimista.

Sí… Recuerdo que era el Día de la Ciudad, a principios de septiembre de 2014, un sábado a la tarde. Pero ¡¿adónde me he ido?!… Otra vez me puse a mirar a las muchachas; por ejemplo, allí, en la mesa contigua, había dos muy atractivas; por lo visto, no eran de aquí; serían búlgaras o serbias (hablaban en un idioma parecido); eran muy bonitas; vacilé un poco si hablarles o no y decidí esperar: no fuera cosa que llegara alguien y se produjera una situación incómoda; mientras tanto, abrí el Kommersant que me había traído la camarera.

A ver, ¿cómo abrimos y miramos un periódico? En diagonal y todo de una vez.

En medio de la Plaza Roja, es decir, en el medio de la primera columna, había un artículo sobre Pu —uno de los protagonistas de nuestro relato—; unificaba y ampliaba algo en el complejo militar-industrial, clausuraba otra cosa; una fotografía grande: ahí camina él con su contoneíto, y alrededor se agolpan unos tipos gordos y asustados con trajes caros. Más abajo tropecé automáticamente con un artículo proveniente del frente del Donbás. A menudo evito esos materiales para cuidar mis nervios. Pueden censurarme y decir: «El tonto y amedrentado pingüino quiere esconder su corpachón entre los peñascos».[11] Pero esa vez, bien de manera automática, bien porque algo me atrapara, me puse a leer. El corresponsal describía cómo en una universidad de Mariúpol se celebraba un encuentro entre los estudiantes y un diputado local o el alcalde, no recuerdo bien, y, de pronto, los jóvenes comenzaron a abandonar poco a poco el recinto porque los padres habían empezado a enviarles mensajes de texto diciéndoles que sobre la ciudad marchaban… tanques.[12] Un encanto, ¿verdad? De quién eran los tanques, ni siquiera lo entendí (de las milicias, de los ucranianos, de los rusos), pero decía que «en las afueras de Mariúpol avanza una columna de tanques para comprobar si la defensa de la ciudad es fuerte».

Nada mal, ¿cierto?

Y el corresponsal de Kommersant, un hombre valiente, fue volando a esas mismas afueras para verlo todo en persona, se puso a hablar con los militares de un puesto de control y… pero, sabrán disculparme, no seguí leyendo. No pude.

Porque, discúlpenme de nuevo, no puedo leer esas cosas: tanques marchando en las afueras de Mariúpol.

Yo estuve una vez en Mariúpol; es la antigua ciudad de Zhdánov, un terrible agujero soviético, una provincia abandonada por Dios y por los hombres (por lo demás, dicen que Dios nunca abandona a nadie, solo espera cierto tiempo); excepto el mar, allí no hay nada; la ciudad, en rigor, solo vive de él. Y, de pronto, unos tanques, hombres con cascos, puestos de control, disparos, como si se tratara de la antigua Yugoslavia, de Irak u otra vez de Chechenia…

Lo sé de primera mano; mi esposa y yo tenemos una conocida en Estados Unidos que es oriunda de Mariúpol; se marchó de allí hace unos diez años. La gente vive allí muy mal, los hombres beben demasiado, las costumbres son salvajes, los salarios en Ucrania son bajísimos; y encima, por eso, o además de eso, les tiran los tanques.

¿Qué es esto?, me pregunto. Soy ciudadano de Rusia, escritor, periodista, moscovita de tercera generación; mi abuelo combatió en el Cáucaso durante la Gran Guerra Patria. Yo no he dado mi consentimiento a todo esto, ¿me oyen?…

Es ridículo. ¿Quién me ha consultado jamás algo a mí?

Por lo demás, estoy haciendo de esto un artículo de opinión, y eso no es necesario, puesto que, una vez más, repito again para quienes no comprenden: la mesa, el café, el bulevar, el templado comienzo del otoño, Moscú… ¿Dónde estoy yo, y dónde está Mariúpol?

«A ver —pienso—, mejor leeré algún material positivo, pues para algo he dejado a un lado el libro con historias de la URSS y he tomado el periódico».

Miré la sección «Sociedad». Encontré algo sobre la celebración de ese día. Un buen plan. Parece que en el Parque de la Victoria iban a asar un ternero entero o un jabalí. Eso sí que sí. Lamenté no haber ido. Seguramente sería un espectáculo curioso. ¿La carne la venderían o la entregarían gratis? ¿Habría mucha gente formando cola? Pensé que, si la entregaban gratis, sí que habría cola, ¡y qué cola! Y que, con seguridad, los cuadros y los rostros en esa fila de gente esperando el jabalí asado (más el propio jabalí girando alegremente en el asador) se habrían ganado la envidia de cualquier Brueghel y el Bosco.

También pensé que aquello era bastante extraño: ese jabalí y, en general, ese convite de carne a la multitud; era algo nuevo en la celebración de una fiesta pública moscovita. Antes, pese a todas las cosas negativas del anterior alcalde, había miel, helado, algodón de azúcar, kvas,[13] y eso, convengan, era más tranquilo; el dulce calma, mientras que la carne asada y la res ensangrentada en el asador, encima al lado del museo de la Gran Guerra Patria y la colección de trofeos de guerra, es un poquitín ex- o in-citante, ¿verdad? Y si es así, ¿para qué?

O ¿simplemente se trataría de una mera coincidencia?

Como suele decirse, un cuadro del subconsciente, otra vez según Jung.

Quedé pensativo; por lo visto, estaba algo triste.

Una camarera conocida se acercó y me sonrió:

—¿Por qué está triste? ¿A lo mejor quiere más vino?

Acepté:

—Sí, está bien, pero con agua, para no sobreexcitarme; si no, ¿quién me tranquilizará?

La joven sonrió y asintió con la cabeza. Se alejó meneando las caderas. Bonita muchacha… Sí.

2

Después de un rato veo que viene un viejo conocido. La ciudad de Moscú es un pañuelo. Guionista, hombre simpático, politólogo de primera formación; ahora escribe guiones para la «caja boba» y vive de eso. Lo veo aquí a menudo. Puede decirse que es casi un visitante asiduo como yo… También ha llegado un poquito triste. Por lo demás, él suele estar triste; más bien, ese es su temperamento, y la tristeza de hoy no es indicio de nada. Además, tiene problemas con su novia. Ella es mucho más joven, y hace poco vi cómo discutían en la calle sobre algo malo, con mucha rabia…

Nos saludamos. El guionista se llama Aleksandr, pero todos lo llaman Sasha, a pesar de que ya ha pasado los cuarenta.

—¿Cómo le va? —pregunta Sasha.

—Ahí, tirando. ¿Y usted?

Nos tratamos de usted, a la antigua.

—Más o menos igual. No dejo de pensar en las llaves.

—¿En qué llaves?… ¿Ha perdido las llaves? —me asusté.

—En cierta medida —dijo con sonrisa irónica—. ¿Cómo vamos a seguir viviendo? A la antigua ya no es posible, según entiendo… Y para la nueva realidad se necesita una llave. Eso es lo que estoy buscando.

—Y ¿qué tal? —le pregunto después de una pausa—. ¿La ha encontrado?

—Por ahora no —volvió a decir con irónica sonrisa.

Nos callamos.

—A lo mejor no existen —digo—. Las llaves esas… ¿Sabe lo que decía Aleksandr Piatigorski? ¿Qué es lo más terrible para un filósofo?

—¿Qué? —Se notaba que estaba interesado.

—No respondo de la precisión de la cita, pero, en una entrevista, dijo que para un filósofo lo más terrible es un muro de mentiras tal que no puede perforar con su filosofía… La situación actual se ajusta totalmente a eso, en mi opinión.

—Sí… —dijo Sasha después de una pausa—. Puede ser… Pero no estoy seguro. Hay que intentar.

—¿Intentar qué? ¿Perforarlo?

—No, ¿por qué?… Encontrar algún paso, «una pequeña puerta de hierro en el muro».[14] —Y otra vez su sonrisa irónica.

Volvimos a callar.

Se acercó la camarera y él pidió:

—Como siempre: expreso y agua mineral. —Miró mi vino—: Y una copa de vino blanco. Del mismo.

«“Como siempre” —pensé—. Pese a todo, algo hemos conseguido. Ahí está, uno de los logros de los últimos veinticinco años. Hasta 1991 “para mí expreso, como siempre” solo podía oírse en el cine o en el extranjero. La generación de nuestros padres solo soñaba con eso: hojeen a Aksiónov o a Víktor Nekrásov…».[15]

—Hace poco me propusieron ir a trabajar al Canal 1 —dije de pronto—. Noticias, horario nocturno; por cierto, de noche es posible tomarse ciertas libertades. Ahí tiene su «llave», por ejemplo.

—No —dijo Sasha—. Esa llave es mala… ¿Qué? ¿No ha probado en canales más decentes?

—¿Cómo que no? Sí que he probado. En primer lugar, ya casi no quedan esos «canales», y, en segundo, se necesitan contactos. Periodistas hay muchos, y medios de comunicación democráticos hay pocos; de ahí que haya una gran competencia. Alguna vez trabajé en Tiempos nuevos, cuando aún estaban sus antiguos dueños, cuando la revista salía en un papel de mala calidad. Con los nuevos dueños el papel mejoró, es satinado; traté de proponerles algo; les habré escrito unas ocho veces, incluso llamé por teléfono, pedazo de zopenco; solo me aceptaron una entrevista con una celebridad, y después, un mes más tarde, ellos mismos me escribieron con la propuesta que yo les había hecho… Ahora, en general, a nadie le gusta contratar a «gente de la calle». Ni a los demócratas ni a los súbditos del zar; a nadie; quién sabe si no te saca un conejo de la galera.

—Pero al Canal 1 no vaya, de todas formas —dijo Sasha—. Echará a perder su reputación.

—¿Sí? —dije—. ¿Y por casa cómo andamos? ¿Usted para quién escribe guiones?

—Los guiones son otra cosa; no son noticias.

—¿Conoce a la periodista Korolkova, de la radio Eco de Moscú? —pregunté.

—Por supuesto.

—Hace muchos años que, además de Eco, lleva una columna en El Periódico Ruso. Cuestiones de lingüística. Es el periódico más leal, ¿no es cierto?… Y, sin embargo, no pasa nada, todo va bien, su reputación no sufre. O ¿eso le está permitido a Júpiter?

—¿Cuál dice que es el apellido de la periodista? —preguntó Sasha—. Es que no leo El Periódico Ruso; por falta de tiempo, no por otra cosa. Pero al Canal 1 no vaya, de todas formas… Igual, cuando hablaba de las «llaves», me refería a algo distinto… ¿Qué estudios terminó usted en su juventud?

—Exploración geológica.

—Ya ve. Yo el Instituto de Pedagogía 1. En caso extremo, pan no me iba a faltar… Yo me refería in general a cómo vivir, a cómo sentirse bien al observar todo esto.

—¿Al observar qué? —decidí precisar por las dudas.

—Bueno, la guerra, los «debates» por televisión, todo lo demás…

—Ni modo.

—¿Usted cree?

—Estoy seguro.

—¿Refugiarse en sus caparazones de nácar, como decía Balmont? —dijo Sasha con sonrisa irónica.

—No resultará. Usted no bebe tanto.

—¿Qué? ¿Balmont bebía mucho?

—Creo que sí… Lo que sucede es que para la realidad actual no hay llave; ese es el problema —dije alegre.

Lo dije con tanta alegría que hasta me terminé alegrando.

Como un auténtico sádico, añadí:

—Usted, desde luego, puede simular que no pasa nada, y quiera Dios que todo se acomode por sí mismo de algún modo, pero hay pocas esperanzas de que así suceda… Tales situaciones se dan en la historia, qué se le va a hacer.

—No sé a qué se refiere, pero, como decían en los viejos tiempos, hay que emigrar…

—¡Hola! —Hacia nosotros había venido, sin que nos diéramos cuenta, un hombre no diría asiduo del lugar, pero que solía acudir, y se sentó en la mesa contigua a la nuestra.

—¡Hola! —le dijimos.

A ese visitante semiasiduo del lugar lo llamaremos Andréi; alguna vez había sido jefe de redacción de un periódico muy conocido, pero después al dueño del periódico, un oligarca, lo obligaron a irse del país, y al jefe de redacción poco a poco lo fueron desplazando. O él mismo renunció, no recuerdo. Pero siguió siendo un hombre muy activo y algo organizó en el negocio del espectáculo. Un proyecto suyo ligado con la poesía contemporánea era muy conocido en el tiempo del que aquí hablamos. Después su antiguo dueño sufrió un accidente y murió; una historia oscura: no se sabe si fue un accidente o si fue algo tramado; el tribunal extranjero no tomó ninguna determinación, dejó el caso abierto. Una vez encendí inesperadamente la televisión en el mismo momento en que el antiguo jefe de redacción contaba en un talk show que emitía uno de los canales centrales que sí, sí, estaba seguro de que había sido un mero accidente. Porque su antiguo amigo y oligarca tenía problemas de dinero y eso no podía soportarlo, empezó a beber, tuvo depresión, se sentó borracho al volante y etcétera. Porque es difícil ser primero millonario y después vivir como un hombre de negocios común y corriente…

Una trama enteramente rusa, por cierto, al estilo de la literatura rusa clásica, dirán ustedes, pero por qué, de repente, sacaron al antiguo jefe de redacción hablando de eso por TV, y encima en horario central, no se entiende. Antes de eso llevaba unos cinco años sin aparecer…

En definitiva, una historia triste, muy triste y habitual en nuestros tiempos, en general y en particular.

De pronto recordé, vaya uno a saber por qué, que una muchacha conocida que alguna vez había trabajado activamente en publicidad y en consultoría política —incluso para el difunto oligarca (¿quién no había trabajado para él en el pasado?)— y ahora se había casado con un extranjero, había tenido dos hijos y vivía tranquila en España, en la región de Málaga, no hacía mucho tiempo me había contado (durante su breve visita a Rusia) cómo habían organizado en la campaña electoral, creo que en los años dos mil y pico (no recuerdo la fecha precisa), habían organizado… un simulacro de toma, por parte del OMON,[16] de la sala de la asamblea electoral de un partido minúsculo creado a las apuradas en aquel entonces por el difunto oligarca.

—La conciencia me atormenta hasta el día de hoy —contaba la muchacha, dando sorbos a un bello coctel naranja en el bar de la calle Pokrovka al que habíamos ido—. Es que los delegados de la asamblea eran verdaderos, tipos y tipas reales, algunos encima en edad avanzada; el grupo de filmación era verdadero, la presidencia era verdadera, la mesa era verdadera, pero el OMON era falso, es decir, hombres simplemente camuflados, casi actores. La idea era la siguiente: las personas están sentadas, alguien interviene en la tribuna, adoptan resoluciones, todo es aburrido hasta el bostezo, y, de pronto, en la sala irrumpe ese falso «OMON»: ruido, alboroto, gritos de «¡todos al suelo!», etc. Y todo eso, siguiendo el guión y con placer, debía filmarlo la televisión y después transmitirlo para mostrar qué malo y que antidemocrático era Vova,[17] a la vez que se cumplía la tarea de levantar el rating del nuevo partido. Y hasta el día de hoy —decía la muchacha— me atormenta la conciencia, aunque hayan pasado más de diez años. Porque todos lo sabían: los organizadores, la presidencia y el «OMON», pero no los extras en la sala. No les habían dicho nada para que todo fuera más verídico. Yo quería decírselo, quería, pero no me dejaron, y me arrepiento de haber hecho caso, aunque nunca había sido una chica obediente, eso es lo extraño… Simplemente acepté que, para dar mayor veracidad al suceso, la masa no debía estar enterada. Después la compensarían, le darían un buen fajo de verdes por el daño causado; así me habían prometido los organizadores. Y a mí también, una joven tonta, me compraron para «ese sacrificio por la victoria de la democracia». ¡Ay, qué tonta fui, qué tonta!… Pues bien, la asamblea se desarrolla, los oradores intervienen, maldicen el «régimen dictatorial»; nada extraordinario para aquel entonces, aunque ya se siente cierta tensión en la sala; no deja de ser el año dos mil y tantos, ya no 1997, ¿verdad? En el momento preciso, en la sala irrumpe el falso «OMON»; les ordenan a todos echarse al suelo; alboroto, gritos y todo lo demás de acuerdo con el guión que nosotros mismos habíamos creado. La gente en la sala se asusta de verdad, de verdad, y un tipo empieza incluso a sentirse mal. Llaman a la ambulancia, que también es filmada. En definitiva, todo salió de maravillas, la noticia la mostraron por TV, pero la conciencia… la conciencia me sigue atormentando hasta hoy…

—¿Sobrevivió el tipo aquel? —pregunté.

—Sí…

*

¿A qué iba yo?

Iba a esto: pensé de pronto que sería interesante saber si nuestro conocido de la mesa vecina había participado en aquel «montaje televisivo». Puede que sí, puede que no… ¿Estaría al tanto de él? Es lo más probable. Porque era un allegado al difunto. ¿Habrá sentido cierto embarazo al enterarse de los detalles del montaje, por ejemplo, que habían llamado a un ambulancia?… Es difícil decirlo. Sería interesante preguntárselo, pero temo que se arme un escándalo, porque nuestro vecino es famoso por su carácter malo y cizañero.

Y, de pronto, pensé qué queríamos lograr con tales métodos, de qué podíamos quejarnos ahora… Creíamos que el fin justifica los medios. ¿Cuántas veces hemos pensado eso en los últimos ya no digo veinticinco, sino ciento veinticinco años?…

¿Cómo decía el dibujo animado de Cheburashka? «Contruimo’, contruimo’ y al final terminamo’ de contruir».

¡Admiren la obra!…

Como me dijo una vez el talentoso y relativamente joven poeta Shulakov, a quien había encontrado una tarde de invierno en la casa de baños Sandunovski: creíamos que a ellos les importaba que sus hijos estudiaran en Oxford, construimos sobre ese «creíamos» nuestra vida, pero nos equivocamos.

No logro terminar mi último pensamiento y decírselo al guionista Sasha cuando a nuestra humilde terraza se acerca otra vez un auto, no sin cierta gallardía, y de él baja otro visitante asiduo: un productor teatral y, a la vez, dueño de un famoso club de actores. Presto atención a su atractivo suéter de hipster con la frase «what is done, that is done»[18] (juro que decía eso; él siempre se viste muy bien y a la moda) y a su auto, un minijeep japonés de color rojo, a decir verdad no muy nuevo, aunque tampoco muy viejo; y él, sonriendo, nos saluda con la cabeza y se sienta a la mesa de nuestro vecino. «Conque se trata de un encuentro —pienso—. No sabía que se conocían…».

El productor teatral y el antiguo jefe de redacción conversan sobre algo, pero el ruido de la calle me impide oír; solo me llegan palabras sueltas. A lo mejor tienen un proyecto conjunto; he leído que el jefe de redacción se ha metido hace poco en algo relacionado con la producción teatral…

En la pareja de vecinos no soy yo el único que piensa. El guionista Sasha, de pronto, me pregunta en voz baja:

—¿Qué te parece si le preguntamos a ese Andréi sobre las perspectivas de la vida actual? Seguramente debe tener llegada a alguien. Una vez contó que se daba con el mismísimo Pu… Hace mucho, al comienzo.

Me encojo de hombros:

—En general, su respuesta no tiene importancia. Además, ¿qué puede saber, y de dónde?

—Bueno —dice Sasha—, justamente él puede saber. Es un hombre bien informado, con contactos…

Durante un rato los dos callamos y damos sorbos al café y al vino; después bromeamos respecto de unas publicaciones en Facebook; después callamos; después el guionista Sasha, por lo visto, se decide, se levanta y se acerca a la mesa de nuestros vecinos.

Vuelve a saludar, pide disculpas, baja un poco la voz, se agacha hacia el antiguo jefe de redacción y pregunta:

—Perdón… Quería preguntar… Andréi… Quizá mi pregunta le parezca extraña… ¿No sabe por casualidad si nuestras autoridades tienen algún plan grande y de largo plazo respecto de nuestro futuro? Es decir, ¿entienden allí —Sasha levanta los ojos y señala con la cabeza más o menos a la altura de los tejados vecinos— lo que están haciendo?

¿Allí? —pregunta con sonrisa seca e irónica el antiguo jefe de redacción, también señalando con la cabeza, pero un poco más arriba: al cielo azul de septiembre—. Allí creo que entienden todo.

—No, un poco más abajo —dice Sasha turbado.

—¡¿Cómo puedo saberlo?! —dice irritado el jefe de redacción después de una breve pausa—. La economía planificada la cancelaron hace veinticinco años, ¿acaso no lo ha oído?… Ahora tenemos capitalismo. Así que, disculpe, ¿a qué plan se refiere? ¿Al de quién?

Sasha regresa triste a la mesa.

—¿Conoce el libro La lengua del Tercer Reich?[19] —pregunta de repente—. Lo he leído hace poco. Es muy interesante. El autor vivía en la Alemania nazi y describió su lengua, más precisamente, cómo todo lo que sucedía se reflejaba en la lengua. Ahí tiene el «camino» y la «llave». Sírvase.

—No entiendo bien —digo, ligeramente pasmado (¡buena comparación!). El «camino»… ¿adónde?

—¿Cómo? —dice Sasha—. Me refiero a la respuesta a la pregunta «¿qué hacer?». ¡Escribir! ¡Trabajar!

—Conozco ese libro —digo después de una pausa—. El autor era judío, estaba casado con una alemana. Según las leyes nazis, eso le permitía vivir físicamente, pero lo privaba de todos los derechos civiles. No podía trabajar en ninguna parte, ni siquiera de vigilante en un depósito, y, además, todas las prohibiciones restantes: medicina pública, educación superior para sus hijos, jubilación, incluso cosas menores, ya no recuerdo. Leí ese libro en los años 1990… No quisiera correr esa suerte. Además del miedo y todo eso, es humillante, me parece. Y, disculpe, ¡¿en verdad piensa que nuestros tiempos se parecen siquiera en parte a aquellos?!

En ese momento, por delante del café pasa un trolebús y el guionista Sasha no oye la última frase.

—¿Qué ha dicho? —pregunta.

—¡Digo que esa suerte es humillante! —repito en voz más alta, omitiendo por alguna razón la segunda parte de mi frase.

El antiguo compañero de armas del oligarca misteriosamente muerto se vuelve y me mira fijo. Diría que su mirada es de asombro, aunque, a lo mejor, solo me ha parecido. Sin decir nada, pero largando un hondo suspiro, vuelve a su posición anterior.

Sasha, algo asustado, agacha la vista.

—En general, estar sentados así como estamos, comprender en qué puede acabar todo esto y buscar con la mente algún resquicio donde esconderse es también una humillación y, peor aún, una estupidez —añado.

Esta vez Sasha sinceramente no entiende. Me mira inquisitivo:

—Perdone, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Es normal tratar de sobrevivir. Mire, parece que a fines de septiembre habrá una manifestación; si la autorizan, iremos. ¿Qué más podemos hacer?… Vaya a la plaza si quiere —dice con sonrisa irónica—. Creo que esta vez habrá más de ocho personas…[20]

*

Cuando nos traen la cuenta y pagamos, tras un momento de embarazo yo también me acerco a la mesa contigua.

Después me pregunté para qué lo hice. ¿Para qué me acerqué, qué esperaba, que respuesta aguardaba?… Pero he aquí que me acerco y también me disculpo; nuestro vecino levanta la cabeza ya con cierta irritación.

—Perdón, yo también quería hacerle una pregunta.

—Diga.

—¿No es una verga esto? —le pregunto, y luego, por alguna razón, añado—: ¿No estamos en el horno?

—Sí —me responde seco y con una extraña sonrisa el antiguo jefe de redacción.

Sobreviene una breve pausa.

Asombrosamente, me aflijo (¿por qué?, ¿quién es él?, ¿qué ha dicho de singular?), y, para suavizar de algún modo la impresión que estaba dando, huir, escapar de mi aflicción, digo:

—¿Sabe? Uno se da cuenta de que esto es una verga, pero de algún modo dan ganas de refutarse, de llevarse a sí mismo la contraria…

—Por desgracia, no puedo ayudarlo —dice con ironía el antiguo jefe de redacción.

El dueño del café de artistas, vestido a la moda, mira hacia otro lado.

3

Caminamos despacio por un bulevar nocturno; seguramente, una vista bella se abre desde lejos: dos figuras solitarias a la luz de los faroles vespertinos, el follaje seco que se extiende como arcos a lo largo del bulevar después del calor estival, el aire frío de la tarde que ya confiere al cuadro una transparencia otoñal.

—¿Y si cambio de profesión? —dice el guionista, otra vez pensativo—. ¿Si me marcho a algún lugar de Siberia y me oculto allí? Ha habido tales casos; se ha escrito sobre ellos.

—¿Sabe qué? Pasará lo mismo que aquí —digo yo—. Tales casos también aparecen registrados. Si proceden a sus anchas, llegarán también hasta Siberia. Recuerde a Gustav Shpet.[21] Dios no lo permita. Hay que irse del país, eso es lo que hay que hacer. Por más que no den ganas. Una periodista conocida mía se compró no hace mucho una casa en Bulgaria; encima, no en las afueras de Sofía, sino en las montañas, junto al mar. Para los precios de Moscú, una ganga. El precio de una habitación pequeña en Mítino.[22] Se mudó hace cosa de medio año. Exactamente en abril, en homenaje a la triunfal adhesión de Crimea.

—Y ¿qué tal, no se aburre? —pregunta Sasha.

—Se asombrará usted, pero hace apenas dos semanas nos escribimos y yo también le pregunté eso. Por ahora está muy contenta… No sé si se aburre, pero dice que aún no ha tenido tiempo de echar de menos. Además, lo que resulta muy cómodo, es cerca. Dos horas de vuelo desde Moscú. A dos pasos. Solo que las visas son caras. Es la Unión Europea, y los búlgaros, parientes espirituales de nosotros, nos arrancan el pellejo.

—Sí —dice Sasha pensativo—. Seguramente… El reino de Bulgaria.

—¿Qué?

—Así se llamaban antes de la guerra. En su tiempo yo era filatelista, ¿nunca se lo he contado? Tenía una estampilla del año 1936, creo, con ese nombre… Allí había muchos rusos antes de la guerra… Pero ¿yo qué voy a hacer en las montañas de Bulgaria o incluso en Sofía completamente solo?… Yo no tengo esposa como usted… Y después, ya tengo una vida arreglada —dice con cierta lástima e ironía—. Desayuno y almuerzo en La academia.[23] A la tarde, café y conversaciones aquí. Dos veces al año vacaciono en el extranjero. La última vez, en febrero, estuve en Costa Rica. Unas vistas impresionantes, mar cálido, mariposas del tamaño de una mano, sexo fácil y casi amistoso con representantes de la Unión Europea. Con una de ellas todavía me sigo escribiendo en Facebook. Pasaría con gusto el invierno allí… Pero ¡¿quedarme para siempre?! He visto tales casos… No sé… Otra vez: ¿qué voy a hacer allí? A ver, ¿abrir un bar para rusos? Me cuesta imaginarlo. ¿Alquilar mi departamento en Moscú? Pero, con ese dinero ¿qué hago? ¿Beber-fumar-hablar en inglés? ¿Escribir una novela? Y ¿si a lo mejor todo esto se termina arreglando de algún modo?… A lo mejor toda esta historia acaba siendo un mero soplo —dijo con ironía—. A veces tengo esa sensación. O esperanza. Ellos no son suicidas. Hace unos días pasé por el café Pushkin; ¡en su mayoría había personas juiciosas! Quizá se les pueda hacer reproches desde el punto de vista moral, pero no son idiotas, eso es seguro. Renunciar a todo, ¡¿en nombre de qué?! ¿De la adhesión del Dinbás? ¿Para qué quieren el Dinbás? ¿Acaso hay poca tierra en Rusia?…

Mientras Sasha habla, yo pienso que a veces también tengo esa esperanza. Todos la tenemos: «ellos no son suicidas»… «Pero el difunto Milošević tampoco se consideraba suicida —pienso enseguida—. Y Saddam Hussein…».

¡Fu-fu-fu-fu!…

Al final del bulevar, junto a la plaza Pushkin, nos despedimos. Nos damos la mano.

Sasha debe seguir el paso subterráneo de la plaza y después una callejuela; yo debo tomar un taxi hasta mi Leningradka, también cerca. Por la calle Tverskaia los autos pasan a ritmo regular; los faros arden en círculos blancos; a pesar de que es tarde, todo alrededor es luz y animación. En dirección contraria a la mía, riéndose, caminan dos muchachas. Una de ellas, morena y con el pelo suelto sobre los hombros, es muy bonita. Me mira con interés, se vuelve hacia la amiga, le dice algo a media voz. Las dos se ríen tapándose la boca.

«¡¿Qué “llave” ni “llave”?! —me dan ganas de decirme a mí mismo y también a Sasha, que se aleja—. Todo está en orden, tranquilícese… Solo hay que seguir a esta muchacha, o a otra como esta, y conocerse; ahí tienes la “llave”. Por unos días, al menos».

Decido pasear un poco por la Tverskaia en dirección a casa. De pronto, veo un Mercedes blanco y celeste de la policía de tránsito y, a su lado, un policía enorme e inverosímilmente gordo. Con las piernas bien abiertas y la gorra ladeada, se da golpecitos en el muslo con el palo de regulación. Su obesidad es indicio de una alimentación excesiva, incorrecta, pero eso no parece una enfermedad, aunque yo no soy especialista… Por lo demás, que sea gordo o flaco carece de importancia; no estoy hablando de los defectos corporales.

El policía está casi en medio de la calle, en el segundo carril, con aire provocativo, insolente, pendenciero, obstaculizando el movimiento; su gorra con el águila de alas desplegadas está gallardamente ladeada sobre la papada de elefante que le cuelga de la nuca. Su cara denota animadversión e incluso rabia contra los modernos y hermosos autos que pasan y se ven obligados a girar ligeramente a la izquierda para esquivarlo. Veo que casi todos los conductores, cuando pasan por delante, apartan la vista.

De pronto el poli se vuelve; dicen que la mirada se siente en el cuerpo. ¿Habrá sentido la mía?… Sus ojitos de cerdo recorren mi persona. Yo también aparto la vista, aunque ¿yo qué tengo que temer, si no estoy al volante?… Pero igual la aparto. Mirando para otro lado, sigo adelante. Camino unos cien o ciento cincuenta metros por la Tverskaia y levanto la mano:

—¡A la estación! ¡Un carro para mí, un carro!…[24]

Y, de pronto, comprendo con toda claridad que esa «coexistencia pacífica» a cien metros de mí tarde o temprano deberá resolverse de algún modo, que alguien se hartará, o bien la gente en modernos autos importados o bien el poli gordo.

Nadie se detiene. Después un taxista me pasa un precio descabellado… En la vidriera de una tienda cercana hay unas botellas grandes de vidrio con agua mineral. Seguramente, son caras, pero se ven bien: semejan jarrones para flores. Me acerco más.

En una botella hay una etiqueta: una cascada en un bosque. Un cuadro banal, en definitiva: agua celeste, árboles verdes, la espuma blanca de la cascada. De pronto, imagino en ese lago pintado el lucio del cuento popular ruso, ¿lo recuerdan? Un lucio grande, de cinco kilogramos como mínimo; recuerdo que una vez, cuando era pequeño, los niños del campo trajeron uno así a nuestra dacha. Las escamas brillan; el hocico largo y rapaz estirado hacia la calle Tverskaia; los ojos inteligentes y malvados… En el folklore ruso el lucio es un animal importante. «Por orden del lucio, por voluntad mía…».[25] ¿Qué deseo le pediría? Quedo pensativo.

—Por orden del lucio, por voluntad mía, haz que todo se arregle de alguna manera —digo en voz baja—. Que no haya que pensar en los planes de las autoridades, en «llaves» para la nueva realidad, en Ucrania, en la guerra, en toda esa porquería que me tiene tan harto que me dan ganas de treparme a las paredes…

Decido empezar por algo sencillo.

—A ver, por ejemplo, haz que ese poli gordo desaparezca de la Tverskaia. ¿Puedes?

El lucio se me queda mirando unos momentos, después golpea el agua con la cola y desaparece. Por el lago dibujado se extienden unos círculos… «Lo que significa el clima —pienso—, el nerviosismo general y apenas dos copas de vino blanco. ¿Será una tormenta magnética? Levanto la cabeza al cielo en busca de una aurora boreal, pero no se ve nada por el resplandor que flota sobre Moscú. Me quedo un momento delante de una vidriera; después me vuelvo despacio y con cautela:

¿Y qué creen? La calle, a cien metros de mí, está vacía.

2017-2018

Notas

[1] Personajes de la novela de Jonathan Swift Los viajes de Gulliver. [N. del A.]

[2] Famoso parque al este de Moscú. [N. del T.]

[3] Escenarios de protestas entre los años 2011-2013. [N. del T.]

[4] Iuri Mijáilovich Luzhkov (1936-2019), segundo alcalde de Moscú (1992-2010). [N. del T.]

[5] Cita del poema Languidez (1883) de Paul Verlaine. [N. del T.]

[6] Aleksandr Herzen, Pasado y pensamientos, parte 4. [N. del A.]

[7] Leyenda popular rusa según la cual el starets Fiódor Kuzmich era en realidad el emperador Alejandro I. [N. del T.]

[8] Evgueni Rein, Me aburro sin Dovlátov, San Petersburgo, 1998. [N. del A.]

[9] Apodo popular del político ruso Vladímir Zhirinovski (1946-2022), fundador del Partido Democrático-Liberal de Rusia. [N. del T.]

[10] Café de San Petersburgo donde se reunían los artistas y la bohemia rusa del Siglo de Plata. Funcionó entre los años 1911 y 1915. [N. del T]

[11] Cita del poema de Maksim Gorki Canción del albatros (1901). [N. del A.]

[12] Kommersant, 5 de septiembre de 2014. [N. del A.]

[13] Bebida rusa fermentada. [N. del T.]

[14] Nombre de un relato sobre Lenin del laureado escritor soviético Valentín Katáiev. [N. del A.]

[15] Escritores rusos de la segunda mitad del siglo XX. A comienzos de la década de 1980 emigraron de la URSS. [N. del A.]

[16] Escuadrón Móvil para Propósitos Especiales (OMON por su abreviatura en ruso), unidad especial antimotines de la Guardia Nacional de Rusia. [N. del T.]

[17] Es decir, Vladímir Putin. [N. del T.]

[18] «Lo hecho, hecho está» (Shakespeare, Macbeth). [N. del A.]

[19] El autor no menciona que Victor Klemperer, filólogo, escritor y periodista alemán, después de la Segunda Guerra Mundial vivía en la República Democrática Alemana y protestaba contra la política conciliadora de las autoridades de la entonces República Federal de Alemania respecto de los antiguos nazis. [N. del A.]

[20] Quizá, el personaje se refiere a la manifestación realizada en 1968 en la Plaza Roja en contra de la entrada de las tropas soviéticas en Checoslovaquia, en la que participaron ocho personas. [N. del A.]

[21] Gustav Shpet (1879-1937), filósofo, psicólogo, pedagogo, traductor y crítico de arte ruso. Fue víctima de la Gran Purga; rehabilitado en 1956. [N. del T.]

[22] Barrio periférico de Moscú. [N. del T.]

[23] Cadena cara de cafés. [N. del A.]

[24] Cita del final de La desgracia de ser inteligente (1825) de Aleksandr Griboiédov. [N. del A.]

[25] Refrán ruso equivalente a «por encanto», «por arte de magia». [N. del T.]